“Los viajeros no exploran el mundo, viajar es sólo una excusa para explorarse por dentro”.
PorSoraya Hoyos
Estábamos en medio del desierto de Namibe en Angola. Acampamos en la tarde en el lugar más hermoso que he conocido hasta hoy. Bañados de atardecer, entre enormes dunas color mostaza y naranja, a tan sólo una centena de metros de la playa. Todo era mágico, los delfines que salieron a saludarnos a nuestra llegada, un barco pesquero oxidándose atascado en la arena, las alfombras de cangrejos gigantes que se abrían a nuestro paso, las focas contorneándose en las olas, y al caer la noche una media luna rodeada de nubes y de estrellas.
Alrededor de la fogata, nos chupamos cada uno una lata de leche condensada con una humeante taza de café. Hacía frío y un círculo enigmático de desconocidos hablaban en inglés, italiano y portugués, mientras descifraban el significado oculto de sus nombres. Había gente del Brasil, Colombia, la India, Italia, Angola, Portugal, Suráfrica. Sobrecogida entre los rayos dorados que caían sobre las dunas y el océano, comprendí por fin lo que había ido a buscar tan lejos. En la infinitud del desierto y del océano, no me sentí diminuta como un grano de arena; por el contrario, sentí que me expandía en la inmensidad del universo. Como es adentro es afuera… los viajeros no exploran el mundo, viajar es sólo una excusa para explorarse por dentro. Viajero es aquél que vive perdido y recorre el mundo creyendo que algo se le ha perdido. Nada se ha perdido, el universo entero está contenido adentro.
El guía preguntó quién quería dormir al aire libre. Yo, yo quería dormir afuera respirando esa brisa mezclada de sales y de arena. En realidad, yo no quería dormir en absoluto, no quería perderme ni un segundo de ese viaje, ni un sonido ni un movimiento en el desierto, quería verlo, tocarlo, olerlo todo, rodarme como una niña por las dunas y revolcarme en ese océano de arena, dejarme transportar por el viento que rugía con furia hasta los tímpanos.
Nadie más quiso dormir fuera de las carpas, así que el guía se ofreció para acompañarme. “¿Dónde quieres dormir?”, me preguntó. “En la cima de una duna”, respondí. Y allí puso las dos bolsas de dormir, a un par de metros de prudente distancia la una de la otra. Echados boca arriba sobre la arena y conversando sobre constelaciones zodiacales, el guía ya no era el guía sino Ray, un amigo que llegaba para cambiar el curso de mi pensamiento. Hablamos del amor, del desierto, de la vida y de la muerte. “Please don’t die. Not yet, not now”, le pedí en medio de un subidón emocional inesperado. “I have no plans of dying anytime soon, don’t worry, I have a lucky angel watching over me…” dijo. Quién iba a saber en ese entonces que, a pesar de sus planes, la muerte lo llamaría de manera repentina. Se hizo el silencio.
De repente, aún tirada de espaldas sobre la duna, un chacal se me acercó. Sentí su hocico a unos centímetros de mi cara, sus ojos casi en los míos. Quedé petrificada. Menos mal, porque lo que había que hacer para evitar un ataque era quedarse inmóvil. “Quédate quieta y tranquila, obsérvalos”, me dijo él, “sólo vienen a buscar comida, cuando no encuentren nada, se irán”. Estábamos rodeados de chacales. Los demás viajeros dormían. Uno de ellos se despertó de un sobresalto. Mi amigo se reía. Yo me sentía en un video de la National Geographic.
Sólo en la madrugada pude conciliar el sueño; los pasos de los chacales a lo lejos me lo impedían; entonces me senté y medité. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. Decidí que era más poético y divertido vivir dejándose guiar por las estrellas. A partir de esa noche, nunca más dejaría de observar los astros: como es arriba es abajo. Sólo mirando hacia el cielo podemos comprender lo que sucede aquí abajo. Los egipcios consideraban a los chacales abridores de caminos por su habilidad para encontrar rutas en el desierto. Hace un par de meses, cuando murió Ray, el guía, el amigo, o ex-amigo, comprendí que ese chacal se apareció en mi vida para abrir el camino.
Bogotá, marzo 20 de 2013
Soraya Hoyos
Soraya Hoyos es una socióloga y fotógrafa colombiana. Durante las últimas dos décadas ha viajado por varios países de América Latina, África y Europa, y ha trabajado con diferentes organizaciones internacionales de derechos humanos y de cooperación para el desarrollo.
Los Gaiteros de San Jacinto mantienen viva la tradición oral del Caribe colombiano.
Los Gaiteros de San Jacinto, un legendario grupo musical colombiano, ha mantenido viva, desde su fundación a principios del siglo XX, la tradición oral, la música gaita y el folclor del Caribe colombiano. Los Gaiteros de San Jacinto fueron galardonados con un Grammy Latino por el álbum “Un fuego de sangre pura” en 2007.
En este video, presentado por el colectivo artístico Amplificado TV, el vocalista del grupo Juan “Chuchita” Fernández entona un canto de zafra. Las zafras son cantos de labor típicamente entonados en el litoral caribeño de Colombia, y se caracterizan por el uso de notas agudas y sostenidas, gritos y onomatopeyas.
[alert type=»yellow»]NOTA DEL EDITOR: Un agradecimiento especial a Amplificado TV por compartir su trabajo. Para conocer más acerca de este proyecto, visite www.amplificado.tv[/alert]
Cuando te levantas por la mañana lo único seguro que tienes es el rostro. Ni tu nombre sabes, ni tu nuevo oficio, profesión u ocio. Sales de la casa donde dormiste, o desayunas con quienes en esos momentos son tus hijos, pero para el día siguiente quizá no poseerás ni mujer ni niños, ni perro, ni casa. El otro día se convierte siempre en un estrepitoso escalofrío, pues ya no tienes a los mismos amigos ni al mismo jefe. Ya no te llaman por el nombre de ayer ni eres indispensable para quienes el día anterior te amaban.
Así es vivir en Tabi, un constante renacer en el mismo cuerpo que también cambia porque te haces viejo y, al final de la jornada, ni siquiera sabes qué idioma hablarás ni en qué región de este viajero país vas a habitar. El único norte, aquí, es un río, que por un motivo desconocido, siempre divide en dos el territorio.
Sólo existe una ventaja para los tabianos: no viven de recuerdos…
Mientras miraba el color particular de las jacarandas y tomaba mi té me vino un recuerdo triste, estremecedor: mi primera mascota. No es que ésta fuera malvada o agresiva, todo lo contrario, era una criatura dulce, delicada y extremadamente inteligente —ella me enseñó a leer—, con un cuerpo esbelto de color jacaranda, tan delgada que podía pasar por separador de libro. Fue mi mejor amiga, iba conmigo a todas partes, dormía en la cama, paseaba en el bolso, jugaba mis juegos, me arrullaba de noche. Ella siempre vigiló los sueños y mientras estuvo a mi lado jamás osó pesadilla alguna aterrizar en mi cabeza.
Yo hablaba de ella todo el tiempo y explicaba sus maravillosas cualidades, sobre todo cómo con su finísimas manos de dedos largos golpeaba el libro cuando me equivocaba en la lectura, o lanzaba un gritito agudo pero delicioso en caso de que invirtiera o cambiara una palabra. Era genial, pero insistían en que era imaginaria. Nadie quería conocerla, todos se reían de mí o me miraban raro, y para colmo comenzaron a insultarme. Al principio no me importó, pero con el tiempo me irritaron sus comentarios, era ya la loca que hablaba sola. Entonces pasó lo que tenía que pasar, me enfadé con mi mascota: “¿por qué eres imaginaria?”, le recriminé, mientras ella me observaba con sus enormes ojos verdes. Luego creo que se deslizó hasta un libro e insistió agitando su cola de lagartija para que lo leyéramos juntas. Sobra decir que me encolericé al verla tan quitada de la pena y yo sufriendo enormidades por su culpa. Así, la tomé con violencia y la metí en una cajita metálica, la misma que refundí en lo más profundo de mi clóset. Salí corriendo de mi habitación y no volví hasta la noche.
Escuché su llanto, creo que tres días o diez noches, ya no sé: luego se convirtió aquello en gritos, después en lamentos cada vez más débiles y dolorosos. Yo me tapaba los oídos repitiéndome a mí misma: “es imaginaria, es imaginaria” mientras sollozaba bajo las sábanas. Con el paso del tiempo cesó aquello y yo me fui olvidando del asunto. Hasta que años más tarde, estaría yo por partir a la universidad y haciendo limpieza de mi habitación, encontré la cajita en el fondo del armario. Un ligero escalofrío se coló por mi espalda, la abrí apresuradamente. Al ver ese minúsculo esqueleto blanquecino, arcaico como hoja de un viejo volumen de historia natural, comprendí de golpe la certeza que intenté ocultar bajo las sábanas: las peores crueldades siempre se cometen por creer tan ciegamente en la razón de los otros.
Cecilia Eudave es una escritora, investigadora, profesora y coordinadora de la Maestría en Estudios de Literatura Mexicana en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado colecciones de cuentos y novelas.
En un Ashram en la India, Mateo de los Ríos descubre el adolorido pero gratificante camino hacia la iluminación.
Por Mateo de los Ríos Vélez
Durante un espacio de tiempo en mi vida tuve la oportunidad de no hacer nada y explorar regiones para mí desconocidas. Para justificar esa vagancia y a la vez hacer mi anhelado viaje al interior, emprendí una paseo sin afanes. Un viaje para hacer conciencia del presente. Un viaje que aún no ha tenido tiquete de regreso. Los párrafos que siguen muestran algo de lo que viví en un Ashram en la India. Esto es solo un recuento; solo experimentándolo se puede entender de verdad.
4:30 a.m.
Está sonando la campana. ¿Qué hora es? Cuatro y media. ¡Qué sueño!
– “No te levantes, duerme un ratico más, ¿para qué vas a ir a sentarte en ese salón a meditar?, mejor acá calientico”.
– No, no, tengo que tener voluntad. Para eso vine a este Ashram. Para desarrollar el poder de la voluntad y aquietar mi mente.
– “No importa, duerme otro ratico, estás cansado”.
– Basta, me paro ya.
4:45 a.m.
Todo está oscuro. ¿Dónde está la luz?
Un poco de agua en la cara, en los ojos, me lavo los dientes y voy al inodoro. ¡Ah, el inodoro! Nunca pensé que no usar papel fuera tan cómodo…
5 a.m.
La segunda campana. Vámonos, apúrele. Como buen colombiano ahí voy tarde…
El salón de meditación es amplio, tiene techos altos y ventiladores. En el fondo, como simulando un altar, está la estatua del fundador del Ashram, un maestro yogi que ya abandonó esta realidad pasajera. Al igual que las representaciones de Buda, las figuras de los iluminados no son colocadas con el propósito de adorarlas, sino para tenerlos como ejemplo y pedirles que nos muestren el camino de la iluminación, el cual sólo puede ser andado por cada uno.
Al frente está el maestro y ha empezado a hablar. Ya recitó los tres “om” del principio y ahora está hablando sobre Yoga, el control de la mente y Dios. Ahora sí que estoy confundido. ¿Cómo así que doblarme como un contorsionista me va a ayudar a ver a Dios? ¿Y la mente qué tiene que ver ahí? ¿Cómo así que controlarla? Suficiente control al despertarme esta mañana, ¿qué más quiere?
Estoy sentado sobre estos cojines en el piso, en posición de loto, ojos cerrados y espalda recta, junto con otras 12 personas. Oigo al maestro decir «Yoga es un viaje al interior, una búsqueda de integración del cuerpo, los sentidos, la respiración, la mente, la inteligencia, la conciencia y el ser”.
¿Todo eso es Yoga? ¿Será que todas las chicas que hacen yoga con trusas apretadas en los gimnasios de Bogotá tienen todo tan integrado?
Ayer en el discurso nos explicaron que la mente está compuesta por tres actores. Uno es la mente superficial, la que siempre está pensando en los huevos del gallo, la que vive de los recuerdos o anhelando cosas del futuro que quizás nunca pasen, la que reacciona a los mensajes de los sentidos clasificando como buenos o malos. Luego está el ego. Ese demonio interno que es el YO, el que quiere poseer y para el que nada es suficiente. Si logra lo que quiere, el ego se siente orgulloso y poderoso, pero sino, se frustra y se deprime.
En general, nuestras vidas están gobernadas por estos dos actores. Así es como normalmente nos despertamos y deambulamos por el día, sin saber por qué tenemos impulsos de antojos de comida, mal genios en la oficina, ofuscación con el tráfico, pasión por el sexo, apegos con las posesiones materiales y deseos en general. Con el cuerpo cansado vamos a reposar nuestra cabeza y pensamientos en la almohada y seguimos en el mismo hipnotismo el día siguiente.
Sin embargo, hay un tercer actor que aparece de vez en cuando: la inteligencia. Esta es la que puede discriminar. Ella es la que hace las preguntas de fondo. Aunque a veces le paramos bolas, casi siempre seguimos de amores con el ego y la mente. Poseer y disfrutar de los placeres de la vida no es negativo, lo que es nocivo es la obsesión con la cual nuestro ego y mente nos dominan.
5:50 a.m.
Llevo 45 minutos acá sentado, ya me duelen las piernas y siento como si me estuvieran clavando alfileres en las rodillas. ¿Y ahora qué hago? ¿Será que me muevo? ¿Será que es el ego que no quiere más dolor y se quiere parar? ¿Pero por qué la inteligencia no dice nada? Lo único que pienso es que se me van a quebrar las patas del dolor. ¿Es eso inteligencia o ego?
Pues que gane el ego, me voy a mover porque no aguanto más. ¡Qué dolor!
6:30 a.m.
El profesor de yoga, todo vestido de blanco, parece un ángel impecable sentado sobre la tarima al frente del salón. Fuera de eso se dobla como un caucho y es más estricto que un militar.
¡Qué tiesura! Apenas pasando los 30 y ya no me puedo ni agachar. ¿Que me monte el pie sobre el cuello? ¿que doble la espalda hacia atrás y me toque los talones? ¿que suba el pie derecho al muslo izquierdo y con la mano derecha la pase por detrás de la espalda y coja el dedo gordo del pie derecho, me empine, levantando la mano izquierda y sin caerme? ¿que parado en la cabeza suba las piernas, luego las doble y me toque la parte trasera del cráneo con las plantas de los pies? ¿que me arrodille, doble la espalda hacia atrás, agarre los pies con las manos y los hale para que mi coronilla toque la punta de los dedos gordos? ¿que le chupe qué?
El sudor escurre por mi cuerpo. Me caen ríos de sudor por los brazos, las piernas, la cara, la espalda y el pecho. Parece que acabara de zambullirme en una ceremonia de purificación en el Ganges… me voy a deshidratar. ¿Qué es esto tan salvaje?…..¡¡¡Auxilio!!!
8 a.m.
Ya se acabó la tortura. Estoy con ropa seca y con un hambre bestial. En el primer día este arroz con leche me pareció un castigo, pero hoy le doy gracias al señor… cocinero por traérmelo a la mesa. Lo paso con té en leche azucarada y trato de disfrutar uno a uno los bocados porque son contados. Nada de pan o arepa, o huevos revueltos, o queso y mermelada, o chocolate con pandebono, o recalentado, o tamal. Nada, sólo este arroz caliente todos los días.
9 a.m.
En este Ashram ya no hay un gurú, pero la biblioteca está llena de cientos de ellos. Me estoy leyendo uno en particular que no sólo explica el enfoque espiritual del yoga, sino todos los demás sacrificios que se deben hacer para aquietar la mente.
Para lograrlo, el autor instruye en ser austeros en el cuerpo, la mente y el habla. Estos tres aspectos continuamente perturban la mente y nos esclavizan. Comer poco, sin sal, ajo ni picantes porque te excitan, no tener posesiones para no apegarse, no tomar alcohol o disfrutar de ninguna droga, dejar el sexo para no tener pasiones y no perder la energía vital, dejar de leer novelas, ver televisión e ir a cine para no perturbar la mente, hablar poco o hacer voto de silencio para no continuar alimentándola con pensamientos, rezar y entonar cánticos devocionales para purificarla.
Ahora sí que estoy jodido. Fuera de levantarme temprano, quebrarme las piernas meditando y sudar del dolor en yoga, tengo que dejar de comer fino, cortar con el vino, dejar la pichadita, dejar de hablar paja que es lo único que sé hacer bien, dejar de leer y dedicarme a rezar rosarios todo el día. No hermanito, a iluminarse en otra vida….
Luego de veinte días de la misma rutina…
Sólo como arroz con lentejas bajas en sal, pepino y curris que me tienen la lengua amarilla. Se me olvidó a qué sabe el vino, hablo poco, no tengo ninguna novela para leer, no rezo rosarios pero todos los días medito y cada vez descubro la profundidad de mi interior.
Al hacer yoga ya no sudo tanto. Logro contorsionarme un poco más y al sostener cada posición por largos segundos entro en unos pequeños trances de concentración profunda y conciencia de mi cuerpo. Durante el día soy consciente de cada paso que doy, de mi descontrolada mente, y poco a poco, como si estuviera caminando por una cuerda floja, logro balancear el cuerpo, la mente y el alma.
Sé que estoy lejos, pero ya di el primer paso. Al igual que al escalar una montaña, cada paso va a exigir disciplina y sacrificio, pero tengo el presentimiento de que al final podré ver todo el valle con claridad. Podré superar los límites impuestos por la cárcel de los sentidos y la mente, levantar el velo de la ignorancia y descubrir quién soy.
Por ahora, solo será andar. Sin expectativas, ni deseos. Sin frustraciones ni apegos, sólo andar por andar.
Mateo de los Ríos
En el transcurso de los años Mateo de los Ríos se ha dado cuenta de que cada paso que ha dado ha sido parte de una búsqueda. Pasó por universidades y lo instruyeron para pensar como muchos piensan en la sociedad. Aunque a ratos trata de liberarse de tanto peso, no siempre lo logra. Actualmente su vida es una mezcla de razón, corazón y conciencia
¿Cómo se vive el arte que surge de una sociedad en conflicto? Este ensayo explora esta pregunta en el contexto de la violencia en Colombia y la obra teatral “En los dientes de la guerra”.
[alert type=»blue»]“En los dientes de la guerra”
Vea cómo se concibió y cómo se puso en escena la obra del dramaturgo Enrique Buenaventura. Un texto de la directora del Teatro Experimental de Cali.[/alert]
Por Manuel Alejandro Garzón H.
En los dientes de la guerra es una obra teatral de Enrique Buenaventura que se presentó por primera vez en el 2005, dos años después de la muerte del poeta dramático. La guerra es su tema. En la obra, Colombia se alza como el espacio de recreación de la violencia. Pero aunque bien todo se desarrolla y habla sobre este país, las imágenes que se apostan despliegan la guerra como un fenómeno universal. De esta manera, en la obra reverberan las palabras que le dan sentido a un fenómeno que desde siempre nos ha constreñido: “Porque desde que el mundo/ es mundo, padecemos las guerras”. Es a partir de esto que quiero compartir aquí una intuición propia que, creo, se extiende también a otros: que el arte representa y nos representa en múltiples sentidos. Esto no es nada nuevo. Con esto, solamente busco presentar algunas conjeturas sobre el arte, específicamente sobre el teatro, que, aunque bien pueden sonar extravagantes, no son más que meras hipótesis.
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Volvernos sobre el teatro, con la excusa de esta obra en especial, no sólo establece un rumbo para la discusión que versaría sobre el teatro y la guerra, o el teatro y la violencia, sino que vale también para pensarnos como espectadores de un arte que surge de una sociedad en conflicto. Discutiré entonces algunas ideas de algunos autores y otras mías sobre el teatro en su dimensión política y social.
El teatro o el arte dramático
Si vamos a hablar sobre el arte teatral, resulta siempre iluminador volver a un punto de referencia para cualquiera que esté interesado en el arte: Hegel. Éste, en Las lecciones sobre la estética, pone el teatro o, más bien, el arte dramático en una posición de altísima estima. Nos dice que “el drama debe ser considerado como la fase suprema de la poesía y del arte en general” [1]. Y lo dice porque, para él, el discurso se presenta como el elemento más digno para la exposición del espíritu, y la acción que va con él representa, en exteriorización, las acciones y relaciones humanas. Expone entonces el discurso y la acción como características del arte dramático, las cuales hacen que la obra de arte acceda a la vitalidad por medio de la representación escénica. La acción y el discurso hacen del teatro un arte vivo. Vemos por eso que de estas determinaciones surge el elemento temporal que éstas ya acusan en su pasajero discurrir, en el movimiento que se acaba y en la boca que se cierra. Lo vivo anuncia ya su muerte. Atendemos así al efímero pasar de la acción teatral en el que el actuar humano despunta con todo su sentido: lo que inicia y lo que acaba, lo que nace y lo que muere.
Con Hegel se muestra que el teatro tiene una relación de cercanía con nuestra vida, la vida de los seres humanos, en un sentido casi natural.[2] Es la posibilidad que el teatro tiene para representarla la que lleva a Hegel a concebir el teatro como este ‘digno’ expositor del espíritu [3]. Pero este expositor es también un producto de éste. Y es en esta doble relación – como yo quiero llamarla – que resulta fascinante seguirle el rastro a esta actividad artística dentro de nuestro propio acontecer. Entendemos así que el teatro refleja el sentir propio de una comunidad. Digo sentir porque es lo propio de la experiencia estética. Es lo que nos toca ahí, en el ser de nuestro mundo en común, y que, a través del teatro, en este caso, nos refleja.
Pero quiero empezar por lo primero, por la manera de darse de esta obra dramática. No hay duda de que si tomamos la guerra en su más amplia acepción ésta atraviesa toda la historia de Colombia. Tampoco hay duda de que el escozor que sale de ella se vive sólo en el experimentarla de alguna manera. Ver un cuerpo desgajado, oír gritos y disparos, oler pólvora y mortecina interrumpen la regularidad y afabilidad de cualquier momento y de cualquier intento por “hacernos los locos”. Por eso, si ya nos ha tocado, no hay forma de escaparnos sin tener el más mínimo pensamiento sobre ella. Y precisamente esto fue lo que atrapó el ingenio de Buenaventura cuando escribió En los dientes de la guerra. Bien sabía que representar la violencia era una tarea que, por un lado, le correspondía como artista, pues para él “el arte no sólo sirve para decir lo que se tiene que decir, sirve también para decir lo que se tiene que callar” [4]; por otro, era una tarea ineludible para el teatro tal como él lo entendía. Por esta razón, se hace imprescindible detenernos en las particularidades del arte buenavesturesco con miras a entender un teatro que nos habla del horror que nos ha sobrevenido.
Si bien el pensamiento de este hombre de teatro encontraba en la acción la materia misma del teatro, no es posible quedarnos sólo con el sentido de ‘acción política’ que muchos le han imputado al teatro buenaventuresco y latinoamericano [5], sino que hemos de volver sobre los matices mismos que la acción acusa, a fin de ver el fin mismo que el teatro se propone y que, con esta obra en especial, a mi parecer, hubo logrado.
Leyendo a Hannah Arendt encontramos una definición de acción que nos ubica ahí donde está la materia del teatro:
“La acción es la única actividad que relaciona directamente a los hombres entre sí prescindiendo de objetos y materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de ser los hombres y no el hombre quienes habitan el mundo.”
[6]
Se dice materia solamente para ilustrar que la acción es lo propio del oficio del actor. La palabra ya está dada por el poeta, entonces es en la acción donde los actores encuentran la materia de su oficio; con ella llevan el poema dramático a representación. Allí, en la representación, la acción despliega toda su potencia. Con ella, los actores asumen lo esencial del discurrir propio de las relaciones humanas. Hacen que brote, desde su interacción, la actividad que dará vida a toda la pieza. Aparecen, en clave arendtiana, unos ante otros y unos con otros. En estos términos, la acción es la esencia de la representación. Si no hay acción no habría relación de ningún tipo y terminaría todo en la monotonía de un simple soliloquio.
Pero ahondemos un poco más en esto teniendo en mente la definición de Arendt. Para ella, la acción se entiende en términos políticos y sobre esta base su concepción de la política es bastante teatral. Entiende la política como un escenario en donde el quién de alguien se devela a través de la acción y el discurso en el contexto agonal de lo público y común. Nos dice: “En el actuar y el hablar los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su identidad única y personal, y así hacen su aparición en el mundo humano.” [7] Y sobre el teatro tenemos, tal como Arendt lo concibe, que éste representa la acción con pleno sentido político. Nos dice:
“El contenido específico, al igual que el significado general, de la acción y del discurso puede adoptar varias formas de reificación en las obras de arte, las cuales glorifican un hecho o una proeza y, por transformación y condensación, muestran un extraordinario acontecimiento en su pleno significado. Sin embargo, la cualidad específica y reveladora del discurso, la implícita manifestación del agente y del orador, está tan indisolublemente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo puede representarse y ‘reificarse’ mediante una suerte de repetición, la imitación o mimêsis que, de acuerdo con Aristóteles, prevalece en todas las artes, pero es verdaderamente propia del drama, cuyo mismo nombre (del griego δρᾶν ‘actuar’) indica que la interpretación/representación [playacting] de una obra es una imitación del actuar […] el drama cobra vida plenamente cuando se interpreta en el teatro.”
[8]
De esta manera el teatro, por reproducir el vivo flujo de acción y discurso, hace posible que la acción asuma su significado pleno. Y es precisamente a través de la ‘transformación y condensación’ de una acción, es decir, de un hecho acabado en el mundo, con toda la consciencia y reflexión artística, que el teatro la reviste de coherencia y hace patente su significado. Dicho de otra manera, la forma dramática rescata el significado de los hechos, haciendo que lleguen a desplegarse con todo su sentido a través de caracteres actuantes que, ya con distancia del apogeo y celeridad con los que se dan los hechos en el mundo, ‘glorifican’ la acción y la hacen manifiesta. Y así, en la manifestación de la acción, los seres humanos aparecen – a la griega – como “hacedores de acciones y oradores de discursos”. Pues el quién no se revela a partir de cualidades u objetos que alguien posea y lo distingan, sino en tanto ser actuante y discursivo. Así, para Arendt, una persona se muestra a sí misma sólo en el flujo de acción y discurso que en su natural y propio discurrir revela la esencia de los asuntos humanos [9]. Se despliega así su concepción de política. Se entiende lo público como el lugar propio de la política, pues aquí se cifra el rasgo central del vivir en comunidad. Lo público denota lo común y lo manifiesto, aquello que se aparece y está a la vista de todos, el lugar donde los hombres se relacionan en un ámbito de acción y libertad.
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali
De este modo, la acción traza una vía para hacer viva y real la poesía teatral. Es sólo a través de la acción que el teatro adquiere su carácter ineluctable e irreversible al momento de ser teatro. Nada más pone el acento en el sentido que adquiere un gesto o una palabra en el escenario que la acción como actividad relacional. Ésta complejiza el proceso plural e impredecible donde, en el darse de los conflictos, van surgiendo las imágenes y se va engendrando el espectáculo teatral que sólo adquiere sentido en el momento de su relación con el público. Allí está entonces el elemento mismo con el cual el teatro deviene vida. Como Arendt, ya Hegel lo avizoraba al momento de llamar al teatro drama. El δρᾶν griego no hace más que acentuar el componente vivo que despunta de la acción y sin el cual perdemos el sentido de este arte. Como el teatro es ante todo acción, encontramos que ésta es el culmen de su proceso. La relación que veíamos con Hegel entre la acción y el discurso se complejiza. No debe existir una sola palabra que no sea absolutamente necesaria y, cuando se la dice, debe repercutir en todos los otros lenguajes del espectáculo.
Un teatro donde la palabra es todo, la palabra se vuelve nada. Como el solo texto se queda en el ámbito solitario de la lectura, el texto teatral debe entonces desplazarse a un espacio y allí presentarse vivo ante los otros. Así, el discurso debe guardarse para un momento justo; debe compartir el espacio y el tiempo con un silencio de acciones que tienen igual o más sentido. El teatro es el lugar donde cada palabra cae en el momento exacto y en el gesto preciso. En esto fulge el sentido de este arte.
Pero hablar de sentido nos obliga a hablar de dos cosas que se dan simultáneamente. La primera tiene que ver con el sentido mismo. La segunda también tiene que ver con la primera pero desde la interrelación con el público. En cuanto al sentido – en solitario – podemos entenderlo como algo significativo. Una verdad que, como en Hegel, la obra de arte hace patente. Esto va mucho más de la mano con lo que trata de expresar el arte en general, pero hemos de tener en cuenta que cada una de las artes lo hace a su manera. El sentido, entonces, es lo que se multiplica sin cesar. Es el volver a mirar la obra de arte sin que pierda su carga de significatividad, es decir, sin que se agote y se quede sin nada para decirnos. En el teatro, el texto y las acciones urden una serie de imágenes que nos revelan algo: una historia distinta en cada momento de su representación. Allí está la posibilidad de verdad, es decir, de aprehender la realidad – en sentido hegeliano. Porque, como se ve en la obra que más adelante trataremos, encontramos la configuración de una o, más bien, unas determinadas historias que le rehúyen a un sentido fijo que, por fijo, se convierte en una ‘verdad impuesta’ y una determinada manera de pensar.
Pero el sentido del arte no aparece del todo si no tenemos en cuenta su relación con el público. Sabemos que el público es imprescindible para cualquier obra de arte, pero en el teatro tiene un papel particular. Es en la tensión mediadora del público y los actores que el teatro se hace posible. Es, en efecto, esa pequeña brecha que separa y a la vez une al público y los actores la que hace posible que brille todo el sentido de la acción.
Si no hay público no hay teatro. Eso es algo ya sabido. Pero si nos fijamos en el público, descubrimos que por él ese momento irreductible e irrepetible que acontece en cada presentación adquiere sentido. En cada uno de los asistentes no se traza una historia completa ni una imagen sometida a una única forma, sino que en la relación misma que plantea el teatro con el público, en lo irrepetible de las acciones que observan los espectadores hallamos el frágil, fragmentario e irreversible discurrir de lo humano en la situación que la obra plantea.
Así nos topamos con el sentido. No está ni allí ni acá. Es en ese espacio intermedio que hay entre la obra y el espectador donde aparece verdaderamente el sentido. Es por eso que en la representación actuante aparece la viva imagen de un mundo creado que algo nos dice. Y como en la representación cumple su fin último el teatro, allí es donde hay que buscar el sentido. Hay que ver lo que ocurre. Allí la obra se revelará para nosotros y nosotros haremos posible el sentido de su relato.
Lo que hasta aquí se ha tratado vale entonces para pensar el teatro. De los apuntes de Hegel y de Arendt y de lo que de ellos ha sucedido en mi propia especulación sólo surge una forma – la que creo acertada, pero no única – de acercarnos al teatro y formar desde ahí una reflexión sobre un arte que nos representa y nos invita a pensarnos.
El teatro y la violencia
Ya lo habíamos sugerido. El texto de esta obra es el producto de un hecho de nuestro propio acontecer, la guerra. El poeta ha plasmado lo que siente que nos pasa, no a él solo sino a todos. Porque, desde nuestra manera de aproximarnos a este arte, el teatro se escribe sólo para la representación: la intuición del poema y su creación han de ser el producto de un sentimiento compartido, que si bien parte de la subjetividad del poeta es, a la postre, algo que todos llevamos. Así, desde el texto la situación se plantea pero ésta sólo llega a ser en la viva representación.
En escena vemos que están todos en un monte lejos de sus casas, lejos de lo que consideran propio. Son desplazados de la guerra. Por eso se apropian de un espacio nuevo. Como los actores, los personajes se instalan allí donde les ha de tocar vivir quién sabe por cuánto tiempo. La obra crea un espacio y allí se teje una trama. Es una trama que versa sobre la guerra, sobre la violencia. Ya desde el texto los diálogos se ven interrumpidos por otros con violencia. Cada personaje interviene con la potestad que le da su propia historia. Cada uno, desde su papel, refleja la necesidad que le dictan sus propias situaciones.
A largo de toda la obra se busca expresar un destino compartido a través de los relatos de cada uno de los personajes. No obstante, éstos no dejan diluir su historia en la corriente de un gran relato. Hacen que sus palabras despejen el camino para que haya el mínimo de coherencia y correlato con los demás, empero siempre poniendo el acento en la singularidad de su verdad que, dada la situación general, no puede dejar de ser agresiva, conflictiva y violenta. Pero no menos que las palabras las acciones develan el ‘caos’ que se vive en el interior de cada uno de los personajes y en el escenario en general. Tenemos una madre protectora con su hijo, un zapatero que arremete contra las mujeres, un enajenado que baila y patalea y que todavía es aceptado porque en su locura se descubre también algo de razón, hombres que pelean a machete, gente enferma e indignada, etc. Todos éstos son unos personajes cuyas acciones nos hacen patente un hecho que, exclusivamente con las palabras, resultaría casi inenarrable. Sale a relucir así la múltiple presentación del ánimo interno de cada uno y la urdimbre de un cierto mundo que, desde el impulso creativo del poeta hasta el clímax que el teatro encuentra en su representación escénica, buscar plasmar un rasgo de nuestra realidad. Son verdaderos acontecimientos de nuestra ‘historia’ que, condensados en las imágenes que se apostan en el teatro, desplazan la verdad de su ser hacia el horizonte de sentido que se abre con el arte.
Fernell Franco | Cortesía del Teatro Experimental de Cali
Pero hablemos de los hechos. Ahí, en la obra nos sumergimos en una situación y unos momentos específicos que insinúan desde el comienzo todo lo que sucede. Tras las rejas de una ventana móvil está el panadero, hombre viejo y gordo que tiene por rostro una máscara cortada y desleía en la que su boca y sus ojos descubren una expresión de cobardía que raya con el pánico, y la abuela, mujer de cara blanca y ojos rojos y saltones que miran vigilantes cualquier movimiento sospechoso. Esta primera pareja se pasea de un lado a otro hurgando entre las telas por comida o por ayuda. Desde su primer parlamento confirmamos lo que pasa, se preguntan por la guerra. Esta primera escena habla de la guerra como algo que está ahí, pues ambos caracteres con sus movimientos desconfiados y el preguntarse por el qué y el quién que la inventó subsumen todo el espacio en la intriga y la duda de algo que se les escapa pero que está ahí (oculto) y los mancilla. Y presto a reafirmar lo que se ha dicho aparece el zapatero, un personaje que irrumpe como un guerrero, con el ardor y la cólera propios de quien ve en el ejercicio de la fuerza la posibilidad de atender a su propia necesidad. Un monstruo nacido de la guerra. Así comienzan a llegar los demás personajes. Cada uno descubre su propia historia. Todos sufrientes de la guerra. Y ya con todos en escena, vemos entonces a cuatro parejas, cada una con su conflicto interno y con la sociedad y la historia del momento. Cada una con un mensaje y el todo que se forma de ellos es otro mensaje de múltiples facetas.
Es difícil entonces encontrar una única historia.
En la obra, todo parece resistirse a hablar de una sola cosa. No hay nada que nos haga pensar en una sola historia como ‘La historia’. Tenemos personajes que salen de todas partes. Deambulan aquí y allá, cambian de bando, cambian de vida. En ellos todo es de mentira y todo es de verdad. En ellos, ‘la historia’ se parte. La historia deja de ser una para volverse una mixtura de muchísimas historias.
Con ellos la versión oficial resulta falsa. Se muestran otras cosas que no estaban. Hay nombres de hombres y mujeres famosos y otros que no lo son. En esto el relato de José Hilario López y el de un cualquiera como Alí Villanueva o Zacarías Caicedo comparten la misma importancia, pues en ellos despunta con la misma crudeza el horror de la guerra.
En esta crudeza también se circunscriben los hechos que han sufrido tantos en desapariciones, saqueos y masacres tan espeluznantes que, a veces, resultan difíciles de creer.
Pero, como en la obra, todas las particularidades de las historias y las vidas de los que han tenido que ver con el ‘conflicto’ son también irreductibles a la aplanadora oficial del ‘único discurso’. Es menester, por eso, decirlas de otra manera. Y el lenguaje teatral lo hace posible.
Como arte, hace de la imagen su herramienta y, en ella, reluce el sentido de algo que, en un caso como este, nos llama y nos impreca. Una a una, las figuras en la obra levantan una voz que quiere ser escuchada. Una a una buscan saberse y justificarse. Una a una se presentan ante público para erigirse ahí, en medio de la mentira y ficción que es el teatro, como una verdad.
Así, en cada relato se entrevé una inviolable seguridad en los personajes, con la que tratan siempre de apropiarse de un destino que, en últimas, se les escapa. Saben la causa de sus males pero de tanto saberla se les olvida, la confunden y llegan a ignorarla. Hay un desesperado afán por recordar, por imputar culpas y encontrar respuestas que nunca llegan. “¡Crisis, crisis!” gritan todos, la hija desdeña al violador, el panadero sólo quiere olvidar, el zapatero quiere purgarse y exculparse, y todos buscan respuestas en gentes de la historia que al final nada les dicen, pues los personajes históricos, en la puesta escénica, solo aparecen como algo lejano, en sueños y pesadillas de esta gente del común. No les queda más que aceptar su destino.
Sin embargo, toda esa esencia negativa que repudia el orden en que viven lucha por crear uno nuevo y se muestra como la potencia de una comunidad casi finada, de un nosotros acabado y cadavérico en el que, no obstante, se vislumbra la única forma de auto-conservación cuando después de no temer por la muerte no queda sino temer por el olvido.
Estos personajes aparecen así, en medio de la nada, como un faro de resistencia. Desde su propia necesidad revisten de legitimidad sus acciones como el obrar de leyes insondables e ineluctables que riñen con el orden reinante. Pensemos en esas leyes ‘ridículas’ que parecen justificar una suerte de terriblemente modificado Ius ad Bellum o en el fracaso de lo que hemos llamado ‘reparación’. Es frente a cosas como estas que los personajes se levantan. En ellos hay una oposición a algo que los constriñe, algo que los llevó adonde están y aún allí, lejos, los oprime. Pero la verdad de las potencias actuantes desafía este algo, desafía una fuerza, una suerte de ‘Estado’ o ‘estado de las cosas’ que los fustiga. De este modo, en el juego que la acción y el discurso del drama producen se acusa la falta de derecho, de orden, es decir, el caos que nos perturba.
Entonces, ¿qué nos dice esta obra de nuestra situación? Desde la plurívoca y multiforme realidad que se nos presenta, todo parece hablarnos no sólo de nosotros en Colombia sino de una guerra que trae consigo la sombra de la muerte y del olvido que también se ha precipitado sobre otros muchos. La obra nos “habla de este país / y habla de otro cualquiera”. Nos dice que todos somos culpables.
Porque cuando ya se han cruzado todos los límites, nada parece importarnos. Nos dice, con estas figuras que no son otra cosa que gente del común, que en un mundo como éste podemos ser cualquiera. Este personaje o aquél puedo ser yo, tú, el que sea. En esto la representación penetra en nuestro universo, indaga sobre nuestra condición y vuelve a llevar a la vida hechos que nosotros mismos y nuestra ‘historia’ hemos puesto de soslayo. Así, ‘la propiedad privada de la historia’, aunque sea en un pequeño recinto, para pocos y por un breve momento, pierde su sacralidad. La aparición de estos personajes arremete contra los amanuenses del único relato y confronta al público con la múltiple descripción de una realidad que, en nuestro día a día, resulta casi inaprehensible o, a lo menos, desapercibida. Como colombianos la obra nos refleja como parte de ese mundo carcomido por esos dientes funestos enseñoreándose sobre la escena.
[alert type=»yellow»]Teatro Experimental de Cali
Para conocer más sobre esta reconocida compañía teatral, visite enriquebuenaventura.org Puede ver entrevistas a los integrantes de la compañía y fotos de las puestas en escena en el siguiente vídeo:[/alert]
Notas
[1] HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007., p 831. [2] Natural como nuestra manera de ser en el mundo: unos con otros en un tiempo determinado y pasajero. [3] Hegel se vale del arte dramático en varios lugares de su obra para caracterizar e iluminar su exposición sobre lo que él llama el ‘mundo ético’. Igualmente en las Lecciones da cuenta la capacidad de este arte para exponer la verdad del mundo en el que aparecemos los hombres, como la realidad del mundo relacional humano. [4] BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000. p.12. [5] Esto está precisamente en el pensamiento de Buenaventura cuando renegaba de la falta de creencia en el poder del arte como un lugar de verdad. En uno de sus artículos del tiempo escribió: “Una corriente decadente del teatro contemporáneo tiende a convertir los espectáculos en expresión directa de las vivencias de un grupo de actores. Esto ha originado por un lado, o en un extremo, un teatro ritual, y en otro extremo, un teatro ideológico-proselitista”. Este artículo hace parte del prólogo a “La denuncia”. BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010. [6] ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. p. 179. [7] Ibid. [8] Ibid. p. 187. [9] Aquí es importante recordar con Arendt a los griegos cuando se referían a su mundo compartido, la polis. Se referían a ese mundo, donde aparecían los unos ante los otros, como el mundo de las actividades humanas (τά τῶν ἀνθρώπων πράγματα/ ta tôn anthrópon prágmata), donde el sustantivo πρᾶγμα se refería a cosas, a actividades o a asuntos compartidos ‘intangibles’ porque eran sólo en la acción.
Bibliografía
ARENDT, Hannah. The Human Condition. The University of Chicago Press. Chicago: 1998. (La traducción de la citas de este texto es mía).
BUENAVENTURA, Enrique. Obras completas, opus I. CITEB. Cali: 2000.
BUENAVENTURA, Enrique. La denuncia. CITEB. Cali: 2010.
HEGEL. G.W.F. Lecciones sobre la estética. Trad. Alfredo Brótons. Ediciones Akal. Madrid: 2007.
Manuel Alejandro Garzón
Manuel Alejandro Garzón es un estudiante de filosofía y ciencia política de la Universidad de los Andes en Bogotá. Hace parte del grupo de investigación interdisciplinar Ley y Violencia del Departamento de Filosofía de la misma universidad.
En la crónica “¿A dónde dan los portalones?” publicada en los periódicos portugueses A Capital y Jornal do Fundão, José Saramago se maravillaba del poder y el embrujo de los portalones. Al cruzar el umbral que resguardaban esos pilares oxidados y carcomidos, Saramago sentía el roce de unos hombros, el cosquilleo de unos suspiros, el vapuleo del pasado y el llamado del futuro. Para el escritor, quien se disculpaba por sus reflexiones que rozaban la “magia negra”, los portalones eran los testigos físicos de momentos fulminados y materia disipada, de vidas desvanecidas y promesas por cumplir. El aparente impulso oscurantista de Saramago le llevó a articular una reflexión profunda y universal: “El pasado está lleno de voces que no callan y al otro lado de mi sombra aparece una multitud infinita de sombras que la justifican”.
Desde mi primer encuentro con este escrito, no he cruzado el umbral de una puerta sin sentir escalofríos — de miedo, quizá, pero definitivamente de emoción y maravilla —. Me conmueve saber que mis pasos se apoyan en los andares de muchos invisibles ya y que otros pasarán por esa puerta en un hostal de Barcelona que una vez crucé impulsada por la curiosidad. Las calles tienen el mismo efecto en mí — quizás aún mayor. Las calles son portales temporales, museos vivientes, testigos de crímenes y de encuentros amorosos, escenario de cambio y revoluciones; son el pulso de una ciudad. Y en ellas caben todos nuestros pasos. La calle es la gran niveladora, aunque temporal, de distinciones socioeconómicas y otros artificios. La calle es agente de intervención en actos de contestación y cuestionamiento (ejemplos de esto hay muchos… piénsese en el movimiento de los indignados en España o en Occupy en Estados Unidos). Es, en fin, la calle, desde mi perspectiva más benévola e ingenua, el espacio que me hermana con un desconocido y que me espanta y me acerca a la crueldad y la tragedia.
Este número de Entremares Magazine es, en muchas formas, un estudio de la calle y sus posibilidades como espacio (contenido y abierto). Desde distintos géneros y medios, las entregas de esta edición exploran el concepto y la potencialidad de la calle como espacio de exploración, agente de cuestionamiento, musa de introspección y subversión. Para la artista Carolina Favale «Cuore», por ejemplo, la calle “permite construir un lenguaje en el que se combinan diferentes formas de acción e intervención directa. Este lenguaje es el resultado de búsquedas de apropiación y resignificación de elementos del arte visual europeo y latinoamericano … traducidos al aerosol”. Así, Cuore despliega en las calles de Buenos Aires un mundo de seres fantásticos y espacios “calmos” con sus murales. Por su lado, la banda ecuatoriana Cocoa Roots, que fusiona el hip-hop y la música andina, recoge las vivencias de la calle y las canaliza en mensajes de paz en su álbum “Semillas”.
La calle es el escenario para la exploración (tanto del artista como del espectador) de las fronteras de géneros artísticos en el proyecto multitécnico de la colombiana Maritza Arango. En el caso del proyecto “Comunidades en solidaridad”, la artista chicana que reside en Utah, Ruby Chacón, lleva el arte a las calles en forma de murales y poesía para concederle un espacio físico a las comunidades olvidadas por la historia oficial. Y en las fotos de Margarita Jaime, quien encuadra el caos de las ciudades en el orden de la fotografía, las calles marcan la silueta de metrópolis y pueblos en un acto que seduce al espectador a hurgar en las entrañas de ese maremagno de cemento.
Como los portalones de Saramago, las calles son un espacio liminal donde se fusionan las esferas de lo público y lo privado, de lo externo y lo interno. Esta unión, o dicotomía, es explorada por artistas como el pintor Jean Marc Calvet en su colección de pinturas “Una puerta hacia otros mundos”, y por la fotógrafa Érika Diettes, quien en su obra “Sudarios” retrata el mundo interior de los sobrevivientes de la violencia en Colombia (un tema que analiza con circunspección Manuel Alejandro Garzón en el contexto de una obra teatral en su ensayo “Teatro y violencia”).
Para Saramago, los ecos del pasado repican en los portalones; para muchos otros, como el legendario grupo Gaiteros de San Jacinto, los ecos de la tradición resuenan en las calles; y para la poeta Florencia Milito, los ecos de la vida antes de la tragedia palpitan en el bullicio de un barrio neoyorquino.
Al final de su ensayo, Saramago incita al lector a cruzar un portalón y experimentar esa leve y cálida sensación de un pasado que nos sustenta, de una fraternidad que nos justifica como humanos. Hago eco de su llamado: salgamos a la calle.
Son las cinco de la tarde. Lo sé porque Mercedes lo repite una y otra vez para que lo escuchen todos. No grita, no levanta la voz. Va de arriba a abajo por la casa dando la hora. Esa es su particular manera de llamarnos para tomar el café con pan fresco. Luego va presurosa hasta la cocina, en donde todo está en perfecto orden: tazas con sus platos y cucharas respectivas. Canastos de pan y jarritas con leche. Los demás salimos de nuestros rincones como una fila de hormigas; llevados por el aroma del café nos dirigimos al comedor.
Así lo hace todo, con la hora y los minutos. Es como si fuera un reloj viviente, como si hubiera nacido para ordenar el tiempo. En las mañanas, cuando nos despierta, no dice “buenos días” o “¡arriba!”. Va por la casa repitiendo “son las seis y media, son las seis y media, son las seis y media”. Lo más extraño es que no tiene reloj y el único reloj es uno de pared que está en el salón, al cual casi nadie entra. Los pequeños lo tenemos prohibido y si uno de nosotros viola esta ley se nos castiga con un buen azote.
— El salón no es para los niños, es para los invitados — repite y repite.
Al mediodía Mercedes alza la vista al cielo y busca el sol. La he visto hacerlo tantas veces que ya puedo imitarla. Entonces empieza de nuevo su caminar por la casa, va de patio en patio y de cuarto en cuarto.
— Son las doce, son las doce, son las doce. No grita, no levanta la voz.
Nuevamente las hormigas se encaminan al almuerzo.
Esta mañana llegó del mercado con las otras empleadas. Todas sudorosas y cansadas después de varias horas negociando las verduras, las frutas y la carne en ese mercado lodoso que huele a col. Después de descargarlo todo fueron hasta el tanque de agua para refrescarse. Entonces la vi subirse sobre unos ladrillos cerca del muro que da a la casa vecina, espiar con cuidado a través de un agujero y dirigirse a las demás con un “son casi las once”. Todas regresaron a sus labores y yo busqué algo en qué subirme y mirar lo que ella miraba. Los ladrillos no me sirvieron. Tomé un banquillo de la casita de la huerta. De puntillas logré llegar hasta el agujero y espiar. Vi a mi padre terminar de atarse la corbata y despedirse de la vecina con un beso en la boca. Varios besos.
Bajé del banquillo a toda prisa y lo regresé a la casita de la huerta. Corrí hasta el primer patio a esperarlo. Sabía que en tres minutos llegaría para levantarme en el aire y darme un beso. Varios besos. Al verlo atravesar el portón, Mercedes y yo dijimos con calma y sin alzar la voz:
— Son las once, son las once.
Se quitó los guantes muy despacio, desenroscó la bufanda de su cuello y la depositó junto a la cartera sobre la mesita gris. Se miró en el espejo y se vio pálida y cansada, con esas ojeras que cada vez eran más oscuras. No dormía mucho en general, su vida era una vida de trabajo e insomnio. Los domingos, cuando podía tomar una siesta después del almuerzo, prefería quedarse en el balcón fumando un cigarrillo y mirando a los niños jugar en el área comunal. Se quitó las botas y se desplomó en el sofá. Cerró los ojos y sintió que el sueño la alcanzaba; la noche anterior se la había pasado en vela.
Lo había llevado bien el día entero. En el trabajo habló poco y nadie le preguntó cómo se sentía. Además no había ni tiempo ni lugar para hablar. Los pocos minutos de almuerzo o descanso eran suficientes para comer un bocadillo e ir al baño. Ahora en su departamento podía pensar mejor en la llamada telefónica a la medianoche que la dejó sin sueño. Y no tanto por la magnitud de la noticia; sabía que aquello pasaría de un momento al otro. Pero la dejó despierta pensando en el posible viaje, en el funeral y en el pueblo. Le parecía todo tan lejano y ya casi inexistente. Habían pasado ya muchos años y se había convencido de que ella ya no existía para nadie en aquel lugar.
Con un gran esfuerzo se levantó, se preparó un té y prendió el televisor. Las noticias no decían nada interesante. A veces se hablaba de guerras, de muertes, de la pobreza, de la gente famosa, pero nunca se hablaba de su país, peor aún de su pueblo. Quizás nadie más que ella y sus habitantes sabían que existía ese puñado de casas ajadas y olvidadas por el tiempo.
— De un pueblo que no tiene más que unas pocas casas, una pequeña capilla, un galpón que hace de escuela, ¿qué se puede decir? — balbució.
Tampoco había un periódico donde publicar un obituario. Aunque le dijeron que desde hace poco se había instalado una estación de radio en un pueblo cercano y que en ella se podría anunciar el funeral y la misa.
Le dijeron también que ellos podrían pagar por una misa de honras, el ataúd y el nicho. Que cuando llegara, podría cancelar ese dinero. O, a su vez, que podría enviar ese dinero a primera hora de la mañana antes del viaje, ya que en el otro pueblo había una agencia de envíos. Ella no sabía mucho de estas cosas, nunca envió dinero, ni averiguó de los avances del pueblo; tampoco enviaba cartas ni las recibía.
Repasó su vida en el pueblo. No se marchó para sacar a la familia de la miseria, ni por un futuro mejor. Tampoco hizo la promesa ni el sacrificio que consistía en romperse el lomo por unos diez años, trabajando dos o tres jornadas y casi sin dormir para ahorrar y volver. Como los otros, ella no envió dinero para construir la casita para la madre, o para educar a los hermanos pequeños y traer a los más grandes pagando una fortuna a los coyotes. No, ella no hizo nada de eso, ella solo se marchó un día sin saber bien cómo iba a cruzar al otro lado. Una madrugada, en puntillas y con muy poco se fue del pueblo así sin más; sin avisar, sin planear, sin la misa de bendición ni los consejos de la madre. Sin nada.
Subió al autobús y cuando ya estaba muy lejos, cuando el paisaje adquirió otros colores, entendió que se había ido de ella misma, de esa vida que no era más que trabajar de sol a sol desde muy pequeña, con apenas algo que comer. Se había marchado de sus pies sin zapatos, de sus días sin escuela, sin juegos y sin amigos. Había huido de las palizas diarias de su madre y de los abusos de los hombres que iban y venían por la casa. Se había alejado de aquel lugar agreste de caminos de polvo, donde la única abundancia era el licor; de un pueblo donde lo único que despertaba interés eran las muertes, los nacimientos y una que otra boda. Ni su ausencia importó mucho.
Pero sobre todo, había huido de su madre y de sus manos callosas y castigadoras. Huyó de su boca profunda que escupía palabras punzantes que la atravesaban y arrojaban a un oscuro abismo del que salía días después para volver a caer en él nuevamente. Y finalmente, huyó de las burlas, de la indiferencia, de la falta de abrazos y palabras cariñosas, de un pueblo que sabía de su infame vida y que sin embargo nunca la rescató; de ellos también huyó.
Bebió el té y fumó un cigarrillo mientras trataba de organizar algunas ideas sobre todo aquello, que en realidad era muy poco. Ella no tuvo hermanos a quienes traer al norte, ni intenciones de volver un día, ni tampoco gratitud. Apagó el televisor, se metió en la cama y apagó la luz de la lámpara. — Que la metan en un hueco y le echen tierra — pensó y se durmió.
Érika Diettes retrata la huella de la violencia en los rostros de los sobrevivientes.
Por Christian Padilla
NOTA DEL EDITOR: Las fotos incluidas en esta colección forman parte de una muestra de 20 fotografías impresas en lienzo titulada “Sudarios”. Las fotografías han sido exhibidas en museos y centros culturales en Latinoamérica y Estados Unidos.
Un rostro siempre refleja en sus rasgos lo que su voz quiere ocultar. La expresión de un gesto puede ser inconsciente, pero de la voluntad de callar sólo es dueño el que posee el secreto.
En ese sentido un retrato podría ser más diciente que un testimonio, especialmente cuando lo que se calla nos protege de escuchar lo agresivo de un relato y crear en nuestra mente las imágenes más escalofriantes. El lenguaje del silencio se hace acá más elocuente.
En sus últimos trabajos, Érika Diettes inició un grupo de retratos que partían de sus series anteriores: testigos de asesinatos y masacres en poblaciones atacadas por la violencia de grupos armados. Mientras la artista captura la imagen, los personajes confiesan los traumas vividos. La cámara es obturada en el momento más álgido de sus narraciones; las historias más macabras e irreales que una persona podría vivir (y sobrevivir para contar) ponen de manifiesto que el descanso de los muertos es una dicha de la que los sobrevivientes no gozan.
La imagen perdurará para siempre en el recuerdo de los vivos, como un incesante regreso al momento más doloroso. Esas huellas permanecerán en sus rostros como cicatrices, delatándolos en esa melancolía que les queda grabada. Sobrevivir es cargar con un peso de por vida, una tortura cada día; tal vez sean bienaventurados los que se van sin guardar esos recuerdos.
Los retratados parecen desnudarse para la artista, de manera literal y figurada. Abren
su corazón para compartir el duelo, contando las masacres que sucedieron ante sus ojos, cuando vieron por última vez con vida a sus seres queridos. También su piel está expuesta, mostrándonos sin vergüenza su humanidad como un ser anónimo, como cualquier otro que cuenta su historia más triste sin pena de haberla vivido así.
Cuando estas fotografías (que evocan a la muerte sutilmente) se fijan a la tela, la remembranza a, y semejanza con, las reliquias cristianas es instantánea. En ellas se perpetuaban los últimos gestos de los mártires, como un retrato póstumo que aún guardaba el último suspiro. Las telas se impregnan del llanto, de la sangre y del sudor, dejando en ellas una imagen final que perdura en el lienzo como documento de la muerte y conmemoración de su vida.
Diettes busca con estos retratos darle espacio de duelo al sobreviviente, sin olvidar al difunto. La artista se interna en los pueblos afectados y entabla diálogos con los sobrevivientes, conversaciones que rememoran eventos de violencia en los cuales se han asesinado a personas cercanas. Los viajes se repiten constantemente y el diálogo frecuente da paso a un proceso de sanación para los sobrevivientes a la vez que sus testimonios reconstruyen la memoria colectiva de una sociedad.
Escuchar sus historias y recordar esos mártires es ayudar en su entierro. Las telas nos sugieren una solemnidad y respeto que no podrían ser reflejados en una imagen fotográfica enmarcada en la pared, tal vez porque los dolientes, al ser retratados sobre un sudario, se identifican con la agonía de Cristo. Sus ojos capturaron el último instante de vida de alguien, y el lienzo conserva en esa mirada el recuerdo y el presente. Se trata de una imagen donde muerte y vida, ilusión y desesperanza quedan registradas ante el lente de una artista que ha venido plasmando en su obra una reflexión en torno a la muerte en Colombia y el lugar que ocupa el hombre y la mujer que tiene que sobrevivirla.
Christian Padilla es un historiador de arte.
Érika Diettes
Érika Diettes es una artista visual que trabaja y reside en Bogotá. Su obra ha privilegiado la fotografía, explorando las problemáticas de la memoria, el dolor, la ausencia y la muerte. Su producción fotográfica y ensayística ha sido publicada en varios libros, periódicos y revistas. Asimismo, su obra está representada en importantes colecciones públicas y privadas, y se ha expuesto en museos y centros culturales en Colombia, Chile, Argentina, México y Estados Unidos. Las fotografías de Diettes se han expuesto también en otros espacios relacionados con procesos de memoria desarrollados por diferentes movimientos de víctimas en Colombia.
El sitio web de la artista es erikadiettes.com
Muro tras muro, la artista de grafiti Carolina Favale “Cuore” va transformando la faz de Buenos Aires. Sus intervenciones con aerosol le dan vida a paredes desgastadas que parecen reclamar formas, colores y nuevos lenguajes. Los murales de esta porteña no han pasado desapercibidos y hoy forman parte del paisaje urbano. En una entrevista por email, Cuore habla con Entremares Magazine sobre el arte callejero que abre espacios para mundos y seres fantásticos en medio del bullicio de la ciudad.
Entremares Magazine (EM): ¿Quién es Cuore? Carolina Favale “Cuore”: Mi nombre es Carolina Favale, Cuore es el seudónimo con el que pinto en la calle. Significa corazón en italiano y lo elegí porque me parece que es un nombre sencillo, que tiene pregnancia y que habla bastante de lo que hago. En todo lo que se hace con el “Cuore” hay sinceridad, determinación, convicción y compromiso.
EM: ¿De dónde vienes? CUORE: Nací en Boulogne, Buenos Aires, Argentina.
EM: ¿Pintas murales o haces graffiti?, ¿Cuál es la diferencia? CUORE: La verdad es que no sabría muy bien cómo definirlo. Generalmente, el concepto de mural se asocia a la producción de imágenes y el de grafiti a las letras y a la cultura hip-hop. Cuando salgo, digo que voy a pintar. Pero creo que la palabra que más se acota es intervención, porque se trata de ir y apropiarse del espacio público, y no tanto de la técnica en sí. Podés usar aerosol, esténcil o cualquier herramienta y medio en una misma pared. La intervención abarca todas las técnicas, pero la fuerza de lo que hago no está ahí sino en la acción. Intervenir también habla de la posibilidad de incluir al otro: puede hacerlo cualquiera. Si bien la acción es personal, no habla del oficio concreto que yo tengo, que es pintar.
EM: ¿Cómo llegaste al grafiti? CUORE: Estaba estudiando bellas artes y empecé a desarrollar mi práctica en la calle porque considero que es un medio para lograr que el arte visual sea más accesible.
Una de las grandes deudas que tiene el arte visual es que siempre fue más elitista que otras disciplinas como la música o la danza y encuentro en la calle un modo de apropiación distinto. Cuando pintás en la calle, se establecen otros códigos de interpelación que atravesás desde la vida cotidiana; un ámbito mucho más cercano a la gente. Esto genera que la relación con la obra sea más espontánea y sincera que en otros espacios, como las galerías y los museos. Por otro lado, se trata de transitar el espacio público, de apropiárselo y construir desde ahí otras realidades. En el espacio público, dejamos de ser sujetos individuales para ser sujetos colectivos. En la calle se cruzan, cristalizan y transforman distintas realidades. Cuando voy a pintar pienso en qué pasaría si las personas pudiesen comunicarse y estar en el espacio público desde donde realmente son. ¿Cuánta gente está haciendo cosas todo el tiempo pero tiene muchísimas dificultades o prejuicios para compartirlo? Yo me estoy exponiendo en la calle desde el lugar más auténtico y sincero que puedo hacerlo; comparto mi realidad desde lo que soy y no hay otra cosa. Creo que eso hace una diferencia y en la práctica subyace una profunda convicción y apuesta al cambio.
EM: ¿Es el grafiti un arte territorial? CUORE: Creo que sí, pero este es un concepto que se aplica más a la construcción del grafiti y a la cultura hip-hop. Quienes pintan letras, pintan su seudónimo o el nombre de la crew a la que pertenecen y en muchos casos se generan rivalidades entre los distintos grupos. Está asociado a marcar un territorio porque se inició de esa manera y es parte de la identidad grafitera. Pero considero que detrás de eso, en la mayoría de los casos, sea desde un lugar consciente o no, está la necesidad de visibilizar determinadas cosas. Funciona como afirmación, como un llamado de atención: “acá estoy”, “esta es mi crew”.
EM: ¿Cuál es tu territorio? CUORE: En cuanto a lo que a mí respecta, no le doy importancia y mi construcción o necesidad de salir a la calle surge desde otro lugar. No importa el lugar o la locación, sino que sea en el espacio público.
EM: ¿Qué nos puedes decir de la calle porteña? CUORE: Creo que en Buenos Aires, a diferencia de muchos otros países, tenemos muchas cosas a favor. Si bien todavía es considerado ilegal, es muy fácil pintar. Se trata simplemente de establecer un acuerdo con los propietarios de las casas y en ese sentido tenemos el privilegio de darle continuidad a nuestros trabajos. Es decir, puedo pintar cinco días seguidos una pared, que no va a venir la policía a correrme. En otras ciudades del mundo está completamente penalizado y es muy difícil pintar. De cualquier manera, en Buenos Aires es relativamente nuevo, empezó hace 18 años aproximadamente y todavía falta para que la sociedad termine de aceptarlo y todavía hay mucha gente reticente.
EM: Afirmas que tu meta es crear espacios atemporales y calmos. ¿Puedes elaborar? CUORE: Sí, con esto me refiero a una cuestión estética principalmente. En las pinturas presento distintas situaciones entre personajes o elementos pero no hay referencias que den información específica sobre qué lugar es, de dónde son o en qué tiempo se desarrollan. Por lo general, son figuras solitarias dispuestas en espacios solitarios también, que no están invadidos por otras cosas. Creo que dentro de esta coyuntura y los tiempos vertiginosos en los que vivimos, necesitamos más calma, más silencio para reflexionar.
Me interesa en principio que aquellas personas que lo ven lo disfruten estéticamente y tengan ganas de contemplarlo. Trabajo sobre determinadas problemáticas, es decir, los mensajes surgen de una denuncia, de algo que considero que no funciona y lo que presento es la posible “solución”. Intento desplegar en imágenes reflexiones sobre cómo somos y las distintas maneras que elegimos para comunicarnos desde un lenguaje simbólico y metafórico, pero evito las referencias porque busco o aspiro alcanzar un lenguaje universal. Estos personajes o los elementos, por lo general, son alegorías o imágenes que representan otro concepto.
EM: ¿Cuál(es) es el lenguaje de tus murales? ¿A qué apuntan? ¿Qué comunican? ¿Qué dice la gente que pasa juntos a ellos? CUORE: La gente por lo general se acerca desde un lugar muy sincero y disfruta de lo que hago. En seguida, comparten alguna interpretación y se animan a preguntar. Es curioso, porque un denominador común es que siempre preguntan sobre el significado. A lo que yo contesto: “Y usted, ¿qué piensa?”. Sea cual sea la respuesta, e indistintamente de si coincide o no con lo que yo me propuse, les digo que sí, que es eso. Porque lo válido es la interpretación y lo que cada persona identifica, siente y piensa a partir de esa imagen.
EM: Si «las palabras no convencen», ¿qué avenidas nuevas de expresión ofrece el grafiti en contraposición y comparación con otras artes visuales? CUORE: La diferencia fundamental está en el medio, por lo que explicaba anteriormente sobre el espacio público y la posibilidad de acceder sin intermediarios. Por la posibilidad de construir de manera colectiva y por el cruce de las distintas realidades. En la calle soy artista y soy persona también. En la galería soy solo artista porque lo que se ve es el resultado ya acabado. Nunca voy con una idea del todo cerrada porque dejo que los días que estoy trabajando y las distintas situaciones me atraviesen y aporten a la pintura y por ende también al resultado final. La gente es también parte de ese proceso y puede apropiarse de la obra, incluso desde el rechazo tapándola al día siguiente. Yo soy la persona que lo pinta, pero lo que pueda pasar con la pintura me excede y es entonces cuando una producción individual se transforma en una producción colectiva.
EM: ¿Cuál es el futuro del grafiti y el de Cuore? CUORE: Considero que el grafiti es un movimiento que se está expandiendo y creciendo cada vez más en todo el mundo, no solo en Buenos Aires. Tal vez esta percepción sea un poco ambiciosa, pero creo que de alguna manera está pasando algo que no tiene precedentes en la historia del arte y es el hecho de que se está constituyendo internacionalmente como un movimiento sólido y legitimado, ya no responde únicamente a una situación coyuntural específica de un país o una ciudad. El arte visual finalmente está tomando las calles, está con la gente.
En cuanto a mí, de momento, me interesa seguir pintando y mejorar en cada pintada. El resto, se verá.