‘Breaking Bad’ y el trabalenguas que lo hundió

por Suan Pineda

Entremares Magazine

“Breaking Bad”, quizá la mejor serie de televisión en la historia de la pantalla chica de los Estados Unidos, me ha decepcionado. Pero antes de detallar las razones de mi desencanto, explico por qué yo, como millones de televidentes, he sucumbido al oscuro y tergiverso magnetismo de esta serie.

El programa, creado por el “ex-alumno” de “The X Files” Vince Gilligan, cuenta la historia de un profesor de química que, después de recibir una prognosis negativa de cáncer, decide asegurar la estabilidad financiera de su familia después de su muerte. No hay nada de extraño en este deseo, lo que lo hace particular es de qué manera el protagonista, Walter White, decide amasar dinero: a través de la manufactura y distribución de metanfetamina. Es esta particularidad la que servirá de fuente y eje para el foco narrativo y la complejidad moral de la serie. En cada episodio vemos la metamorfosis de Walter, un maestro de secundaria cuya usual indumentaria incluye pantalones caqui, camisas de color pastel y gafas, convertido en un traficante de drogas que, en la misma vestimenta, asesina a sangre tibia. En el viaje de donnadie a capo de las drogas, Walter y “Breaking Bad” van creando su propia medida moral: nos demuestran que hay un infinito valle gris entre el bien y el mal, nos obligan a especular y cuestionar nuestras acciones y reacciones si nos enfrentamos a dilemas y paradojas similares, y ponen el dedo en la llaga de una sociedad que atraviesa la peor recesión económica de su historia.

El mayor impacto de la serie ha sido elevar el género de drama televisivo en casi todos los ámbitos. Desde los guiones hasta la producción, “Breaking Bad” ha derribado las convenciones de la televisión, creado nuevos tropos y tipos, y establecido estándares de producción a seguir (como lo hizo “The X Files” a principio de los noventas al incorporar estándares de producción y narrativa del cine en una serie televisiva). Sin embargo, lo más evidente para el espectador son las actuaciones: el misterio que yace entre las zanjas del arrugado rostro de Walt, la inocencia carcomida en los ojos atormentados de su cómplice Jesse, o la oscura turbulencia tras la serena voz del capo de las drogas Gustavo Fring.

Durante tres temporadas, me sentaba inmóvil frente al televisor con las manos empuñadas sobre el pecho y los párpados tensos, temerosa de que con un pestañear me perdiese de algún detalle. Cada episodio, cada temporada, dejaba mi corazón estremecido y mi cabeza desorbitada. Al ver los especiales de detrás de las cámaras, me maravillaba de la precisión y atención en la planeación para realizar una escena de explosiones (por ejemplo, los productores y los expertos en efectos especiales analizaban cómo diagramar la trayectoria de la onda explosiva para que derribase una puerta en tal segundo, y un pedazo del techo en otro minuto) y la profunda reflexión que realizan los guionistas y actores para crear personajes ordinarios en situaciones extraordinarias.

Sin embargo, en la cuarta temporada, mi enamoramiento acabó. En quizás un gesto sin precedentes en la televisión estadounidense, “Breaking Bad” presentó una escena completamente en español y sin subtítulos. Sólo por eso hay que admirar la serie. Sin embargo, cabe criticar el desastre del mejunje de acentos y las profundas consecuencias de la ignorancia de la idiosincrasia idiomática y lingüística del español en un programa tan influyente. Mi corazón se partía y mis oídos se revolcaban de estupefacción mientras veía y escuchaba la escena. Junto a su amigo y socio Maximino Arciniega, Gustavo Fring, un personaje con raíces chilenas que se refugió en México para terminar en Albuquerque, New Mexico, se reúne con el cabecilla del Cartel de Ciudad Juárez, Don Eladio. Esto fue lo que escuché: Gus hablaba con una inflexión exagerada de las erres similar a la de turistas estadounidenses que rondan las playas caribeñas. El capo mexicano del Cartel de Ciudad Juárez no podía sacudirse un innegable acento cubano (el personaje es interpretado por el actor cubanoestadounidense Steven Bauer). Y Maximino, por su lado, oriundo de Santiago de Chile, no podía ni trataba de disimular un dejo dominicano.

El efecto es chirriante y desconcertante. Eso es, si me dicen que un personaje es de Chile, o que otro es del norte de México, yo espero los correspondientes acentos, como esperaría que un personaje de Londres tenga la entonación británica o uno de Mississippi hable con la cadencia del sur de Estados Unidos. Mi primera reacción fue incredulidad y la segunda fue tratar de encontrar excusas (quizá Gus posee un origen secreto y en vez de Chile creció en Vermont, o Don Eladio es un narcotraficante con raíces y aspiraciones multinacionales). Pero no hay nada en la serie que apoye esta hipótesis. Y tuve que aceptarlo: “Breaking Bad” ha caído en el mismo hoyo que sus predecesores (“The X Files” en un episodio sobre el chupacabras tenía un actor de ascendencia latina que no podía ni pronunciar hola) y contemporáneos (“30 Rock”; Salma Hayek actuando inverosímilmente de puertorriqueña).

El manejo de los dialectos es difícil pero no imposible. Prueba del éxito de ello son las decenas de actores anglos, para quienes la versatilidad de acentos es un requisito, que interpretan personajes dentro del espectro del inglés. Algunos ejemplos sobresalientes son la inglesa Kate Winslet como la neoyorquina Clementine en “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, el sueco Alexander Skarsgård como el vampiro regionalizado en el sur de Estados Unidos en “True Blood”, el británico Dominic West como un policía de Baltimore en “The Wire”, y el camaleón por excelencia Gary Oldman. Sin embargo, en el caso del castellano, las instancias son más escasas aunque más que posibles. Un ejemplo por excelencia es Javier Bardem en la cinta “Antes que anochezca” en la que interpretaba al escritor cubano Reynaldo Arenas. Allí, Bardem manejó con destreza no sólo el dialecto cubano sino también el acento cubano en inglés estadounidense. Me dejó la boca abierta, y demostró que es la vocación y la responsabilidad del actor el encarnar con autenticidad su personaje, y que una parte crucial de esa encarnación es el dominio del hablar. También debo resaltar el admirable, aunque imperfecto, intento de la serie “Weeds” de seguir con fidelidad la fluctuación de los dialectos de sus personajes mexicanos.

Aclaro: el jugar con los dialectos y los lenguajes diestramente es un instrumento narrativo de poder singular. El director hongkongnés Wong Kar-wai lo hizo maravillosamente en “2046”. En la cinta, los personajes hablan distintos dialectos de China e incluso el japonés. El diálogo fluye como el tiempo en una narrativa anticronológica en donde el mandarín de Gong Li y Zhang Ziyi se entrelaza con el cantonés de Tony Leung y el japonés de Takuya Kimura. El director se aprovecha de las divisiones lingüísticas y sus respectivos fondos históricos no sólo para conferir un tinte característico a cada personaje sino también para encontrar una especie de ágora donde convergen los tiempos, los espacios y las historias. La utilización de varios dialectos en la cinta no apunta a la ignorancia de las diferencias, sino a una inclinación panasiática, a la articulación de un lenguaje universal a la vez que se respetan las particularidades y diferencias de cada personaje.

El error — garrafal, desde mi punto de vista — de “Breaking Bad” no es el único en la televisión estadounidense pero marca el ápice de mi frustración. Quizás la altura de mis expectativas también refleja una tonta e irremediable posición en la que espero que la televisión sea una fuente poco convencional de información, conocimiento y arte. Pero “Breaking Bad,” por todas las razones que listé anteriormente, me había dado esperanza de que marcaría una era nueva en el tratamiento del español en la pantalla grande y chica. Lo que me lleva a cuestionar ¿por qué ocurre esto y a quién echarle la culpa? ¿Será imposible tener una representación precisa y creíble de un personaje hispanohablante en el mainstream de la industria del entretenimiento en EE.UU.? ¿Le importa a la audiencia en general? ¿Será que en un mundo cada vez más global y transcultural aún se pueden justificar esta clase de esencialismos y tergiversación cultural? Me atrevo a argumentar que es un síntoma del imperialismo cultural.

Creo que el asunto se reduce en parte a una cuestión de expectativas, y ésta por su parte se reduce en el poder y nivel adquisitivo y de consumo (tanto monetario como cultural) del público imaginado de estos productos. Es decir, estos programas asumen que la audiencia anglosajona es más exigente que la hispanohablante. Y quizá, en cierta medida en este momento, tienen razón. Mas no es una excusa. Ese “descuido” (para utilizar un término benévolo) señala que ven a los hispanohablantes como grupos intercambiables cuyas historias se confunden por la afinidad lingüística. Este “descuido” es animado quizá por un afán de simplificar un mundo complejo, de dominar lo foráneo y lo exótico, de encasillar “un exceso” (como diría Homi Bhabha) en un paquete reconocible para un público incomprendido. La ignorancia es opresiva y se difunde rápidamente. Como espectadores, artistas y comunidad (diversa y distinta), exijamos más.

Tengo una razón de peso para obsesionarme en el tema del lenguaje. La lengua y la articulación de la misma son significantes de la cultura. El lenguaje es como el ADN de nuestra identidad, es el registro viviente y cambiante de nuestra historia. Las lenguas, dialectos y acentos marcan la especificidad de nuestras vivencias y raíces. Al examinar nuestro lenguaje entenderemos de dónde venimos y quizá hacia dónde vamos. Por emplear un ejemplo consabido, podemos ver la influencia árabe en el español al analizar las palabras en castellano que poseen raíces árabes. O, en un ejemplo más contemporáneo, podemos ver el alcance del inglés en el mundo al reconocer los anglicismos tallados en idiomas como el español y el mandarín. O podemos aún escuchar en nuestro diario hablar los ecos de culturas que han sido marginalizadas u obliteradas: en el “palta” de Sudamérica resonará el quechua, en el “aguacate” de México se escucha el náhuatl. Nuestra historia, nuestros logros y nuestras desgracias están grabados y gravados en el idioma en cuyo corpus los ecos del pasado resuenan en el articular de nuestro presente. Parece una nimiedad resaltar estas instancias de la televisión, pero la repetición frecuente de estos errores en un medio de gran alcance cimienta la tergiversación de nuestra identidad, y cede el control de la articulación de nuestra cultura a un imperio mediático que manipula tosca e ignorantemente la lengua.

“Breaking Bad” marca indudablemente un hito en la historia de la televisión, y sus logros son indisputables. Sin embargo, espero también que marque el punto donde se inicie un cambio en la aproximación medida y estudiada de los dialectos, porque un lenguaje es más que un lenguaje – es una identidad – .

Poco equipaje

Por Lina Peralta Casas

Entremares Magazine

Hace casi tres meses tuve el privilegio de reducir mi vida, nuevamente, a tres maletas. Toda mi vida. Lo que significó, por supuesto, decir adiós a personas, lugares y objetos que de una forma u otra habían llegado a darme un sentido de hogar en un país ya de por sí foráneo. Lo que significa, también, que tengo poco equipaje y una gran movilidad.

Hace cinco años salí de Bogotá para vivir en el extranjero. Por primera vez tuve la difícil tarea de escoger lo indispensable, armar tres maletas y dejar atrás el único lugar que conocía como hogar, que reconocía como propio y donde, a pesar de muchas dificultades, me sentía feliz. Hace algunos meses me encontraba otra vez ante una situación comparable, en este caso saliendo de Salt Lake City, Estados Unidos, donde después de un largo proceso de adaptación había logrado establecer una vida casi completa: amigos, trabajo, rutinas y actividades que me proporcionaban bienestar. Con la diferencia de que en esta ocasión dejaba atrás una ciudad, un idioma y una cultura que nunca dejaron de ser en cierta forma ajenos. Con la similitud de tener que enfrentarme una vez más con mis apegos. Con la complicación añadida de que esta vez viajaba a otro continente (destino a Francia), a cambiar otra vez de idioma y a sumar a la distancia física, respecto a mi país, mi familia y amigos, una mayor diferencia horaria.

Parte de este proceso de migración consiste para mí en evaluar logros, valores y proyecciones, y de cuestionarme por qué todo esto representa un privilegio. En mi caso, dejar amigos, colegas, libros y trabajo no es el resultado de un desplazamiento forzado, ni tiene por motivo una situación de violencia o desigualdad. Y eso de por sí constituye una gran fortuna. Tengo el privilegio de migrar en buenas condiciones, así como la oportunidad de explorar un nuevo espacio del mundo y de aprender otra vez a mutar y a adaptarme. Pero este privilegio viene con su precio: me encuentro nuevamente fuera de lugar.

Niza por Lina Peralta

Mi nuevo destino es Niza. Situada en la riviera francesa, “Nice, la belle” es una ciudad de contradicciones. Es pequeña (según estándares bogotanos), pero también “muy grande” (según estándares europeos). Está a pocos kilómetros de Grasse, ciudad famosa por su producción de exquisitos perfumes y por tener campos cultivados con flores de deliciosas fragancias. Esto quiere decir que está situada en una región que, según me habían dicho, estaba llena de placenteros olores. Sin embargo, el olor de los campos, de las flores y del mar queda absolutamente sepultado bajo el aroma del orín humano y las deposiciones caninas, en una ciudad sin baños públicos y sin parques para perros. Además, Niza hace parte del territorio francés sólamente desde 1860, y esto genera una mezcla interesante de tratos e interacciones en su población italo-francesa. Por otro lado, aquí el sistema social permite que todos los ciudadanos tengan excelente acceso a salud y educación y que la calidad de vida sea bastante buena para todos, incluyendo un montón de vacaciones y horarios semanales de tan sólo 35 horas. Al mismo tiempo, los salarios no son muy altos y la igualdad de condiciones hace difícil para muchos tener acceso a comodidades adicionales.

Las contradicciones no están solo en la ciudad, sino que hacen parte también de mis opiniones encontradas sobre la vida aquí. En Francia, por ejemplo, es una costumbre saludar y despedirse. Siempre. Antes de ordenar un café o de pagar el bus se dan los buenos días o las buenas noches, algo que encuentro maravilloso viniendo de un país (Estados Unidos) donde los invitados llegan a las fiestas y se van algunas horas después sin decirse hola y adiós. En Niza, por ejemplo, la vida transcurre despacio y los avances en los trámites de instalación son lentos, algo que me molesta bastante después de haberme acostumbrado a que en Salt Lake City nunca me demoraba más de 10 minutos haciendo cualquier trámite.

En medio de estas reflexiones, después de algunas semanas de adaptación a mi nueva ciudad, leí en un libro de un periodista español una pregunta que es probablemente de las más pertinentes que podemos hacernos los desubicados. El problema, como siempre, está en responderla: “¿Qué hace falta para sentirse como en casa cuando uno se establece en el extranjero?” Para el autor la respuesta era lo suficientemente simple: una lavandería y un barbero.

Me pregunto entonces: ¿Qué significa para cualquiera, migrante o no, desubicado o no, sentirse “como en casa”? ¿Una rutina? ¿Una red de amigos o de familiares que vivan cerca? ¿Un trabajo? ¿Una ocupación? ¿Una pareja?

La respuesta es interminable y se transforma con frecuencia, pero para mí tiene que ver con la adaptación a los hábitos, ritmos y costumbres de cada lugar, con la familiaridad con su gente y sus formas de interacción. Así que ahora, a pesar de estar bajo un cielo distinto, ajeno e irreconocible, puedo empezar a entender el silencio en otro idioma, a saludar con dos besos y a esperar a todo el grupo para empezar a comer. En fin, a identificar nuestros puntos de encuentro y de desencuentro. También me ayuda saber que mantengo la ventaja de tener poco equipaje y con ella el privilegio de una gran movilidad.

Un transeúnte de la literatura

Tras 20 años sin publicar una novela, el escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo presenta El Pianista que llegó de Hamburgo, la primera de una saga de cinco libros. Pardo conversó con Entremares Magazine sobre la guerra, el amor y el oficio de escribir.

por Julia Beatriz Gutiérrez

Bogotá • Una sinfonía entre literatura e historia surge mágicamente de las páginas de El Pianista que llegó de Hamburgo (Cangrejo Editores, Bogotá, 2012), la nueva novela del escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo, en la que narra la tragedia que arrastra la guerra y el drama de amor de un bello personaje hamburgués que llega a Colombia: Hendrik Joachim Pfalzgraf.

Gracias a esta obra, el autor retoma la narrativa histórica que lo presentó al mundo de las letras con El Jardín de las Weismann, sin dejar de lado los avatares de la cotidianidad que envuelven a sus personajes en obras del mismo género como Irene y Seis Hombres una Mujer o en las antologías de cuento Las pequeñas batallas y Transeúntes del Siglo XX.

Se podría decir que este libro es la suma de un trabajo “sin prisa pero sin pausa”, como diría su hermano, también escritor, Carlos Orlando, en el que se refleja la realidad de la sociedad colombiana que irremediablemente empuja a quienes la conforman en un maremágnum de hechos que trazan su destino.

Cada suceso es la puntada de una cadena armoniosa en la que se mezclan la rigurosidad histórica, la riqueza del lenguaje y los conflictos emocionales de Hendrik, en los que en ocasiones nos sentimos frente a un espejo.

El pianista no está solo. Surge como el abrebocas de una saga de cinco libros que, poco a poco, irán viendo la luz y nos permitirán mirar las entrañas de un mundo que, a veces, se nos sugiere irreal pero que irremediablemente ha marcado la vida de los colombianos.

Jorge Eliécer Pardo invirtió 20 años tejiendo esta filigrana denominada El Quinteto de la Frágil Memoria, sumergido en su biblioteca, leyendo viejos periódicos, escuchando contadores de relatos y recordando su propia realidad como testigo fiel de la violencia interna en la Colombia del siglo XX — la que vivieron sus padres y abuelos.

La literatura es su razón de ser. Por ella, un día decidió dejar de lado la cátedra de literatura, profesión en la que se había titulado, y dedicarse a vivir de la mano del periodismo.

Entremares Magazine se sentó a hablar con el escritor, una tarde soleada de octubre, en una de las tiendas de la Federación Nacional de Cafeteros en donde se degusta el café colombiano, cerca de la calle 72, en el centro financiero al norte de Bogotá. Asiste a este sitio puntualmente todas las tardes. Allí se da cita con diversos personajes del arte y las letras con quienes se sumerge en discusiones sobre su oficio o acerca de los últimos acontecimientos de la política nacional.

En su cita con Entremares Magazine lo escuchamos con su forma de hablar agradable, llena de humor e irreverencia.

Entremares Magazine (EM) • ¿El punto de partida de El Pianista que llegó de Hamburgo es el mismo de El quinteto de la Frágil Memoria o cada libro tuvo una fuente de inspiración diferente?

Jorge Eliécer Pardo (JEP) • En 2012 cumplía 20 años sin publicar una novela. Desde Seis hombres una mujer, editada por Grijalbo Mondadori. Mi generación fue estigmatizada por el tema de la violencia en la literatura (la que ocurrió luego de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, conocida por los violentólogos como La Guerra de Laureano Gómez). Mi ópera prima, El jardín de las Weismann, fue recibida con grandes expectativas por críticos y lectores (lleva ocho ediciones, traducida al francés por Jacques Gilard y con una adaptación para la televisión colombiana), sin dejar el tema social escribí Irene y Seis hombres… que ausculta los resquicios existenciales de parejas enamoradas en un entorno lleno de contradicciones ideológicas y políticas. Desde entonces, comprendí que las vidas de autores y amigos no eran tan sugestivas y trascendentes para escribir novelas. Esta tendencia pululaba en los años ochenta. El país se desangraba ante nuestros ojos. Me retiré a estudiar la historia de Colombia, la historia de nuestras confrontaciones desde antes de la Guerra de los Mil Días. Entendí desde entonces que no quería hacer novela histórica a la manera de Georg Lukács sino desde los anónimos y sus vidas simples que la guerra espoleó. Inicié la escritura de un libro sin nombre que fue tomando cuerpo, que se engulló mi infancia, mi juventud, mi madurez y seguía ampliando el espectro del amor y la muerte. Imposible editorialmente publicar un libro de más de 2,000 páginas. El mismo libro me indicó el camino para separarlo en cinco, cada uno con su propia autonomía.

EM • Cuando dice que duró 20 años haciendo las cinco novelas, surge un interrogante: ¿sintió angustia porque el tiempo transcurría y no llegaba al punto final?

JEP • Mi angustia crecía en la medida que estudiaba la realidad triste de nuestro país. Pasé por estados de ira e intenso dolor, de lágrimas y preguntas y llegué a la conclusión de que esos mismos dolores debía ponerlos en la piel y el corazón de mis personajes. No me preocupaba el punto final. Si el escritor sabe el punto inicial y el final, no permite a sus seres imaginados que deambulen libres por el libro. He afirmado que sufro mucho escribiendo, no solamente por los temas sino por el lenguaje y el estilo, por eso viajo con mis libros, duermo con ellos, los corrijo hasta la demencia.

EM • En El pianista sorprende la descripción detallada, en ocasiones metafórica, de los elementos que rodean a los personajes, sus sentimientos y la música frente a la narración de unos hechos que afectaban a dos naciones. ¿Fue difícil entremezclar estos lenguajes o, en ocasiones, sintió que la historia le ganaba a la literatura o viceversa?

JEP • El escritor no busca las historias, ellas encuentran a sus autores. Las Weismann de El jardín nacieron en mi niñez viendo a unas mujeres enfiladas hacia la iglesia. A los 20 años conecté la violencia de la Segunda Guerra Mundial con la guerra colombiana, desde el amor y la metáfora de las flores. No buscaba volver a hablar de otro judío alemán, no. En un viaje a Alemania, que no incluía Hamburgo, el azar me llevó allí, a la casa de Brahms, navegando por el Báltico con un músico que me contó la historia de su abuelo que siempre soñó con vivir en América. Lo demás fueron los sueños y el Concierto Número Uno para piano de Brahms, lenguaje donde la poesía se mezcla para los silencios. Creo que es una novela de silencios, como los tiene la música para existir, como los tiene el amor para existir. Tenía claro que la historia con mayúsculas debía ser controlada, no por el autor sino por el personaje.

EM • La felicidad le es esquiva a sus personajes. ¿Por qué los sumerge en la desventura? ¿Cree que la guerra condena a los que la viven?

JEP • Lamentablemente el proyecto humano tiende al total fracaso. Estamos devorándonos el planeta, destruyéndolo. Y las guerras se lo devoran de la misma forma. La pobreza en el mundo es otro de los anuncios de la destrucción. El hambre y, sobre todo, la indiferencia de los que determinan que el mundo sea como es. Quizá por eso mis personajes se refugian en el arte, la música, la poesía. La felicidad no existe, la felicidad es un momento fugaz entre dos angustias. Existen escasos momentos de felicidad que sumados no llegan a ser la felicidad. Por eso la desventura, por eso el romanticismo a ultranza, por eso los silencios. Todas las guerras nos condenan a la infelicidad y a la desventura. No sólo quienes las viven de manera directa sino a los que nos duelen en la piel de los desaparecidos, de los sacrificados.

EM • Hendrik, el personaje de El pianista es un hombre derrotado no sólo por los hechos externos sino por su misma naturaleza. ¿Considera que más que el mundo que lo rodeó, él fue el artífice de su desgracia?

JEP • Los hombres no determinan su vida. Hay fuerzas externas que los llevan al caos. Hendrik no quería ir a las filas del ejército nazi, por eso huyó de Hamburgo. Huye en pos de la libertad y la música y encuentra esa otra guerra que lo acerca a su destino, no el de los dioses sino el de los hombres. La fragilidad de su corazón de poeta no le permite hacer frente a esa realidad voraz que lo atormenta, incluido el otro dolor, el amor, enamorarse de la mujer equivocada.

EM • ¿En algún capítulo del libro se mezcla la narración con la historia del autor?

JEP • Los escritores que digan que separan la vida privada de sus libros son unos farsantes. Hay en cada personaje jirones de nuestra propia angustia. Los personajes nos confrontan, son espejos en añicos de nuestra vida, que no es la que se desarrolla cotidianamente sino aquella que está detrás de las sombras, en las lecturas, los sueños y aspiraciones, dolores y sentimientos. Hendrik me enseñó la ciudad, las pesadillas. Él soñaba con Hitler, yo, con los cadáveres que vi en mi infancia en El Líbano, mi pueblo natal. También me he creído vampiro, como él se creyó Nosferatu. Estoy regado por todos mis libros, en las cinco novelas, como salpicadas por mis espermatozoides.

EM • Sin ser su oficio ¿es difícil escribir sobre música? ¿Ha recibido comentarios al respecto?

JEP • Mi literatura siempre ha sido calificada como poética y, donde acaban las palabras empieza la música. No soy erudito ni melómano, simplemente degusto la música con sagrado rito. Soy un apasionado en todo. Los músicos me han felicitado y yo me siento como si usurpara ese sitio sagrado del arte. Pero luego vuelo con ellos con una sinfonía, con la nostalgia de un jazz o la alegría de un rock-and-roll.

EM • ¿El Pianista guarda una línea coherente con sus anteriores publicaciones o, por el contrario, surge como un ápice de su literatura?

JEP • Mis libros siempre han hablado de lo mismo y, creo, con los mismos recursos narrativos. Pequeños capítulos, redondos y autónomos. Lenguaje subyacente, simbólico, discursos no explícitos. Considero que los escritores sólo escriben un libro con múltiples ramificaciones. Lo demás no es el tiempo del autor sino el tiempo de la fantasía. Nací en un país donde la literatura para mí es un camino a la sensibilidad que hemos tendido para mitigar el sufrimiento de nuestra historia lejana y reciente.

EM • ¿Cuándo estarán los demás libros de La Frágil Memoria? ¿Nos puede adelantar algo de sus temáticas?

JEP • La temática es la misma: sagas familiares, historias de amores y guerra. Dolores y pequeños triunfos en las anónimas batallas de seres insignificantes como somos la mayoría de los colombianos. Desde las guerras civiles hasta la caída de las Torres Gemelas. Éxodos, magnicidios, resistencias, música, gastronomía, arte… todo lo que nos ponen al frente para bien y para mal. Eso es El quinteto de la Frágil Memoria.

EM • Colombia no es un país de lectores y son pocas las editoriales que publican literatura. ¿Cómo ve esta situación para un escritor?

JEP • El escritor sólo debe escribir sin ser determinado por los vaivenes del mercado editorial. El escritor verdadero escribe o se muere. Lo demás viene luego, con todo lo que la globalización y las intrigas, los gustos y las mareas económicas del mundo imponen. Escribo a la inmensa minoría que lee libros, por ellos y para ellos hago mis libros. El resto es silencio.

EM • ¿Qué se siente parir un libro?

JEP • Como el amor, existe una extraña delicia entre hacer un libro y terminar un libro. Lo demás, como el mismo amor, es verlo publicado, vestido y desvestido. Poseído muchas veces.

EM • Hay una pregunta que he querido hacerle a propósito de que su hermano se dedica al mismo oficio ¿Se nace escritor o este oficio se va forjando con el transcurrir de la vida?

JEP • Nacemos con sensibilidad para el arte, todos los seres humanos la tenemos. Algunos han sido mutilados, a otros, a través de nuestra vida, nuestros padres y maestros, nos la han respetado y cultivado. No basta la sensibilidad, se hace necesario el estudio, la disciplina, el trabajo. La obra no se construye sola, hay que ponerle alas, las que en muchas ocasiones se vuelven de cera.

EM • Ustedes crearon Editorial Pijao, en la que han publicado más de 200 libros de autores colombianos. ¿Por qué no publica sus obras allí?

JEP • Siempre he respetado las ediciones regionales, las ediciones de autor. Hay un momento en nuestro quehacer que nos obliga a confrontarnos con otros, de otras latitudes. El fenómeno de la distribución del libro en Colombia es otra de las razones para lanzarme a buscar editores con mayor cobertura comercial no tanto por el dinero pero sí para llegar a más lectores.

EM •: El periodismo también ha hecho parte de su vida. Ha dirigido el programa de televisión Babelia, la Revista de Literatura Pijao y producido los documentales de Palabra Viva ¿Existe una línea fácil de traspasar entre el periodismo y la literatura?

JEP • Siempre he ejercido el periodismo cultural que se hermana con la literatura. Fui profesor de periodismo y literatura en varias universidades y sé que hay un hilo invisible entre una buena novela y una buena crónica, por ejemplo.

EM • Ganó el Premio Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada con el título Sin nombres, sin rostros ni rastros. ¿Tiene algo entre manos en la escritura de este género?

JEP • Escribo y sufro un libro de cuentos que tiene que ver con dar voz a los desaparecidos en la larga guerra colombiana. Se llamará Expedición al olvido y navegará por los ríos-tumbas del país. Recogeré con respeto y poesía los pedazos de cuerpos insepultos.

EM • ¿Nos autoriza la publicación de Sin nombres, sin rostros ni rastros en nuestro portal?

JEP • Este cuento ya es patrimonio de la humanidad, no me pertenece.

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Julia Beatriz Gutiérrez

Julia Beatriz Gutiérrez es periodista y ha ejercido en radio, medios escritos y televisión en Colombia. Durante dos décadas estuvo al frente de oficinas de prensa de entidades públicas. Ha estado a cargo de la imagen de personajes y eventos nacionales e internacionales. Es correctora de textos.