Todas las entradas de: EntreMares Magazine

Este es un short bio pic

Madrid después de la fiebre

[show_hide title=»‘…al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver’»]“Peces de ciudad”, letra de Joaquín Sabina. [/show_hide]

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Hace cuatro años, días después de mi regreso de Madrid, un sueño recurrente confortaba mi resaca: caminaba por la polvorienta Calle Beire, bajaba con el sol seco por la angosta acera, las casas chatas y viejas parecían sonreirme, y un piano adolescente desembocaba por un balcón. Yo, cansada y sudorosa, lamía un cono de gelato de vainilla. Una brisita sin ton ni son jugueteaba sin aliviar.

No soy de tener sueños recurrentes ni complicados. Estaba claro: extrañaba Madrid, quería regresar. Cuatro años después, provista de algunas excentricidades más, por un impulso —retardado— regresé. No tenía plan concreto, sólo quería caminar por Beire, divagar por el Retiro, bailar tango, revivir mi sueño.

En agosto, Madrid se parecía tanto a la de mi sueño, tanto que me parecía estar viendo las fotografías que había barajado repetidamente. El polvo, el mismo polvo. Quería decir “hola” a las caras en el metro. Tararear las notas del bandoneón subterráneo. Merodear por los callejones bajo el dulce zumbido del vino. Mi fascinación ardía igual. Sentí que los años no pasaron. Yo quedaba intacta.

Mas el espejismo se fue disipando como se iba derritiendo mi maquillaje en el calor madrileño. No hubo un momento crucial ni una epifanía. Sólo la vi. Tal vez ella se mostraba al fin ante ojos más cansados, con menos brillo, más carnal.

Lejos de los días soleados de mi memoria, la vi de noche (¿cómo no me había fijado en su oscuridad?), la vi amiga y callada mientras, sobre una motoneta, aferrada a la espalda de un tanguero, surcamos su vientre en busca de más noche. Empanadas, sonámbulos, rocas rotas, rumano de ojos vidriosos, aire plata, bandoneón hermético, curva peligrosa, Santa Rita. ¿Tenía que ser un argentino quien me mostrara la Madrid oscura? Tal vez, desde nuestra extrañeza, nuestra otredad, la veríamos más cercana. Quizá uno sólo ve las heridas ajenas cuando uno las porta.

Excavé, urgué las raíces. No más sueños.

Madrid: desde la sombra la veo mejor.

La revolución de la alegría

La organización humanitaria Payasos Sin Fronteras lleva sonrisas y siembra esperanzas a poblaciones desplazadas por el conflicto armado o golpeadas por desastres naturales.

[alert type=»yellow»]Para conocer más sobre la organización Payasos Sin Fronteras, sus proyectos y cómo hacerles aportes, visite su sitio Web clowns.org. Si desea conocer más sobre el trabajo del fotógrafo Samuel Rodríguez, puede visitar el sitio http://srodriguezphoto.blogspot.com.[/alert]

[easymedia-gallery med=»4153″ pag=»3″]

Sonrisas de oreja a oreja. Campos polvorientos y grisáceos salpicados de carpas blancas. Piruetas y malabares. Un poco de alegría en vidas marcadas por el desplazamiento forzado.

Con cada espectáculo en regiones golpeadas por la violencia o el embate de los desastres naturales, Payasos Sin Fronteras demuestra que ningún lugar es yermo de sonrisas.

Las imágenes captadas por Samuel Rodríguez, fotógrafo español y director de comunicaciones de Payasos Sin Fronteras, son prueba de que la alegría perdura en regiones y condiciones donde reina la desesperanza.

Fundada en Barcelona en 1993 por Jaume Mateu, la organización sin fines de lucro está formada por payasos y artistas que montan espectáculos dirigidos a niños y jóvenes cuyas vidas han sido impactadas por conflictos bélicos o catástrofes naturales. Así, el grupo humanitario ha llevado su alegría y despertado carcajadas a países como Haití, Kosovo y la República Democrática del Congo.

Las fotografías presentadas aquí documentan la más reciente expedición de Payasos Sin Fronteras a Líbano y Jordania en noviembre y diciembre de 2013 en colaboración con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Montaron espectáculos en campos de refugiados sirios y palestinos, que han sido desplazados de sus hogares por los conflictos armados en sus respectivos países. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), existen más de medio millón de refugiados sirios en Jordania, y más de dos millones de refugiados palestinos entre Jordania y Líbano.

A través del juego y del humor blanco, la organización apunta a no sólo proveer un momento de escape sino también a dar esperanza. «En lugares castigados por la guerra las acciones de Payasos aportan una visión inocente y sin malicia”, afirma la organización, “que es imprescindible para dejar una puerta abierta a la esperanza».

~ Entremares Magazine

[alert type=»blue»]Nota del editor: Estas fotografías fueron publicadas originalmente en CNN.com.[/alert]

Samuel_RodríguezSamuel Rodríguez is a freelance photographer based in Barcelona, Spain. His works have appeared in major newspapers in Spain, such as El Mundo and La Vanguardia. He is the communications director of the nonprofit Clowns Without Borders.

Pequeñas mujercitas

Un cuento de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado encontrármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana, aumenta la posibilidad de que si haces una exploración profunda, darás con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las encontraba. Así di con una colección de llaveros de la segunda guerra mundial, unos portavasos pornográficos y con el puñal de plata que guardaba celosamente mi padre entre las tablas de la cama. “Ya has estado trasteando entre las cosas”, vociferaba mi madre si notaba algún leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego de eso me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. “Aprende de tu hermano, que jamás da que hacer”. Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, vendería y subastaría a buen precio y también con lo que iba a quedarme para observarlo y ponerle las manos encima, pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, una rata y hasta un murciélago muerto, incluso si lo pensaba, la rata parecía ser el cadáver de un viejo hámster de la infancia que perdimos. Mientras perseguía con el zapato a unas arañas fue cuando vi a la mujercita desnuda atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rarezas, una pequeña mujer salvaje corriendo por ahí, no me parecía tan increíble.

Miré bajo el sillón y tal como me lo había imaginado, existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y riendo; unas más fumaban tumbadas trozos de hojas arrancadas a un helecho cercano al sofá y otras se trenzaban en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por turnos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercicios que cuento, lo hacían a la vista general de toda la población sin ningún pudor o recato. No vi hijos o embarazos entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.

A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mezcla de coraje y desconcierto por las mujercitas que ahora dificultaban mi limpieza de la sala. Era mi hermano Joaquín pidiéndome un espacio en la casa para pasar la noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle. “Se dio cuenta que no terminé la relación con Pamela, como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá”. “Estoy aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo, pero si crees que puedes soportarlo, pues ven”. “Gracias”, me dijo. “No sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace dormir muy bien”. Entonces sentí escalofríos.

Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la vuelta al sillón empleando todo el peso de mi cuerpo y cuando estuvo patas arriba, a escobazo limpio como una ama de casa experta en matar insectos rastreros, dispersé, sacudí y victimicé a las que pude. No fue fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos, pero en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero estaba segura que sólo había sido un pequeño número comparado con todas las que eliminé. Justo cuando volví a colocar el mueble en posición original, sonó el timbre. Joaquín me sonrió encantador como un Clark Gable desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para que se las llevase el camión recolector.

Tomamos una cena rápida hecha con sopa de sobre. De vez en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabellos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo, pero yo procuraba no prestarles atención mientras mi hermano me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor de un político internacional, de los viajes que realizaba, de las personas que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna.

“Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos para las mujeres un motivo más para su guerra, y no. Yo me niego a ese juego: estoy feliz con las dos, con las tres, con las cuatro en mi vida”, y yo fingía un picor en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable Joaquín que había vuelto de la infidelidad contumaz una postura filosófica personal. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí con la paciencia de siempre muy parecida a la complacencia. Tal como lo hacía mamá.

Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, iluminado sólo con la electricidad de la calle. Mi hermano era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello recio, y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y en las competencias de pulso con otros hombres tan cosmopolitas como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo, listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir también allá la conquista de mundos y de hembras, las pequeñas mujercitas se agrupaban en el suelo y armaban una estrategia de defensa.

Una de ellas escaló temerariamente al sofá y exploró con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bastante grande, la tenía extrañada: olisqueaba y mordía la piel de ese terreno mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo, agazapándose y rodando entre el vello y otras tantas inspeccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalones. Se las veía cómodas en esa tierra reciente que habían descubierto.

Antes de salir, dejé la pila de platos sucios en el lavadero y la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesita mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave, atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del dintel, serían de dolor o de placer.

Iñaki Ariztimuño y la comedia de la vida

El co-creador de la exitosa serie de TV ‘Aquí no hay quien viva’ habla sobre la génesis de historias, la TV en una España golpeada por la crisis y las posibilidades — y peligros — de las nuevas tecnologías.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Madrid • Sentado en un atiborrado café del barrio de Aravaca durante un soleado día de estío madrileño, Iñaki Ariztimuño observa el entorno a través de sus gafas de sol. “Las imágenes siempre se [me] han grabado”, cuenta el co-creador de la exitosa serie televisiva “Aquí no hay quien viva”, que durante sus cinco temporadas batió récords de audiencia alcanzando a 10 millones de espectadores. “Veo a las personas como personajes”.

Quizá sea esta habilidad que lo ha acompañado desde la niñez el ingrediente que lo llevó a construir esa (a)típica y adorable comunidad de vecinos cuyas desventuras constituían el corazón de la serie más vista de la primera década del siglo XXI en España, según datos de la Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales.

Y es que “Aquí no hay quien viva”, encabezado por un elenco de lujo con actores de larga trayectoria como Loles León, Luis Merlo y José Luis Gil, captó con un humor ácido y ojo crítico la idiosincrasia madrileña (por no decir española). “Fue un exitazo porque el espectador veía que los personajes se asemejaban a su propia realidad, a lo que ellos vivían en su entorno”, dice Ariztimuño.

Prueba de la vigencia y la relevancia de la serie es que casi 10 años después de la emisión de su último capítulo, el programa no sólo sigue cultivando altos de niveles de audiencia en sindicación sino que también ha captado la atención de la cadena de televisión estadounidense ABC, que está en negociaciones para adaptarla.

Sobre todo, “Aquí no hay quien viva”, que con otros programas de ficción contemporáneos, demostró que la producción nacional podía competir con — y muchas veces desplazar a — programación extranjera en el gusto de los televidentes. Transmitida en decenas de países en Europa y Latinoamérica, la serie coral de personajes cementó no sólo un tono y un ritmo característicos sino que también creó frases que se han enraizado en el decir popular como el “un poquito de por favor” del portero Emilio (Fernando Tejero) o el “punto en boca, ¡hombre ya!” de Paloma (León), la esposa del presidente de la comunidad, ávida de poder.

Con series como “Periodistas” y “Médico de familia” en su repertorio de realizador y guionista, Ariztimuño sigue lleno de proyectos, nunca perdiendo de vista y siempre observando el mundo que lo inspira. En una conversación con Entremares Magazine, Ariztimuño habla de la actualidad de la televisión española, la importancia de la narrativa en un mundo de nuevas tecnologías y la traducción del humor en una pantalla chica cada vez más globalizada.

[easymedia-gallery med=»3947″]

Entremares Magazine (EM): Tu trayectoria en la televisión lleva más de dos décadas con series como “Periodistas”, “Médico de familia” y, por supuesto, “Aquí no hay quien viva”. ¿Qué te atrajo a la televisión, al mundo audiovisual?

Iñaki Ariztimuño (IA): Desde pequeño lo que sabía era que yo estudiaba y no me quedaba con el texto [sino] que me quedaba con las imágenes fotográficas de lo que estaba pasando en mi clase de tal forma — no sé si me aburría mucho en clase o no — que me dedicaba como un pájaro a saltar de cada esquina a cada esquina de la clase. Era como tener una cámara en cada esquina y verlo como si fuese un fotógrafo o un arquitecto. Me imaginaba la perspectiva: si estoy aquí ahora, si me coloco allá, cómo nos veíamos a nosotros mismos. Entonces jugaba a eso y me abstraía de tal forma que lo retenía en mi cabeza con una fuerza increíble. Y entonces me decía el profesor “¡Iñaki!” Y no me había enterado de nada de la clase (ríe). Por eso siempre he sido mal estudiante. Pero las imágenes siempre se me han grabado.

Durante muchos años era increíble porque yo veía a una persona en un ascensor en un hotel bajando dos minutos y si esa persona me asustaba, me llamaba la atención, de repente pasaban cinco años y me encontraba con la persona y me quedaba así mirando y titititi como si fuera un ordenador y me acordaba que lo he visto. Ahora ¿qué me pasa? Me he hecho mayor o ya tengo tantas [memorias] de estas que no retengo ya, mi disco duro lo expulsa (ríe). Pero me ha pasado durante muchos años: Veo a las personas como personajes.

EM: ¿Fue así como surgieron los personajes de “Aquí no hay quien viva”, por ejemplo?

IA: Sí. Así surgen: en la convivencia, de convivir en distintos pisos o casas con compañeros de trabajo. Lo que me pasaba era que como yo venía de una ciudad más pequeñita a la gran capital me encontraba con una persona y aparte de fijarme físicamente cómo era, me imaginaba la vida de esa persona …y yo me creaba una película. Como yo trabajaba en series de ficción y todos los días iba a grabar 10, 12, 14 horas en unos estudios de ficción, yo pensaba que los personajes que yo me encontraba [en la vida real] eran más interesantes que los que me escribían en los guiones. ¿Por qué? porque en la ficción en esa época en España se reflejaba lo que se creaba en las series americanas. Y las series americanas eran personajes que no tenían maldad, eran personajes blancos, el personaje no podía decir un insulto, un taco, o decir algo que agrediese al espectador. Eran series muy infantiles. ¿Y qué pasó? que cuando yo empecé a escribir las personas que yo me encontraba en mi vida diaria eran mucho más humanas: uno escupía, el otro insultaba — porque en España se insulta mucho (ríe) y se es muy maleducado—. Todo eso lo iba poniendo en un papel y en ese recorrido se generaron unos personajes y en ese recorrido también conocí a Alberto Caballero, que es el que escribe los guiones actualmente de la serie que continúa [“La que se avecina”] y que es el sobrino de un productor de televisión muy importante en España.

A Alberto le conté el proyecto, le gustó y empezamos a darle más forma porque él era un guionista profesional, o empezaba a serlo. Entre Alberto y yo perfilamos esos personajes y la diferencia entre lo que existía en ese momento en la tele y lo que nosotros hicimos es que los personajes eran políticamente incorrectos. Es decir, había dos homosexuales porque en la vida real hay homosexuales, había unas señoras mayores que arremetían contra todo porque ya estaban en sus últimos años de vida y ya no tenían miedo, ya decían lo que les daba la gana, había profesionales que estaban en edificios antiguos en Madrid en donde se aunaban las generaciones. Era como un pequeño laboratorio de personajes. Y de ahí fuimos sacando a los personajes que luego se hacían en la serie.

Tuvimos la suerte de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado porque el tío de Alberto, José Luis Moreno, se asoció con la Editorial Planeta y Planeta compró parte de Antena 3. Entonces le pidieron contenido a este productor y este productor le preguntó a su sobrino qué teníamos por ahí. Y teníamos este proyecto que ya estaba bastante desarrollado. Se firmaron cuatro capítulos y tenía que pasar [el análisis] de audiencia y si no pasaba se lo cargaban y si pasaba lo de audiencia continuaba.

Y al final se hicieron 90 capítulos y fue un exitazo porque el espectador veía que los personajes se asemejaban a su propia realidad, a lo que ellos vivían en su entorno.

A partir de allí… todas las series que han tenido éxito nadie se podía creer que los personajes (en series policíacas o lo que sea) son personajes perdedores que al público le generan ternura. Allí yo creo que está la clave: que tú generes personajes que te emocionen, que te puedes reír, pasar la aventura con los personajes independientemente de si es guapo, feo, alto, rubio o si es médico, policía. Lo mismo pasa con la literatura: si te emocionas con los personajes y te engancha el ritmo pues tienes al lector ganado.

EM: Uno de los aspectos que me enganchó de la serie es su especificidad: retrata con precisión y por ello con inevitable humor (a mi parecer) la idiosincrasia madrileña, el día a día de la vida en un edificio de la ciudad. “Aquí no hay quien viva” parece remitir o aproximarse a lo que es esencialmente, particularmente español.

IA: Esta serie se ha emitido en países latinoamericanos donde la cultura y la idiosincrasia [son] diferentes, es decir, ya empezando por el lenguaje, el español de un colombiano o panameño o peruano es español pero son matices diferentes y palabras diferentes para no decir más cosas. Aquí en España hay una cosa que se repite mucho y es que parece que estáis enfadados cuando habláis, parece que es una cosa anecdótica pero es real. España es una multitud de muchas comunidades donde las características son totalmente diferentes por la geografía de montaña, el Mediterráneo donde se aglutina la personalidad de una comunidad, una forma de entender las cosas, de hacer las cosas. Es una riqueza importante. Los romanos decían que la Península Ibérica era un conjunto de pueblos siempre en disputa entre ellos y seguimos así (ríe). Entonces cuando llegas a la capital y todas esas personas que se han criado en distintas comunidades se juntan se produce un efecto de miedo, de conocimiento y desconocimiento, de cómo se comporta el otro. Cuando se juntan en la capital y tienen que convivir es un choque, es una explosión de distintas formas de entender las cosas, de hablar, y la forma de decir las cosas es bastante agresiva. Y luego creo que hay una socarronería — una palabra igual muy española — que es como la flema inglesa pero con más mala leche, o sea un humor más negro. Eso que se da en la serie, se da en la comunidad de vecinos de “Aquí no hay quien viva” porque yo te digo algo siempre con segundas o te las lanzo y más que sutilmente como igual pasa en otros países (por ejemplo, en México yo te estoy diciendo una cosa y el subtexto de esa cosa es que quiero decir otra, o sea, si te estoy diciendo: “Qué pelo más bonito, qué bonito”, te estoy diciendo: “Me quiero ir contigo”). Aquí es más directo, no hay tanta sutileza, hay más ironía, más acidez. Y por eso parece que estamos todo el día enfadados, estamos todo el día uno cagándose en el otro (ríe). Somos así.

EM: La serie tuvo bastante éxito en Latinoamérica.

IA: Sí, pero más en unos [países] que en otros. Creo que en Argentina, en Chile tuvo mucho éxito. Pero, por ejemplo, en México (no tengo los datos o las estadísticas) no tuvo tanto éxito. Es interesante analizar el porqué y es una cosa cultural. Sería interesante analizarlo, por ejemplo, para crear proyectos audiovisuales que sean posibles de venderlos en todo el mundo, para intentar hacer un proyecto más global. Al final la cultura audiovisual se está globalizando entonces sí que creo en productos que se pueden vender o ver en todo el mundo porque realmente todo el mundo ya tiene acceso a las distintas culturas y a las distintas claves de las culturas.

EM: Uno de los aspectos fundamentales que tienen las series de televisión de éxito es que a pesar de utilizar elementos globales y universales no corren el riesgo de diluir el contenido. ¿Cómo afecta globalización el contenido de la televisión?

IA: Lo estandariza. Por ejemplo, en el mundo la gastronomía española es la número uno. Una de las formas que está funcionando y que se está instalando en el mundo es el concepto tapas o pintxos. La gente lo recibe porque se adapta a la vida moderna, la rapidez, etc. Con el [mundo] audiovisual está pasando lo mismo. Internet lo está globalizando todo. La gente joven no tiene tiempo y quiere sintetizarlo todo en productos cortos como los pintxos en que tú veas lo que te guste, rápidamente —que es lo que hace la publicidad—. La gente prefiere degustar muchas cosas pequeñas y diferentes que [degustar] una grande porque ya no tiene paciencia. Por eso me parece muy interesante el mundo del Internet y el mundo del video industrial — al que yo ahora me dedico mucho — en el que se aglutinan elementos que son muy interesantes porque está el lenguaje audiovisual, del spot publicitario, del videoclip, de las películas, de las emociones, eso aunado con el cliente [y tener] que contar historias con humor para vender su producto.

Todo esto de la globalización es lo que más me interesa, me interesa más que hacer proyectos, y como está la economía a nivel televisivo cuesta mucho dinero y mucho tiempo y esfuerzo en sacarlos adelante. Me interesa la inmediatez de Internet que puedes hacer cosas muy creativas, no tienes límite y tienes un escaparate mundial. Internet me parece la nueva ventana al mundo para que todo el mundo tenga la posibilidad de ser creativo — ese creativo de niño que todos tenemos dentro — y que cada uno pueda desarrollarlo al nivel que quiera.

EM: Pero al final de cuentas, Internet es sólo una plataforma. La necesidad de contenido que vale la pena es aún muy importante.

Iñaki Ariztimuño ha sido guionista y realizador de series de televisión como “Médico de familia” y “Periodistas”. Junto a Alberto Caballeró, creó la icónica serie “Aquí no hay quien viva”, la serie más vista de la primera década del siglo XXI en España, según datos de la Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales. – Foto de Jon Ariztimuño

IA: Sí, tú no puedes cocinar un plato por muchos elementos de cocina y tecnología [que tengas] … Tú no puedes cocinar un plato si no tienes la buena materia prima y una idea clara de hacer un plato con unos buenos ingredientes. Pasa lo mismo [en el mundo audiovisual]. Tú por muchas plataformas, tecnologías que tengas, si no tienes un buen contenido vas a morir, y eres efímero. Es importante el contenido, tener algo que contar y que luego sepas llegar al punto. Sí que estamos en un período de confusión de tantas nuevas cosas que parece que una cosa solapa a la otra o que oscurece a la otra, pero está.

EM: “Aquí no hay quien viva” salió en 2003 y tuvo cinco temporadas. Si hubiese salido ahora, cuando el país está atravesando por una crisis económica, ¿crees que tendría el mismo éxito que tuvo?

IA: Nunca se puede saber, porque las cosas han cambiado mucho, han surgido más televisiones, el público está más fraccionado a nivel audiencia porque hay más contenidos y posibilidades con lo cual es más difícil canalizar al público como en ese momento.

[Pero] yo creo que sí, yo creo que al final es un contenido que dentro de todos los platos que tú tengas de posibilidades está muy bien. Está muy bien que tú puedas comer caviar una noche o dos, o toda la semana, pero si lo comes todos los días te cansas, entonces quizá un día a la semana te interesa comer una tortilla de patatas que es «Aquí no hay quien viva». «Aquí no hay quien viva» es una tortilla de patatas con productos españoles sabiéndolo hacer con nuestro humor, idiosincrasia, cultura española. Muchas series que han querido hacer hamburguesa han fracasado porque la hamburguesa la hacen bien los americanos. Los españoles cuando quieran hacer hamburguesas tienen que hacerla pero con variación.

EM: ¿Cuál es el estado actual de la televisión en España?

IA: [Existe] una forma muy industrial de hacer televisión. [Antes era] muy artesanal, porque lo que hacían era contratar a un director, y este director contrataba a guionistas que escribían sobre un proyecto. [La productora de televisión] Globomedia [instaló] un modelo muy americano de trabajar e industrializó [el medio], lo que condicionó los guiones. Por ejemplo, si tú eres una escritora y yo soy un escritor de “Lost”, tú escribes un capítulo y yo otro, cada uno le dará un toque diferente [a la serie]. Lo que ha hecho Globomedia y como se trabaja en Estados Unidos es que nosotros somos equipos, [eso es] yo escribo un guión contigo pero luego tenemos otros equipos que supervisan nuestro trabajo al final. Lo que pasa es que lo unifican, dándole la misma forma, no que tenga mi personalidad o tu personalidad sino la personalidad global del creador de la serie o los que deciden.

Ese módulo industrial lo he vivido personalmente, y ha condicionado que se han hecho series más al modelo americano de trabajar y eso no ha hecho que haya un genio que te haga un capitulo genial pero sí que ha unificado un nivel de producción de la serie estándar muy bueno. En ese recorrido también se ha conseguido un nivel de producción porque los costes económicos no se pueden permitir al llegar a hacer las series de ficción americanas, entonces se ha conseguido equipos de grabación muy eficientes que son capaces de hacer una serie de una hora y media, una hora en una semana y narrar como lo narran los americanos a una cuarta parte de los gastos de los americanos. Eso tiene mucho mérito.

El nivel de ficción en España creo que está, en cuanto al lenguaje audiovisual, al nivel de cualquier serie americana, salvando un poco las distancias, por las facilidades económicas que supone que yo quiera poner…

[En cuanto al] contenido creo que se ha conseguido llegar al público igual que puedes llegar con una serie americana. Yo creo que en muy pocos años España se ha puesto al nivel que podría ser competitivo con cualquier país. Pero ahora lo que pasa es que estamos en una crisis y si la industria fuese normal e inviertese dinero para la televisión podríamos ser un país competitivo que exporte contenido…. Hay talento y se han generado profesionales que son capaces.

EM: La cadena de televisión ABC ha estado interesada en adaptar “Aquí no hay quien viva”. ¿Cómo crees que sería desplazar esta serie española a la cultura estadounidense?

IA: Se ha valorado la posibilidad en la cadena ABC de hacer la serie en Estados Unidos. Pero, claro, tendrá que ser una comunidad donde la idiosincrasia cultural de los personajes sea americana. Es difícil porque allí no todas las ciudades son como Nueva York donde la gente vive en edificios, en comunidades. No es lo mismo.

Por ejemplo, en la serie “Mujeres desesperadas” [“Desperate Housewives”] que era en una residencia de chalets pero que había humor y que a los personajes les pasaban cosas graciosas. El público americano lo entiende más porque viven en una urbanización que todos tienen la misma casa, los vecinos hablan mal del otro… puede ser lo más parecido al concepto de “Aquí no hay quien viva”.

Pero creo que es muy difícil adaptar un proyecto. Hay que ser muy habilidoso para saber qué elementos sí [incluir] y qué elementos no. Es complicado. Los humanos sí tenemos cosas que nos unifican pero luego hay que perfilar mucho.

EM: Después de dos décadas en la televisión y en el mundo de la ficción audiovisual, ¿tienes alguna interrogante o incógnita que aún te persiga?

“Una vez me dijeron algo muy bonito: ‘Tus sueños han sido parte de tu realidad’. Mi abstracción — el tiempo que he estado abstraído en mi mundo — es parte de mi mundo, de mi realidad. Y eso me parece bonito”, dice Iñaki Ariztimuño, co-creador de la exitosa serie de televisión “Aquí no hay quien viva”. – Foto de Jon Ariztimuño

IA: ¿Dónde están los límites de los sueños y la realidad? [Una película que me marcó de joven fue] “Birdy” de Alan Parker [que trataba] de un hombre que se creía un pájaro y acaba en la cárcel; [era] un poco la historia de lo que me pasaba a mí. Cuando era niño sufría porque yo no quería abstraerme tanto; quiero estar más con la realidad, y todo lo que me pasaba yo no lo controlaba. Pero una vez me dijeron algo muy bonito: “Tus sueños han sido parte de tu realidad”. Mi abstracción — el tiempo que he estado abstraído en mi mundo — es parte de mi mundo, de mi realidad. Y eso me parece bonito.

La lección

Un cuento del escritor ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas

Por Juan Pablo Castro Rodas

Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.

Su cuerpo, todavía envuelto en la ternura aromática de recién nacido, no obstante, ya mostraba las señales de lo que sería meses después: piernas y brazos largos de lémur, tórax prolongado como una quilla, y, aquello que más llamó la atención del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada, alienígena. “Pérfida”, gritó a su mujer, y en la noche, con las ondas violáceas de la borrachera marcándole el rostro, se contuvo para no partirle la cara. Debería ir al hospital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la frente con una cruz al rojo vivo. Lloró. Era una noche de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada y un desconsuelo que le prensaba el alma, creyó que debía aullar. Pero no lo hizo. Tomó la vieja maleta de madera de sus tiempos de conscripción militar, la llenó con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza se repetía la imagen de su hijo junto al seno generoso, mestizo de su mujer, pensó que quizá debería regresar al hospital.

Bebió un sorbo más del aguardiente que llevaba en el bolsillo de su pantalón, y, de entre el cajón de la ropa interior de su mujer, extrajo la alcancía con forma de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada día, a pesar de los pocos ingresos que obtenía lavando ropa, se daba modos para depositar una moneda, o un billete, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesión. Depositar metódicamente dinero le imprimía una dosis de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea de que el futuro, en efecto, podía ser mejor.

El día que comprobó su embarazo, luego de salir del hospital del Seguro Social, se dirigió hasta el mercado mayorista y escogió un chanchito de reluciente barro barnizado. Al llegar a casa lo colocó junto a la imagen de la Virgen María sobre un estante al lado del televisor y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando su marido llegó le contó la noticia. Los dos celebraron el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que comieron en una fonda cercana a La Marín. Al llegar a casa –la única construcción apenas visible entre el follaje que crecía salvajemente sobre el apestoso río Machángara– miraron la telenovela de la noche y se durmieron enredados como dos serpientes.

Los meses de embarazo transcurrieron con relativa normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado de lleno a la construcción de uno de los tantos edificios que se alzaban en la zona de la Coruña. Aunque todavía no era maestro mayor, sus dotes como albañil le avizoraban un futuro prometedor. El único acontecimiento que rompía esa monótona pero feliz espera del primer vástago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada día, luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mercado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba sin remordimiento, masticando frenéticamente la fría piel, los músculos y cartílagos. Al final, apenas satisfecha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se adormecía sobre la mesa del comedor.

Desde el río ascendía una onda caliginosa de nauseabundos olores: una pócima ácida de la que surgían glóbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que producían los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y Washo habían logrado bloquear el sistema olfativo lo suficiente como para disimular la contaminación, de tal suerte que la vida fuese llevadera. Además, la casa –una suma de tablas y pedazos de zinc, plásticos y unos cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habilidad, había podido dotar de cierta armonía y seguridad– estaba levantada en un terreno que nadie quería y al que había accedido con la facilidad que permiten las invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Nadie parecía conocerlo. Nadie quería mirar hacia el techo que relucía entre las matas de polvorosa vegetación.

Al principio, los olores del río, ascendiendo en espirales de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufrían de mareos y náuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron a soportarlos. Rosa prendía incienso y sahumerio y al menos dentro de la casucha la fetidez parecía disiparse.

Washo solía reunirse los domingos con algunos colegas para beber cerveza y jugar vóley. Esas tardes, con el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla mecedora que su marido había rescatado de la basura, para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acariciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acompasadamente, mientras escuchaba el rumor del río: un soporífero y constante murmullo quebradizo. Solamente cuando la tarde se crispaba en letanías brumosas, anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y prendía la televisión. De un día para otro, cerca del octavo mes de gestación, Rosa se dio cuenta de que le era imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa como un óvalo puntiagudo, le producía un intenso dolor en la cintura. Decidió que se quedaría en casa, esperando la llegada del primogénito: Luis debía llamarse, como el abuelo cariñoso al que recordaba con enorme amor.

Todo parecía resultar como lo habían planeado: tenían un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo, después de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De hecho, el embarazo de Rosa, terminó por sofocar las bromas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor frecuencia, ponían en duda el vigor de su masculinidad. A la pareja, además, la presencia del feto creciendo en el útero de la mujer, le otorgó una cuota adicional de alegría. Y hasta pensaban en la mujercita, dos años más tarde. No obstante, el día del alumbramiento, luego de que Washo descubriera el pequeño monstruo que emergió del vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el padre, con los pocos ahorros de la alcancía y la seguridad de que su mujer era un ser infiel, demoníaco, desapareció para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en la plenitud de su juventud, empezó a envejecer a ritmo acelerado. Era como si el hijo, con cada chupón de sus senos, la secara por dentro. Debió doblar el consumo de alimentos ricos en proteínas para satisfacer las exigencias cada vez mayores de su hijo.

Al descubrir que su marido había huido, Rosa se sumergió en un pozo oscuro y silencioso. Llamó por teléfono a su hermano que vivía en Italia, y, después de contarle los acontecimientos –omitiendo las características físicas del Lucho, y acentuando la partida de Washo–, le rogó que le diera una mano. El hermano, conmovido con la historia de su hermana menor, le envió unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como para que ella pudiera mantenerse en los primeros meses. Luego, con el niño envuelto en una manta y colgado sobre su espalda, retomó las jornadas agotadoras de lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le dijo que necesitaba una empleada doméstica y ella, sin pensarlo dos veces, aceptó la oferta. Con ese sueldo, y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en uno de los lavadores municipales, poco a poco, empezó a creer que el futuro podía ser mejor. Compró otra alcancía y, luego de agradecer a la Virgen por todas sus bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qué dichosa se sintió al escuchar el golpe menudo de las monedas cayendo al fondo del chanchito.

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubría cada día los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendió a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus piernas todavía estaban frágiles, el pequeño se daba modos para desplazarse de un lado para otro. Enroscaba sus uñas a las patas de las sillas y, soportado en sus gigantes pies, daba un pasito y luego otro.

En un ser como Lucho la vida parecía sucumbir a la paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continuaba con su tránsito monótono entre la sombra y la luz, el mundo del niño, encarnado en su propio cuerpo, se movía a otro ritmo. Un día –todavía en los primeros meses de vida– podía parecer un bebé tierno, descubriendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes; y otro día –como si dentro de ese mismo cuerpo otro ser luchara por salir– Luis parecía más grande, dos, tres años mayor. Así, cada día suponía para la madre un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su hijo dormía parecía que las células se reproducían a la velocidad de la luz. Y otro día, esas mismas células se contraían, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fuelle de acordeón. Era imposible precisar la edad del niño. Desde los seis meses, cuando empezó a caminar, la mutación no se detuvo. Rosa optó, por ello mismo, en prescindir del vestido para su hijo –pantalones, camisetas o medias, valían un día sí, otro no– y cubrió a su hijo con un poncho que, unos días, le cubrían apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.

Sin embargo, quizás hacia el sexto año, el ritmo frenético paró.

Luis dejó de extenderse y enrollarse: la materia gomosa que parecía formar su cuerpo dejó su consistencia plástica para convertirse en carne humana: las células, por fin, parecieron encontrar respiro. Y el niño, igual que una mariposa que emigra de su capullo, salió a la luz.

Tenía una habilidad sobrenatural con las manos: sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubiese terminado de caer, dejando la tierra húmeda, lodosa, tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figuras. No eran las torpes masas amorfas que hacían los niños de su edad, sino delicadas representaciones de humanos, árboles y animales. En especial, le encantaba diseñar gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisión algún programa donde aparecían estos animales y luego los reproducía con el barro. En su memoria prodigiosa se impregnaban los registros concretos de las formas y colores. Hablaba con soltura adulta, cualidad que empezó a mostrar desde los primeros meses cuando las palabras –igual que el cuerpo gelatinoso– se desplazaban en un ir y venir como un filamento de queso mozzarella. De bebé –tal vez antes del primer año de vida– emitía oraciones completas, lógicas y sugestivas, a veces monólogos delirantes, y al día siguiente, al ritmo de su cuerpo que se contraría, apenas podía pronunciar monosílabos o gemidos torpes. Pero a los seis años o más, cuando cesó el crepitar acelerado de su cuerpo, también las palabras encontraron su medida.

La madre, a pesar de su poca educación, estaba segura de que su hijo era especial, pero no se atrevió a comentar con nadie sobre sus capacidades singulares. Nadie le creería. Por el contrario, luego de que el pequeño empezara a caminar, a crecer y reducirse el mismo tiempo, decidió que el único sitio seguro para él era la casucha donde vivían. Dejó de llevarlo a la casa de los señores López, donde estaba empleada, y lo encerró. Todas las mañanas, luego de que su hijo comiera abundantes porciones de alas de pollo –herencia directa de su madre– y bebiera dos buenas tazas de humeante café, cerraba la casa y ponía candado a la puerta. El sol brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los autos –una ola trémula de motores y cláxones, de sirenas de ambulancia y escapes dañados– inundaba el ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos metros de la casa rodeada por un espeso follaje.

Rosa al regresar a casa encontraba a su hijo inquieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz. Le calentaba los restos de comida que había tomado de la casa de los López y le preguntaba qué había hecho. Lucho devoraba arroz, carne, plátanos fritos, apenas respirando después de cada bocado, y, al mismo tiempo, le contaba a su madre que había moldeado su figura: una réplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa, contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y miedo.

Día tras día, el encierro le resultaba asfixiante. Una tarde, cerca de las seis, cuando en el cielo se tejía una constelación de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubrió que su hijo había escapado de la casa. En una de las paredes se divisaba un hueco lo suficientemente grande como para que el cuerpo de Lucho –brazos y piernas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una amelcochada giba– pudiera salir. No tardó mucho en descubrir dónde se hallaba la criatura pues una serie de estruendos, como los de un pájaro silbador, le dieron la señal. Lucho estaba encaramado en uno de los árboles que crecían a mitad de camino entre la casa y el río. El niño, al mirar el desconcierto de su madre, rió y empezó a descender colgándose de las ramas, como un mono.

Rosa lo reprendió, le dijo que no podía romper las paredes de la casa, y escapar como un loco, debía hacer caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no podía aguantar ahí adentro, tantas horas, pero que le prometía que si ella le dejaba quedarse fuera de casa, él, como un niño bueno, obedecería todas las disposiciones que ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedió. Era imposible otra respuesta. Lucho se acercó donde su madre y parándose sobre sus piernas le abrazó cándidamente. La noche cayó. En el cielo era posible contemplar un cúmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cómo habría querido Rosa conocer historias sobre navegantes galácticos para contárselas a su hijo, pero apenas podía reconocer la Cruz del Sur. Le contó que, hacía tiempo, en su juventud, un enamorado le había mostrado en el cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la cruz donde murió nuestro querido señor Jesucristo.

No obstante, las promesas de Lucho resultaron solamente eso.

Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontraba nuevos destrozos. El niño abría huecos en las paredes, arrancaba las láminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor de todo –que es mucho decir, pues la casa parecía haber soportado los embates feroces de un tornado– era que el Lucho se había aficionado por coleccionar todo tipo de cadáveres de animales: ratas, pájaros y perros. Para ello fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de escoba y afilaba también un platinado cuchillo de cocina. Incluso había tomado algunos de los cables de luz que su madre usaba para colgar la ropa con el fin de fabricar sus trampas.

Afuera de la casa, junto a la puerta de entrada, el niño, luego de rondar por las trampas dispuestas en los perímetros colindantes coleccionando los animales cazados, se sentaba en cuclillas y con el cuchillo terminaba de matar a las víctimas, luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebés recién nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la tierra. Para Rosa era un espectáculo terrorífico, pero, a pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada podía hacer. También continuaba esculpiendo hermosas figuras de barro: ángeles y vírgenes, cisnes y tucanes, sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asombrarse cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la llevaba detrás de la casa donde, como si fuese el jardín de las delicias, estaban sus esculturas. “¿Dónde viste esto, hijito?”, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus ojos a un gigante unicornio. “No sé, mamá”, le respondía Lucho, “me aparecen en la mente”.

No obstante la admiración que le producía, ella ya no podía controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encontrarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los cadáveres de los animales cazados, perdió los estribos y luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprendía a sí misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego cachetadas o golpes de puño. Rosa –que provenía de una familia en la que la madre había hecho de la violencia contra su hija un acto normal, obligatorio– se había prometido a sí misma, a los quince años, mientras su madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando fuese madre jamás haría lo mismo con sus hijos, ahora, al tiempo que descargaba su furia contra su hijo, creía que Dios la castigaría por su comportamiento.

Incluso llegó a creer que su hijo, así, monstruoso, desafiante y salvaje, era un castigo divino por una vida llena de licencias y pecados. ¿Pero cuáles, mi Dios padre –le preguntaba–, si ella había sido tan devota y cristiana, durante toda la vida? En su mente, cruzada por la neblina y el desconcierto, apenas podían vislumbrarse imágenes imprecisas del pasado. Quizás aquella vez que perdió la virginidad detrás de unos matorrales en su pueblo. O, pocos años antes, cuando la sangre de la primera menstruación le pareció un acto impuro que enterró junto con el estropeado calzón junto a un árbol. Tal vez el hecho de gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamorado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto verde de la quebrada de Lloa, creía que el mundo era hermoso, apostada sobre su pecho, mientras él le hablaba de la Cruz del Sur.

Tal vez el odio a ese mismo Dios que no evitó que la puñalada de un asaltante nocturno se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ahí estaría la raíz de la ira divina, si esa sería la causa, pensaba, de todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba con devoción silenciosa, le tomaba en brazos y lo besaba en las mejillas, una y otra vez, como si así pudiera desprenderse del horror que le causaban sus propios actos.

Luego de estos encuentros, el niño parecía sumirse en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando para sí, al tiempo que se acostaba sobre el piso para mirar las formas apelmazadas de las nubes. Así pasaba el día entero hasta que las primeras gotas empezaban a caer. Entonces, rápidamente, se metía en casa. Odiaba el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o pedazos de plástico para cubrir los agujeros que el propio Lucho había hecho.

La calma parecía regresar.

Sin embargo, de un día para otro, la ley de la ferocidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se levantaba de la cama y luego de que su madre partiera para sus jornadas habituales, empezaba con sus andanzas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empezó a contarle a su patrona sobre el comportamiento extraño de su hijo así como sobre sus habilidades para la escultura y la caza de animales silvestres. La señora de López, luego de salir del estupor –una mezcla de incredulidad y asombro– aconsejó a su empleada doméstica que ingresara a su hijo a un instituto mental, quizás ahí, le dijo, podrían encontrar la cura para los males. Rosa le dijo que su hijo no estaba loco. -”Entonces”, respondió la señora de López, -”deberías darle una lección. Dile a un hombre que conozcas que le dé una buena paliza al guambra malcriado para que tome juicio”.

Rosa, mientras la señora le recomendaba, pensó en su compadre Edison. Aunque no lo había visto en mucho tiempo, a raíz de la desaparición de su marido, seguramente podría contar con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada en una de las últimas bancas del bus, mientras la ciudad parecía una mancha de formas, apenas visible detrás de la ventana, Rosa creyó que, quizás, no fuese necesario adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y tarde o temprano debía entrar en razón. Era cuestión de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embargo, al llegar a la casa se dio cuenta de que, en efecto, era imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. Sobre la puerta de la casa, el niño había clavado al menos dos docenas de diminutos cráneos pulidos y lisos –sobre los cuales el sol de la tarde refulgía con sus últimos rayos de luz– de bebés ratas. Rosa no reaccionó como hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tenía unas cuantas alas de pollo que había tomado de la refrigeradora de su patrona y que pronto podría comer.

A la mañana siguiente fue a visitar a su compadre Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta albañiles más, frente al parque La Carolina, y le contó todo, sin guardarse ningún detalle. Los dos, apostados debajo de uno de los árboles del parque, se protegían del caliginoso resplandor del mediodía, mientras comían platos de guatita y bebían sorbos de Coca Cola. El compadre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana iría a la casa y le daría una buena zurrada al impetuoso niño de los demonios. Y así lo hizo.

El sábado llegó cerca del mediodía. Traía atravesada una borrachera a cal y canto. Apenas podía ponerse en pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, trataba de encender un cigarrillo. Rosa salió de la casa donde a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo. Lucho estaba detrás de la casa diseñando un conjunto de figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos soldaditos estadounidenses de la guerra de Vietnam que el niño había visto en una película el día anterior. Al mirar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepintió de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro de la casa, trató de disuadirlo, pero era una misión imposible: Edison, afiebrado por el alcohol que bullía en la sangre, insistía en que si su comadre necesitara de un hombre que pusiera las reglas de la casa, él estaba ahí para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las últimas palabras, Rosa sintió una punzada en el estómago. ¿De verdad, era real lo que escuchaba? ¿Podría su compadre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazón otros sentimientos hacia ella? Y de ser así, ¿eso podría suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para ser feliz?

Durante los siguientes minutos, mientras Edison caía desplomado sobre la cama, con la piel cetrina y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pensó que, quizás, todo podía arreglarse, aunque, inmediatamente, otra punzada le apuñaló el corazón: tal vez, el borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra y magia del destino, otra vez soltera y huérfana de hijos. Tal vez, seguía pensando, como si su cerebro fuese una máquina fabril, el compadre suponía que ella quería deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso jamás pasaría, dijo al borracho que empezaba a roncar emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a su hijo. Era un acto instintivo, debía abrazarlo y reafirmar que, pasara lo que pasara, nunca se separarían. Detrás de la casa, amparado por las sombras que formaban las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho continuaba con su metódica labor. Alzó la mirada y vio a su madre: le parecía hermosa, casi la réplica perfecta de la Virgen María que los protegía desde la imagen clavada cerca del televisor: pensó que debería moldear la figura de su madre y él en su piernas, apenas despierto. Durante otros segundos la contempló iluminada por los rayos del sol que a esa hora caían desde el cielo, perpendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.

La madre se acercó y, sin rozar siquiera las piezas que su hijo había formado con tanta meticulosidad, le abrazó, le besó en la frente, los ojos y las manos. “Mi amado hijo”, le dijo, y regresó a la casa. El compadre la esperaba bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y trastornados. En la mano derecha blandía el filoso cuchillo que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanzó hacia él. “¡Está loco!, compadre”, le dijo, “deje eso”. “¡No!,” gritó el hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: “hay que matar al engendro de Satanás”. “Deje, deje”, imploró Rosa, tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la parte trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella no podía competir con la fuerza del compadre quien, con un manotazo preciso en el rostro, la dejó tendida sobre la tierra.

Una nube pasajera desdibujó la masa caliente del sol. Se hizo la sombra. Edison caminó todavía zigzagueante hacia el pequeño Lucho. Éste, al mirarlo, se levantó preparado para lo que venía. En su fuero interior sabía que debía defenderse del gigante que, con los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea fue breve, apenas lo suficiente como para que el niño, con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del borracho. En la caída, Edison se desprendió del cuchillo y, durante unos eternos segundos, miró la figura demoniaca de Lucho, con los dientes de Drácula y la risa colmándole el rostro. Y luego, al tiempo que sentía cómo el filudo metal ingresaba en su corazón, pudo sentir los estertores de su vida, una vida que se le escapaba entre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el olor ácido, ligeramente dulzón de la misma sangre. Luego, el silencio. Lo último que miró fueron unas sombras que descendían del cielo como caballos salvajes, y el olor espeso del contaminado río Machángara.

Cuando Rosa despertó corrió hacia la parte trasera de la casa. El corazón le latía con fuerza. Una línea de sangre le surcaba la frente, le dolía la cabeza. Entonces descubrió la escena: el cuerpo sin vida del compadre, con el cuchillo todavía clavado en el corazón, sobre un rojísimo charco de sangre, junto a las ropas en el piso, las mismas que ella había lavado por la mañana y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y empezó a buscar a su hijo por todas partes, gritando su nombre una y otra vez.

Todo estaba en silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua cámara lenta, tan poderosa que desvanecía los ruidos, los olores, el espacio. Caminó hacia la quebrada que llevaba al río. Ahí, envueltos al árbol descubrió los cables de luz. Gritó, aulló, y se abalanzó hacia su hijo al mirar cómo esos cables, sujetos a la raíz del árbol, envolvían su cuello. Con el cuchillo friccionó sobre la capa de PVC hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediatamente escuchó como el cuerpo de su hijo se deslizaba por la quebrada. Se imaginó lo peor: el cuerpo de Lucho cayendo sin resistencia hasta el mismo río. Pero, por suerte, mientras el niño se deslizaba entre los matorrales, había podido sostenerse con sus manos. Benditas garras de mono, pensó la madre, y empezó a subir a Lucho. En el cuello le surcaban dos líneas violáceas; de la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos, todavía desorbitados y la lengua colgando de los labios. Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la tarde curó las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla mecedora, contempló cómo la tarde se perdía detrás de un azulino manto amarillento, renacentista.

Lucho, todavía con los colmillos de la muerte mordiéndole las heridas, pensó que la siguiente escultura que elaboraría sería la de su piadosa madre, vestida como la Virgen María, con su hijo sobre sus piernas, desfalleciente y feliz. “Sí, eso haría”, pensó.

ESCRITOR ECUATORIANO JUAN PABLO CASTRO POR SU NOVELA LOS AÑOS PERDIDOSJuan Pablo Castro Rodas (Cuenca, Ecuador 1971) es escritor y profesor universitario. Sus artículos sobre cine y literatura han aparecido en las revistas Diners, El Búho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo, Casa de las Américas, Revolución y cultura, y en algunos periódicos. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de las Américas, Barcelona Review y Omnibus. Es autor del poemario El camino del gris, las novelas Ortiz, La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba, Carnívoro, Los años perdidos, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el libro de teatro Los invitados y del ensayo Las mujeres malas. Forma parte también del libro de ensayos Quadrilátero, y de la antología “Latitud cero: doce narradores ecuatorianos”.

En el país de “la gente del agua”

El periodista Robert Max Steenkist junto a un grupo de expedicionarios exploran el río Vaupés en el sureste colombiano para conocer a los indígenas wanano.

Durante cinco días un grupo de nueve expedicionarios bogotanos remontamos el río Vaupés hasta la población de Taina en el sureste colombiano para compartir tiempo y actividades con los indígenas wananos o guananos.

Los indígenas wanano son una comunidad de aproximadamente 1.000 habitantes dispersos en poblados como Santa Cruz, Villa Fátima, Macucú, Naná, Yapita y Carurú, a lo largo de la frontera del departamento del Vaupés con Brasil.

Se llaman a sí mismos “Gente del agua”. Su vida gira en torno al río. Son expertos en pesca, que ejecutan usando los cacurís, o trampas para peces que instalan en las cachiberas o los raudales. Viajan preferiblemente en canoas por el sinfín de rutas acuíferas que existen en la zona del Vaupés. Creen que sus antepasados míticos subieron por el río Vaupés en la Canoa Ancestral (también conocida como Pahmoni Busoca) o Canoa Anaconda (Pinoso Busoca) hasta el raudal de Santa Cruz, en donde nosotros comenzamos nuestro recorrido.

Las canoas siguen siendo el principal método de transporte en el Vaupés / Busoca hiro andita ho andita nasone harmare Vaupes. / Robert Max Steenkist

Los primeros humanos que llegaron a Santa Cruz tallaron jeroglíficos en la roca, que aún pueden verse hoy. Ninguno de nuestros acompañantes pudo decirnos con certeza qué noticias traían estos enigmáticos dibujos desde la espesura del pasado.

Los ríos y la memoria / Diare há wacuati / Robert Max Steenkist

Para los wananos existen tres verdades eternas: el agua, la roca y el humo. La primera de ellas es la más potente, cruel y generosa de las tres. El río, como casa de ésta, es la entidad que los protege, los limpia, le otorga la movilidad y el alimento. También se presenta como un poder sin misericordia cuando el invierno llega o cuando se comete alguna imprudencia sobre un raudal.

Al contrario de muchas etnias, los wanano no se consideran superiores a otras etnias o grupos de humanos. Saben, por ejemplo, que la Gente de la Roca (Taa Masa) fue creada por el trueno mucho antes de que ellos estuvieran en los planes de la creación. Por eso, tal vez, preservan un tono respetuoso en la relación que tejen con cerros como el Yavaraté.

Siempre hay un cerro más alto / Padu testua mera yududu hica / Robert Max Steenkist

Los wanano tampoco están de acuerdo con aquellos que creen que a este mundo se viene a sufrir. Motivos para celebrar abundan en el Vaupés: la finalización de la construcción de una maloca, la llegada de algún esperado, la tirada de una nueva canoa al agua, la recolección de una cosecha, una pesca abundante. Para cada acontecimiento se preparan litros de chicha (elaborada de yuca dulce) para todos los adultos. Se ofrece quiñapira (una especie de hogao con pescado, ají, hojas de carurú e incluso hormigas manibara) y casabe, el cual puede ser a base de yuca exprimida en matafrío, en forma de torta, con almidón (ideal para viajes, pues se preserva largo tiempo), entre otros. Ese banquete se acompaña con yaquitaña (ají en polvo) y fariña (gránulos de yuca). La abundancia de platos varía de acuerdo a las temporadas de pesca o caza, pero, sin importar la época del año, los guananos tienen antídotos en contra del cansancio y el hambre del viajero.

Las mujeres y los niños también gozan / Munia hayoo macaraca cu wachera / Robert Max Steenkist

“En raras ocasiones organizamos homenajes a nuestros visitantes”, asegura Gustavo, el capitán de Taina, la comunidad más apartada que visitamos. Un mambucury es una celebración en homenaje a alguien que llega de visita.

La flauta y la corona se ponen en las celebraciones / Turiro hayoa carrizo busenumurire putire / Robert Max Steenkist

Los techos habían sido decorados con cadenas de papeles y en dos tableros de la Maloca, los habitantes de Taina nos daban la bienvenida: “Sean bienvenidos Tomas y sus amigos del trabajo” decía una de ellas; “Tomas y sus compañeros: que ésta no sea la última visita, síganos visitando. Gracias”.

De esta manera sencilla, transparente y sin pretensiones llegamos al momento más emocionante de nuestra expedición. Faltaría aún ascender a cerros espectaculares, en donde las guacamayas son dueñas y señoras de las alturas de piedra, y sobrepasar peligrosos ríos raudales. Quedaría mucho más por descubrir en esta región selvática y cautivante, pero el encuentro con la Gente del Agua sería sin duda la mejor puerta de entrada a la riqueza cultural y natural del Vaupés.

Robert MaxRobert Max Steenkist (Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.

Lucía Miranda en el país de nunca jamás

La fundadora de la compañía The Cross Border Project y directora de la obra teatral “Perdidos en Nunca Jamás” nos cuenta sobre la vida en las tablas en una España en crisis y el poder transformador del arte.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Al regresar a una España abatida por la crisis económica, Lucía Miranda se encontró perdida. Con una maestría en teatro de New York University y experiencia como gestora cultural de la UNESCO en París, Miranda veía cómo a pesar de su formación las puertas se le cerraban en España.

“Me encontré con un país en el que no podía hacer nada. No encontraba trabajo, no había quien quisiera contratarme, a nadie le interesaba lo que yo hacía”, dice la directora de teatro.

Se sentía como Peter Pan — perdida en un país donde nunca jamás trabajaría en lo que estudió, donde no podía crecer.

Esa situación — una en la que viven millones de españoles, una que afecta a una generación entera — la impulsó a crear una de las obras teatrales más aclamadas de este pasado año: “Perdidos en Nunca Jamás”, denominada por el diario El País como el “espectáculo de una generación” y que ha cosechado éxito tanto entre el público como la crítica especializada.

Y es que “Perdidos en Nunca Jamás” es la primera obra teatral que trata de frente una de las secuelas más devastadoras y presentes de la crisis económica en España: la formación de una generación perdida, que siendo la más preparada de la historia del país y la primera en crecer en democracia ve desvanecerse las promesas y las esperanzas depositadas en ella.

“Perdidos en Nunca Jamás”, que con humor toma el clásico del inglés James M. Barrie para abordar la angustia del desempleo y la necesidad de la emigración, es también la obra cumbre de la compañía teatral The Cross Border Project, fundada y encabezada por Miranda. Fiel a su nombre, la compañía tiene como centro el retar y cruzar fronteras y límites. Fundada en New York y por el momento estacionada en Madrid, The Cross Border Project tiene tres títulos en su haber: “Qué hacemos con la abuela”, “De Fuente Ovejuna a Ciudad Juárez” y “Perdidos en Nunca Jamás”. El común denominador entre estas obras es el juego con las fronteras de tiempo, de geografías y de contextos culturales y lingüísticos. En “De Fuente Ovejuna”, por ejemplo, se contextualiza el clásico español de Lope de Vega dentro de la realidad de los feminicidios en la ciudad mexicana. Con este juego se demuestra, dice Miranda, que a pesar de las diferencias (de siglos, mares e idiomas de distancia) somos fundamentalmente lo mismo. “[Como humanos] no hemos cambiado nada”, dice con sorpresa.

A pocos días de obtener el premio “José Luis Alonso” para jóvenes directores otorgado por la Asociación de Directores de Escena de España, Miranda habla con Entremares Magazine sobre el papel del teatro en una España golpeada por la crisis, la construcción de un imaginario para una generación perdida y su apuesta por fomentar la diversidad de género y cultural en las tablas españolas.

Entremares Magazine (EM): “Perdidos en Nunca Jamás” trata de una problemática muy presente en España. La tasa de desempleo alcanza el 26%, con más de 5 millones de personas en paro. Además, más del 56% de los jóvenes menores de 25 años están desempleados, según el Instituto Nacional de Estadística. ¿Qué te llevó a concebir “Perdidos”? ¿Qué tanto de testimonio personal tiene la obra?

Lucía Miranda (LM): “Perdidos” nació porque yo volví de Estados Unidos. Estaba allí con la [beca] Fulbright, de haberme ido de maravilla. Y llegué aquí [España] y me encontré con un país en el que no podía hacer nada. No encontraba trabajo, no había quién quisiera contratarme, a nadie le interesaba lo que yo hacía. Y no era un problema mío, era un problema generacional. Me encontré en mi fiesta de cumpleaños, que en vez de una fiesta aquello parecía un entierro porque eran todos amigos que les iban a despedir, amigos que les acababan de despedir, gente que estaba preparando la maleta para irse.

Peter Pan sí quiere crecer, lo intenta y vuelve a casa pero cuando vuelve su madre le ha cerrado la ventana y se encuentra a otro niño en su lugar. Yo sentía que a mí España me había cerrado la ventana.

Pasé dos, tres meses en casa de mis padres pensando en qué hacer. Y me encontré con muchos amigos que estaban en la misma situación que tuvieron que volver a casa de sus padres porque no tenían dinero y no encontraban trabajo de nada. Al volver a casa de mis padres, con toda la depre, empecé a leer mucho y volviendo a leer Peter Pan, que era una historia que siempre me había gustado, había frases que yo decía: “Es que yo me siento exactamente igual porque yo no puedo crecer”. Peter Pan sí quiere crecer, lo intenta y vuelve a casa pero cuando vuelve su madre le ha cerrado la ventana y se encuentra a otro niño en su lugar. Yo sentía que a mí España me había cerrado la ventana. Así surgió la idea. Hablé con un grupo de amigos y así empezamos a trabajar.

Hubo muchos intentos fallidos durante el proceso dramatúrgico hasta que encontramos a Silvia Herreros [de Tejada], que es la experta de Peter Pan en España, Silvia es una experta mundial, ha estado en Yale estudiando los escritos de [James M.] Barrie, está publicada en inglés y en español, es un lujo. Empezamos a trabajar con Silvia, nos contamos las ideas, yo a Silvia ya le entregué el documental sonoro que es la parte más personal que son unas entrevistas que los miembros del equipo le habían hecho a sus padres donde jugamos con la idea de que esta crisis no la estamos pagando sólo los jóvenes sino también los padres, porque la figura de los padres en Peter Pan también es muy importante y pensé en cómo generar esa figura. Mi padre es profesional hidral. Ahora mismo su situación económica no tiene nada que ver con la de hace unos años y es una generación que también lo está pasando muy mal. También no tienen trabajo, se tienen que jubilar y no pueden porque no están ganando. Y encima los hijos que somos nosotros en los que depositaron todo su dinero y toda su energía abandonan el país porque no pueden desarrollarse profesionalmente.

Nuestros padres crecieron en una dictadura y mi generación es la primera que ha crecido en democracia. Somos una generación en España que ha crecido de una manera muy diferente a nuestros padres. Nuestros padres nos han generado una libertad y nos han dado una cantidad de cosas para que pudiéramos vivir de una manera que ellos no pudieron y se han encontrado que ahora tampoco podemos

Les preguntamos algo tan básico como: cuando ellos eran pequeños ¿qué querían ser cuando fueran mayores?, cuando nosotros éramos pequeños ¿qué querían ellos que nosotros fuéramos?, y ¿cómo se sienten ahora con la idea de que nos tengamos que ir?. [Lo hicimos] para generar un vínculo entre lo que ellos soñaron ser, lo que ellos soñaron para nosotros y la realidad. Nuestros padres crecieron en una dictadura y mi generación es la primera que ha crecido en democracia. Somos una generación en España que ha crecido de una manera muy diferente a nuestros padres. Nuestros padres nos han generado una libertad y nos han dado una cantidad de cosas para que pudiéramos vivir de una manera que ellos no pudieron y se han encontrado que ahora tampoco podemos.

Es muy emotivo porque las voces que se escuchan durante la obra son las voces reales de nuestros padres. Y el público que viene es mucha gente joven y mucha gente de la edad de nuestros padres. Viene mucha gente con sus padres (sonríe).

EM: “Perdidos” es una obra que no sólo habla de un problema muy presente sino que también dramatiza una situación que viven muchos. ¿Cuál ha sido la reacción del público?

Foto cortesía de The Cross Border Project
Escena de la obra “Perdidos en Nunca Jamás” de la compañía teatral The Cross Border Project. “[Al final de la obra] los actores se van con sus maletas y no reciben el aplauso del público porque se van del país. En la última escena están cogiendo el avión, salen por la puerta y el público aplaude a un espacio vacío que es el país que se está quedando vacío”, dice la directora de la obra Lucía Miranda.
LM: [Después de la obra] los actores se encuentran con el público en el patio. [Al final de la obra] los actores se van con sus maletas y no reciben el aplauso del público porque se van del país. En la última escena están cogiendo el avión, salen por la puerta y el público aplaude a un espacio vacío que es el país que se está quedando vacío. Cuando se encuentran [los actores con los miembros del p lo más tremendo es la cantidad de gente que sale llorando y mucha gente nos dice que una de las cosas que más rabia da es ver toda esa energía en el escenario porque la obra es muy divertida, es una comedia, es un drama al final, pero es una comedia, la gente se está riendo, cantamos, bailamos, es muy loco. Entonces, tú lo estás viendo, lo estás disfrutando con esa gente, y de repente esa gente fuaaa se va. La gente dice que le duele mucho ver todo ese potencial y ver cómo todo ese potencial se va y el espacio se queda vacío.

Ha habido un día que he salido y una chica que no conocía de nada se me ha acercado, me ha dicho: “¿Tú eras la directora?”, digo “”, y me ha dado un abrazo. Y me ha dicho “Muchas gracias por hacer este espectáculo”. Hay mucha gente que se acerca y te dice gracias por hablar de esto, por contarlo, por contarlo así. Y eso mola mucho.

EM: España está en crisis. ¿Cuál es el estado del teatro?

LM: Un desastre. La actualidad ahora es un desastre. Un 80, 90 por ciento de las funciones son a taquilla. Cada vez que tienes una función a caché es un milagro y hay muchísima gente que ha dejado la profesión.

Realmente ahora se hace más un teatro de resistencia. Hay gente, gente grande, gente que está en primera división, que lleva muchos años que está aguantando pero incluso la gente que lleva muchos años y que tienen nombres conocidísimos y son muy respetados están pasando dificultades para realizar sus proyectos.

El gobierno ha subido el IVA [impuesto al valor agregado] al 21 por ciento — eso incluye la cultura, lo que es un horror.

Nosotros no vivimos del Cross. El Cross es una ayuda económica pero también puede ser una quiebra total si no recuperas lo que inviertes. Para nosotros el Cross ahora mismo es un proceso de resistencia. Hay que resistir, hay que estar en los escenarios, hay que estar en la prensa, hay que estar con el público para que cuando esto pase seguir estando, porque si no sigues estando, porque cuando te desaparezcas ahora, cuando te rindas ahora, dentro de cinco o diez años no vuelves.

Se ha perdido mucho. Yo tengo muchos amigos fuera del país y hablamos de gente muy cualificada porque la gente que se ha ido es gente que habla idiomas, que había estudiado en universidades extranjeras. Científicos, becados, profesores de universidad. Por eso la pérdida es tan dolorosa, porque es la gente que está más preparada y estaría más capacitada para puestos de cabeza en un futuro.

EM: “Perdidos” es la obra más reciente de la compañía The Cross Border Project, de la cual eres la fundadora y directora. Cuéntanos cómo concebiste los fundamentos de esta compañía y qué te llevó a escoger este nombre.

Foto cortesía de The Cross Border Project
Escena de la obra “Perdidos en Nunca Jamás” de la compañía teatral The Cross Border Project.

No te creas que lo pensé mucho, por no decir que no lo pensé nada. Fue algo muy intuitivo. La idea era que tenía que hacer un proyecto final de maestría, que era muy libre, que tenía que estar relacionado con el teatro y la educación y yo tenía una tutora que estaba especializada en temas de Ciudad Juárez y en teatralizar Ciudad Juárez. Habíamos hecho una lectura dramatizada de “Mujeres de Arena” en NYU y me puse a investigar sobre el tema y de ahí surgió la idea de crear «De Fuente Ovejuna a Ciudad Juárez». Me di cuenta que muchos de los espectáculos que yo veía que se hacían en las escuelas era o me iba a Columbia a ver a la gente que hacía teatro en Columbia o me iba a New School a ver a la gente de New School, o me iba al Acting a ver a la gente de Acting, pero no había proyectos donde hubiera gente de distintas escuelas. Normalmente cada cual se juntaba con sus compañeros y hacía los proyectos. Y dije yo, «Joder, es una pena porque las cosas que se hacen son muy diferentes en cada universidad, en cada escuela, y quiero tener a gente de distintas escuelas». Así que hice una convocatoria pública para audicionar, y se me presentaron unos 70 actores [dice con sorpresa] y era un trabajo no remunerado. Hay mucho actor latino en Nueva York con ganas de hacer muchas cosas. Y conseguí a un hombre que estaba loco, un loco maravilloso, un loco bueno que coprodujo el espectáculo [y] que me cedió el Teatro Thalía. Eso creo que también llamó a muchos actores.

Los actores venían de todos los sitios. Había mexicanos, había puertorriqueños, había de todos lados. Había incluso gente que tenía un gran nivel de español, que eran bilingües, había otros que eran de segunda generación y hablaban español pero tenían un acento fuerte. Y [así] hicimos audiciones.

Entonces un amigo que trabaja en márketing, cené una noche con él y hablando del proyecto — es un tío bastante visionario — y me dijo tienes que ponerle un nombre a esto, él creía mucho en este proyecto. Me dijo: “Tienes que legitimarlo, tienes que ponerle un nombre».

Y fue instintivo. Pensé en todos los estudios que yo estaba haciendo en ese momento porque estaba tomando clases también en Tisch, y había una asignatura de cross border bodies y me metí en Internet y vi lo que significaba cross border studies y dije ya está: Cross Border Project. Porque tenemos actores de todos los países por lo cual se están cruzando los límites de los acentos, de los colores a la hora de hacer un casting y estamos cruzando los límites del tiempo. Es una obra del Siglo de Oro español que se contextualiza en la actualidad, es una obra que está contextualizada en España y ahora la contextualizamos en México. Cruza todos los límites. Y pusimos una pieza de spoken word para iniciarlo y hacer un vínculo entre el verso del Siglo XVI y el spoken word de las calles de Nueva York. Entonces dije pues vamos a hacer un trabajo que sea cruzar los límites tanto a nivel de grupo como a nivel escénico.

EM: ¿Están la idea y el concepto de fronteras presentes a la hora de concebir o escoger una obra para poner en escena?

LM: Siempre. Excepto con las piezas de teatro foro que se habla de un conflicto en concreto, las producciones grandes como lo han sido «Fuente Ovejuna» y «Perdidos en Nunca Jamás«, incluso otra que he hecho yo en Ecuador pero que la ha escrito el dramaturgo de «Fuente Ovejuna» que ha sido «Las Burladas por Don Juan«, se trata de escoger un texto y contextualizarlo en otro espacio y en otro tiempo. Tanto «Fuente Ovejuna» como “Las Burladas por Don Juan” como “Perdidos” son textos que pertenecen a un país y que están en el imaginario de ese país, como Peter Pan en el imaginario de los ingleses. [Se trata de ver] cómo a través de una historia que no es nuestra, que no es de los españoles, podemos contar una historia que es tan española como la crisis económica en España o cómo a través del “Burlador de Sevilla” de Tirso [de Molina] se puede contar la historia de mujeres que sufren maltrato en Ecuador. Siempre se trata de escoger un texto y trasladarlo.

EM: Uno de los aspectos que me parecen interesantes es que en tus obras hay una mezcla de acentos y dialectos del castellano e incluso del inglés.

LM: En España no sé nombrarte ninguna compañía, me imagino que habrá alguien, pero no lo conozco, pero no tengo referencia de una compañía en la que de manera continua trabajen gentes de otros países y donde los roles, los personajes se den indistintamente del color de piel y del acento. Si tuviéramos que hacer un Otelo no le daría el Otelo al más negro, le daría Otelo al actor que creo que pueda hacer Otelo, que es algo que se hace mucho en Londres o en Nueva York pero que en España no se hace todavía. Y eso sí que me lo traje [de Nueva York]. Lo vi allí y dije tenemos que hacer eso porque los chicos que van al instituto son de todos los colores ya en España, hay muchísimos chinos, muchísimos marroquíes, muchísimos del este, muchísimos latinos, y en el escenario sólo hay blancos.

Si tú eres un niño y vas al teatro y sólo ves blancos, ¿dónde estás tú representando en ese escenario? A mí no me gustaría como no me gustaría ir a ver obras todas con tíos, tíos, tíos, todas con chicos. Por eso también [en “Perdidos”] cambié los papeles. La protagonista de Peter Pan es Wendy, no es Peter Pan; generamos texto para las mujeres. Estoy harta de que todas las obras sean escritas siempre para hombres y que las actrices se estén pegando por conseguir papeles.

EM: En las obras de The Cross Border Project se cruzan fronteras de tiempo y culturas. En esta migración entre espacios, ¿crees que se produce un cambio en los significados y significaciones?

LM: Yo creo que la esencia de la obra se mantiene. Es decir, la esencia de la obra que son los conflictos que los autores nos plantean siguen siendo exactamente los mismos. En «Perdidos en Nunca Jamás» se habla de un grupo de niños, en este caso, de un grupo de adultos de 30 años que no pueden crecer porque viven en el país de nunca jamás trabajarás en lo que estudiaste y hay una serie de cosas que no les dejan crecer, igual que Peter Pan. Yo creo que lo que cambia son los contextos, y con los contextos cambia el vestuario, la escenografía, el espacio sonoro con la música. Pero los conflictos no los tocamos. En la dramaturgia no transformamos los conflictos.

Se trata de jugar con el imaginario colectivo de distintas comunidades para contar que lo que servía en el Siglo XVI en España sirve ahora en México. [Como humanos] no hemos cambiado nada (sonríe).

EM: The Cross Border Project concibe al teatro como un instrumento de cambio social. El pilar ideológico y metodológico de la compañía es el teatro del oprimido de Augusto Boal. ¿Qué te llevó a practicar este tipo de teatro? Y, de manera más general, para ti, ¿qué es teatro?

LuciaMiranda_tedx
Foto cortesía de Lucía Miranda
Lucía Miranda durante su presentación en TED Valladolid.

LM: Cuando yo era muy joven, cuando tenía 18 años formé parte del grupo de teatro de la universidad y ahí había un profesor (porque todo depende de las personas que te encuentres por el camino) que se llama Domingo Ortega. Domingo generó un proyecto que se llama Unitínere que ya no existe pero ese proyecto estaba basado en el proyecto de [Federico] García Lorca de La barraca. La Barraca era un movimiento que había desde la Guerra Civil, durante la república que llevaba el teatro a pueblos donde nunca ha habido teatro. Lorca organizó esto con estudiantes de la universidad y hacía clásicos. Hacía Cervantes, Lope y alguna obra suya. Este profesor mío, Domingo, hizo lo mismo. Nosotros íbamos a los pueblos de una zona minera donde no había habido teatro nunca, te hablo de aldeas muy pequeñitas, íbamos allí, montábamos el escenario, hacíamos talleres con los niños del pueblo, hacíamos un pasacalles e íbamos cantando por la calle diciéndole a la gente que había obra. La obra era al aire libre, venía todo el pueblo, la veían y después cenábamos con la gente del pueblo. Desmontábamos todo y al día siguiente nos íbamos a otro pueblo.

Yo creo que si yo no hubiera tenido esa experiencia sería muy difícil que yo hiciera el teatro que yo hago ahora porque estuve cuatro años siendo parte de ese proyecto. Algunos actores del Cross, tres de ellos, formaron parte de ese proyecto, son amigos míos desde los 18. [Unitínere] era un proyecto donde tenía claro que había que hacer teatro para que todo el mundo lo entendiera y eso es algo que mantengo ahora. Si mi abuela no entiende la obra de teatro que hago, no me interesa. Tenía que ser un teatro con obras buenas, con textos de mucha calidad, un Cervantes, un Lope, pero acercarlas al público de ahora.
Si ves las obras [de Domingo] y ves las mías son bastante parecidas, [tienen] un lenguaje común porque son muy participativas. De ahí derivó en que el máximo exponente del teatro social es Augusto Boal entonces es a quien había que estudiar, de quien debía aprender la técnica.

Me importan las historias que cuentan cosas que le importa a mucha gente o que pueda interesarle a mucha gente y que puede transformar a mucha gente. Concibo un teatro participativo donde el público sea una parte activa de la obra y donde sea popular, [que sea] accesible todo, por el tipo de texto, por el tipo de música, que no sea extraño, que no salgas de la obra y digas “no sé qué he visto, no sé qué me han contado”. Que tenga una repercusión social, de cambio, aunque el cambio sea simplemente el empoderamiento, de salir y decir, “Cómo mola que estos tíos son muy jóvenes y están haciendo esto y yo quiero hacer lo mío”.

EM: ¿Has tenido ocasión de ver cómo se ha manifestado el cambio social a partir de tus obras?

LM: Después de la obra [“Las Burladas por Don Juan”, que aborda el tema de la violencia de género en Ecuador] había un encuentro con los adolescentes. Se hablaba de qué habían visto en la obra, qué habían sentido, qué entendían, qué no entendían y les preguntábamos cosas para relacionar lo que habían visto en la obra con su vida. Y levantaban la mano y decían: “Pues siempre mi tío o mi padre me ha dicho que cuantas más mujeres tuviera mejor … pero cómo voy a hacer eso porque mi madre lo pasa fatal pero a mi padre le parece lo mejor”. Ese corto circuito que tienen los chicos porque lo que ven que eso que dice el padre causa muchísimo dolor. Entonces les dices que no está bien; está bien si la otra persona está de acuerdo, pero si no está de acuerdo causas dolor. ¿Es bueno el dolor o es malo?

De allí, una chica salió, cogió el micro. La chica se levantó, habló de que había sufrido acosos sexuales en la infancia hasta hacía poco y de cómo la familia había reaccionado a todo eso y cómo había sido crecer con esos abusos y fue tremendo. Era la primera vez que ella lo decía y que el espectáculo la había empoderado. Dijo que se había sentido como una de las chicas de la obra y al ver que esas chicas en la obra al final el mensaje que se daban es lo he pasado mal, pero he salido, y tengo una vida, un trabajo y el hombre que me lo ha hecho pasar mal no quiero volver a saber nada de él, no quiero tener relación con él, yo he sabido salir, he crecido y me he empoderado.
Y claro eso fue muy fuerte porque fue un trabajo de empoderamiento in situ.

A mí me parece que ya hablar, ya hablarlo, ponerlo en común ya es un cambio, porque a lo mejor el que tienes al lado no tiene ni idea de que esas situaciones van más allá de un teatro o de un cine o de una tele. Esa clase de situaciones jodidas las tiene tu compañero en casa.

EM: Las tres obras que ha montado The Cross Border Project tienen un elemento inherente de educación. ¿Va la educación en paralelo con el teatro?

LM: Por como lo concibo no sé separarlos. Yo estudié gestión cultural así que cuando pienso en un proyecto no sólo pienso en proyecto escénico, cuando pienso en un proyecto de repente pienso que podemos invitar a tal persona a que venga a hablar a la salida, y podemos hacer un taller sobre este tema porque está vinculado con la obra. No sé separar lo educativo de lo teatral, porque siempre aprendes algo.

EM: Como nos has contado, el público no es un ente pasivo en las obras de The Cross Border Project. A la hora de montar y presentar una obra, ¿qué papel juega el público?

Escena de la obra de teatro foro “¿Qué hacemos con la abuela?” de la compañía teatral The Cross Border Project.
Foto cortesía de The Cross Border Project
Escena de la obra de teatro foro “¿Qué hacemos con la abuela?” de la compañía teatral The Cross Border Project.

LM: Yo siempre pienso cómo involucrarles, cómo hacerles partícipes para que cuanto más participen se sientan como [que] pueden ser un personaje ellos para que vivan la escena de verdad desde dentro, para que el teatro no sea yo estoy aquí, tú estás ahí. Porque a mí lo que más me gusta cuando veo una obra es eso de estar tan dentro de la historia que te la crees. Qué mejor manera que hacértela creer que el que seas un personaje de esa historia de alguna manera.

En “Fuente Ovejuna” había un momento en que ellos se convertían en los invitados a la boda de Laurencia y Frondoso. Repartíamos tequila con el público y cantaban con nosotros “El Rey”. De esa manera el planteamiento que se hacen después cuando a Laurencia se la llevan a mitad de la boda, y la violan, el público se tiene que plantear hasta qué punto ellos son responsables. No tanto en la obra sino cuando algo así sucede fuera.

En “Perdidos” les dejamos usar el Twitter, el móvil y demás también porque hemos hecho funciones para adolescentes y pensamos que era una buena manera de que no se sintieran en el colegio, de hacer que se sintieran en un espacio en el que ya vales, en el que eres libre, te hablamos como a un adulto y puedes usar el móvil si es para esto y creemos en tu responsabilidad de usuario. También les damos un avión de papel al público a la entrada. El avión de papel se va usando en distintos momentos de la obra. Lo que sucede es que la obra acaba con los actores lanzando ese avión de papel que es como ellos volando, yéndose del país. El público lo entiende muy bien y es un poco como en solidaridad como si ellos comparten ese dolor lo lanzan como diciendo “Me jode mogollón que os tengáis que ir”. Los chicos se están yendo y el público va lanzándole los aviones.

Entonces buscamos siempre cómo el público puede contarnos qué piensa haciendo algo durante la obra. El avión de papel hay gente que no lo tira y luego te dicen “No lo he tirado porque no quiero que os vayáis; el no tirar el avión para mí significa que esos jóvenes no se van”.

[Pensamos en ] cómo podemos dotar de herramientas que el público emplee para construir la obra con nosotros un poquito.

EM: Pero el distanciamiento también se utiliza como técnica de significación. ¿No te da miedo, entonces, que el público no se pueda distanciar?

LM: Sí, lo he pensado, sobre todo no porque no se pueda distanciar sino porque yo genere unas piezas en las que les obligo a formar parte. Y esa es una cosa que me planteo mucho. Pero como hasta ahora no he tenido quejas… O sea, porque es una participación en la que no señalas con el dedo y el público tiene que hacer esto. Si quieren lo hacen, si no, no, y no pasa nada.

EM: Las obras de Cross se han presentado en distintas partes del mundo: desde Nueva York hasta Senegal, desde Madrid hasta París. ¿Las recepciones en distintos países a la misma obra fueron distintas?

Escena de la obra de teatro foro “¿Qué hacemos con la abuela?” de la compañía teatral The Cross Border Project.
Foto cortesía de The Cross Border Project
Escena de la obra de teatro foro “¿Qué hacemos con la abuela?” de la compañía teatral The Cross Border Project.

LM: Sí. Por ejemplo, “Fuente Ovejuna” que se vio en Estados Unidos y en España creo que la recepción era distinta. En Estados Unidos dolía más el ver a la mujer latina que le sucediera eso, el que las latinas se veían superrepresentadas, que el feminicidio de México era el feminicidio de toda América Latina. En España les dolía no tener ni idea de lo que estaba pasando en México. El salir diciendo: “Soy un animal que no tengo idea de esto que es enorme”. Entonces puede doler igual y puede hacer reflexionar pero creo que la reflexión es distinta porque el público es distinto.

En Senegal… en “¿Qué hacemos con la abuela?” [que trata sobre el dilema que enfrenta una familia a la hora de decidir cómo cuidar a una abuela con Alzheimer] aquí el público sale entristecido porque refleja su día a día y refleja conflictos que están viendo. En Senegal salían sorprendidos porque la historia que les estábamos contando les parecía que era hablar en chino.

Y si traemos “Las Burladas” a España pues habrá gente que no entenderá ciertas cosas porque la música es toda ecuatoriana, tiene algo que te lleva al país, a la zona donde se ha hecho y sin lugar a dudas esa comunidad va a empatizar de manera más directa.

Es como “Perdidos”. Tú puedes ver “Perdidos” y te puede gustar mucho y te puedes emocionar pero no como a un español porque las canciones que usamos son referencia para una persona de la generación de aquí. El Colacao, lo que bebíamos cuando nosotros éramos pequeños, no es lo mismo que lo que se bebía en Argentina. Algunos argentinos la podrán ver y se sientan reflejados porque habla de la migración, del exilio, [pero] siempre hay un porcentaje que va pegado para la comunidad para la que está hecha porque se juega con lo local, con lo comunitario.

EM: ¿Cuál es el próximo destino de The Cross Border Project? ¿Lo ves cruzando de nuevo la frontera hacia Estados Unidos?

LM: En términos de desplazamiento geográfico espero que en corto plazo, en un año o dos, se vuelva a ir a Estados Unidos y a Europa como el año pasado estuvimos en París. Seguramente este año no salgamos pero vengan los europeos a casa … a tener una actividad que nosotros acogemos a compañías de Europa. A Estados Unidos es difícil llevar a todo el Cross, pero yo sí voy a volver, aunque sea de vacaciones o a dar un taller, pero vamos (ríe).

Crónicas desplazadas

Fragmentos de Crónicas de Indias hallan espacio en un cuerpo gradualmente travestido y en la voz de un criollo en dos cortos del cineasta ecuatoriano Miguel Alvear.

cronicas PEDRO CIEZADe como se daban poco estos indios de haber mujeres vírgenes y de como usaban el nefando pecado de la sodomía. (De la serie Crónicas, reloaded, 2013)

  • Realización: Miguel Alvear
  • Arte: Enrique Vásconez
  • Música: Alex Alvear
  • Cámara: Miguel Alvear
  • Interpretado por León Sierra

Interpretación de un fragmento de la Crónica de Indias de Pedro Cieza de León, escrita en el siglo XVI. El fragmento corresponde a su descripción de las costumbres de una comunidad de la actual península de Santa Elena, en la costa ecuatoriana.



naufragio El CriolloEl criollo
(de la serie Naufragios, reloaded, 2010)

  • Realización: Miguel Alvear y Amaia Merino
  • Arte: Enrique Vásconez
  • Música: Alex Alvear
  • Cámara: Daniel Avilés
  • Interpretado por León Sierra

Interpretaciones de un fragmento del libro Naufragios (1542), del explorador y cronista español Álvar Núñez Cabeza de Vaca para la exposición El d_efecto barroco. Políticas de la imagen hispana, curada por Teresa Badia y Jorge Luis Marzo. En este proyecto – realizado encloselaboration con Amaia Merino– tres actores profesionales interpretan textos de la crónica en la que el expedicionario informa al Rey de España sobre su desastrosa travesía de ocho años desde La Florida hasta los territorios del México actual.

En su crónica, el conquistador español deja entender que sufrió una suerte de paulatina “deshispanización” por su prolongado contacto con los pobladores americanos, hispanidad que reconstruye a medida que se vuelve a conectar con el mundo cristiano. Esta circunstancia me parecía interesante en el contexto de la mencionada exposición, pues su propósito era decodificar lo barroco como una construcción sobre la cual se ha edificado la noción tal vez artificial de la “hispanidad”, ideología que suele encubrir intereses económicos y políticos.

MIGUEL ALVEARMiguel Alvear (Ecuador) es artista visual, realizador, gestor cultural. Su trabajo ha sido incluido en las antologías de cine experimental Visionarios y Cine a contracorriente. Participó en la 55 Bienal de Venecia (2013). Es autor del libro Ecuador bajo tierra, videografías en circulación paralela (2009), sobre cine informal en Ecuador. En la actualidad vive en Quito y trabaja en su siguiente proyecto fílmico Por un puñado de DVD.

Crónica de la piel

Una selección de poemas del venezolano Adalber Salas Hernández

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Los poemas pertenecen al libro Salvoconducto.[/alert]

Poemas

  1. Crónica de la piel
  2. Del testigo
  3. Barcelona, 2011
  4. Pasaje de ida

Crónica de la piel

Esta mañana
Caracas amaneció repleta
de muñecos de cera.
Estaban parados en las esquinas
sentados en los techos
echados en los parques
plantados en las puertas de los edificios
en las escaleras de los barrios.
Miles.
La gente miraba sus ojos nublados
la superficie brillante de sus cuerpos
esa inmovilidad como traída
de algún sueño
demasiado viejo para ser recordado.
Miraban y hablaban
la gente a ellos
a los muñecos de cera
les hablaban con voracidad
los atiborraban de palabras
que se pudrían con el sol.
A todos les gustaba
esa manera de callar
que delataba lo espesos que
eran los pensamientos en sus
cabezas
les confesaban sus miserias
las que mordían sus nucas al dormir
les declaraban un amor
sin hervores
sin esa fiebre
que empaña los espejos
y hasta peleaban con ellos
(varios muñecos fueron abatidos
algunos
por la espalda).
Hacia el final de la tarde
ya se habían derretido
casi por completo:
uno podía ver burbujas
sobre esa piel opaca y triste
como si fueran el síntoma
de una enfermedad voraz
y definitiva como todo lo palpable.
Nunca fueron tan amados
como cuando sus rostros
se habían diluido
en una masa
impronunciable.

Volver arriba

Del testigo

No sé cuáles eran sus nombres
al principio.
Se han vuelto borrosos
pasando de una boca a otra
como mercancía de contrabando.
Tampoco conozco sus edades
ni los rasgos que cosían
sus rostros.
Solamente sé
lo que todo el mundo ya sabe
que ellos no tenían
nada que ver que
miraron por error
lo que estaba ocurriendo
allí junto a ellos
y siempre siempre
hay que pagar las miradas que lanzamos.
Solamente recibimos esta ley.
A ellos los ataron
para que no se movieran.
Así pudieron escuchar bien
el ruido de sus propios huesos
al romperse
cuando los patearon.
Escuchar bien sí escuchar bien
hasta que nada más quedara la sordera
el cuerpo haciéndose denso
compacto
olvido.
Los dejaron ahí
y no sé
si sobrevivieron o no.
Sus nombres
irreconocibles
siguen testimoniando.
(Solamente testimonia
lo que se ha vuelto tan ilegible
para sí mismo
que empieza a pertenecer
a la boca de todos
al mundo hambriento y brutal
de los hechos).
Tomo esos nombres
y los pongo ahora bajo mi lengua
como una moneda vieja
y gastada
como un pequeño sol oxidado.

Volver arriba

Barcelona, 2011

Fue en una de esas calles
tan largas y tan estrechas
que parecen un destino.
En la acera derecha
había un sillón rojo
y en el sillón rojo
había un hombre
delgado.
Su pecho subía y bajaba
levemente
dentro de una franela desteñida
llevaba jeans
gorra
y unos zapatos mal dibujados.
Todo él estaba hundido
en esa inocencia que sólo tienen
los minerales.
Junto a su brazo había
una inyectadora
fruto sangriento que permanecía
inmóvil
con una mansedumbre que aún
no me sé explicar.
Estaba solo
completamente
a la deriva en esa calle
demasiado extensa como para ser
otra cosa que la eternidad.
Algunos pájaros
volaban sobre su cabeza
dibujaban grietas
en la triste simetría de sus rasgos.
Eran de esos pájaros que
no entran en la niebla
porque temen ser borrados.
Todavía puedo verlos
o imaginarlos
sobre ese cuerpo
ese reloj roto
del que se habían ido
todas las horas.
Todavía puedo ver
cómo el tiempo se pudría
sobre esos párpados cerrados.

Volver arriba

Pasaje de ida

El tiempo es el hambre
pienso
la brutal música del hambre.
Miramos la
pantalla de salidas
y el próximo vuelo
y el próximo
y el próximo
todos despegando
con la precisión del olvido.
El tiempo es el
hambre
que vacía
las cosas desde adentro
eso que les regala
justo ahora
el paraíso duro de la espera
y la huida.
(¿De quién es este ahora?
¿a quién se lo robamos?)
los relojes no saben nada de esto
no pueden oír su arritmia
los ensordece.
Observamos las filas de gente
maletas bolsos tickets
recuerdos regados como aserrín por el suelo
para que no hagan ruido los pasos.
(¿Contra qué se escriben los pasajes de avión?)
El corazón es un órgano para la fuga
un órgano roído por minutos
por ratas
tercas implacables.
Escuchamos la cadencia
estúpida de los motores
el sonido del tiempo que nos
abre vetas en la carne.
Así suena el hambre
así así
suena como el próximo vuelo
como la música que se escurre
se repite
detrás de las paredes
erosionándolas
(pienso y) miro entonces
tus manos
como frutos
abiertos
enseñando sus semillas sus
carnes blandas
su piel
callada
frutos que ya no pueden
ser arrancados
a la boca del silencio
por nadie.

Adalber el escribienteAdalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras. Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura con el libro La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), así como autor de los poemarios Extranjero (bid&co. editor, 2010; Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, de Marguerite Duras ( bid&co. editor, 2013), y Elogio de la creolidad, de Bernabé, Chamoiseau y Confiant (bid&co. editor, 2013). Textos suyos, tanto poesía como ensayo, han sido publicados en distintos medios, nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña como director de la colección Voces Iniciales en bid&co. editor, como parte del consejo de redacción de la Revista POESIA (Universidad de Carabobo) y cursa como becario el MFA en Escritura Creativa en Español de New York University.

John K. Lawson: From the ruins, a rebirth

After Hurricane Katrina destroyed his home and work, the British artist gives new life to the remains of a devastated city.

By Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

Para leer esta historia en Español, hacer clic aquí

In August of 2005, Hurricane Katrina pummeled New Orleans, leaving John K. Lawson’s house and studio under nearly 10 feet of water for six weeks. The storm changed the British artist’s life, setting a before and after nonetheless infused with optimism for art and life.

Lawson grew up in the English countryside, where he came into contact with gypsies and transients who came to his home looking for work or food. Their skin, weathered by countless wandering days, and the texture and craftsmanship of their intricate clothing fascinated his young, artistic eye. From them, he acquired a unique sense of place and space, and a nomadic mindset. This, as he would later learn, had a profound effect on his life: his decision to move to the Deep South, to New Orleans, a true melting pot of French and African-American heritage, and how years later a catastrophic storm would force him to rebuild his life and move again.

Before Katrina, Lawson was known for his intricate works using discarded Mardi Gras beads. At night, when the carnivalesque exuberance waned and the city slept, Lawson would wander down St. Charles Avenue and collect the beads, which became the building blocks of extraordinary art pieces, such as a piano completely covered by the colorful beads. But beyond their aesthetic beauty, these pieces are charged with political and social commentary.

After Katrina, Lawson moved north, where he divides his time between the cityspace of New York and the rural life in his home in Massachusetts. Here, he begins a new chapter filled with new memories, characters and life, the product of which are published here.

These pieces, which Lawson has spent the past five years working on, are enveloped in a mystic aura, impregnated with energy and intricate details. Painted paper, newspaper, magazine and catalogue clippings are the raw materials that Lawson employs to construct characters that appear and disappear in a fragmentary play of color and form. Iconic figures of the jazz scene such as Ella Fitzgerald, John Coltrane and Charlie Parker seem to emerge from the stupor of an endless party, of a perpetual carnival that celebrates life. The spectator can’t help but feast on the colors, the constant movement, and surrender to Lawson’s call to life.

[easymedia-gallery med=»4295,4307″ filter=»1″]

JL PhotoJohn K. Lawson (Birmingham, England, 1962). Lawson first came to United States on a student exchange program to Louisiana State University. Lawson was drawn to the Deep South and became part of an underground art culture in New Orleans that included working in tattoo, T-shirt, and graffiti murals. Lawson became known for his unique drawing style and creations using recycled Mardi Gras beads. In 2005 Lawson’s home and studio were destroyed during Hurricane Katrina. He spent several years reworking his flood-damaged pieces. This gained the attention of several New York galleries and awards including the Pollack Krasner Foundation. In 2009, Lawson began working on a series of large scale figurative collage work. Some of these are currently on view in New York at MZUrban Art. Lawson divides his time between New Orleans and New York City, where he lives with his wife, and son, Sebastian. To learn more about the artist, please follow this link.