El arduo camino de la vagina

En el más reciente filme del director Lars Von Trier, la mujer utiliza el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas.

Por Solange Rodríguez Pappe

Quienes éramos jóvenes en  la década del noventa seguramente recordamos el diálogo entre los personajes de  Charles (Hugh Grant) y Carrie (Andie MacDowell) en Cuatro bodas y un funeral (1914), en el que la protagonista enumera para su interés romántico quiénes han sido sus compañeros  sexuales, y la cuenta le llega hasta el número 33. Ni mucho ni poco, pero definidamente, “jamás debería tratarse de un solo hombre”, sentencia Carrie. Al igual que al sorprendido pretendiente, a más de un espectador recatado de la época, la cifra también debió parecerle escandalosa  e inevitablemente debió  preguntarse: ¿cuántos amantes tiene realmente la mujer promedio?

Una estadística informal, realizada en un sitio Web femenino —no se trata de una de esas investigaciones sociológicas extrañas patrocinadas por una universidad inglesa, ni nada de eso— anunciaba que la cantidad  de parejas  sexuales que tiene una mujer común y corriente va de seis a 20 amantes a lo largo de toda su vida. Y entre ambas escalas estaban los extremos de dos minorías particulares: las que decían que sólo habían tenido sexo con el amor de su vida y las que ya no recordaban la cantidad de hombres con los que habían copulado. ¿Realidad o ficción? Estas encuestas eran anónimas y voluntarias, por lo tanto, ¿qué razón tendrían estas mujeres para mentir acerca de  sus encuentros? ¿Son acaso las mujeres más promiscuas de lo que los cánones sociales desean reconocer?

De entre las que fueron iniciadas solamente por el  cónyuge en el lecho nupcial y aquellas que llevan anotados los nombres de sus romances en una libreta para irlos recordando –una conocida pintaba también las banderas de sus países y  puntuaba su desempeño con estrellas amarillas– hay una brecha considerable; pero más aún, existe la construcción de una historia femenina que se cuenta utilizando el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas. De esto trata justamente la última película de Lars Von Trier, Nymphomaniac (2013), estrenada el año pasado en Cannes y cuya llegada a Latinoamérica probablemente no ocurrirá con fuerza pero está disponible para verse en varios sitios de Internet de entre los cuales http://www.cultmoviez.info/, es una muy buena  posibilidad.

Viaje a lo profundo del útero

Hablar de Lars Von Trier, su iconoclastia, subversión y deseo de incomodar a los receptores desde sus pinitos como mentalizador de una de las últimas vanguardias del cine, el polémico grupo Dogma 95, es llover sobre mojado. Blasfemo y truculento pero con una narrativa que sorprende con sus impiadosos giros de tuerca, sus historias están pensadas con la impecable  construcción de un hábil ingeniero de misiles, de cañones, de instrumentos diseñados para no dejar un solo cuerpo en pie. Hay quienes argumentan que sus últimos  productos como Anticristo (2009) y Melancolía (2011)  son pretenciosos e intelectuales, a más de repetir demasiado la fórmula de  cohesión de fragmentos narrativos temáticos que siempre lo ha singularizado, pero esta película  no puede ser presenciada sin que su honestidad con respeto a la vulnerabilidad y el poder que da el sexo a las mujeres consterne y cuestione.

La cinta está armada a base de dos volúmenes de aproximadamente hora y media de duración. La primera parte de Nymphomaniac trata de la maduración y el adultecer sexual de Joe (Charlotte Gainsbourg) y toma como punto culminante su encuentro con quien cree es su amor verdadero, Jerome (Shia LaBeouf). Para una mujer que ha empleado su sexo como un puente de conocimiento más bien antropológico, el dar con el amor del displicente Jerome que la caotiza e ilumina significa hacerse cargo de todos los estereotipos acerca del erotismo y el romance que para las mujeres viene junto con el de establecerse con una pareja estable. Lars Von Trier, en esta primera parte del filme, relata una  historia de amor desde la voz de una mujer a la que, citando a Ariadna Gil  en el corto El columpio, le es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez.

Pero las mieles de la juventud duran poco. La segunda parte de Nymphomaniac es un camino tortuoso a lo profundo del útero de Joe, su maternidad, la pérdida de su orgasmo esencial y todo lo que está dispuesta a hacer  para asumirse a sí misma como una mujer a quien solamente el sexo puede  darle todo lo que necesita. Molesta el tono de moralina final de Lars Von Trier, un tufillo  que ha venido hediendo a lo largo de toda la película y que se metaforiza en el golpeado cuerpo de Joe (harto de follar sin rumbo deja de desear y se torna un fardo doloroso), desesperado por volver de su historia una lección de la que otros deben aprender y donde no hay ninguna posibilidad de piedad o redención porque se lo ha metido todo entre las piernas.

Sinfonía polifónica  de un solo amante

En uno de los bloques narrativos de la película,  Joe sintetiza su vida erótica para su nuevo amigo, Seligman, a partir de la definición tradicional de lo que es una ninfómana, una mujer a quien todos los hombres no le bastan para sentirse llena, pero ella afirma que completa o no, todo los hombres pueden resumirse solamente en tres tipos: los que complacen, lo que someten y a los que una ama, y así esta polifónica de falos, pieles y jadeos, suenan como un solo hombre completo que resume la vida erótica de cualquier mujer, hasta que esta llega al límite de la hartura y decide no abrir más las piernas para nadie. Si todos los hombres son entonces el mismo hombre, ¿para qué seguir follando?

La historia de O, Emmanuelle, Las edades de Lulú, Las 50 sombras de Grey (que aún no se estrenará hasta febrero de 2015  pero que ya todo el mundo sabe de qué va) son relatos donde también una mujer realiza un recorrido de formación sexual, pero la diferencia está en que las protagonistas de los filmes citados, han sido seducidas y llevadas por una segura mano masculina usualmente viciosa y perversa. Ya en medio del paroxismo orgiástico ellas se relajan y gozan, pero hay que tener presente que este camino de aprendizaje viene trazado en nuestra cultura, usualmente por los hombres.  Joe, suicida e inmolada en su propia ley de goce, no necesita de un padre, de un amante, de un amigo, de un hijo que le indique por dónde va el rumbo de su cuerpo. Ella sabe extraviarse  muy bien sola.

Juguetes de niños ricos

Por Betty Aguirre-Maier

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)

Al estruendo que sacudió los árboles, le siguió un bullicio de pájaros sin destino fijo que huían por un cielo gris y pegajoso. A ese emigrar en círculos le siguieron gritos agudos y graves que opacaron las campanadas de la iglesia llamando a la misa de once. Finalmente, un profundo silencio ahogó las voces de todos. Los ladridos de los perros y el ruido de los pocos autos que circulaban por las angostas calles también se ahogaron en el mutismo, paralizando la ciudad por varios días.

Es abril, llueve casi todo el día y todos los días. Es una lluvia leve que lo moja todo lentamente y que se cuela por la ropa, los zapatos, los tejados y las rendijas de las ventanas. La noche es larga y fría y se nos prohíbe encender la radio o el televisor. El luto está en todas partes, presente como una sombra que lo oscurece todo. Cuando nos hemos ido a la cama y las luces se han apagado, en esa total oscuridad y como una tormenta que llega y arrasa, lo escuchamos llorar. Su llanto estruendoso y pausado atraviesa las paredes, las puertas y ventanas; recorre las plazas y esquinas y finalmente llega hasta nuestras camas y nos taladra los oídos.

Al día siguiente a pesar de nuestro cansancio y las ojeras, nadie lo comenta. Solo Mercedes me dice en voz baja, mientras me pone el suéter, que ore por él y su hermanita muerta. Luego me lleva con ella a la cocina y me prepara un chocolate caliente e insiste en que ore, pero Marina que pica cebollas y llora a borbotones, dice entre cada corte que ya no importa, que la muerta, muerta está y que él ya tiene su lugar en el limbo.

Pido explicaciones: -¿Qué es el limbo Marina? ¿Por qué allá?

Mercedes y Marina discuten a gritos sobre el limbo. Mercedes acusa a Marina de maldad, de desearle el mal a un niño. Marina le dice que no es tan niño, que sabía lo que hacía.

– No importa, la muerta, muerta está– repito como un eco mientras juego con Carlota, mi muñeca de trapo. Tomo una cuchara de madera con la que Mercedes revuelve la sopa y la uso como un fusil; pretendo que disparo y que mato a Carlota. Carlota vuela por los aires y cae en el patio, de donde el perro se la lleva en el hocico. Mercedes me mira con ojos de reproche. Yo salgo en busca de Carlota avergonzada por haberla matado, pero la encuentro intacta junto al jardín.

Mi madre me llama y arregla las cintas grises con las que Mercedes ató mis trenzas y me pide que me comporte y que no haga preguntas cuando estemos en el funeral. Pero insisto y le pregunto sobre el limbo. Mi madre dice que los niños que mueren sin haber sido bautizados llegan hasta allá y ahí permanecen por una eternidad. Esta respuesta me confunde aún más y quiero una aclaración, pero los López, vecinos de la casa contigua han venido a buscarnos y ya nadie me presta atención.

Cerramos la casa y vamos al funeral en la calle de los Turcos. Marchamos en silencio por las angostas veredas. La llovizna es más densa en la mañana y una niebla espesa que baja de las montañas se dispersa lentamente por la ciudad. Su llanto no nos ha abandonado, lo llevamos detrás de las orejas, está pegado en las ventanas y en los postes de luz, en los chales y velos de las mujeres y en los pesados abrigos de los hombres. Marina se ha puesto algodón con cera en los oídos.

Pienso en él, en lo alto y fuerte que es; en lo bien que le queda esa boina roja que lleva muy orgulloso. Sus redondos ojos claros siempre atentos bajo espesas cejas. Siempre muy gentil con nosotros y siempre sonriendo. No me lo puedo imaginar en el limbo, flotando entre nubes como un pájaro sin alas y por una eternidad.

Mi hermano va contando los adoquines de la vereda de tres en tres. Lleva meses haciendo esto. Yo lo sigo en silencio y cuando se equivoca lo ayudo y continúa. Mi hermana pequeña va de la mano de Mercedes y mis padres van al frente, tomados del brazo y vestidos de negro, hablando en clave con los López que dicen no salir del asombro. Camino detrás de mi hermano y junto a Marina. Intento sacarle más información sobre el limbo; tiro de sus dedos:

-Marina, cuéntame más por favor. ¿Cómo es el limbo? ¿Es verdad que los niños que no se bautizan también van allá?
Pero Marina no me responde, está molesta, ella no quiere ir al funeral. Me ignora.

Poco a poco otras familias aparecen por las esquinas, vestidos de negro y gris como nosotros y con esa misma mueca de tristeza y tragedia. Algunos y con disimulo van cubriéndose los oídos cuando sin anticipar el llanto llega como los vientos alisios. Saludamos y continuamos. Todos vamos en silencio o hablando bajito. A poca distancia veo la casa y su portón de madera adornado con lazos blancos y morados y un enorme florero dorado con rosas blancas junto al umbral. Qué diferente se veía el portón hace pocas semanas, cuando asistimos al cumpleaños de la muerta. Había globos de colores, lazos rosados y un payaso que nos daba una golosina al llegar.

Había música por toda la casa y en el comedor principal un enorme pastel en forma de panal y decorado con pequeñas abejas, colocado primorosamente sobre una mesa repleta de dulces y bocaditos. Ella se veía linda con su vestido corto de punto abeja, sus zapatos blancos y su bonete de cumpleañera. Sus perfectos rizos miel colgaban de una colita de caballo, tenía los mismo redondos y vivos ojos de su hermano.

Él siempre cerca de ella, se aseguraba de que no se lastimara o que pudiera alcanzar la ollita encantada, a la que inútilmente intentaba romper, sosteniéndola por las piernas. Al momento de soplar las velas se paró junto a ella y nos advirtió con su fuerte voz que nadie más lo haría. Cuando bailamos la cuidaba de cerca con ojos de halcón. Hoy, todo es tan gris, tan frío, como si la casa también hubiera muerto. Aun las plantas del jardín lucen marchitas y un cortante frío da vueltas por los corredores y las habitaciones.

A pocos pasos de la casa, otra pregunta aparece en mi mente y me dirijo de nuevo a Marina:

– Marina, si él está en el limbo, ¿Dónde está ella?.

Pero Marina se coloca el dedo índice en la boca y me indica que guarde silencio, a la vez que saca sus grandes ojos fulminantes. Me callo.

Quiero ver a la muerta en su ataúd, que según mi madre será blanco y de satín, y que ella estará vestida con el atuendo de Primera Comunión que nunca llegó a ponerse. Estoy nerviosa pero también emocionada, nunca he visto un muerto. Entramos. Mi padre se queda con sus amigos en el primer patio en donde los hombres beben café o licor, fuman y hablan de política. Hay mucha gente dispersa por las habitaciones, patios y jardines. Mercedes se va con otras empleadas a la cocina, pero antes, mientras me quita el abrigo, me explica que morirse es desprenderse del cuerpo para volver al cielo.

-Eso me causa miedo – le explico. Y añado: -yo no quiero abandonar mi cuerpo. ¿Cómo puedes existir sin cuerpo Mercedes? –

Ella me mira con ternura y me pide portarme bien. Mi madre se va con otras madres, tías y abuelas al salón principal para rezar el rosario y acompañar a los padres de la niña muerta.

A los pequeños nos dejan en una habitación cuidada por niñeras, entre ellas Marina, quienes nos cuentan historias tenebrosas mientras bebemos leche con galletas. De rato en rato escuchamos su llanto que lo estremece todo, pero eso no altera nada y las niñeras continúan y se encargan de asustarnos con tales historias que muchos terminan llorando. Marina es la última en contar una historia que ya conozco, lo hace con gracia mientras se fuma un pucho y se enrosca sus largas trenzas negras. Esta vez ha sustituido el personaje por la de la niña muerta, lo que ha puesto a todos los otros niños a temblar. Al final Marina ríe a carcajadas y me guiña un ojo.

Luego de que se acaban las historias, las niñeras nos dejan solos y se agolpan junto a la ventana que da al huerto en donde hablan de sus cosas. Estamos aburridos y algunos se duermen, otros escapamos para estar entre los grandes o ver a la muerta.

Mi hermano y yo atravesamos la casa en busca del salón principal en donde está el ataúd blanco cubierto de flores blancas. En el trayecto vemos una habitación pequeña con la puerta entreabierta e iluminada con una luz muy tenue. Es una biblioteca. Nos acercamos con cuidado y espiamos con sigilo. Ahí está él, sentado en un sofá de terciopelo azul, vestido con un traje gris y corbata. Está inmóvil, parece no respirar y mira al vacío con ojos desorbitados. De la boca torcida como una mueca le sale un quejido constante y un hilo de saliva le rueda por la quijada hasta el cuello. Sus zapatos negros de charol brillan reflejando la tenue luz de la bombilla, tiene los pies pequeños, muy pequeños para su tamaño. A su lado está el padre Vicente, quien reza con los ojos cerrados mientras sostiene una Biblia entre las manos.

Metemos la cabeza un poco más y divisamos al otro lado de la habitación a sus abuelos y al Juez. Discuten qué hacer con él, a dónde enviarlo, o si deberían encerrarlo en un sanatorio. La abuela dice que lo importante es hacer algo para que la gente olvide lo sucedido o por lo menos no se vuelva a hablar de ello. El abuelo menea la cabeza que casi toca el pecho y suspira. De pronto y sintiendo algo extraño, lo descubrimos mirándonos con sus enormes ojos vacíos y en pocos segundos lanza otro llanto tan estremecedor que rompe la bombilla y todo queda a oscuras. Corremos aterrorizados cruzando la casa hasta llegar al salón principal.

A pesar de la advertencia de los adultos que charlan cerca del salón, nos acercamos poco a poco. Nadie nos ve entrar. Las mujeres están ocupadas en los rezos. Finalmente cruzamos el salón y nos sentamos sobre un sofá casi oculto en la esquina. Vemos el ataúd y está cerrado. Nos sentimos decepcionados pero quedamos a la espera de que alguien levante la tapa para poder verla. Pasan los minutos y nadie lo hace. Casi a punto de irnos un niño se sienta a mi lado.
–No la van a abrir. No lo harán porque no tiene cabeza. -Dice, mientras sonríe.

Mi hermano y yo nos tomamos de la mano, compartiendo el miedo. -¿Cómo? ¿Dónde está su cabeza?– le pregunto.
–En pedazos, en una bolsa junto al cuerpo pero sin los ojos; los perros se los comieron cuando le explotó la cabeza por el disparo. Luego mataron a los perros con el mismo fusil.- Nos cuenta emocionado y en voz baja, con un sádico brillo en los ojos que nos deja perplejos.

Al poco tiempo llega mi madre y muy enojada por haber entrado ahí, nos lleva al patio principal en donde nos entrega a Mercedes, quien tiene a mi hermana dormida entre sus brazos. Marina sostiene los abrigos y nos los pone con una mueca de cansancio. Caminamos de vuelta a casa lentamente y en silencio bajo una llovizna pesada y perseguidos por su llanto.

Algo en mí tiembla, puedo imaginar su cabeza volando por los aires en pedazos y a los perros lanzándose a sus ojos. La cálida mano de Mercedes sobre mi cabeza me calma. Mi hermano no dice nada, llora calladamente. Cuando llegamos a la casa y cruzamos el umbral, mientras no quita los abrigos, Marina nos mira con tristeza y ladeando la cabeza, dice:

–Juguetes de niños ricos.

FIN

[alert type=»blue»]Este cuento fue seleccionado por la revista literaria mexicana de cuento fantástico Penumbria, para su ANTOLOGÍA 22 – VER EN ISSUU[/alert]