Sin nombres, sin rostros ni rastros [cuento]

[alert type=»yellow»]NOTA DEL EDITOR: “Sin nombres, sin rostros ni rastros” ganó el Premio Nacional de Cuento en 2008 otorgado por el Ministerio de Cultura de Colombia.[/alert]

por Jorge Eliécer Pardo

A las amorosas mujeres colombianas

Como a mis hermanos los han desaparecido, esta noche espero a las orillas del río a que baje un cadáver para hacerlo mi difunto. A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien, nos han asesinado a alguien; somos huérfanas, viudas. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos. Cuando bajan sin cabeza también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar. Todos tenemos a nuestros NN en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos, porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como sus difuntos, en reemplazo de sus familiares. Miles de descuartizados van por el río y los pescadores los arrastran a la playa para recomponerlos. Nunca damos sepultura a una cabeza sola, la remendamos a un tronco solo, con agujas capoteras y cáñamo, con puntadas pequeñas para que no las noten los que quieren volver a matarlos si los encuentran de nuevo. Sabemos que los cuerpos buscan sus trozos y que tarde o temprano, en esta vida o la otra, volverán a juntarse y, cuando estén completos, los asesinos tendrán que responder por la víctima. Si la justicia humana no castiga a los verdugos, la otra sí los pondrá en el banquillo de los que jamás volverán a enfrentarse a los ojos suplicantes de los ultimados.

Esta noche hemos salido a las playas a esperar a que bajen otros. Nos han dicho que son los masacrados hace varias semanas, los que sacaron a la plaza principal y aserraron a la vista de todos. Quiero que venga un hombre trabajador y bueno como los pescadores y agricultores de por allá arriba y que yo pueda hacerle los honores que no le dieron cuando lo fusilaron. Mis hermanas tirarán las atarrayas y los chiles para no dejarlos pasar, uno no sabe si el que le toca es el sacrificado que con su muerte acabará la guerra. Aquí todas creemos que nuestros difuntos prestados son los últimos de la guerra, pero en los rezos nos damos cuenta de que es una ilusión. Cuando traen ojos se los cerramos porque es triste verles esa mirada de terror, como si en sus pupilas vidriosas estuvieran reflejados los asesinos. Nos dan miedo esos hombres armados que quedan en el fondo de los ojos de los muertos, parecen dispuestos a matarnos también. Muchos párpados ya no se dejan cerrar y dicen en el puerto que es para que no olvidemos a los sanguinarios. Los enterramos así, con el sello del dolor y la impunidad mirando ahora la oscuridad de las bóvedas.

Algunos están comidos por los peces y los ojos desaparecidos no dan señales del color de sus miradas. A muchos de los que nos regala el río y no tienen cara, nosotras les ponemos las de nuestros familiares desaparecidos o perdidos en los asfaltos de las ciudades. Pegamos las fotografías en los vidrios de los ataúdes para despedirlos con caricias en las mejillas. Fotos de cuando eran niños, con sus caras inocentes. Las novias hacen promesas, las esposas les cuentan sus dolores y necesidades y las madres les prometen reunirse pronto donde seguramente Dios los tiene descansando de tanta sangre. Las solteras les piden que les traigan salud, dinero y amor. Y cuando las palomas anidan en las tumbas es el anuncio de que deben emigrar para otra parte de Colombia o para Venezuela, España o los Estados Unidos.
Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de NN y debajo un número para que todos supieran que era un muerto con dueño o mejor un desaparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades también los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los rebautizan con los nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al revés: parido entre el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos. Todas sabemos que en cada rescatado hay un santo. Los lunes nos reunimos en un rezo colectivo porque ya todas tenemos muertos y sabemos que están muy solos y que todavía sienten la angustia de haber sido degollados, descuartizados o ejecutados con desmayo en la humillación. El dolor produce una mueca que nos hace respetar más al sacrificado. A los aterrorizados les tenemos más amor y consideración porque uno nunca sabe cómo es ese momento de la tortura lenta y cómo enfrentaron las motosierras, las metralletas, los cilindros bomba.

Cuando oímos los llantos colectivos de las viudas errantes buscando a sus muertos, en peregrinación por las riberas, como nuevos fantasmas detrás de sus maridos, les damos los rasgos corporales y les entregamos los cadáveres recuperados. Lloramos con devoción y esa misma noche se los llevan envueltos en costales de fique, en sábanas viejas, en barbacoas o en los cajones simples que nosotras hemos alistado para los difuntos santificados. Romerías con linternas apuntando al infinito con estrellas, como pidiendo orientación al cielo para no perderse en manglares, tras la huella invisible del río. Lloran como nosotras la rabia de la impotencia. Cuando no encuentran al que buscan nos dejan su foto arrugada porque ya no importa tanto la justicia de los hombres sino la cristiana sepultura de los despojos.

Nos hemos contentado con recibir y adoptar pedazos porque tener uno entero es tan difícil como el regreso de nuestros muchachos reclutados para la muerte. Ellos no volverán, mucho menos las noticias, porque la guerra se los come o los ahoga. Cuando no se los traga la manigua, los matan las enfermedades de la montaña o el hambre.

Nos han dicho que no somos los únicos en el puerto, que en Colombia los ríos son las tumbas de los miserables de la guerra. Los viejos nos han dicho que siempre los ríos grandes y pequeños albergan a las víctimas, desde la violencia entre liberales y conservadores de los siglos pasados cuando venían inflados, flotando, con un gallinazo encima.

Al reemplazar el NN en la lápida por el nombre de nuestro esposo o hijo, la energía que viene del cemento es como la que sentimos cuando nos abrazamos antes de la desaparición. Lo sabemos porque al golpear la pared y empezar las conversaciones secretas, después de las palabras «aquí estamos, no estás solo», nos llega un vientecito tibio como el calor de los cuerpos de nuestros seres inmolados. Los santos asesinados son los mismos en todo el mundo, en todas las guerras y nosotras lo sabemos sin decírnoslo. A algunas de nuestras vecinas les han dicho que se vayan del puerto, que busquen en las ciudades un mejor porvenir para los niños y muchas se han ido sin regreso posible. Entonces regalan o encargan a su muerto, a su Alfredo o Ricardo, a su Alfonso o Benjamín, para que las guíe y cuide en los largos y miedosos tiempos del errabundaje. Así el puerto se ha quedado con muy pocos niños y las adolescentes desaparecen antes de que los padres las saquen de las zonas de candela. Por eso creemos que nuestros muertos, los descendientes sacrificados que nos da el río, reemplazarán a tantas familias que mendigan por Colombia. Mi esposo seguramente ha sido redimido por otra madre desconsolada, más abajo de aquí, porque hemos sabido que lo arrojaron desnudo y dividido, lo acusaban de enlace de los grupos armados. Tendrá otras manos y otra cabeza, pero no dejará de ser el hombre que amaré por siempre, así me lo hayan arrebatado untado con mis lágrimas. Se me ha acabado el agua de mis ojos pero no la rabia. El perdón, el olvido y la reparación han sido para mí una ofensa. Nadie podrá pagar ni reparar la orfandad en que hemos quedado. Nadie. Ni siquiera el río que nos devuelve las migajas, nos da la comida para vivir y nos entrega los muertos para no perder la esperanza.

Nuestro cementerio no es de desconocidos como pretendieron hacernos creer. Nosotras no pedimos a nuestros muertos números de suerte ni pedazos de tierra para una parcela, pedimos paz para los niños que aún no entran en la guerra a pesar de que a muchos de nuestros sobrinos los han quemado o arrojado al agua. Los niños no llegan a las playas, no son pescados por manos bondadosas. Dicen que a ellos los rescata un ángel cuando los asesinan. El río los purifica. Después de tantas noches de cielo hechizado, de tanto llanto contenido, mi hija ha quedado viuda. Por eso está conmigo esta noche en la orilla, rezando para que baje un hombre por quien llorar junto a nosotras. Más arriba hay chorros de linternas. Sabemos que cada uno tiene los muertos que el río buenamente le entrega. No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro. Nos aferramos a la vida que crece en los niños que no han podido salir del puerto. A nuestras criaturas inocentes las hemos dejado dormidas para salir a pescar a los huérfanos de todo. Mañana nos preguntarán cómo nos fue y nosotras les diremos que hay una tumba nueva y un nuevo familiar a quien recordar.

Bajan canoas y lanchas. No sabemos si estamos dentro de un sueño o nosotras flotamos despedazadas en el agua turbia, en espera de unas manos caritativas que nos hagan el bien de la cristiana sepultura.

Jorge Eliécer Pardo

Es un escritor colombiano que ha publicado las novelas El pianista que llegó de Hamburgo; Seis hombres una mujer; Irene y  El jardín de las Weismann. Como cuentista se destacan sus libros  Transeúntes del siglo XX; Las pequeñas batallas; La octava puerta y Las primeras palabras (en coautoría con su hermano Carlos Orlando). Escribió el libro de poemas: Entre calles y aromas. También  es conocido por la autoría de varios ensayos. Es ganador y finalista de premios de literatura nacionales de novela, cuento y poesía. Sus textos han sido traducidos al inglés, francés, alemán y portugués. En 2008 su relato Sin nombre, sin rastro, sin rostro obtuvo el Premio Concurso Nacional de Cuento.

Memoria Prohibida de los Buenos Años [fragmento de novela]

[alert type=»yellow»]NOTA DEL EDITOR: Este es un fragmento de la novela Memoria Prohibida de los Buenos Años del escritor y periodista colombiano Jairo Giraldo.[/alert]

por Jairo Giraldo

No hacía mucho frío aquella mañana de invierno en New York. En la mesa había dos tazas de café y en los titulares de los periódicos un asesinato. Un elemento común se quedaba inmóvil en la agenda de dos hombres que dejaban correr el tiempo en una cafetería de Jackson Heights.

Eterno e invencible Jackson Heights, aquel inevitable punto de encuentro de los latinos de Queens, que enseñaba matices de una comunidad culturalmente desagregada, pero que ya hacía mucho había dejado atrás la edad de la inocencia. Seguía siendo un centro de gravitación social de gente de trabajo, de aquellos hombres y mujeres que se dejaban la piel, día y noche, para conseguir la comida de su familia, pero era notoria la existencia de un submundo formado por aquellos que le buscaban la vuelta a la vida caminando por el lado oscuro de la calle.

Era una realidad tangible que ya no se disimulaba.

El paso frenético del Tren 7 rompió sobre la cotidianidad y les recordó en qué lugar estaban. Una marejada de gente subía y bajaba escaleras. Premura, afán, vértigo, prisa. Todo al tiempo.

«Apártese de las puertas del tren», advirtió una voz maquinal y entonces aquella herrumbre robótica dejó atrás un ruido grotesco ˗mitad queja, mitad aullido-, y como si rasgara sobre la piel de los sueños posibles y las esperanzas rotas, se fue alejando.

-¿Entonces usted insiste en que su única respuesta es no?

-En realidad yo estaba muy entusiasmado pero esto que pasó cambia todo. Espero que ustedes lo entiendan.

El hombre mayor de los dos, quien iba elegantemente vestido, de pronto se tornó circunspecto. Muy formal. Se puso de pie y se despidió.

-Piénselo, don Raúl -le dijo-, no cierre las puertas. Siempre es posible que podamos llegar a hacer buenos negocios.

Como no esperaba una respuesta avanzó directo hacia la puerta y se fue del lugar.

-Deme otro ‘yodito’, le pidió al mesero.

Volvió a mirar la portada del Diario La Prensa de ese jueves 12 de marzo, y una expresión, a medio camino entre la incredulidad y el asombro, se quedó en su rostro.

Terminó su segundo café y caminó varias cuadras sobre la Avenida Roosevelt con la mente puesta en lo que acababa de ocurrir; luego a la altura de la calle 82 giró a su izquierda, hacia la 37 y se fue en busca de su oficina donde a esa hora de la mañana ya tendría un montón de asuntos por resolver.

Preocupado, tomó el teléfono para llamar a Fausto Jorge Piraquive. Quería darle la cara y decirle por qué se había hundido el plan que tenía como objetivo ponerlo a trabajar para su organización en un lugar y en un momento clave para los negocios calientes. Se preguntó si a aquel hombre, habituado como estaba a la violencia desaforada, podría marcarle algo la muerte violenta de un periodista.

Concluyó que no.

Recorrió en su memoria a un grupo de personajes importantes que habían caído víctimas de la guerra brutal que vivía Colombia y se volvió a repetir para sí que, en el mejor de los casos, a Piraquive siendo lo que era, la muerte de un periodista en aquellas circunstancias, le iba a parecer una solución, más que un problema.

Por eso no lo llamó.

En el fondo sentía que aquella relación no tenía un nivel de compromiso tan alto como para inquietarse. Era verdad que ya estaban haciendo algunas cosas a través del envío de remesas al exterior pero de ahí a pactar acuerdos para involucrarse en el negocio y trasiego de narcóticos había una gran diferencia.

Mucho tiempo después el mismo Raúl lo reconocería.

«El dinero es muy bueno y llegar a ser millonario en dólares es mejor todavía, pero eso no se consigue trabajando…hay que revolverle leña y para eso hay que tener muchas pelotas…».

El asesinato del periodista Manuel de Dios Unanue acaparaba los titulares de los periódicos de New York y de manera casi unánime las voces de esquina y calle responsabilizaban del crimen a los capos de la droga. El periodista cubano de larga estadía en la ciudad se empecinaba en denunciar a los narcotraficantes, y a través de un periódico de circulación local mantenía en el candelero el tema de la presencia de los mafiosos colombianos en el área.

Entonces le pusieron precio a su vida y la tarde anterior mientras almorzaba en el Mesón Asturias, un restaurante de comida española de la calle 90, dos sicarios le dispararon y lo mataron.

Fue el final anunciado de una larga batalla en la que el periodista, primero como editor de El Diario La Prensa, y luego como director e investigador en los semanarios Crimen y Cambio 21, publicaba de manera meticulosa elaboradas historias sobre la presencia y actividades de narcotraficantes en New York.

De entre todos, el nombre más visible habría sido Chepe Santacruz Londoño, uno de los barones del cártel de Cali y de quien se decía había convertido a Queens en el epicentro de sus operaciones en Estados Unidos.

Ya hacía tiempo que otros grupos al margen de la ley tomaban ventajas notorias de la guerra del cártel de Medellín contra el gobierno, y como los reflectores se quedaban sobre Pablo Escobar, éstos se movían con ciertas libertades, porque tenían ciertos amigos y así lograban una presencia cada vez más vital en puntos clave del negocio.

En otro frente tenía lugar por entonces una lucha a sangre y fuego entre el cártel del norte del Valle y el cártel de Cali que generaba acciones que rebotaban muy duro en las plazas como New York, ya que las urgencias de dinero para sostener una guerra costosa obligaban a los capos a correr riesgos.

Toda la imaginación y la inventiva de los asesores financieros de los capos ponían a prueba a los instrumentos de los gobiernos y por eso surgieron diversos tipos de negocios que tenían como característica común enviar en muy corto plazo el dinero para sus países de origen.

Aquello llegó a ser demasiado obvio ya no sólo para el periodismo sino para la misma autoridad que de pronto se encontró con que no había instrumentos legales para contener aquel flujo de divisas que quedaba exhibido principalmente por la cantidad de negocios de remesas existentes. La policía buscaba sin mucho éxito a traficantes de cocaína y heroína y lo que veía pasar frente a sus ojos era un desfile de millones sin que tuviera las pruebas necesarias para arrestar a nadie.

Eran los primeros pasos prohibidos de un hombre que empezaba a probar suerte en el negocio de las agencias de viajes, envío de remesas y paquetes. Una operación ambivalente que era tan sorprendentemente básica como infalible.

Había que facturar todos los días al menos 10 envíos, aunque al local de turno no entraran ni las moscas. Así que, a falta de clientes, lo que sí había era una horda de listillos merodeando con un paquete de dólares sucios en los bolsillos para ponerlos en agua bendita y hacerlos llegar a Colombia.

Lo de trámite era esperar al viernes y sábado cuando los obreros cobraban su salario y enviaban 100 dolarcitos de su trabajo honrado para los gastos de una familia en cualquier parte al sur del Río Bravo. En esos días proliferaban los envíos y entre los giros pequeños se podía camuflar el dinerazo de los capos del narconegocio.
Un sábado, posiblemente entrarían al negocio 15 personas a enviar -sumados todos- cinco mil dólares. Entonces se facturaban otros 10 mil con identificaciones personales chuecas y números supuestos de Seguro Social para redondear un ejercicio de prestidigitación que obraba el milagro de limpiar aquel dinero mal habido y por lo que cobraban un porcentaje.

El tema era tener contactos con gente que estuviera en negocios duros produciendo mucho dinero para darle continuidad a la cadena en un business win to win en el que había dinero para todos.

Empezaron disfrazando envíos falsos en los días más movidos pero luego extendieron sus horarios a todos los días, y cuando se tomaron confianza y fue notorio que no había a la mano normas vigentes que limitaran ciertos montos, entonces ya enviaban todos los días y a todo chorro, hasta hacerse ricos en muy corto tiempo y despertar sospechas que activaron a las autoridades.

Era un “torcido” al que le entraba dinero día y noche y por los cuatro costados. Eso, aunque lo único visible parecía ser un aviso de cara a la calle, una línea telefónica y una secretaria.
El sueño de cualquiera de estos “empresarios” era ganarse la confianza de un gran capo y que le entregaran una maleta grande repleta de dólares cada semana para ponerla al detal y enviarla pa’l pueblo en cosa de cuatro días. Para que eso se hiciera realidad había que trabajar a nivel de relaciones públicas a través de un costoso lobby que incluía gastar dinero en campañas políticas y conseguir el favor de la influencia de ciertos centros de poder.

«US Envíos y pasajes» era el negocio de Raúl Gómez. El mismo nombre de los locales en Pereira, Cali y Medellín que eran los destinos hacia los que viajaba aquel desfile de remesas.
Distraído, y casi sin percatarse, se encontró hablando con Arlene, la secretaria. Hicieron un par de llamadas telefónicas y le pidió que empezara a pasar a la gente en el orden en el que habían llegado.

-Doña Raquel, buenos días. ¿Usted qué hace por acá con este clima tan horrible?

– Le traigo dos nuevos clientes. Le contestó ella.

-Pues mientras sean así de buena gente como usted, bienvenidos. ¿Y qué es lo que quieren?

-Necesitan dinerito. Nada grande… son dos “chichiguas”. La señora del cabello teñido de rubia quiere cinco mil dólares y el muchacho ecuatoriano necesita tres mil.
– ¿Sí? ¿Usted está segura?… y qué tal que esa gente no me pague…

Doña Raquel -luciendo un gorro de invierno y un cargado maquillaje con el que parecía una diva marchita del cine mudo- reía condescendiente y cómplice.

-Está bien. Écheme pues la bendición y dígales que pasen.

Hacer pequeños préstamos con intereses de usura era una práctica corriente. Había empezado con sus compañeros de trabajo y grupos de amigos de juerga muchos años atrás y poco a poco de manera inercial se había extendido. Ahora lo hacía con el efectivo que le estaba quedando libre en sus bolsillos, como accionista de Gino’s Cab Service y las utilidades que le dejaba El Molinón, un restaurante de comidas típicas que administraba Rosita, su esposa. El agio era un negocio jugoso con poco riesgo que él podía manejar sin distraerse de las cosas que realmente le interesaban, que era hacer crecer su empresa de pasajes, envíos y remesas a Colombia.

Después de muchos años de manejar taxi y conocer al derecho y al revés todos los recovecos de la ciudad, sabía cómo hacer dinero trabajando derecho o de cualquiera otra manera, pero estaba seguro de que en New York sólo fracasaban los bobos y los perezosos y él no se contaba en ninguna de esas dos cuestionables categorías sociales.

A puro olfato identificó el lado oscuro de un negocio que iba a producir muchos millones para mucha gente y por eso aquella tarde tenía una cita con su estado mayor que en ese momento no eran más que Rosita, su esposa, Nohemí, socia y conocida de vieja data, y Gustavo, un taxista que cumplía funciones no muy precisas dentro de la empresa pero que había ganado toda su confianza.

-Ofrecen el 10%.
Dijo escuetamente Nohemí.

-¿El 10% de todo? Preguntó Raúl, quien prosiguió sin esperar una respuesta.

– O sea que nosotros sacamos gastos de ahí. ¿Qué les parece eso a ustedes?
Le preguntó a Gustavo.

-Así no les sirve ese negocio y escúchenme les digo por qué. En esto hay tres gastos para cubrir. Primero hay que pagar la “maletiada”. A alguien hay que pagarle para que traiga los paquetes. Luego hay que “caletiar” y hay que pagarle a alguien para que eso esté bien seguro, y el tercero es el negocio del envío para ponerles el billete en otro país. El 10% es lo que dan para enviar la plata… por la remesa.

– Por lo que entendí el 10% es por el envío del dinero. Ellos lo entregan donde ustedes quieran.
-Eso cambia un poquito el panorama, terció Raúl.

Rosita, que no movía los ojos y menos se atrevía a opinar, parecía rezar con la mirada clavada en el suelo.

-Otra cosa -agregó Nohemí-, quieren una respuesta rápida y no hacen acuerdos por menos de medio millón de dólares.

-¡Quinientos mil dólares! Están locos, ¿cómo vamos nosotros a manejar semejante cantidad de dinero? ¿Y cómo vamos a poner eso en remesas de aquí para el pueblo?

Gustavo y Nohemí, más habituados a aquellos avatares, escrutaban con curiosidad la actitud de Raúl que parecía tomarse la trascendencia de aquella decisión con la misma cautela de quien vende panes y decide pasar a vender zapatos.

-Dígales que no… que nosotros no podemos con eso. Imagínense que se nos metan los “Fedes” aquí y qué les decimos… ¿que son los ahorros de doña Rosita que vende empanadas en su negocio? No, olvídese, estamos muy güevones para pensar en algo así.

Aquella noche no durmió, porque entre el duro correctivo de Rosita que le exigió apartarse y olvidarse de eso cuanto antes y las sumas y restas que le bloqueaban el cerebro no pudo conciliar el sueño. No era un hombre de aceptar derrotas sin pelear, y así como se fue a la cama vencido se levantó alebrestado.

– Qui’ubo pues, Gustavito. ¿Qué está haciendo? Invíteme a almorzar… le conviene…. porque le tengo el negocio del año.

La audacia debía ser la principal virtud de Raúl Gómez, un individuo que en todos su actos siempre parecía saber dónde empezaba y dónde terminaba el riesgo. Después de haber salido espantado de la reunión en la que los emisarios de los capos exigían que se hicieran operaciones de quinientos mil dólares como mínimo, en cuestión de 24 horas había reflotado el tema y estaba decidido a cometer el atrevimiento de jugarse una carta brava frente a aquellos enigmáticos dueños de la maleta negra repleta de dólares.

¿Miedo? Al parecer no.

Se citaron en Pollos Mario, de Woodside. Almorzaron y hablaron. Entonces Raúl le comentó a Gustavo -quien más que su socio era su consejero- que pensaba aceptar el desafío de meterle mano a esos dineros grandes porque creía que con un plan de acción bien armado sacaban ventajas de muchas maneras en una gestión en la que se jugaban la hombrada de mantener ese dinero en su poder, con todo el riesgo que esto implicaba, pero también la opción de trabajar con él para beneficio de ellos.

-¿Cuénteme… cómo la ve?

-En teoría se ve muy bien. Lo único que yo le veo es que entonces usted se va a meter de cabeza en esos negocios calientes.

-No, señor. Nosotros no vamos a tocar un gramo de esa vaina. Vamos a recibir dineros para enviarlos a través de las oficinas de la compañía. Lo único diferente es que va a ser en cantidad mayor y ya tengo la manera de hacerlo.

-Cuente pues cómo…

-Tengo dos contactos. Uno aquí en New York y otro en Washington y por lo que creo, y aunque todavía no he hablado con ellos, pueden “maletiar” 200 mil mensuales.

-Yo creo que es muy poquito. Usted va entrar en gastos grandes para proteger ese dinero. Trastearlo, ir y venir con él no es problema, pero encaletarlo y asegurarse que nadie se robe un peso es más jodido.

Para el caso era lo mismo pagar dos hombres armados en turnos de 12 horas, encerrados en un apartamento, cuidando 200 mil o cuidando dos millones. A veces pasaban meses sin que se pudiera mover un solo billete de dólar.

Los “caleteros”, que es como se llamaba a los tipos encargados de proteger el dinero escondido, rara vez sabían cuánto había en un paquete. Ellos se limitaban a cuidar el lugar a condición de no tocar nada. A la hora de hacer las cuentas no podía faltar un penny.

El que se las diera de vivo o se le perdiera un solo dólar… perdía el año.
En el lenguaje de Gustavo y de todos aquellos traquetos, bandidos y aspirantes a todo, “perder el año” era, ni más ni menos, un tiro en la cabeza. Algo simple.

Esas eran las normas.

Raúl parecía desconcertado después de la exposición de su amigo, especialmente porque no se hacía a la idea de depender de unos tipos armados que en cualquier momento alzaban vuelo y se robaban un dineral que lo dejaría a él hipotecado de por vida.

-La verdad, yo estaba pensando que eso lo recibíamos en la oficina y de ahí sacábamos todos los días para mandar un par de miles hasta que se acababa y luego íbamos por más.

-No puede hacerlo así porque cuando le caigan los “federicos” le van a encontrar esa caleta y de una vez lo arrestan. En ese caso no sólo tiene que pagar el dinero al dueño, sino unos buenos años de cárcel.

-Siga… siga hablando.

-Eso tiene que mantenerlo guardado y protegido. Y se lo voy a volver a decir, esto que usted quiere hacer es meterle muela a negocios muy calientes. Ahí hay mucha plata.

-¿Y cuál es el susto suyo?

-No, señor, a mí no me da susto. Pero usted tiene que saber que para eso se necesita una organización. Necesita gente dura para patear la calle. Eso le produce dinero pero tiene que gastar mucho dinero.

– Pongámosle letra al tango. Son negocios con dos o tres personas que yo conozco hace mucho tiempo. Les ha ido bien y necesitan limpiar ese dinero y mandarlo para abajo. Hacemos un par de torcidos por mes.
– ¿No le da miedo?

-Sí. Sí me da miedo, pero a veces las ganas son más fuertes que el miedo.

Como todos los que deciden darle tránsito libre a la ambición por delante de la sensatez, asumía que podía controlarlo todo, aunque desde un comienzo era evidente que estaba dando un salto al vacío al entrar pisando duro en un negocio que no conocía y al que le estaba apostando demasiadas cosas.

El negocio del agio funcionaba de una manera simple y efectiva. Después de ser administrador de una empresa de taxis, Raúl pasó a ser copropietario, algo que en una ciudad como New York equivale a tener una red de comunicaciones de acción y efecto inmediatos. Un recurso de un valor incalculable.

Lo primero es que cada base de taxis tiene un mínimo aproximado de 50 automóviles y llegan a tener hasta 300, con lo cual están vinculadas aproximadamente 400 personas con ese circuito. La mayoría hombres.

En aquellos años era posible tener una licencia y manejar un carro como taxi y así nacieron los famosos gipsy o gitanos que en su mayoría eran inmigrantes que generaban ingresos de subsistencia. No hacían mucho dinero, pero trabajaban con total independencia, sin patrones, mientras visitaban bares, cafés y puticlubs para gastarse lo que ganaban.

Allí encontró Raúl una veta de oro. Él personalmente empezó a aparecer en esos playones donde están los drivers esperando un carro para trabajar. A media noche llegaba a las bases y montaba una relación de amistad, colegaje y luego complicidad con los dispatchers de ese negocio. Muy rápido se regó la historia de que alguien prestaba dinero con muchas facilidades de pago, aunque un poquito caro.

Si alguien necesitaba mil dólares, no había problema. Había una tabla de cumplimiento riguroso. La persona entregaba 10 cheques de 130 dólares para hacerlos efectivos uno tras otro cada semana. A final de las 10 semanas el prestatario habrá pagado 300 dólares de intereses por 1,000 dólares. Esto equivale al 3% semanal, es decir al 12% mensual o al 144% anual. En mala aritmética equivale a decir que si usted tiene 1,000 dólares y los presta las 52 semanas del año a esa tasa de interés, al final habrán generado 1,200 dólares de intereses. Luego y como no se trata de un solo cliente, ni de 1,000 dólares nada más, entonces el efecto multiplicador es gigantesco.

«A eso le entra más que a una vaca de pa’ bajo», dice Raúl mientras mira sus libretas de cuentas. Llegó a manejar cerca de 500 clientes que sumaban préstamos por más de 5 millones de dólares. Al final de año entre sumas y restas el capital de trabajo estaba duplicado. Era, ni más ni menos, un pequeño banco de crédito operando fuera de la ley. Un negocio que le daba liquidez todos los días y que se administraba con los mismos taxistas como cobradores y como auditores entre ellos mismos, en los ratos libres.
Empezó a mediados de los ochentas y todavía hoy corre y produce mucho dinero. Raúl se llenaba los bolsillos y cada mes buscaba alguien que estuviera de viaje para que le llevara un encarguito pa’l pueblo.

El fenómeno de la inmigración indeseada no mostraba todavía las dimensiones de lo que llegaría a ser. Si bien todos los días llegaban aviones repletos de turistas, muchos de los cuales se quedaban por su cuenta y riesgo, en aquellos ya lejanos setentas y ochentas, la economía absorbía esa mano de obra, la mayoría no calificada y por eso ese tipo de inmigrante no generaba fastidio ni incomodaba a las autoridades.

Que marcaba desacato a las normas, es cierto. Que creaba puntos de choque con la sociedad netamente gringa, también es cierto. Pero lo de fondo era que ellos se quedaban porque tenían un empleo y lo perceptible en principio era que no le quitaban puestos de trabajo a nadie.

Las autoridades mismas hacían muy poco por controlar lo que empezaba a ser un problema. En la Avenida Roosevelt de Queens y en la Gran Concourse de El Bronx y en el Alto Manhattan había sectores plagados de negocios cuyo sistema de promoción era un muchacho que caminaba junto a los viandantes mientras repetía: «Green Card, Social Security, chicas…» y de nuevo: «Green Card, Social Security, chicas…». Así todo el día.

Con los dos primeros ítems de la oferta -Green Card y Social Security- un indocumentado resolvía el problema de cómo emplearse y cobrar sus cheques. Con el tercero -chicas- resolvía necesidades esenciales de su propia naturaleza.

La policía los arrestaba y tenía que liberarlos prontamente por falta de instrumentos judiciales para retenerlos. Sí, los citaban a una Corte pero jamás volvían a saber de ellos.

Era el modus operandi de un “antisistema” que nació y creció de esa manera porque no había recursos operacionales para establecerse legalmente. Los efectos prácticos eran contundentes. Alguien necesitaba trabajar y llevaba un Social Security falso, pero no había manera de saber si era bueno o malo. Con las Green Cards igual y con las Driver’s Licenses.

Una muchacha bachiller llegaba de Suramérica y se empleaba en un Nursing Center y entonces gastaba años de su juventud bañando y limpiando a viejitos que ya no podían hacer sus necesidades básicas. Un trabajo que ningún ciudadano estadounidense querría hacer y menos por 4.25 la hora. Eso no era un problema sino una solución.

Un muchacho que trabaja en un surtidor de gasolina con temperaturas bajo cero, al que le pagan a 2.50 la hora,  debe esperar a que los drivers se apiaden del pobre hombre que se muere de frío y le den un par de monedas para completar su salario. Esa clase de trabajos son duros hasta para un inmigrante pobre e indocumentado.

Era y ha sido siempre un problema de todas las etnias, aunque siempre las autoridades toman partido contra los latinos. Los narcos, los contrabandistas, los borrachos, los violentos, las prostitutas, todo parecería estar asociado con los hispanos aunque los carteles del opio y de las joyas son inmigrantes de la India y de toda Eurasia. La mafia rusa tiene ramificaciones en todo el mundo y la prostitución de polacas, rusas y centroeuropeas es cosa corriente en New York. A pesar de que los coreanos son dueños de tiendas de comestibles que explotan a los mexicanos con salarios de hambre y a menudo terminan respondiendo demandas en el Labor Department, y aunque los taiwaneses son conocidos contrabandistas y habituales acusados y condenados por fondear barcos repletos de chinos en la bahía de Brooklyn. Los orientales llegan a New York y deben trabajar hasta cinco años prácticamente gratis para pagarle al “coyote” que los trajo desde Taiwán. Esclavitud humana, así lo han definido las autoridades del estado de New York.

Sin embargo, siempre ha sido más corriente y de uso social y político más redituable ser peyorativo con los latinoamericanos. De hecho, el fenómeno de la inmigración ilegal en Estados Unidos no es concebido más allá de un problema con los países latinos.

«Soy Virgo», dice Nohemí y se muere de risa como si nadie le creyera. Divertida, simpática y muy guapa, no aparenta los años que acepta tener. “Tengo 40 años, aparento treinta y hago cosas de veinte”, dice y sigue riéndose como si hubiera hecho una travesura.

Con un largo recorrido en Astoria, Woodside y Jackson Heights, Nohemí fue siempre estilista y se ganaba la vida en distintos salones de belleza de la ciudad, siempre como empleada experta en cualquier cosa relacionada con la cabeza de los demás, pero sobre todo en conseguir un flujo de clientes -especialmente hombres- que la perseguían como perros en celo por donde quiera que se movía.

Utilizaba una modalidad para su publicidad en la que en lugar de poner fotos de modelos luciendo maquillajes, ropas y cortes de cabello high class, aparecía ella. Una foto de unos años atrás, bastante más joven, pero sin duda muy atractiva.

Esa era una manera efectiva de reclutar clientes, que llegaban para conocerla, porque después de tratarla con seguridad quedaban prendados de sus maneras, sus mimos y su peligroso arsenal de piropos comprometedores. Y volvían.

«Está como para juzgarla, condenarla y ejecutarla hoy mismo”, dijo Ever, el director del periódico cuando le pregunté por la estilista de Woodside que se anunciaba allí. “¡Ah! También es buena peluquera», afirmó, con la risa cómplice y medrosa de quien tiene algo para decir y está esperando a que le pregunten para contarlo todo.

No era difícil hacerse amigo de un personaje tan peculiar y por eso después de visitarla y tomarse un café o una copa con ella, invariablemente terminabas impresionado. Hacía amistades con mucha facilidad, sobre todo hombres.

“Mucha gente cree que me acuesto con todos los hombres que me visitan, cuando la verdad es que trabajo siete días a la semana y casi diez horas diarias para poder completar el dinero que necesito para vivir bien. Me doy mis gustos y eso le produce envidia a mucha gente…sobre todo a las mujeres”.

Por su trabajo o por lo que fuera, la realidad era que Nohemí tenía un nivel de vida muy alto para su estatus de dependienta de una peluquería y acerca de eso era que se negaba a hablar mientras cenábamos en “Envigado City”, un restaurante paisa de Queens.

Había dado una fiesta de amor y amistad con un grupo numeroso de amigos de su vecindario. Allí sobró el licor y la buena comida, pero eso no sorprendía a nadie, porque la mayoría estaba impactada por el apartamento en que vivía. Quedaba en Forest Hills, un lugar que ya no es privilegiado socialmente en New York, pero donde un espacio de dos habitaciones cuesta cerca de dos mil dólares mensuales.

Para espantar los rumores que empezaban a vincularla con personajes y amigotes sospechosos de algunas travesuras, finalmente aceptó que ella le administraba unos taxis a un viejito de Manhattan y que como le pagaba muy bien, ella podía darse ciertas larguezas. Apenas unos días después y como si lo hubiera olvidado todo, amplió su versión y agregó que el hombre a quien ella llamaba “el viejito de los taxis” en realidad era un amante que tenía desde hacía mucho tiempo y que sí era un señor mayor y que él le pagaba el arrendamiento. Eso era más coherente.

De todos modos era muy inquietante la vida de Nohemí y daba la impresión cuando hablaba, casi siempre mitad en serio y mitad en broma, que había algo oculto. Sin embargo era evidente que ese era su ardid para no dar detalles de sí misma y lo demás era manejar su actitud con la astucia propia de una tipa calculadora y muy lista.

Para el caso, lo de fondo era que yo buscaba una vendedora de publicidad y ella probablemente a un nuevo amante. Coincidíamos en el gusto por la buena mesa y las buenas copas pero no mucho más.

Entonces, como ella no tenía ningún interés en trabajar vendiendo publicidad en periódicos y programas de escasa audiencia, empezamos a vernos menos y con otros intereses, hasta que un día soltó el nombre de un señor de negocios de Queens que le daba publicidad a todos los periodistas que lo visitaban. Ese día Nohemí deslizó, por primera vez, el nombre de Raúl. “Ese ‘cucho’ es muy buena persona; vaya, que ese hombre le ayuda”.

La vida en Queens se iba transformando al vaivén de las noticias que llegaban de Colombia. Un país distante en aquel tiempo. Los colombianos salían a comprar las revistas Semana y Cromos para enterarse de lo que pasaba en su tierra. Invariablemente, ahí veían fotos de los mafiosos más buscados del mundo, Tirofijo en los procesos de paz, Sofía Vergara con poca ropa, pero sobre todo de Maturana y El Pibe Valderrama que eran por entonces personajes del año. Año tras año. Los fans del fútbol compraban Nuevo Estadio, Gráfico de Argentina y Don Balón de España.

Una emisora que operaba a través del sistema sub-carrier de RCN era una bendición para todo aquel que quisiera enterarse de primera mano de las principales noticias en la mismísima voz disfónica de Juan Gossaín. Así fue como supimos una tarde de la muerte de Pablo Escobar, en Medellín, mientras trataba de escapar de un operativo, y antes de que viéramos las primeras imágenes ya sabíamos que la última foto, para cerrar la historia del capo de capos, era sobre un tejado donde cayó abatido.

Como el internet apenas empezaba el camino de lo que llegaría a ser, la fluidez informativa estaba más en el radio-rumor de los cafés y barras latinas donde proliferaban personajes medio enterados que magnificaban aquellas historias de cuando los grandes bandidos parecían héroes.

Antes, otras generaciones hablaban de Chispas, Sangrenegra y Desquite. Esas eran las tertulias de los abuelos antes de rezar el santo rosario e irse a dormir, de la misma manera que Tirofijo, “Ganso” Ariza o Jaime Bateman ocupaban las horas de nuestros padres, y Carlos Ledher, Pablo Escobar, los Hermanos Rodríguez Orejuela o Rodríguez Gacha eran tema obligado en cualquier esquina en aquellos años.

– En Colombia les da un resfriado y acá empezamos a toser.

Pensé si marcaba su número telefónico privado o si me sometía al acucioso interrogatorio de todas las secretarias empeñadas en proteger la privacidad imposible de sus jefes. Era la primera vez que llamaba a aquella oficina y al menos en mis planes tenía toda la intención de producir una buena impresión. Elegí la segunda opción.

-Hola, buenos días, soy Julián Huertas y quisiera una cita para hablar con el señor Raúl Gómez.

-Buenos días, señor Huertas. ¿Podría adelantarme de qué asunto se trata, por favor?

-Publicidad.

-Muy bien. Usted me deja su teléfono y yo lo llamo y le digo cuándo lo recibe don Raúl.

– Por favor dígale al señor Gómez que lo llamó Julián Huertas, el periodista.

-¿Él lo conoce?

-Sí. Ya hemos hablado antes.

Fue mi primer contacto con un lugar al que luego iría muchas veces. Las angustias de un periodista indocumentado en una ciudad tan compleja como New York creaban unas condiciones de ejercicio profesional muy específicas y sobrevivir podía llegar a ser una odisea.

No era verdad que yo hubiera hablado antes con alguien de aquel lugar y lo cierto era que lo hacía bajo el impulso motor de un proyecto en ciernes relacionado con el Mundial USA 94 que ya estaba en camino para el siguiente verano. También lo hacía especialmente motivado por la persona que me había hablado de Raúl Gómez.

-Vaya y háblele que ese “cucho” le ayuda. Dígale que es de parte mía.

– Entonces usted es el famoso Julián Huertas.

– Sí señor, yo soy Julián Huertas. Pero no crea, ningún famoso.

-Ustedes son los de La Hora del Deporte. Yo los escucho especialmente cuando voy manejando al medio día. Aquí en la oficina es más difícil.

-Y qué tal le parece… ¿le gusta?

-Me gusta. Le cuento que a mí me gusta mucho todo lo del deporte. Especialmente el futbol y el ciclismo. Yo soy un “gomoso” por el futbol. Le cuento, pues, que así como ve me usted de “chuchumeco” estuve en el 5-0 de Colombia a Argentina en Buenos Aires.

Raúl se arrancó con una diatriba interminable acerca de cómo había sido aquello en el partido más famoso de Colombia en la historia de su fútbol.

-Y me imagino la borrachera que se dieron allá.

-Todo eso, por donde se le mire, fue inolvidable. Como no éramos muchos, nos hospedamos en el hotel donde estaba la selección y allí hicimos “ochas y panochas” con los directivos de la Federación, los jugadores y todo el periodismo. Eso es inolvidable. Tengo fotos y videos de eso en cantidades… cuando quiera se los muestro.

-Seguro. Me encantaría.

Durante casi dos horas aquel hombre habló con un total desenfreno pero en ningún momento me dijo que le explicara la propuesta de publicidad que yo le llevaba y que para el caso era, ni más ni menos, mi propia salvación.

De pronto miró su reloj y cayó en la cuenta de que llevábamos mucho tiempo hablando y me despidió.

-Oiga, pues, míster Julián, qué bueno haberlo conocido. Déjese ver un día de estos para que nos tomemos un par de tragos y ahí le acabo de contar un montón de cosas.

El proposal que le había llevado para venderle publicidad quedó apenas visible debajo de otros papeles y yo me fui del lugar con la sensación de haber caído en manos de un charlatán. Me fui pensando que era un cuentero y que aquella gestión había sido un desastre.

Una taberna oscura. Muchachas coquetas. Hombres con tragos y después un tropel de violencia y desenfreno que terminaba inevitablemente con varios golpeados, mientras la policía se llevaba arrestados a tres o cuatro borrachitos.

A primera vista le pareció que aquello era una pelea como tantas otras.

Lo que le llamaba la atención a Raúl era que uno de los peleadores era un tipo que llevaba corbata y que lucía una elegancia y un estilo inusual para estar en esas lides. Uno a uno, aquel grandulón fue despachando a trompadas y a patadones a los “bonchistas”, casi sin despeinarse.

Cuando llegó el patrullero de turno, el único visible de los implicados en la reyerta era él, que de manera muy escueta le explicó a la policía que aquellos muchachos indecentes habían irrespetado a las damas que estaban con él y que algo había pasado allí, pero que nadie había resultado lastimado.

«Parecía un tipo de esos valientes, sin armas, que nunca pierden en las películas», diría después Raúl, que no desaprovechó la oportunidad de volver a cruzarse con él porque le parecía que cumplía con ciertas características de alguien que estaba buscando.

Como preguntando se llega a Roma, consiguió información sobre los sitios que frecuentaba aquel grandulón, quien según le dijeron, era conocido por el nickname de Mr. Silk.

Luego cuando Raúl se acercó más, supo más.

Había pagado servicio militar en el Army, el ejército de Estados Unidos y hablaba un inglés perfecto. Cuando empezó a entrar en el negocio de lo subterráneo todos tenían miedo de que fuera un soplón. Sus amigos eran casi todos gringos. No se trataba con hispanos y vestía siempre unas fastuosas camisas de seda que le hicieron acreedor al apodo de Silk. Sus amigazos le decían Mr. Silk y el tipo lo disfrutaba.

El caso es que cuando casi estaba fuera del combo y no ganaba la confianza de nadie, ocurriría algo que cambiaría la vida de él y de muchos en aquel entorno.

Mr. Silk, quien era básicamente un vago, bueno para nada, a la caza de aventuras fuertes y en busca de dinero, también llegaría a tener su día de suerte. Fue el día en que se cruzó con un hombre del que supo era un viejo prestamista dueño de varios negocios. Un tipo chévere, le dijeron.

Y no sólo chévere.

– He’s very nice, diría Mr. Silk.

Sobre todo porque aquel Raúl sin mucha maldad en su alma, pero necesitado de gente con poca asepsia cerca de él para cumplir con algunas tareas que no sabía hacer, no distinguía muy bien ciertas cosas y creía que existían malos y menos malos, buenos y menos buenos y va a terminar hundido en un mar de confusión. Actuaba como si hubiera un camino hacia la salvación que podía ser más largo o más corto pero que invariablemente le llevaba al cielo.

-Entonces usted es Mr. Silk, que es como decir el Señor Seda.

-Yes, Sir!

En un marco de amena cordialidad empezó una conversación que luego se haría demasiado larga.

Una cosa me asombraba y era la manera tan abierta como hablaban de lo que estaba pasando en el business. Como si ellos fueran arte y parte en el asunto.

Yo estaba sentado en un sofá en la oficina de Raúl que era bastante amplia, y a escasos 10 metros él sostenía una agitada conversación acerca de cómo era que se barajarían las cosas ese fin de año tras la muerte de Pablo Escobar. Su interlocutor era un hombre de mediana edad que al parecer se empeñaba en explicarle, con un portafolio de propuestas, varios proyectos de negocios.

-«Termino acá y nos vamos, Mr. Julián», me gritó, como si quisiera dejarle saber al otro visitante que se le estaba acabando el tiempo de su visita.

A pesar de eso y aunque recogieron los portafolios que tenían sobre el escritorio, se tardaron media hora más, y en ese tiempo el tema central seguía siendo los nuevos centros de poder en el narconegocio.

Después de eso estuve invadido por las dudas. Lo primero era que no sabía si este hombre era un mafioso y la segunda inquietud era que, de ser así, de qué manera podía yo hacer negocios con él para sacar provecho sin meterme en un lío. Pronto me decanté por una teoría más verosímil y empecé a creer que podía invitarlo a hacerse socio de varias cosas que estábamos planeando hacer en Wise Productions, compañía de la que yo hacía parte.

En eso estaba cuando Raúl y su contertulio vinieron directo hacia mí.

-Mirá Franky, te presento al periodista.

– Mucho gusto, Julián Huertas.

-Hola que tal -me dijo-, Bernie para servirlo.

-Cuando se le ocurra invertir o tenga un dinerito de sobra, este es el hombre experto en franquicias. Si usted quiere un McDonald’s, un Mobil, un Seven Eleven o lo que se le ocurra, me dice y yo lo conecto con esta fierita.

Bernie -a quien Raúl le decía Franky- me miraba sin especial simpatía pero con expresión de asentimiento.

Se despidió de los dos y se fue.

El balance de la larga jornada con Raúl empezó a ser bueno, recién en los dos o tres minutos finales. Porque sin mediar invitación alguna, y desde las 2 de la tarde y hasta las 9:30 de la noche me había involucrado en una larga excursión por Nueva Jersey donde él iba a visitar dos negocios en Elizabeth y Unión City, que se dedicaban al envío de remesas y carga y que tenían también cabinas de llamadas telefónicas.

– Queremos crecer…. expandirnos, creo que es un buen momento para ocupar espacios en ciertos lugares del mercado.

Fue todo lo que me dijo acerca de su viaje de negocios, puesto que la mayoría del tiempo lo gastamos hablando de política y de fútbol. Tenía una buena opinión de César Gaviria, el Presidente de entonces, y dejaba al desnudo su regionalismo sin ningún disimulo.
-No es porque sea de Pereira pero a mí parece que es de lo mejor que hemos tenido. ¡Una putería! Sí sabe que estuvo en Queens y lo atendimos como Dios manda… tenemos fotos con él y todo.

Ese, en todo caso, llegaba a ser un tema colateral porque lo importante de manera excluyente era el fútbol y él estaba obsesionado con la idea de que Colombia podía ganar el Mundial de Estados Unidos ’94.

-Pelé da como favorito a Colombia. ¿Sí me oyó bien? Pelé, el rey del fútbol, da como favorito a Colombia. Eso será por algo.

Sin esperar a que yo le dijera algo, cambió de tema bruscamente.

-Pero si te gusta el traguito de vez en cuando… ¿Sí vas por ahí a veces a morder oreja y a apretar corpiño?

-Por supuesto. Hay cosas que no pueden faltar. Periodista que se respete es bueno para comer y beber. Eso es lo único seguro.

No paraba de hablar aunque debo reconocer que su parlotería y sus historias eran divertidas. De pronto imitaba a un artista. Contaba un chiste. Cantaba un tango.

Pero eso no sería todo.

-Recibe El Pibe en la mitad, amaga, gambetea a Simeone… sigue Valderrama… pelotazo largo para Rincón… controla Rincón… se va Rincón para gol… entra al área, remata … gol, gol, gol, gol, gol, de Colombiaaaaaa. Colombia 1 – Argentina 0.

Uno detrás del otro, Raúl narró los cinco goles de Colombia a Argentina. Todo a grito “pelao” entre un campero Mitsubishi en el que íbamos solamente los dos.

-¿Usted cree que eso se nos va a olvidar? ¡No hombre! Eso es lo más grande que ha habido. Darle semejante pela a los argentinos, como son de engreídos y con el equipazo que tenían. Pueden decir lo que quieran, pero Maturana es Gardel.

Llegamos a Elizabeth, una ciudad intermedia, con un marco ambiental ensombrecido por el frío de la estación. En un local pequeño pero impecable nos atendió una dependienta linda y amable, como se supone debe ser una empleada que apenas está en su segundo día de trabajo, porque ese negocio lo había comprado hacía pocas semanas y recién tomaba el mando para convertirlo en lo que él quería que fuera.

– Bienvenidos… sigan. Nos dijo diligentemente Sofía.

-¿Cómo está? Buenas tardes. Saludamos al unísono y entramos.

-No les ofrezco café porque no tengo cafetera. Dijo, coqueta.

-¿Usted de dónde vino? Le preguntó Raúl.

– De Cali, a mucho honor.

-¿De Cali?… pero si nosotros estábamos convencidos que usted había venido del cielo.

Sofía agradeció el cumplido y cruzó la calle para traernos café.

Raúl inspeccionaba con detalle aquel local. Un computador. Un teléfono. Un fax. Una pequeña caja de caudales empotrada en la pared del fondo. Seis cabinas de llamadas telefónicas. Todo en madera. Prolijo y construido con muy buen gusto.

-Sabe que me está dando la “arrechera” de hacerle a esto una reinauguración. ¿Vos cantás?

Me preguntó.

Jairo Giraldo

Jairo Giraldo es un periodista y economista colombiano que reside en Estados Unidos desde 1993. Entre sus principales trabajos publicados destacan: «Pablo Escobar, cuenta de no retorno»; «Instrumentos de Control monetario y medios de pago»; «La complicidad, nuevo deporte nacional»; «Café: sin luz al final del túnel»; «Enfoque: Guadalupe años sin cuenta»; «Don Manuel, un ‘pistolazo’ a la paz»; «En la guerra la paz no es optativa». En el marco del periodismo deportivo ha combinado sus aportes en radio y televisión con la prensa escrita. Ha investigado y publicado sobre béisbol, fútbol, boxeo y olimpismo. Sus textos se publican en Los Ángeles, New York, Chicago, San Francisco y Houston. Giraldo trabaja en el diario La Opinión de Los Ángeles.

Prisión de ámbar [cuento]

por Gabriela Alemán

Fue así como ocurrió. Bajaba por el Paseo Ahumada con Sergio, volvíamos del mercado y buscábamos un sitio donde tomar café para seguir conversando. Como el almuerzo había sido abundante, la larga caminata en procura de una mesa no se hizo pesada, pero cuando llegamos a la universidad y la avenida terminó y todavía no habíamos encontrado nada, acepté gustosa la propuesta de cambiar el café por una copa en una fonda cercana. En Ovalle y Tarapacá entramos a La Manoseada; nos sentamos cerca de la puerta de cocina, al lado de la rockola, y pedimos dos piscos. A esa hora el salón celeste estaba semivacío y las persianas bajas dejaban ver un cuarto igual a cualquier otro: algunas mesas y varias sillas. Sólo había un hombre en la barra que tomaba a sorbos lentos un trago mientras Sergio me contaba de una cicatriz en su costado. Estuvimos sentados allí varias horas mientras las mesas se ocupaban; bebimos codo a codo, hasta que sonó un beeper y Sergio, tambaleándose, se paró a buscar un teléfono mientras yo, en las mismas condiciones, me dirigí al aparato de música. Coloqué dos monedas en una ranura y seleccioné «Niégalo todo» de Germán Rosario y «La copa rota» de Benito de Jesús. Cuando las canciones terminaron y Sergio seguía sin regresar, me paré en procura de la puerta de calle y, tras la noche, pude escuchar la complicidad del silencio; de regreso, pedí otro trago. Cuando volví, no sé si por el contraste, el aire tenía la consistencia de la melaza. No alcancé a desechar un cansancio tardío y me quedé dormida sobre el tablero de la mesa. Extrañamente ningún guaso se sobrepasó; aduzco, sobre todo, por al aburrimiento que volvía más viscosa a esa atmósfera ya pesada. Era un letargo cósmico capaz de desequilibrar a cualquiera o hacer aceptar como cierta la más inverosímil de las historias. El hombre que estaba sentado en la barra se acercó con vaso en mano y pidió permiso para acompañarme, se lo di.

La única iluminación, que provenía de un foco cuya boquilla estaba hundida en el techo, me dejó captar algo inacabado: un hombre de tez oscura, algo encorvado, vestido de negro y acompañado de un olor rancio a aceite quemado. No hablaba, recitaba axiomas de distinta índole como una letanía, alzándolos como un escudo:

(…) la sumisión a la moral puede ser esclavizante o vana o egoísta o resignada o obtusamente entusiasta o sin consecuencia o un acto de desesperación, como el sometimiento a un príncipe: por sí sola no es nada moral…Aceptar una fe solo por costumbre significa ser deshonesto, cobarde, vago. Y ser deshonesto, cobarde, vago, ¿son presupuestos de la moralidad?(…)¿Cómo entró la razón en el mundo? Como de costumbre, de una manera irracional, por accidente. Uno tendría que averiguarlo como si se tratara de una adivinanza (…)

Lo interrumpí, le pregunté que tomaba y pedí dos de lo mismo al mesero. Quería decirle, aunque me guardé de hacerlo, que con mucho o muy poco alcohol nunca se llega a la verdad, aunque más, generalmente, suele ayudar. Por tedio y nada más, le pregunté que hacía ahí, por qué llevaba seis horas sentado en un bar bebiendo solo (debí recordar que hacen falta pocos conocimientos para perseguir una vida honesta y que sufrimos de su exceso, como de tantas otras cosas, y permanecer callada, pero no lo hice. Me atuve a las consecuencias). Con concentrada atención, hablando más con un imaginario punto situado en la distancia que conmigo, me dijo que hacía tiempo.

— ¿Para qué?— indagué.
— Para viajar a Paraguay — me respondió.
— Qué extraño —proseguí— acabo de volver de allí.
— ¿Si? — me preguntó.
— Estuve siguiendo la ruta de Elizabeth Nietzsche por el Chaco —le respondí.

Con ademán desdeñoso se acercó.

— ¿Nadie intentó matarla? — se interesó.
— ¿Por qué habrían de hacerlo?— continué.
— ¿Qué averiguó?— continuó.
— Nada nuevo, llegué a Nueva Germania, me enseñaron su casa y me indicaron algunos sitios que podía fotografiar, luego me montaron en el primer camión que salía en dirección al río Paraguay y no se separaron de mí hasta que subí al carguero en dirección a Asunción — le respondí.
— ¿Quiénes?— preguntó alzando la voz.
— Los encargados de su patrimonio, no me dejaron revisar ningún material ni hablar con los otros colonos. Me dijeron que nadie entiendía español — continué.
— Eso es verdad— me dijo y me sorprendió.
— ¿Ha estado allí? — le pregunté.
— Varias veces— respondió.
— Y, ¿qué hacía?
— ¿Usted?— replicó intrigante.
— Me mandó un periódico— le respondí.
— ¿Para qué?
— Para seguir una pista, parece que antes de su derrumbe en Turín, Nietzsche entregó a su hermana una obra terminada que ésta no se atrevió a tocar o editar. Que ni siquiera mostró a su marido el doctor Förster (tal vez por mantener una carta bajo la manga si la utópica fundación no llegaba a buen término y ella necesitaba restablecerse en otra parte) y que lleva perdida no sé cuántos años. Algunos piensan que Elizabeth tuvo un hijo fuera de matrimonio (saqué unas fotos que guardaba en la cartera), ¿ve? Las fotos tienen once meses de diferencia entre sí. No es mucho tiempo y, sin embargo, ¿nota su cambio? ¿El cambio en el grosor de su cintura? Fui a buscar un descendiente de ese hijo, el hijo que seguramente poseía la única copia del manuscrito perdido de Nietzsche — hablé de un solo tirón.
— Todos en esa colonia son una banda de nazis, antisemitas y criminales y además todos son descendientes directos de Förster —dijo indignado—. Cuando Elizabeth volvió al lado de su hermano y abandonó el Paraguay no dejó nada que valiera la pena allí. Si tuvo un hijo haría bien en buscarlo en Alemania o aquí —el punto imaginario lo trasladó a mis ojos y ese cambio repentino de perspectiva (el mismo abrupto desplazamiento que ejecutan los tiburones antes de atacar, revelando su plateado vientre al girar), hizo que su mirada se volviera la de un desquiciado—.En Nueva Germania sólo quedaron malos recuerdos y Förster.
— ¿Y usted, cómo sabe tanto? — le pregunté sobresaltada.
— Digamos que cierto interés personal me atrae al personaje de Elizabeth.
— ¿Qué va a hacer ahora allá? —seguí preguntando a mí vez.
— Voy a dictar un curso — me respondió tranquilamente mientras empinaba su bebida.
— ¿No me ha dicho que nadie habla castellano? — le dije algo molesta.
— ¿Quién le ha dicho que lo voy a hacer en español? — me respondió.

Pensé en todas las puertas que el tedio nos descubre antes de hacer la siguiente pregunta.

— ¿Quién lo contrata?
— El Instituto Goethe. Cada seis meses voy a Filadelfia y Nueva Germania, los talleres los realizamos en la iglesia menonita; yo me hospedo en el salón comunal. Le pregunté si han intentado matarla porque en mis últimos dos viajes he notado que algo se traen bajo las mangas esos nazis expatriados. Y no por algo que yo haya hecho; yo sólo voy, dictó mis cursos y procuro mantenerme alejado.
— ¿Sobre qué va a hablar? — me interesé.
— Céline y Kafka.
— ¿Usted escoge los temas? —continué.
— No, el Instituto me entrega los programas. Pero esos dementes antisemitas ya me han condenado sin juicio, como no presento una amenaza para ellos se han dejado convencer por su estupidez de que soy culpable.
— ¿De qué? —le pregunté.
— Vaya a saber. Los motivos —como dice Céline— se suelen suministrar solos.
— ¿Cuándo viaja? — continué curiosa.
— Tengo que ir antes a Israel; a mi regreso de ese viaje.
— ¿Y qué va a hacer allá? —me interesé.
— Reconocer unos familiares, recuperar algunos documentos.
— ¿Usted es judío? — le pregunté.
— Sí — me respondió.
— ¿Y los herederos de Förster lo saben? — continué.
— ¿Qué podría importarles? — me respondió molesto.
— Si no recuerdo mal, no fue también Céline el que dijo que cada día hay por lo menos cien personas que quisieran vernos muertos: los que están detrás nuestro en las filas, los que no tiene casa y nos ven en la nuestra; y, que en condiciones extremas, pienso en usted a cientos de kilómetros de la carretera más cercana, esa impaciencia se suele volver más irracional y violenta.
— Sí, pero olvida que yo no soy un execrable y repulsivo criminal, mi fotografía aún no ha aparecido en los diarios con ese pie— dijo con frialdad.
— ¿Y eso qué puede importar? A la hora de buscar motivos para culpar a alguien, usted mismo lo ha dicho, éstos se suministran solos — le dije antes de callar.

Su mirada se volvió a perder. No hay duda, todos los eventos importantes de la vida se realizan en la oscuridad o por lo menos en una prisión de ámbar. Me paré y fui a buscar otras dos bebidas. Cuando volví había pasado algo allí adentro, su imaginación no se movía más en el vacío. Levantó el vaso y bebió un largo trago antes de proseguir.

— ¿Usted sabe la diferencia que existe entre las creencias y los hechos? — me preguntó.
— Sólo sé que los matices son muy leves y que no me podría defender si tuviera que distinguir con absoluta precisión —le respondí.
— ¿Quiere decir que no? — dijo.
— Sí — respondí.
— Pues la verdad, eso que usted dice tiene poca importancia, consiste en una forma de correspondencia entre los dos. Las mentes no crean la verdad, crean creencias y lo que hace a esas creencias realidad son los hechos. ¿Me sigue?

Asentí con la cabeza.

— Para establecer algo como verdadero se tienen que cumplir tres requisitos: primero, la verdad tiene que tener un opuesto, una mentira (soy un villano, por ejemplo); segundo, la verdad dependerá de ciertas creencias (nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario); pero y, por último, éstas a su vez dependerán completamente de la relación de esas creencias con las cosas (nunca he matado a alguien, la corroboración la encontrará en mi ficha policial).
— Sí, de acuerdo, pero eso no lo salvaría de nada en caso que las creencias que operan en su contra fueran falsas; desechemos por un instante los hechos como lo harían sus posibles verdugos. ¿Qué haría entonces? —argumenté.
— Simple —me dijo y retiró un cigarrillo del paquete con sus labios— huiría. He analizado demasiadas veces «La Colonia Penal» junto a ellos para esperar ver sus reacciones. El miedo —me miró directamente a los ojos con un destello desenfocado— es probablemente la mejor manera de lograr salir de una situación incómoda.
— ¿Y las cosas quedarían así?
— Señora, nuestra dignidad depende de la habilidad que tengamos de pagar tanto lo bueno como lo malo. Buscaría venganza.
— ¿Qué haría? —le pregunté.
— He ido acumulando pruebas, a través de los años he hablado con alguna gente, he dado con paraderos remotos, he encontrado otras colonias, sitios que ni siquiera imaginaría.

Comenzó a trazar un mapa imaginario del Paraguay sobre la mesa, me habló de un sinnúmero de lugares, de estancias subterráneas, de cárceles y zoológicos humanos. Mencionó un poblado cercano donde las elites nazis…

— ¿Las nonagenarias elites? —pregunté.

«Prision de ámbar» por Geracho Arias

Con su mano hizo un gesto que liquidaba el plano de un solo borrón, se paró y se dirigió a la barra. El resto de la madrugada acobijé la esperanza de que volvería; me supo mantener en un estado de suspenso. Me torturó y yo aguaité la laucha —esperé escuchando la única guarania de la rocola—, acertó si pensó que había tirado suficiente lastre. Cuando el encargado empezó a barrer el local y a recoger las sillas, me acerqué. Como la madrugada estaba cerca y la luz era diáfana me percaté de sus prominentes cejas y gruesos bigotes, su frágil estructura y un maletín, que atado con una soga, llevaba sujeto a su muñeca. Pensé que mi entusiasmo me engañaba, lo que tenía frente a mí era un calco infeliz del filósofo buscado. ¿Cómo pude obviar todos esos detalles en la noche? Como una réproba me acerqué; hablaba consigo mismo, «estamos todos corruptos por haber perdido nuestro instinto de sobrevivencia». Toqué su hombro, «¿qué quiere?», me dijo sin darse vuelta. No supe qué decir, aunque mi titubeo duró poco, quise provocarlo y el resultado no pudo ser más feliz. Repetí la frase final de Nietzsche, lo último que escribió con su puño y letra antes de perder la razón, «Siamo contenti? Sono dio, ho fatto questa caricatura».

— Así que usted es el creador —dijo y siguió tomando— dígale a su marido que me da lástima, convivir con alguien tan digno de objeción.

Después de eso salí, ¿qué podía responderle? ¿Cómo objetar a su razonamiento (a fin de cuentas reconocía que Dios era una mujer), cómo interrogarlo sobre su conocimiento del italiano, cómo decirle que no era más que una simple periodista en busca de una pista y que tal vez la clave que buscaba estaba atada a su muñeca?. ¿Cómo aceptar la posibilidad de que la solución se encontrara en un bar perdido de Santiago y no en Alemania o Italia? Caminé en dirección al río, cuando llegué a Diagonal Paraguay trastabillé; pero y, ¿si en realidad era él?

Gabriela Alemán


Gabriela Alemán
ha tenido una variada y exitosa trayectoria profesional, tanto dentro de la literatura como por fuera de ella. Jugó básquetbol profesional en Suiza y Paraguay y su experiencia laboral comprende desde trabajos en administración, traducción, radio y cinematografía hasta periodismo y educación, entre otros. Estudió en la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador), en Cambridge University y se doctoró en Tulane University (New Orleans) con una especialidad en Cine Latinoamericano. A lo largo de su carrera ha recibido numerosos reconocimientos a su talento. Ha publicado los libros de cuento «Maldito corazón», «Zoom», «Fuga permanente» y «Álbum de Familia»; las novelas «Body Time» y «Poso Wells»; y el guión teatral “La acróbata del hambre”. Sus cuentos han sido traducidos al croata, hebreo, chino e inglés.