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Reseñas de cine, obras de teatro, libros – cualquier expresión artística o que tenga un impacto cultural ya sea en el entorno inmediato del redactor de la reseña o tenga repercusiones en un nivel mayor, como sitios Web, bailes callejeros, bailes de la cultura popular, etc. Las películas y los libros pueden ser atemporales.

El arduo camino de la vagina

En el más reciente filme del director Lars Von Trier, la mujer utiliza el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas.

Por Solange Rodríguez Pappe

Quienes éramos jóvenes en  la década del noventa seguramente recordamos el diálogo entre los personajes de  Charles (Hugh Grant) y Carrie (Andie MacDowell) en Cuatro bodas y un funeral (1914), en el que la protagonista enumera para su interés romántico quiénes han sido sus compañeros  sexuales, y la cuenta le llega hasta el número 33. Ni mucho ni poco, pero definidamente, “jamás debería tratarse de un solo hombre”, sentencia Carrie. Al igual que al sorprendido pretendiente, a más de un espectador recatado de la época, la cifra también debió parecerle escandalosa  e inevitablemente debió  preguntarse: ¿cuántos amantes tiene realmente la mujer promedio?

Una estadística informal, realizada en un sitio Web femenino —no se trata de una de esas investigaciones sociológicas extrañas patrocinadas por una universidad inglesa, ni nada de eso— anunciaba que la cantidad  de parejas  sexuales que tiene una mujer común y corriente va de seis a 20 amantes a lo largo de toda su vida. Y entre ambas escalas estaban los extremos de dos minorías particulares: las que decían que sólo habían tenido sexo con el amor de su vida y las que ya no recordaban la cantidad de hombres con los que habían copulado. ¿Realidad o ficción? Estas encuestas eran anónimas y voluntarias, por lo tanto, ¿qué razón tendrían estas mujeres para mentir acerca de  sus encuentros? ¿Son acaso las mujeres más promiscuas de lo que los cánones sociales desean reconocer?

De entre las que fueron iniciadas solamente por el  cónyuge en el lecho nupcial y aquellas que llevan anotados los nombres de sus romances en una libreta para irlos recordando –una conocida pintaba también las banderas de sus países y  puntuaba su desempeño con estrellas amarillas– hay una brecha considerable; pero más aún, existe la construcción de una historia femenina que se cuenta utilizando el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas. De esto trata justamente la última película de Lars Von Trier, Nymphomaniac (2013), estrenada el año pasado en Cannes y cuya llegada a Latinoamérica probablemente no ocurrirá con fuerza pero está disponible para verse en varios sitios de Internet de entre los cuales http://www.cultmoviez.info/, es una muy buena  posibilidad.

Viaje a lo profundo del útero

Hablar de Lars Von Trier, su iconoclastia, subversión y deseo de incomodar a los receptores desde sus pinitos como mentalizador de una de las últimas vanguardias del cine, el polémico grupo Dogma 95, es llover sobre mojado. Blasfemo y truculento pero con una narrativa que sorprende con sus impiadosos giros de tuerca, sus historias están pensadas con la impecable  construcción de un hábil ingeniero de misiles, de cañones, de instrumentos diseñados para no dejar un solo cuerpo en pie. Hay quienes argumentan que sus últimos  productos como Anticristo (2009) y Melancolía (2011)  son pretenciosos e intelectuales, a más de repetir demasiado la fórmula de  cohesión de fragmentos narrativos temáticos que siempre lo ha singularizado, pero esta película  no puede ser presenciada sin que su honestidad con respeto a la vulnerabilidad y el poder que da el sexo a las mujeres consterne y cuestione.

La cinta está armada a base de dos volúmenes de aproximadamente hora y media de duración. La primera parte de Nymphomaniac trata de la maduración y el adultecer sexual de Joe (Charlotte Gainsbourg) y toma como punto culminante su encuentro con quien cree es su amor verdadero, Jerome (Shia LaBeouf). Para una mujer que ha empleado su sexo como un puente de conocimiento más bien antropológico, el dar con el amor del displicente Jerome que la caotiza e ilumina significa hacerse cargo de todos los estereotipos acerca del erotismo y el romance que para las mujeres viene junto con el de establecerse con una pareja estable. Lars Von Trier, en esta primera parte del filme, relata una  historia de amor desde la voz de una mujer a la que, citando a Ariadna Gil  en el corto El columpio, le es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez.

Pero las mieles de la juventud duran poco. La segunda parte de Nymphomaniac es un camino tortuoso a lo profundo del útero de Joe, su maternidad, la pérdida de su orgasmo esencial y todo lo que está dispuesta a hacer  para asumirse a sí misma como una mujer a quien solamente el sexo puede  darle todo lo que necesita. Molesta el tono de moralina final de Lars Von Trier, un tufillo  que ha venido hediendo a lo largo de toda la película y que se metaforiza en el golpeado cuerpo de Joe (harto de follar sin rumbo deja de desear y se torna un fardo doloroso), desesperado por volver de su historia una lección de la que otros deben aprender y donde no hay ninguna posibilidad de piedad o redención porque se lo ha metido todo entre las piernas.

Sinfonía polifónica  de un solo amante

En uno de los bloques narrativos de la película,  Joe sintetiza su vida erótica para su nuevo amigo, Seligman, a partir de la definición tradicional de lo que es una ninfómana, una mujer a quien todos los hombres no le bastan para sentirse llena, pero ella afirma que completa o no, todo los hombres pueden resumirse solamente en tres tipos: los que complacen, lo que someten y a los que una ama, y así esta polifónica de falos, pieles y jadeos, suenan como un solo hombre completo que resume la vida erótica de cualquier mujer, hasta que esta llega al límite de la hartura y decide no abrir más las piernas para nadie. Si todos los hombres son entonces el mismo hombre, ¿para qué seguir follando?

La historia de O, Emmanuelle, Las edades de Lulú, Las 50 sombras de Grey (que aún no se estrenará hasta febrero de 2015  pero que ya todo el mundo sabe de qué va) son relatos donde también una mujer realiza un recorrido de formación sexual, pero la diferencia está en que las protagonistas de los filmes citados, han sido seducidas y llevadas por una segura mano masculina usualmente viciosa y perversa. Ya en medio del paroxismo orgiástico ellas se relajan y gozan, pero hay que tener presente que este camino de aprendizaje viene trazado en nuestra cultura, usualmente por los hombres.  Joe, suicida e inmolada en su propia ley de goce, no necesita de un padre, de un amante, de un amigo, de un hijo que le indique por dónde va el rumbo de su cuerpo. Ella sabe extraviarse  muy bien sola.

Richard Wagner reimaginado

Si el compositor alemán viviera hoy en Bogotá andaría con zapatos Converse y, con mochila en hombro, entregado a su rebeldía.

por Robert Max Steenkist

En el año 2013 se celebra el aniversario número 200 de una de las figuras más polémicas de la música clásica. En todas las ciudades del mundo (incluyendo Bogotá) se montan óperas de su autoría, se dictan charlas sobre la relevancia de su obra, se organizan jornadas de protesta porque un compositor que se declaró antisemita (ojo, NO nazi) no debería gozar de ninguna acogida… pero poco se habla sobre su talante revoltoso. Además de haber sido un compositor odiado y celebrado con efervescencia, Richard Wagner fue autor de textos que incitaban a la apertura sexual y de clases, protagonizó protestas en contra del poder de turno, y tuvo que convertirse en fugitivo por profesar ideas que simpatizarían mucho con las protestas de estudiantes, mineros, cafeteros y agricultores de Colombia. Como pocas figuras incluso después de su muerte, Wagner sigue levantando ampolla, pues nadie logra fijarlo en una sola casilla. Doscientos años después, nos preguntamos, ¿cómo sería hoy en una ciudad como Bogotá ese Richard Wagner, con todo su genio y su rebeldía? A continuación una aproximación —desde la perspectiva de un caricaturista y un escritor— a la respuesta.

Anarquía con mayúscula

Richard Wagner no siempre fue un músico exitoso. Alemania era, en su época, un terreno difícil para que músicos innovadores encontraran acogida. Como cualquier genio incomprendido de nuestra época creyó que en la metrópoli, en la gran ciudad del momento sí iba a encontrar alguien que apreciara su talento. Pero París (la Nueva York de esos días, digamos) lo recibió con la pobreza. Cientos de músicos se rebuscaban el pan si no hacían parte de una rosca diminuta y menos penetrable que la de su patria natal. Para su fortuna (y la de sus futuros seguidores) París también albergaba a intelectuales, activistas y artistas que se reunían a expresar su descontento frente a la sociedad pacata y desigual. Uno de estos grupos lo acogió y le ofreció interlocutores para que robusteciera los ánimos revoltosos que ya lo caracterizaban. Entre los integrantes de estos grupos estaba Mikhail Bakunin, un príncipe ruso que había renunciado a su fortuna y a sus privilegios para ser coherente con los principios que profesaba (y ganar credibilidad frente a sus simpatizantes); la sociedad que había sido construida hasta ese momento (pleno siglo XIX) había sido constituida sólo para el beneficio de unos pocos y a expensas de muchos explotados. Para él, la única salida para ese mal era destruir las bases de los poderes reinantes (deseaba ver a París ardiendo hasta el piso) y purificar el mundo para que la sociedad volviera a empezar. Esas son las ideas que sustentan la famosa «A» que Wagner saldría a repartir si viviera hoy en día.

Trotamundos tipo Converse

Richard Wagner fue un trotamundos. Vivió en ciudades como Leipzig, Dresden, Würtzburg, Königsberg, Riga (en ese entonces parte del Imperio Ruso), Londres, París, Zürich, Venecia, Beibrich, München, Triebchen y Bayreuth. Si estuviera hoy con nosotros seguramente ese Wagner movedizo, casi siempre huyéndole a acreedores, pero también corriendo de un lado a otro buscando fuentes de inspiración (dentro de las que se contaban mujeres de todas las edades), hubiera optado por zapatos marca Converse que le aguantarán el trote. Y seguramente se los hubiera comprado rojos.

Ilustración de Víctor Beltrán
Ilustración de Víctor Beltrán

El buscapleitos sublime

Desde joven Richard Wagner fue un buscapleitos. Durante sus años escolares le llamaban «El Cosaco», no sólo por su afán por estar aislado del resto de sus iguales, sino también por reaccionar de forma violenta en su contra cuando le reclamaban algo o se burlaban de su amargura. Aún siendo una figura pública, cuyas opiniones y acciones repercutían para bien y para mal en un grueso de la población, no dudaba en expresar sus odios de manera fervorosa.

Quizás lo más difícil de entender es cómo un tipo tan «alzado» (y hasta mala clase) pudiera también componer piezas musicales tan sublimes, capaces de resistir el filtro de los siglos y conmover los sentimientos más nobles de audiencias del mundo entero.

El pagano confeso

Si Richard Wagner viviera hoy en Bogotá andaría de mochila. Andaría diciendo que los tejidos ancestrales nos acercan a la madre tierra y a sus poderes. Porque, a pesar de que lo podamos asociar hoy en día a músicas solemnes y de catedral, debemos entender que él era un pagano confeso. Creía, a sumo, en una divinidad total, a la que podíamos alcanzar a través de los sentidos. Entregado a su rebeldía, y seguramente admirador de nuestras culturas indígenas, Wagner abrazaría la mochila, buscaría identificarse con los movimientos que fluyen en contra de las tendencias principales y defendería el pensamiento cosmológico.

Robert MaxRobert Max Steenkist (Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.

Winter’s Tale

Efímero y mordaz, bello y violento, el invierno es musa de artistas — desde fotógrafos hasta compositores — y cíclico recordatorio de nuestra mortalidad.

por Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Una versión de este texto fue publicada en BG Magazine[/alert]

Mi primera aproximación al invierno fue una esfera de cristal que mi madre colocaba cada navidad en mi mesita de noche. En aquellos días, en la pequeña ciudad andina de Latacunga en donde crecí, además de las luces y las vitrinas atestadas de juguetes, eso era lo más mágico de aquella época. La esfera contenía un paisaje diminuto del Polo Norte. Solamente debía sacudirla para ver los copos de nieve arremolinarse, creando una pequeña tormenta que duraba segundos. Me mantenía maravillada e inmóvil por largos minutos inventando mis propias historias, absorta en un mundo desconocido y silenciosamente deseado.

Aquel deseo se cumpliría años más tarde al mudarme a los desiertos de Utah, en el noroeste de Estados Unidos. Sin embargo, la inocencia de la niñez había sido transformada por la realidad. Ahora era yo quien estaba dentro de la esfera, a merced del frío paisaje y los cristales de nieve clavándose en mi piel como aguijones.

Año tras año, tormenta tras tormenta he sentido el azote del viento helado atravesándome los huesos y mordiéndome la piel, pero también me he dejado seducir por la belleza exuberante del invierno en lugares impresionantes como Deer Valley con sus macizas colinas por donde serpentean expertos esquiadores llegados de todo el mundo, atraídos por the best powder in the world. O Dead Horse Point y su dramática vista desde los rojizos acantilados escarpados hacia el apacible río Colorado; y un poco más al sur, el espectacular Mesa Verde, un tejido de sierras y valles en donde los anasazi construyeron maravillosas aldeas, escondidas bajo los acantilados.

El invierno tiene el poder de ejercer esa dualidad sobre nosotros: tememos su llegada pero también la anhelamos. Su grandeza no siempre está a la vista, ni tampoco lo trágico y violento que acarrea. Su belleza ha sido interpretada de varias formas a través del arte. La fotografía, por ejemplo, nos permite captar momentos irrepetibles, como lo hizo Wilson Bentley. Hace casi 150 años en la región noreste de Nueva Inglaterra, este snowflake savant dedicó su vida entera a observar los cristales de hielo bajo el microscopio para luego fotografiarlos. Para Bentley, los copos de nieve eran “milagros”, y cada uno de ellos una obra maestra irrepetible. Bentley vivió, invierno tras invierno y cristal tras cristal, la belleza de lo efímero. Fotografió más de 5,000 cristales durante su vida, permitiendo por primera vez al mundo contemplar y descifrar la exquisita anatomía de un copo de nieve. Solía decir: “cuando un cristal se derrite, lo perdemos para siempre”.

La efímera vida de los copos de nieve es también lo efímero de cada invierno. Jamás existirá uno igual a otro. Su llegada siempre nos sorprenderá, aun cuando sabemos que está a las puertas del otoño. Mientras van pasando los días, el frío paralizante, el silencio que dejan los pájaros que emigran y la nieve, lo inundan todo. La naturaleza se repliega y nosotros con ella, y una nueva energía nos impulsa a continuar. Esa interiorización no pasa desapercibida. Nuestros sentidos distinguen las múltiples posibilidades de adaptación, desde lo práctico hasta lo estético. Nos percatamos de los detalles y descubrimos que el invierno no es un universo tan blanco o tan silencioso.

La luz del día despliega sobre la nieve una gama de colores que rompen la monotonía del blanco absoluto: rosas pálidos, lavandas, blancos cremosos y grises perlados. Colores que el ojo experto puede captar a través de la contemplación, como lo hicieran Monet y J. M. W. Turner. Otros artistas más contemporáneos como Eric Aho profundizan y recuperan una naturaleza agitada y violentada. A colores suaves y grisáceos, Aho añade ocres y negros, o rojos fuego que azotan el lienzo en brutales trazos, ilustrando así el misterio y el peligro de una naturaleza arrasada por las furias heladas. La música también ha captado los acordes del invierno. Así lo hicieron compositores como Tchaikovsky o Sibelius, quienes llegaron a interpretar la sonoridad del suave viento que serpentea los grandes bosques, o las estridentes y fuertes tempestades que crean ecos y avalanchas. Fragmentos de sonidos y silencios congregados matemática y cosmogónicamente para entregarnos fabulosas y míticas sinfonías como Lemminkäinen Suite o Winter Dreams, Sinfonía 1.

Más allá de la sublime y misteriosa belleza, el invierno también nos impone actos de supervivencia. La naturaleza muerta, los caminos congelados y las nevadas que nos dejan inmovilizados y sin electricidad nos obliga a volver a nuestros instintos más primitivos. En el invierno del 2009, una tormenta de varias horas dejó a Salt Lake City, la capital de Utah, sumergida en nieve. Nuestro vecindario estuvo sin electricidad durante casi tres días; el intenso frío llegó a calar nuestros huesos. Buscábamos sitios donde pudiéramos tener algo caliente, incluyendo el calor humano, literalmente. Las cafeterías hicieron su agosto en febrero. No daban abasto, vendían café, té, chocolate y toda suerte de bebidas calientes, como si fuera lo último de lo que la humanidad pudiera alimentarse. En esos reducidos espacios, las horas pasaban al calor de las bebidas y de las conversaciones con extraños o vecinos, a quienes normalmente nunca veíamos o hablábamos. Sólo nos faltaba el fuego para decir que habíamos vuelto a los albores de la humanidad.

En los días posteriores a esa gran tormenta me llegó un cuento de Jack London, “Cómo hacer una fogata”. Una historia de supervivencia en las heladas tundras del Yukón, en Canadá. El invierno es tan despiadado en los países del norte que la vida de un hombre llega a depender de la habilidad de encender el fuego y un algo de imaginación. Los largos días sin sol, con apenas un poco de comida para sobrevivir y esa sensación creciente de que el frío te va mordiendo el cuerpo hasta tragárselo por completo, me llevó a pensar en lo vulnerables que somos los seres humanos ante los embates de la naturaleza.

Mientras leía a London y la extrema situación del personaje, pensaba que aun con los avances del mundo moderno, nuestra vulnerabilidad es constante: tormentas que paralizan la vida cotidiana, caminos congelados que crean accidentes en cadena, roturas y contusiones por caídas y resbalones en el temido black ice, el frío que azota nuestros cuerpos cuando dejamos nuestras casas convertidas en refugios, pocas horas de luz que infligen a nuestro ánimo una cierta melancolía, a la que hoy llamamos depresión.

A todas estas circunstancias, aprendemos a enfrentarlas con fortaleza, habilidad, sentido común y un algo de suerte, pero sobre todo, con un claro instinto de supervivencia, como lo es el de desarrollar una visión que nos permita apreciar su belleza. De otra forma, no seríamos capaces de superar el frío extremo y sus consecuencias, ni los largos y grises meses sin sol.

Mi visión del invierno no ha cambiado mucho de aquella que tenía cuando contemplaba la esfera. Continúo sorprendiéndome con la primera nevada, con la gracia de los esquiadores que se deslizan por las colinas rompiendo el viento y desafiando obstáculos, o con la alegría de los niños que juegan en sus trineos. Y aun más, me sorprendo y guardo gratitud por las grandes nevadas, ya que ellas serán el agua de los ríos y las fuentes en el árido y ardiente verano que se aproxima.

El invierno como cada ciclo de la naturaleza encierra vida y muerte, belleza y tragedia — todas tan efímeras como los copos de nieve, o los colores que el sol reflejado en la nieve despliega sobre las planicies y las cimas de las montañas—. Tan efímero como la risa de los niños que durará lo que dura un acorde de vientos al abrazar los bosques. El frío no nos dejará huellas en la piel, pero sí en la memoria. Más allá de todo y cada año, al perecer el otoño nos aprestaremos a abrazar, con temor y deseo, alegría y angustia, al gélido invierno que llega con su sutil belleza para recordarnos que esta vez es a new beautiful winter’s tale.

José Ovejero descansa en el amor de ser un escritor feroz

La invención del amor marca un punto de giro en relación a su anterior producción de escritor duro con los lectores e inclemente con sus personajes.

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

El 2013 ha sido un buen año para José Ovejero.

En marzo pasado se enteró que Triángulo imperfecto, con la que había decidido probar suerte en el premio Alfaguara de Novela, uno de los más codiciados por los autores hispanos debido a su generosa dotación económica y la masiva campaña publicitaria pensada para difundir la novela ganadora, se había alzado con el triunfo.

Con esta victoria sobre casi 800 manuscritos —un récord  para la convocatoria del concurso— Ovejero inició una gira de promoción por 13 países y en junio llegó a Ecuador para hablar de su texto, ahora titulado La invención del amor. Este libro marca un punto de giro en relación a su anterior producción como escritor duro con los lectores e inclemente con sus personajes, a quienes, desde 1990, ha sometido a sus situaciones incómodas favoritas: los viajes y las postergaciones.

“Sí, me salen bien los desadaptados. Y soy consciente de que he sido  un escritor feroz, pero no estoy obligado a seguirme manteniendo en esa misma línea toda mi vida”

JOSÉ OVEJERO
Escritor

El mismo Ovejero admite que le ha hecho bien tomar un respiro de su dureza—Escritores delincuentes (2011) y La ética de la crueldad (2012), este último galardonado también con el anagrama de Ensayo—, lo han llevado a seguir siendo asociado con lo retorcido y lo escabroso. Ante el peligro del encasillamiento, Ovejero decidió esta vez ser consecuente con la misma naturaleza mutable, que lo ha impulsado a ir de un lado al otro del globo, y elegir el tema del amor, dando con eso un respiro a su pluma hábil para la creación de ermitaños y canallas. “Sí, me salen bien los desadaptados”, admite. “Y soy consciente de que he sido  un escritor feroz, pero no estoy obligado a seguirme manteniendo en esa misma línea toda mi vida”.

Sin embargo, la clasificación, esa tendencia de la mente a colocarlo todo en una casilla del tablero y esperar a que no se desplace, parece ser inevitable para tener una visión tranquilizadora del cosmos literario. Esa misma preferencia que ubica a los escritores por género  y se desconcierta cuando hay ciertos cambios en el registro, ha sentenciado que hay dos tipos de escritores: unos, como las hermanas Brontë, imaginando desde la sombra la claridad del mundo que han decidido no explorar, y otros, como Hemingway, vitalistas y excesivos, incursionando en el territorio que desean retratar para olisquear la sangre de primera mano.

Ovejero parece encajar mejor con el segundo tipo, aunque no se cansa de repetir que los uniformes no le van, porque cada vez que siente que se ha calzado uno, huye, se camufla, se mimetiza en comarcas que no parecían ser las suyas, es decir, viaja. Ovejero, en sus primeras publicaciones de la década del noventa, fue un peregrino que se confiesa a sí mismo como infiel a su pasado, emprendiendo viajes para encontrarse a sí mismo en algún otro lugar del mundo.

En China para hipocondriacos (1998) afirma de sus habilidades como escapista: “Cuando cambio de lugar desaparecen los mundos anteriores  que habité, sustituidos por el nuevo al que acabo de llegar”. En esos primeros libros de este autor, donde los espacios significaron mucho dentro de la historia, figuran obras donde Ovejero puso el cuerpo y se dio maneras para estar presente en los lugares sobre los que iba a escribir: Biografía del explorador (1994), Bruselas (1996) y Huir de Palermo (1999). En aquel entonces el español había realizado un importante cambio en su vida, fascinado por todo aquello que le exigiera  renuncias y desafíos. Inicialmente se había trasladado a Bonn y luego a Bruselas, donde trabajó como intérprete en conferencias para la Unión Europea. Otra vez Ovejero se prueba y decide aplicarse con los idiomas, que no se le dan precisamente fácil: alemán, inglés, francés e italiano. “Traducir es también contar una historia, con la diferencia de que tienes que ponerte en la mente de los otros”. Desde el 2001 prefiere ya no volver a hacerlo más.

Hasta ese entonces, la mirada que Ovejero tenía de la vida literaria era más bien la de un descreído de las alianzas y zalamerías del medio. Ermitaño y pulcro hasta el punto de repetir y borrar neuróticamente días enteros de trabajo, en “El premio”, cuento perteneciente al tomo Qué raros son los hombres (2000), fabula una historia donde la mejor manera de obligar a un escritor que ha sido rebelde a traicionarse, es concediéndole un premio literario. “Vas a ver como se amansa”, dice uno de los personajes refiriéndose al triunfador. “En cuanto le pasen dos veces la mano por el lomo y le echen alguna golosina”.

Ovejero lo tiene claro, es un escritor profesional y entiende, tal como lo dice su amiga Rosa Montero en un artículo para El País, que “escribir es resistir”.

La resistencia de Ovejero consiste en no teclear nada que no desee escribir y en haber hecho de la literatura el centro de su vida desde que publicó por primera vez a los 35 años.

La resistencia de Ovejero consiste en no teclear nada que no desee escribir y en haber hecho de la literatura el centro de su vida desde que publicó por primera vez a los 35 años. “Aunque en España, comer solamente de las letras, resulta cada vez peor”, sentencia. En un medio donde los premios literarios son vistos como un abismo atractivo que presentan el riesgo de la pérdida de la voz propia en pos de los intereses editoriales, Ovejero ha resistido y conseguido premios como el Primavera de novela en el 2005, gracias a Vidas ajenas, y el primer puesto de Ensayo (Anagrama 2012)  con La ética de la crueldad. “Ganar un premio grande te pone bajo sospecha”, admite. Pero escribir, es resistir.

Por esta razón, luego de los trajines del Primavera de novela, a las vorágines promocionales las toma con calma. En declaraciones de ese tiempo, dijo al periodista Luis García, de Literaturas.com, una frase que resulta también vigente para el demandante tour del Alfaguara: “Al fin y al cabo, si se presenta uno a un premio, corre el riesgo de ganarlo […] pero como sé que son dos meses y después vuelvo a mi vida normal no me preocupa; además, teniendo en cuenta la dotación y las repercusiones, no creo que sea como para andar quejándose por minucias”. Y por eso, cuando se le pregunta por sobre qué tiene pensado hacer con los 175,000 dólares que acaba de recibir, contesta con frontalidad y simpleza: “Vivir, no voy comprarme un yate”.

Para la proeza de recorrer 13 países en dos meses, el movedizo Ovejero ha debido reducir al mínimo todo lo demás: ha aplazado compromisos, postergado artículos y dosificado las clases de taller de escritura online que impartía hasta hace poco. Pero lo que sí ha mantenido es el blog por entregas “Larga distancia”, del sitio web de El País, donde transcribe las impresiones de su gira de promoción por los lugares que recorre. De su paso por Ecuador, menciona su visita pasada en que dio un paseo veloz  por Mindo y por las Galápagos, aprovechando para dar forma al personaje de Olivia, una asistente doméstica ecuatoriana quien aparece en la novela Nunca pasa nada (2008)  y de la imposibilidad que tiene para encontrar la obra de escritores jóvenes.

Las nuevas generaciones están en la mira de Ovejero para su siguiente acto de transformación. Tiene pensado dar forma a un libro de cuentos, pero estudia técnicas, recursos, tonos frescos para procurar esta vez un efecto diferente y hasta allí da detalles, luego de eso, prefiere abandonar las infidencias acerca de lo que espera del futuro.

Quien lee La Invención del amor y sonríe reconfortado por la apuesta que el protagonista Samuel hace por la esperanza de una vida romántica junto a Carina, es probable que no sepa que hasta el año pasado los malos, los brutales y los perversos eran los héroes favoritos de Ovejero e incluso, su tratamiento del amor iba más bien por el lado de la postergación y del cinismo. Trece años antes, en la historia “Entre líneas”, que consta en el tomo sobre amores contrariados Tu nombre flotando en el adiós (2013), testifica un Ovejero que juega a ser autobiográfico: “La vida es así, ¿no?, una concatenación de historias sin final, de hilos argumentales sueltos. Hay que conformarse con ello”. El amor, según Ovejero, es un gran final abierto, pero el autor esta vez no se opone a que los lectores coloquen un happy ending.

Entre los favoritos de Ovejero, además del inclemente narrador  sudafricano, Coetzee, está la poderosa austriaca Friedrich Jelinek consagrada por La pianista (1983) — esa sórdida historia de amor maternal. A ella, por cuya obra el español reconoce sensaciones de atracción  y repulsión, le dedica un ejercicio de brevedad llamado E. F. donde se supone que ella ha desaparecido y un grupo, entre los que está el narrador, emprende su búsqueda. “Teníamos premoniciones de sangre y objetos punzantes, de aguas turbias y olor a humedad en un lugar cerrado”. Pero Jelinek aparece viva y los burla a todos, dejándolos profundamente perturbados. No siempre lo que se espera de un autor es lo que él suele darnos.

Por eso, Ovejero, ese escritor delincuente que juega con registros, mascaradas y rostros falsos polimorfos solo por el placer del desconcierto, también nos ha tendido una trampa. Anuncia estas intenciones en La ética de la crueldad: «Los escritores crueles a veces escriben libros amables, ese es su descanso entre dos asaltos».

«Los escritores crueles a veces escriben libros amables, ese es su descanso entre dos asaltos».

JOSÉ OVEJERO
Escritor

Ovejero, solamente reposa en el amor para darse un descanso de seguir golpeando sin contemplaciones, no debemos ser tan confiados al creer que se ha reformado.

 

 

[alert type=»yellow»]José Ovejero Si desea conocer más sobre el escritor y su obra, puede visitar su sitio Web www.ovejero.info[/alert]

 

 

Paisajes movedizos

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El Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO) comparte con Entremares los resultados de “Envíenos su paisaje”, una convocatoria de fotografía pensada especialmente para las redes sociales. Aquí las finalistas y la foto ganadora.

“Envíenos su paisaje” fue un concurso convocado por el Museo de Arte Moderno de Bogotá hacia sus redes sociales. Si en las paredes del Museo se exponían fotografías de paisajes, rescatando la contemplación de lo que no se habita, se buscaba que el público hiciera la misma reflexión desde el trabajo aficionado. De todas partes, como paisajes movedizos, a los correos del mambo llegaron cerca de 260 fotos, conformando un catálogo del mayor interés y hasta una cartografía de lo nunca visto.

Un jurado integrado por María Elvira Ardila, curadora del MAMBO, Santiago Harker, fotógrafo, y Sebastián Van Den Berghe, diseñador, escogieron estas diez fotos después de varias sesiones de trabajo: se buscaron aquellas que en medio del flujo aplastante de las imágenes, rasgo de la fotografía de nuestros tiempos, nos invitaran a una manera de ver distinta. Un aprendizaje de la mirada, más que la belleza o el hallazgo de tal o cual paisaje.

De entre estas diez fotos también se escogió a un ganador: Edwin Sosa con su foto “Rocks”, tomada en algún lugar de la interioridad mexicana.

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 “Rocks”

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Edwin Sosa, México.

por Santiago Espinosa

“Aprender a mirar”…Se dice que Rainer Maria Rilke, poeta entre los viajeros, a menudo soltaba esta máxima cuando le hablaba a sus amigos del papel de las artes. Con el tiempo, precipitada la movilidad de todos los factores, esta tarea parecería más perentoria que nunca. Byung-Chul Han, el que podría ser el autor del libro de filosofía más citado de los últimos años, La sociedad del cansancio, le adjudica a estas tareas contemplativas un papel casi subversivo, anestesiada la mirada por el violento flujo que hoy circula a través de Facebook y otras redes sociales.

En tiempos donde ya no juzgamos una fotografía por su parecido con la realidad, y es al revés, juzgamos la realidad por su parecido con las fotografías, ya lo advertía Susan Sontag: una fotografía artística sería la que logre rescatar, a través de cierta distancia, una manera de ver distinta a la actual, en medio de una tendencia a convertirlo todo en foto y turismo, cuerpo desnudo y cementerio. Hacer del más manido de los recursos una ventana reflexiva, invitándonos incluso a pensar en la existencia de realidades inasibles, no reductibles a la mera imagen.

La foto “Rocks”, de Edwin Sosa, parecería ser muy consciente de estas crisis. Más que un paisaje hallado, encontrado en el viaje, éste parece construido a través de un proceso inverso, yendo del arte hacia la naturaleza, como logrado a través de una diálisis que nos permite mirar la realidad nuevamente, tan extraña y fascinante como si la estuviéramos viendo por primera vez.  Primero ocurre el hallazgo de un marco que reconstruye los contornos: cueva o una ruina, la oscuridad anterior a nuestros nombres. Luego el paisaje rescatado a través de ellas, como una realidad-otra que a lo lejos se vislumbra: aquello que perdimos y en secreto parpadea. Quizá sea esto: el sueño de una memoria que agujerea nuestro interior, casi ancestral o prehistórica.

Oscar Wilde decía que la naturaleza era en los tiempos modernos imitación del arte. Cierta o no esta cita, fotos como ésta, aún desde técnicas aficionadas, parecen recordarnos la importancia del arte para ver de una manera alternativa los entornos, librados del apetito o de lo exótico, la imaginería financiera o lo cursi. Paisajes encontrados por fuera de esta “caverna”, llámese televisión o publicidad, virtualidad, casi inadvertidos por el ojo de los medios masivos, pero donde podremos encontrar, otra vez, una instantánea que se resiste a los unanimismos: el acto de una persona que mira.

Tango traducido: El desarraigo del tango en ‘Happy Together’

El filme del director Wong Kar-wai realiza con éxito la desterritorialización del tango.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

La traducción inexorablemente involucra un desplazamiento. En el caso del tango, la traducción del mismo se puede interpretar como una descontextualización, un desarraigo o una desterritorialización del género. Esto significa que el tango, a través de sus viajes de territorio en territorio (geográficos, artísticos, sociales, temporales) va adquiriendo, como todo viajero, nuevas vivencias e influencias de las distintas realidades con las que se encuentra.

En este escrito quiero analizar el filme “Happy Together” del director hongkongnés Wong Kar-wai dentro del marco de la desterritorialización. Antes de adentrarme en el análisis de esta película, repaso brevemente los viajes (los ires y devenires) del tango y establezco el marco teórico dentro del cual estudio y mido el éxito de esta obra en la descontextualización del tango.

Los viajes del tango desde su nacimiento a finales del siglo XIX en el Río de la Plata son incontables, y su narrativa de desplazamiento es consabida. Sin duda, el viaje más famoso del tango es el que lo llevó a París, donde no sólo adquirió el reconocimiento internacional sino que también le permitió desplazarse en la escala socioeconómica que lo llevó del demimonde porteño a los círculos elitistas europeos y argentinos. La facilidad de viaje del tango, con lo que me refiero a la capacidad del tango de mantener su “integridad” en sus desplazamientos y encuentros con las influencias de los territorios que sirven de anfitrión, ha desembocado en la utilización e incursión del género en territorios y campos que en un determinado tiempo no eran destinos convencionales del tango, como China o el cine. Al hablar de la “integridad” del tango (esta palabra siempre enmarcada entre comillas por sus ángulos problemáticos) me refiero a las características únicas y fundamentales del género, como son (aquí me arriesgo a simplificar) la nostalgia, el desencuentro, la alienación, el deseo, la seducción, la domesticación (con sus antecedentes y ramificaciones), la picardía anclada en la tristeza y la tragedia, la marginalización. Sin embargo, debo señalar que esta habilidad de viajar no hace del tango un género hermético; es más, la desterritorialización y desarraigo del tango inyectan nuevas tonalidades al género, que en el mejor de los casos abren nuevas avenidas de exploración del potencial del tango y refuerzan los elementos característicos del mismo.

El concepto de la desterritorialización (o lo que yo propongo equiparar a la traducción) fue desarrollado por los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari. En su pensamiento, los conceptos de territorio y contexto se pueden equiparar; así, Buenos Aires es el territorio del porteño tanto como un árbol es el territorio de una rama. Al desterritorializarse, ese algo pierde su contexto. En esa pérdida de contexto y territorio, los filósofos afirman, se abren posibilidades para explorar las potencialidades de ese algo que previamente habían sido restringidas por su territorio. Así, una rama en el territorio del árbol siempre será una rama. Sin embargo, una vez separada del árbol, la rama podrá convertirse en otras cosas, como un bastón, el tacón de un zapato, o un simple y emancipado palo. En otras palabras, un bastón se puede leer como una rama desterritorializada. De la misma manera, se puede analizar los efectos y resultados de los viajes del tango como un proceso de desterritorialización en el que, fuera de su territorio simbólico (el Río de la Plata), el tango se encuentra con nuevas influencias y más posibilidades de autoconocimiento. Quizás el producto más conocido y exitoso del tango desterritorializado son las obras de Astor Piazzolla, quien educado en la música clásica en París e imbuido por el ritmo del jazz, llevó la concepción, composición y definición del tango a territorios inexplorados en ese entonces. En las obras de Piazzolla, la “alteración” del modelo tradicional del tango clásico con la incorporación de elementos del jazz, el uso del contrapunto y la disonancia, no comprometió la “esencia” y la “integridad” del género sino que dio nuevas tonalidades a la experiencia de la nostalgia y la alteridad, por ejemplo. Sin embargo, en su tiempo el músico recibió amenazas de muerte por manipular lo que se concebía como un estándar inalterable del tango. Hoy, medio siglo después del nacimiento del tango nuevo, la obra de Piazzolla es considerada un clásico del tango. Por otro lado, en el área de la danza, el tango ha experimentado cambios en su estadía en otros territorios, como en París, donde sus formas y figuras fueron alteradas para bajar de tono lo que se consideraba como movimientos demasiado sexuales (los abrazos se abrieron, las pelvis se distanciaron).

Una de las instancias que representan el triunfo de la descontextualización y traducción del tango es la migración del clásico “Volver” desde el territorio tanguista hasta el flamenco. La desterritorialización de “Volver” en la voz flamenca de Estrella Morente no resulta en una incongruencia chirriante, sino en la apertura de una posibilidad que hermana a dos géneros musicales con un pasado en común poco conocido. El logro del “Volver” de Morente radica en la identificación de las características esenciales del tango, y subsecuentemente en la explotación de las mismas a través de las técnicas del nuevo territorio (el flamenco, en este caso). Así, el carácter de la voz en la enunciación del coro “Volver” aunque está firmemente arraigada en el flamenco no traiciona o malinterpreta el gravitas de la versión original o el sentir del tango.

Estos breves ejemplos ilustran los viajes del tango y los cambios que ellos conllevan, y ayudan a matizar el análisis del desarraigo del tango en “Happy Together”. En esta cinta, la descontextualización y la mezcla de contextos y territorios (geográficos, temporales, sexuales) concede leves aunque significativas tonalidades a los pilares emotivos que sustentan el tango.

“Happy Together,” una película que cuenta el desencuentro de dos amantes chinos en Buenos Aires, captura con sorprendente precisión la melancolía tan característica del tango, y, a pesar de los numerosos desplazamientos realizados en el filme (de los personajes que viajan de Asia a Sudamérica, del tango Piazzollano que regresa a Buenos Aires, el desplazamiento y viaje del deseo entre dos cuerpos incompatibles, la oscilación del poder dentro de la dinámica del amor y el deseo), el tono de la cinta no pierde de vista que el centro emotivo que lo sustenta es uno moldeado por el gravitas, la idiosincrasia y la estética del tango.

Por ejemplo, el juego de colores, eso es la variación de encuadres y escenas en blanco y negro, sepia, monocromáticos y a color, se guía, propongo, por uno de los ejes del tango: la manipulación del tiempo. Cada color, y sus respectivos contrastes, apunta a una experiencia de momento y de tiempo, y la emoción que le tiñe de significado. Eso es, un pasado infeliz, de peleas y engaños, tiene el mismo tinte gris que un hoy desesperanzado cuando el personaje principal Lai Yiu-fai (interpretado por Tony Leung), dejado a la deriva por su amante (Ho Po-wing, interpretado por Leslie Cheung) en una ciudad desconocida y alienadora, contempla la escena que tiene frente a sí:  fuma un cigarrillo en una acera húmeda frente a un club de tango para turistas donde trabaja de portero. El pasado se convierte en presente, el presente sabe a pasado. En este incesante circular entre los tiempos existe el impulso de subvertir el aparente orden lineal del tiempo, y así poder cambiar eventos pasados o escapar del presente.

La desterritorialización del tango en los cuerpos que lo practican y viven (los cuerpos de los protagonistas tienen una alta carga simbólica una vez aparecen en la pantalla: son chinos, son gays, son inmigrantes) en “Happy Together” no solamente traduce y traspone las especificidades del tango a una plataforma universal, sino que también pone en un contexto contemporáneo las condiciones sociales y emocionales que dieron nacimiento al tango: la alienación, la extrañeza, el espanto. Sí, en “Happy Together” el tango está físicamente dentro de las coordenadas geográficas de su territorio simbólico. Sin embargo, este tango, el “Tango apasionado” de Piazzolla que sirve de leitmotif musical en la cinta, es uno que aún manteniendo su médula se ha transformado en sus viajes de Buenos Aires a París, de Hong Kong a La Boca, del hoy al ayer. Ante todo, el logro de “Happy Together” reside en su habilidad o reticencia a jugar con el tema del exotismo. Así vemos, por ejemplo, la transposición de localidades y posicionamientos: para Buenos Aires, los chinos son exóticos; para los amantes chinos, Buenos Aires es extranjera; para ambos, los dos son extraños. La realización de la extrañeza de uno mismo, dentro de sí, es uno de los logros más profundos de la descontextualización del tango en “Happy Together”. Sin embargo, desde una perspectiva general, el mayor triunfo de “Happy Together” en la descontextualización del tango es la apertura de nuevos territorios de expresión y exploración que mantienen la vigencia de un género centenario al concederle una tonalidad posmoderna de la nostalgia y melancolía ambientada en las disyuntivas de nuestra generación. El tango en “Happy Together” es y es más que tango; es la canción triste de Buenos Aires, es el sonido triste de una generación en crisis.

Memoria Prohibida de los Buenos Años [reseña]

Jairo Giraldo cruza la delgada línea entre el quehacer periodístico y la literatura: cuenta una historia que devela el trasegar de inmigrantes que persiguen la riqueza aprovechando el boom del narcotráfico en Nueva York.

[alert type=»yellow»]Editorial Palibrio, 440 páginas, a la venta en Amazon.com.
Clic aquí para leer un fragmento de la novela.[/alert]

por Efrén Herrera Quintín
Entremares Magazine

“La oportunidad hace al ladrón”, decía mi abuela, y a sus ojos les alcanzó luz y vida para ver caer a uno de sus vecinos en Bogotá, Colombia, víctima de las balas de la venganza tras su paso efímero por los carteles del tráfico de cocaína.

Hoy, con la novela Memoria Prohibida de los Buenos Años en mis manos, me asalta un sentimiento de cercanía de la historia que cuenta Jairo Giraldo con la del vecino de mi abuela. Aunque se vive a miles de kilómetros de distancia de Nueva York, donde transcurre la novela, el protagonista fue un joven que dio sus primeros malos pasos atraído por la idea de llegar a la Gran Manzana para disfrutar de la vida holgada que dan los dólares obtenidos por la vía rápida.

Pero no se trata de una historia más acerca del narcotráfico, tema que llena las páginas de los periódicos todos los días, sino la experiencia de personajes de carne y hueso cuya vida se entrelaza en el  frenesí y el afán por alcanzar su objetivo primario: el dinero. Memoria Prohibida de los Buenos Años es el relato descarnado de la actividad del empresario Raúl Gómez, quien, al igual que muchos buscadores de la fortuna inmediata, no tiene reparos en cruzar la línea que separa lo legal de lo que no lo es. Incluso, al personaje principal parece no importarle olvidarse de la moral y llevar a sus amigos a la muerte, a pesar de que ofrecen su vida para cuidarlo de los peligros que enfrenta por su actividad de lavador de dinero procedente de actividades non sanctas.

En el período en que transcurre la novela de Giraldo, hacia la segunda mitad de la década de los años noventa, fueron miles los hispanos que llegaron a Nueva York expulsados de su país por razones de violencia o porque la falta de oportunidades frenó sus aspiraciones económicas y sociales. Muchos enfrentaron su nueva vida metiendo el hombro en los trabajos que están relegados al inmigrante y aprovecharon las oportunidades alcanzando el éxito empresarial, como Raúl. Pero las oportunidades no siempre viajan por el camino recto y en esas desviaciones es que Giraldo encuentra el material para su novela.

Memoria Prohibida de los Buenos Años cuenta una buena historia que vale la pena leer. Está escrita de una manera que se antoja casi lista para el guión de una película, con entrada y salida de los actores a escenas que llevan al lector a estar siempre alerta y listo para la acción que sigue. Memoria Prohibida de los Buenos Años pone de relieve que el sistema judicial estadounidense no es tan perfecto como lo pintan países como Colombia, cuyas autoridades prefieren extraditar a sus connacionales para que los juzguen bajo un rasero que se ajusta más al origen del delincuente que al delito mismo.

 

‘Breaking Bad’ y el trabalenguas que lo hundió

por Suan Pineda

Entremares Magazine

“Breaking Bad”, quizá la mejor serie de televisión en la historia de la pantalla chica de los Estados Unidos, me ha decepcionado. Pero antes de detallar las razones de mi desencanto, explico por qué yo, como millones de televidentes, he sucumbido al oscuro y tergiverso magnetismo de esta serie.

El programa, creado por el “ex-alumno” de “The X Files” Vince Gilligan, cuenta la historia de un profesor de química que, después de recibir una prognosis negativa de cáncer, decide asegurar la estabilidad financiera de su familia después de su muerte. No hay nada de extraño en este deseo, lo que lo hace particular es de qué manera el protagonista, Walter White, decide amasar dinero: a través de la manufactura y distribución de metanfetamina. Es esta particularidad la que servirá de fuente y eje para el foco narrativo y la complejidad moral de la serie. En cada episodio vemos la metamorfosis de Walter, un maestro de secundaria cuya usual indumentaria incluye pantalones caqui, camisas de color pastel y gafas, convertido en un traficante de drogas que, en la misma vestimenta, asesina a sangre tibia. En el viaje de donnadie a capo de las drogas, Walter y “Breaking Bad” van creando su propia medida moral: nos demuestran que hay un infinito valle gris entre el bien y el mal, nos obligan a especular y cuestionar nuestras acciones y reacciones si nos enfrentamos a dilemas y paradojas similares, y ponen el dedo en la llaga de una sociedad que atraviesa la peor recesión económica de su historia.

El mayor impacto de la serie ha sido elevar el género de drama televisivo en casi todos los ámbitos. Desde los guiones hasta la producción, “Breaking Bad” ha derribado las convenciones de la televisión, creado nuevos tropos y tipos, y establecido estándares de producción a seguir (como lo hizo “The X Files” a principio de los noventas al incorporar estándares de producción y narrativa del cine en una serie televisiva). Sin embargo, lo más evidente para el espectador son las actuaciones: el misterio que yace entre las zanjas del arrugado rostro de Walt, la inocencia carcomida en los ojos atormentados de su cómplice Jesse, o la oscura turbulencia tras la serena voz del capo de las drogas Gustavo Fring.

Durante tres temporadas, me sentaba inmóvil frente al televisor con las manos empuñadas sobre el pecho y los párpados tensos, temerosa de que con un pestañear me perdiese de algún detalle. Cada episodio, cada temporada, dejaba mi corazón estremecido y mi cabeza desorbitada. Al ver los especiales de detrás de las cámaras, me maravillaba de la precisión y atención en la planeación para realizar una escena de explosiones (por ejemplo, los productores y los expertos en efectos especiales analizaban cómo diagramar la trayectoria de la onda explosiva para que derribase una puerta en tal segundo, y un pedazo del techo en otro minuto) y la profunda reflexión que realizan los guionistas y actores para crear personajes ordinarios en situaciones extraordinarias.

Sin embargo, en la cuarta temporada, mi enamoramiento acabó. En quizás un gesto sin precedentes en la televisión estadounidense, “Breaking Bad” presentó una escena completamente en español y sin subtítulos. Sólo por eso hay que admirar la serie. Sin embargo, cabe criticar el desastre del mejunje de acentos y las profundas consecuencias de la ignorancia de la idiosincrasia idiomática y lingüística del español en un programa tan influyente. Mi corazón se partía y mis oídos se revolcaban de estupefacción mientras veía y escuchaba la escena. Junto a su amigo y socio Maximino Arciniega, Gustavo Fring, un personaje con raíces chilenas que se refugió en México para terminar en Albuquerque, New Mexico, se reúne con el cabecilla del Cartel de Ciudad Juárez, Don Eladio. Esto fue lo que escuché: Gus hablaba con una inflexión exagerada de las erres similar a la de turistas estadounidenses que rondan las playas caribeñas. El capo mexicano del Cartel de Ciudad Juárez no podía sacudirse un innegable acento cubano (el personaje es interpretado por el actor cubanoestadounidense Steven Bauer). Y Maximino, por su lado, oriundo de Santiago de Chile, no podía ni trataba de disimular un dejo dominicano.

El efecto es chirriante y desconcertante. Eso es, si me dicen que un personaje es de Chile, o que otro es del norte de México, yo espero los correspondientes acentos, como esperaría que un personaje de Londres tenga la entonación británica o uno de Mississippi hable con la cadencia del sur de Estados Unidos. Mi primera reacción fue incredulidad y la segunda fue tratar de encontrar excusas (quizá Gus posee un origen secreto y en vez de Chile creció en Vermont, o Don Eladio es un narcotraficante con raíces y aspiraciones multinacionales). Pero no hay nada en la serie que apoye esta hipótesis. Y tuve que aceptarlo: “Breaking Bad” ha caído en el mismo hoyo que sus predecesores (“The X Files” en un episodio sobre el chupacabras tenía un actor de ascendencia latina que no podía ni pronunciar hola) y contemporáneos (“30 Rock”; Salma Hayek actuando inverosímilmente de puertorriqueña).

El manejo de los dialectos es difícil pero no imposible. Prueba del éxito de ello son las decenas de actores anglos, para quienes la versatilidad de acentos es un requisito, que interpretan personajes dentro del espectro del inglés. Algunos ejemplos sobresalientes son la inglesa Kate Winslet como la neoyorquina Clementine en “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, el sueco Alexander Skarsgård como el vampiro regionalizado en el sur de Estados Unidos en “True Blood”, el británico Dominic West como un policía de Baltimore en “The Wire”, y el camaleón por excelencia Gary Oldman. Sin embargo, en el caso del castellano, las instancias son más escasas aunque más que posibles. Un ejemplo por excelencia es Javier Bardem en la cinta “Antes que anochezca” en la que interpretaba al escritor cubano Reynaldo Arenas. Allí, Bardem manejó con destreza no sólo el dialecto cubano sino también el acento cubano en inglés estadounidense. Me dejó la boca abierta, y demostró que es la vocación y la responsabilidad del actor el encarnar con autenticidad su personaje, y que una parte crucial de esa encarnación es el dominio del hablar. También debo resaltar el admirable, aunque imperfecto, intento de la serie “Weeds” de seguir con fidelidad la fluctuación de los dialectos de sus personajes mexicanos.

Aclaro: el jugar con los dialectos y los lenguajes diestramente es un instrumento narrativo de poder singular. El director hongkongnés Wong Kar-wai lo hizo maravillosamente en “2046”. En la cinta, los personajes hablan distintos dialectos de China e incluso el japonés. El diálogo fluye como el tiempo en una narrativa anticronológica en donde el mandarín de Gong Li y Zhang Ziyi se entrelaza con el cantonés de Tony Leung y el japonés de Takuya Kimura. El director se aprovecha de las divisiones lingüísticas y sus respectivos fondos históricos no sólo para conferir un tinte característico a cada personaje sino también para encontrar una especie de ágora donde convergen los tiempos, los espacios y las historias. La utilización de varios dialectos en la cinta no apunta a la ignorancia de las diferencias, sino a una inclinación panasiática, a la articulación de un lenguaje universal a la vez que se respetan las particularidades y diferencias de cada personaje.

El error — garrafal, desde mi punto de vista — de “Breaking Bad” no es el único en la televisión estadounidense pero marca el ápice de mi frustración. Quizás la altura de mis expectativas también refleja una tonta e irremediable posición en la que espero que la televisión sea una fuente poco convencional de información, conocimiento y arte. Pero “Breaking Bad,” por todas las razones que listé anteriormente, me había dado esperanza de que marcaría una era nueva en el tratamiento del español en la pantalla grande y chica. Lo que me lleva a cuestionar ¿por qué ocurre esto y a quién echarle la culpa? ¿Será imposible tener una representación precisa y creíble de un personaje hispanohablante en el mainstream de la industria del entretenimiento en EE.UU.? ¿Le importa a la audiencia en general? ¿Será que en un mundo cada vez más global y transcultural aún se pueden justificar esta clase de esencialismos y tergiversación cultural? Me atrevo a argumentar que es un síntoma del imperialismo cultural.

Creo que el asunto se reduce en parte a una cuestión de expectativas, y ésta por su parte se reduce en el poder y nivel adquisitivo y de consumo (tanto monetario como cultural) del público imaginado de estos productos. Es decir, estos programas asumen que la audiencia anglosajona es más exigente que la hispanohablante. Y quizá, en cierta medida en este momento, tienen razón. Mas no es una excusa. Ese “descuido” (para utilizar un término benévolo) señala que ven a los hispanohablantes como grupos intercambiables cuyas historias se confunden por la afinidad lingüística. Este “descuido” es animado quizá por un afán de simplificar un mundo complejo, de dominar lo foráneo y lo exótico, de encasillar “un exceso” (como diría Homi Bhabha) en un paquete reconocible para un público incomprendido. La ignorancia es opresiva y se difunde rápidamente. Como espectadores, artistas y comunidad (diversa y distinta), exijamos más.

Tengo una razón de peso para obsesionarme en el tema del lenguaje. La lengua y la articulación de la misma son significantes de la cultura. El lenguaje es como el ADN de nuestra identidad, es el registro viviente y cambiante de nuestra historia. Las lenguas, dialectos y acentos marcan la especificidad de nuestras vivencias y raíces. Al examinar nuestro lenguaje entenderemos de dónde venimos y quizá hacia dónde vamos. Por emplear un ejemplo consabido, podemos ver la influencia árabe en el español al analizar las palabras en castellano que poseen raíces árabes. O, en un ejemplo más contemporáneo, podemos ver el alcance del inglés en el mundo al reconocer los anglicismos tallados en idiomas como el español y el mandarín. O podemos aún escuchar en nuestro diario hablar los ecos de culturas que han sido marginalizadas u obliteradas: en el “palta” de Sudamérica resonará el quechua, en el “aguacate” de México se escucha el náhuatl. Nuestra historia, nuestros logros y nuestras desgracias están grabados y gravados en el idioma en cuyo corpus los ecos del pasado resuenan en el articular de nuestro presente. Parece una nimiedad resaltar estas instancias de la televisión, pero la repetición frecuente de estos errores en un medio de gran alcance cimienta la tergiversación de nuestra identidad, y cede el control de la articulación de nuestra cultura a un imperio mediático que manipula tosca e ignorantemente la lengua.

“Breaking Bad” marca indudablemente un hito en la historia de la televisión, y sus logros son indisputables. Sin embargo, espero también que marque el punto donde se inicie un cambio en la aproximación medida y estudiada de los dialectos, porque un lenguaje es más que un lenguaje – es una identidad – .