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José Ovejero descansa en el amor de ser un escritor feroz

La invención del amor marca un punto de giro en relación a su anterior producción de escritor duro con los lectores e inclemente con sus personajes.

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

El 2013 ha sido un buen año para José Ovejero.

En marzo pasado se enteró que Triángulo imperfecto, con la que había decidido probar suerte en el premio Alfaguara de Novela, uno de los más codiciados por los autores hispanos debido a su generosa dotación económica y la masiva campaña publicitaria pensada para difundir la novela ganadora, se había alzado con el triunfo.

Con esta victoria sobre casi 800 manuscritos —un récord  para la convocatoria del concurso— Ovejero inició una gira de promoción por 13 países y en junio llegó a Ecuador para hablar de su texto, ahora titulado La invención del amor. Este libro marca un punto de giro en relación a su anterior producción como escritor duro con los lectores e inclemente con sus personajes, a quienes, desde 1990, ha sometido a sus situaciones incómodas favoritas: los viajes y las postergaciones.

“Sí, me salen bien los desadaptados. Y soy consciente de que he sido  un escritor feroz, pero no estoy obligado a seguirme manteniendo en esa misma línea toda mi vida”

JOSÉ OVEJERO
Escritor

El mismo Ovejero admite que le ha hecho bien tomar un respiro de su dureza—Escritores delincuentes (2011) y La ética de la crueldad (2012), este último galardonado también con el anagrama de Ensayo—, lo han llevado a seguir siendo asociado con lo retorcido y lo escabroso. Ante el peligro del encasillamiento, Ovejero decidió esta vez ser consecuente con la misma naturaleza mutable, que lo ha impulsado a ir de un lado al otro del globo, y elegir el tema del amor, dando con eso un respiro a su pluma hábil para la creación de ermitaños y canallas. “Sí, me salen bien los desadaptados”, admite. “Y soy consciente de que he sido  un escritor feroz, pero no estoy obligado a seguirme manteniendo en esa misma línea toda mi vida”.

Sin embargo, la clasificación, esa tendencia de la mente a colocarlo todo en una casilla del tablero y esperar a que no se desplace, parece ser inevitable para tener una visión tranquilizadora del cosmos literario. Esa misma preferencia que ubica a los escritores por género  y se desconcierta cuando hay ciertos cambios en el registro, ha sentenciado que hay dos tipos de escritores: unos, como las hermanas Brontë, imaginando desde la sombra la claridad del mundo que han decidido no explorar, y otros, como Hemingway, vitalistas y excesivos, incursionando en el territorio que desean retratar para olisquear la sangre de primera mano.

Ovejero parece encajar mejor con el segundo tipo, aunque no se cansa de repetir que los uniformes no le van, porque cada vez que siente que se ha calzado uno, huye, se camufla, se mimetiza en comarcas que no parecían ser las suyas, es decir, viaja. Ovejero, en sus primeras publicaciones de la década del noventa, fue un peregrino que se confiesa a sí mismo como infiel a su pasado, emprendiendo viajes para encontrarse a sí mismo en algún otro lugar del mundo.

En China para hipocondriacos (1998) afirma de sus habilidades como escapista: “Cuando cambio de lugar desaparecen los mundos anteriores  que habité, sustituidos por el nuevo al que acabo de llegar”. En esos primeros libros de este autor, donde los espacios significaron mucho dentro de la historia, figuran obras donde Ovejero puso el cuerpo y se dio maneras para estar presente en los lugares sobre los que iba a escribir: Biografía del explorador (1994), Bruselas (1996) y Huir de Palermo (1999). En aquel entonces el español había realizado un importante cambio en su vida, fascinado por todo aquello que le exigiera  renuncias y desafíos. Inicialmente se había trasladado a Bonn y luego a Bruselas, donde trabajó como intérprete en conferencias para la Unión Europea. Otra vez Ovejero se prueba y decide aplicarse con los idiomas, que no se le dan precisamente fácil: alemán, inglés, francés e italiano. “Traducir es también contar una historia, con la diferencia de que tienes que ponerte en la mente de los otros”. Desde el 2001 prefiere ya no volver a hacerlo más.

Hasta ese entonces, la mirada que Ovejero tenía de la vida literaria era más bien la de un descreído de las alianzas y zalamerías del medio. Ermitaño y pulcro hasta el punto de repetir y borrar neuróticamente días enteros de trabajo, en “El premio”, cuento perteneciente al tomo Qué raros son los hombres (2000), fabula una historia donde la mejor manera de obligar a un escritor que ha sido rebelde a traicionarse, es concediéndole un premio literario. “Vas a ver como se amansa”, dice uno de los personajes refiriéndose al triunfador. “En cuanto le pasen dos veces la mano por el lomo y le echen alguna golosina”.

Ovejero lo tiene claro, es un escritor profesional y entiende, tal como lo dice su amiga Rosa Montero en un artículo para El País, que “escribir es resistir”.

La resistencia de Ovejero consiste en no teclear nada que no desee escribir y en haber hecho de la literatura el centro de su vida desde que publicó por primera vez a los 35 años.

La resistencia de Ovejero consiste en no teclear nada que no desee escribir y en haber hecho de la literatura el centro de su vida desde que publicó por primera vez a los 35 años. “Aunque en España, comer solamente de las letras, resulta cada vez peor”, sentencia. En un medio donde los premios literarios son vistos como un abismo atractivo que presentan el riesgo de la pérdida de la voz propia en pos de los intereses editoriales, Ovejero ha resistido y conseguido premios como el Primavera de novela en el 2005, gracias a Vidas ajenas, y el primer puesto de Ensayo (Anagrama 2012)  con La ética de la crueldad. “Ganar un premio grande te pone bajo sospecha”, admite. Pero escribir, es resistir.

Por esta razón, luego de los trajines del Primavera de novela, a las vorágines promocionales las toma con calma. En declaraciones de ese tiempo, dijo al periodista Luis García, de Literaturas.com, una frase que resulta también vigente para el demandante tour del Alfaguara: “Al fin y al cabo, si se presenta uno a un premio, corre el riesgo de ganarlo […] pero como sé que son dos meses y después vuelvo a mi vida normal no me preocupa; además, teniendo en cuenta la dotación y las repercusiones, no creo que sea como para andar quejándose por minucias”. Y por eso, cuando se le pregunta por sobre qué tiene pensado hacer con los 175,000 dólares que acaba de recibir, contesta con frontalidad y simpleza: “Vivir, no voy comprarme un yate”.

Para la proeza de recorrer 13 países en dos meses, el movedizo Ovejero ha debido reducir al mínimo todo lo demás: ha aplazado compromisos, postergado artículos y dosificado las clases de taller de escritura online que impartía hasta hace poco. Pero lo que sí ha mantenido es el blog por entregas “Larga distancia”, del sitio web de El País, donde transcribe las impresiones de su gira de promoción por los lugares que recorre. De su paso por Ecuador, menciona su visita pasada en que dio un paseo veloz  por Mindo y por las Galápagos, aprovechando para dar forma al personaje de Olivia, una asistente doméstica ecuatoriana quien aparece en la novela Nunca pasa nada (2008)  y de la imposibilidad que tiene para encontrar la obra de escritores jóvenes.

Las nuevas generaciones están en la mira de Ovejero para su siguiente acto de transformación. Tiene pensado dar forma a un libro de cuentos, pero estudia técnicas, recursos, tonos frescos para procurar esta vez un efecto diferente y hasta allí da detalles, luego de eso, prefiere abandonar las infidencias acerca de lo que espera del futuro.

Quien lee La Invención del amor y sonríe reconfortado por la apuesta que el protagonista Samuel hace por la esperanza de una vida romántica junto a Carina, es probable que no sepa que hasta el año pasado los malos, los brutales y los perversos eran los héroes favoritos de Ovejero e incluso, su tratamiento del amor iba más bien por el lado de la postergación y del cinismo. Trece años antes, en la historia “Entre líneas”, que consta en el tomo sobre amores contrariados Tu nombre flotando en el adiós (2013), testifica un Ovejero que juega a ser autobiográfico: “La vida es así, ¿no?, una concatenación de historias sin final, de hilos argumentales sueltos. Hay que conformarse con ello”. El amor, según Ovejero, es un gran final abierto, pero el autor esta vez no se opone a que los lectores coloquen un happy ending.

Entre los favoritos de Ovejero, además del inclemente narrador  sudafricano, Coetzee, está la poderosa austriaca Friedrich Jelinek consagrada por La pianista (1983) — esa sórdida historia de amor maternal. A ella, por cuya obra el español reconoce sensaciones de atracción  y repulsión, le dedica un ejercicio de brevedad llamado E. F. donde se supone que ella ha desaparecido y un grupo, entre los que está el narrador, emprende su búsqueda. “Teníamos premoniciones de sangre y objetos punzantes, de aguas turbias y olor a humedad en un lugar cerrado”. Pero Jelinek aparece viva y los burla a todos, dejándolos profundamente perturbados. No siempre lo que se espera de un autor es lo que él suele darnos.

Por eso, Ovejero, ese escritor delincuente que juega con registros, mascaradas y rostros falsos polimorfos solo por el placer del desconcierto, también nos ha tendido una trampa. Anuncia estas intenciones en La ética de la crueldad: «Los escritores crueles a veces escriben libros amables, ese es su descanso entre dos asaltos».

«Los escritores crueles a veces escriben libros amables, ese es su descanso entre dos asaltos».

JOSÉ OVEJERO
Escritor

Ovejero, solamente reposa en el amor para darse un descanso de seguir golpeando sin contemplaciones, no debemos ser tan confiados al creer que se ha reformado.

 

 

[alert type=»yellow»]José Ovejero Si desea conocer más sobre el escritor y su obra, puede visitar su sitio Web www.ovejero.info[/alert]

 

 

Learning to aguantar

Enclosed in the dark confines of a temazcal, a lesson on endurance and overcoming fears.

by Tracy L. Barnett

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The temazcal, or sweat lodge, is a centerpiece of the spiritual village where I’ve come to live, deep in the countryside of Mexico’s Western Highlands. One sits at the heart of the community, and many families have their own temazcal, as well. This ceremony was a special one: Juan Carlos was turning 52 — a deeply significant number. According to indigenous tradition, 52 represents the end of a cycle and the midway point of life; it is the entry into true adulthood, when one becomes an elder of the community.

He had invited friends from all over to take part in the event. Besides the temazcal ceremony, there would be Aztec dancers and an all-night flor y canto (flower and song) ceremony.

I arrived at sundown and found a large group around the fire, none of whom I knew. Juan Carlos, in all white with a red band around his head and another around his waist, spotted me.

“Are you going to join us for the temazcal?” he asked. “Well, I was thinking of it, but it seems there are a lot of people,” I answered hesitantly. “Yes, but there is a lot of temazcal!” he replied.

I looked over at the small, blanket-covered dome that waited behind us. It was perhaps three meters across, and much of that taken up by a big hole in the middle for the stones that would be shoveled in from the fire to heat the space. I was dubious, but Juan Carlos’ confidence won me over. So I joined the circle and was invited to open the songbook to a random selection.

“Tierra mi cuerpo, agua mi sangre
Aire mi aliento, y fuego mi espíritu,” we sang.

“How does it make you feel?” asked Abuela Marta, whose silver curls framed a youthful, smiling face.

“It makes me feel welcome and at home,” I said. “In my pueblo, we sing the same song, but in English.”

“Bueno, will you sing it for us?”

So I did – a bit off key, but nobody seemed to care:

“Earth my body, water my blood
Air my breath and fire my spirit.”

Soon the last scraps of light faded from the sky, and it was time to be blessed by the copal incense and enter the temazcal.

Women first, each in turn kneeling at the mouth of the temazcal, asking permission to enter and touching our heads to the ground. “Todas mis relaciones (All my relations),” each of us murmured and entered the dome in a clockwise fashion, circling the hole in the center.

I tried to make myself comfortable on the damp earthen floor, squeezed between an ample woman to my left and a smaller one to my right. Our eyes met, we smiled. As my eyes adjusted to the darkness, I could make out some ribbons dangling from the star-shaped pattern in the ceiling where the bamboo frame came together.

Juan Carlos was telling us this would be a rebirth; we must leave all of our old vices and misconceptions behind and be born anew.

Hoka hey! He said, quoting the Lakotas: This is a good day to die! Our old selves die today to make way for a new one.

The group chanted with him: Hoka hey!

It’s a symbolic death, I reminded myself a bit apprehensively, and shouted out my own battle cry.

“Remember that inside the temazcal, we are all connected – all one single heart,” Juan Carlos said. “If one of us is struggling, we can all share with that person our strength.” I never imagined that I might be the struggling one.

I was an old hand at sweat lodge ceremonies back in the States; I had endured a five-round sweat that practically melted me into the Earth. I felt that my temazcal credentials were secure, and I wasn’t worried.

Soon the temazcal was full, and Juan Carlos urged us to squeeze in tighter. “There are still 10 more of us,” he said.

I was seated at the back, squeezed in tight between my neighbors, and there was no room to move over. In front of us were a row of men and they found a way to accommodate a few more people. Now I was pressed in from the front as well as both sides. I thought about the people who had died in a sweat lodge in Arizona two years ago. My family would never forgive me if I died in a temazcal ceremony. I laughed at myself – these people were old hands, and there was no need to worry about such a thing.

I focused on the glowing Grandmother Stones as they were one by one shoveled in; with every new rock the people sang a welcome:

“Bienveni-ida, bienveni-ida, bienvenida abuelita (Welcome, grandmother).”

Juan Carlos moved each of them into place with a pair of deer antlers and blessed each with a chunk of copal incense. The pungent scent filled the air.

“Puerta!” Juan Carlos cried out, signaling for the fire keeper to lower the flap of blanket over the door, our last remaining source of light. Now we were immersed in total darkness.

The singing and chanting began, and I tried to sing along, to submerge myself in the rhythm of the drum. But the fire was smoking badly, and I needed to cough. I hadn’t been afraid of the heat, but it began to dawn on me that there are other ways to die in a temazcal.

I tried to breathe through my fear and the intense discomfort of my rising claustrophobia. I stared fiercely into the glow of the grandmothers. Then a woman’s voice cried out, asking permission to leave.

“Why do you want to leave?” Juan Carlos queried.

“I feel bad – I feel crowded, I can’t breathe, I feel like I’m going to suffocate,” she said, an anguish in her voice that reflected my own repressed fear. “I can’t stand it.” I felt bad for her, but at the same time I felt relieved. I wasn’t alone in my distress, at least. And now, perhaps, I could leave.

“Very well, you can leave if you really want to. But first, tell me more. What’s your name?”

“Laura,” she said.

“When did you first feel this way? Was there someone who made you feel this way when you were a child?”

She began to sob.

“Was it your mother? Your father? A brother or sister? A man?”

She sobbed harder.

I began to feel the panic rising; since a bout with pneumonia years ago, I have struggled with bronchitis and a phobia about not being able to breathe. I needed space to cough. Space that I didn’t have.

Time to face your fears, I told myself severely.

“Who was it? You can share it with us!”

“My mother!” she finally gasped. “She controlled my every move, she suffocated me, I couldn’t stand it.”

“Scream out your fear!” Juan Carlos urged her. “Scream it out!”

A shrill, frightened scream filled the darkness.

“Again! Let it out!”

Another – this time stronger – and another.

“Excellent – how do you feel now?”

There was a pause. “Better,” she finally said, quietly.

“Do you want to leave now, or do you want to aguantar?”

Aguantar means to endure, but in Spanish, it has a greater connotation of strength and nobility than in English, where often it’s taken to mean helpless, hapless suffering.

Laura was neither helpless nor hapless.

“Aguantar!” she cried, with all her might.

A cheer went up in the darkness, and my heart sank. I realized in my distress that I had been hoping she’d leave and create a space for me to leave soon as well… or at least create more space for the rest of us. I swallowed my shame and joined in the singing. Steam rose in great clouds in the darkness as Juan Carlos splashed water on the rocks.

Volamos como águilas
Volamos muy alto
Alrededor del cielo
Con alas de luz
(We fly like eagles, we fly very high, all around the heavens, with wings of light…)

I didn’t feel like an eagle, I felt like a small sweating animal in a cage, and I longed for air and for light. I prayed for a speedy round.

Soon my prayer was answered. “Puerta!” rang out – a cry for the door to be opened. The glowing flames beyond the door reassured me, and a cool breath of air swept through the dome.

“Permission to leave!” rang out another voice. This time it was the woman beside me – Miriam. “I have to attend to my son!” She was already rising to her knees and my spirits rose. Now I would have some space. But no – Juan Carlos was questioning her.

“What is it, Miriam? Why are you wanting to leave!” she sank to her knees. “Many things,” she murmured.

“What is it?”

Miriam sighed. “It’s my son – I realized he has no jacket, and it’s cold. And also… I’m feeling claustrophobic, and my back hurts.”

“What is it really, Miriam? Do you want to share?”

Miriam was trembling next to me. She began to cry. “It’s very hard,” she said.

“That’s it, let it out,” Juan Carlos encouraged her. “You can draw on our strength. Fuerza hermanita (strength, little sister!)” he cried out.

“Fuerza!” cried out the others.

“How do you feel, hermanita?”

“Better.”

“Do you want to leave, or aguantar?”

“Aguantar.”

She rearranged herself and I felt more closed in than before. I sighed. There was no escape now, without seeming like a wimpy gringa.

I analyzed my situation. I was intensely uncomfortable, but the small amount of congestion in my lungs was manageable, I could breathe through it. I was not being seized by the coughing fit I had anticipated. I rose above the panic and looked at it. “Aguantar,” I said to myself, and settled in for another round.

This one was filled with yet more anguished voices seeking relief: There was the mother who feared for her son, who had changed since he started spending time with a new, malicious group of young friends; and there was her son, who amazingly responded from the other side of the temazcal, sharing his own anguish: he was afraid if he didn’t go with the group, they would beat him up. Prayers went up for the boy and his mother; the boy was urged to go on a vision quest, and a song was dedicated to him.

There was a man who had hurt his wife and a woman named Jessica; he pleaded for forgiveness.

And there was me, remembering my mother in the darkness of her bedroom, fighting for her life in a nearly lethal respiratory condition that has never been diagnosed; she cured herself over a period of years through a macrobiotic diet and therapy.

Aguantar, I thought. I come from strong stock. If my mother can do it, so can I.

“Prefiero esta medicina, a estar internado en un hospital,” sang Juan Carlos – I prefer this medicine to being interned in a hospital. Gradually, like a light gleaming in the darkness, I understood why I was here. This was part of the medicine. I was learning to aguantar.

I raised my voice in the chant. Yes, I prefer this medicine, too.

I came to this place to work on unifying my fragmented mind, body and spirit; too many years in front of a computer screen, distracted from the distractions that serve as the centerpiece of a life in a modern metropolitan newsroom. My unruly, wild mind resisted meditation; my stiff body balked at yoga. My concentration was shot, and I wasn’t sure I could really believe in anything anymore.

Here in the steamy heat of the temazcal, all of that melted away to something more essential.

Something, like the red-hot rock at the core of my being, flickered and glowed. I relaxed and breathed in the heat, medicine for my weary soul: the knowledge that I could dominate my fears, that I could strengthen my too-soft body, mind and spirit. That I was, in fact, already doing just that.

“Remember these are just our bodies. We are masters of our bodies; we are parts of God, and we can make our bodies do our will,” the fierce voice of Abuela Marta rang out.

I had prepared myself for four rounds of 13 stones apiece, 52 stones, one for each of Juan Carlos’ years. But at the end of the third round, with the man in front of me retreating from the fierce heat of the fire and pressing back against me, with my back aching and the ground below me turned to rocky torture, I felt I had endured enough. It had to have been three hours by now; I was strong enough already.

“It’s time for the last round, and it will be fuerte,” Juan Carlos said. That seemed to be my opening. I started to rise.

“Permiso para salir,” I said.

Miriam reached out to me in the darkness. “Do you really want to leave? It’s just one more round. I can give you more space if you need it,” she said. The men in front moved a bit to help me. “Do you want to leave? Or do you want to stretch out your feet and put them here?”

I could breathe a little freer. Just one more round. “Sí, quiero aguantar,” I gasped.

Three more rounds went by — yes, it was not one, but three, perhaps another hour, perhaps two — but it was worth it. Many lessons came to me in the darkness of the temazcal that night. One round was dedicated to the Coyote Spirit, and the chant was a Lakota laugh at death, at terror, at suffering, at life itself. I thought I saw the shadow of the coyote crouching in front of the door.

“Death is nothing to fear — I can tell you because I’ve been there,” Abuela Marta, a warrior woman whose gentle features and kind voice belied a life of hardships, told us. ”I was dead for 15 minutes in a hospital in Querétaro after an accident and I can tell you it’s the most beautiful thing that ever happened to me. Don’t be afraid.”

“Hey, hey, o wah hey,” we chanted. “Ho, ho, ho.” And all the suffering seemed at once to be tremendously funny.

We ended the last round with a cheer and made our way one by one to the door of the temazcal, the mouth of the womb of our Great Mother. “Welcome,” Juan Carlos greeted me with a warm embrace, and then Abuela Marta. “Congratulations.” I went around the fire and received an embrace by each of those who had gone before. Warming my sweaty new self by the fire, I felt a new freshness and a lightness in my lungs and in my mind. I felt ready to … aguantar… practically anything.

Tracy L. Barnett

Tracy Barnettis an independent writer currently residing in Tlajomulco de Zúñiga, México. In a journalism career that has spanned three decades, she has covered everything from presidential campaigns to farmworker campaigns. Now her primary assignment is learning how to live. To see more of her work, visit her website www.tracybarnettonline.com

Paisajes movedizos

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El Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO) comparte con Entremares los resultados de “Envíenos su paisaje”, una convocatoria de fotografía pensada especialmente para las redes sociales. Aquí las finalistas y la foto ganadora.

“Envíenos su paisaje” fue un concurso convocado por el Museo de Arte Moderno de Bogotá hacia sus redes sociales. Si en las paredes del Museo se exponían fotografías de paisajes, rescatando la contemplación de lo que no se habita, se buscaba que el público hiciera la misma reflexión desde el trabajo aficionado. De todas partes, como paisajes movedizos, a los correos del mambo llegaron cerca de 260 fotos, conformando un catálogo del mayor interés y hasta una cartografía de lo nunca visto.

Un jurado integrado por María Elvira Ardila, curadora del MAMBO, Santiago Harker, fotógrafo, y Sebastián Van Den Berghe, diseñador, escogieron estas diez fotos después de varias sesiones de trabajo: se buscaron aquellas que en medio del flujo aplastante de las imágenes, rasgo de la fotografía de nuestros tiempos, nos invitaran a una manera de ver distinta. Un aprendizaje de la mirada, más que la belleza o el hallazgo de tal o cual paisaje.

De entre estas diez fotos también se escogió a un ganador: Edwin Sosa con su foto “Rocks”, tomada en algún lugar de la interioridad mexicana.

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 “Rocks”

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Edwin Sosa, México.

por Santiago Espinosa

“Aprender a mirar”…Se dice que Rainer Maria Rilke, poeta entre los viajeros, a menudo soltaba esta máxima cuando le hablaba a sus amigos del papel de las artes. Con el tiempo, precipitada la movilidad de todos los factores, esta tarea parecería más perentoria que nunca. Byung-Chul Han, el que podría ser el autor del libro de filosofía más citado de los últimos años, La sociedad del cansancio, le adjudica a estas tareas contemplativas un papel casi subversivo, anestesiada la mirada por el violento flujo que hoy circula a través de Facebook y otras redes sociales.

En tiempos donde ya no juzgamos una fotografía por su parecido con la realidad, y es al revés, juzgamos la realidad por su parecido con las fotografías, ya lo advertía Susan Sontag: una fotografía artística sería la que logre rescatar, a través de cierta distancia, una manera de ver distinta a la actual, en medio de una tendencia a convertirlo todo en foto y turismo, cuerpo desnudo y cementerio. Hacer del más manido de los recursos una ventana reflexiva, invitándonos incluso a pensar en la existencia de realidades inasibles, no reductibles a la mera imagen.

La foto “Rocks”, de Edwin Sosa, parecería ser muy consciente de estas crisis. Más que un paisaje hallado, encontrado en el viaje, éste parece construido a través de un proceso inverso, yendo del arte hacia la naturaleza, como logrado a través de una diálisis que nos permite mirar la realidad nuevamente, tan extraña y fascinante como si la estuviéramos viendo por primera vez.  Primero ocurre el hallazgo de un marco que reconstruye los contornos: cueva o una ruina, la oscuridad anterior a nuestros nombres. Luego el paisaje rescatado a través de ellas, como una realidad-otra que a lo lejos se vislumbra: aquello que perdimos y en secreto parpadea. Quizá sea esto: el sueño de una memoria que agujerea nuestro interior, casi ancestral o prehistórica.

Oscar Wilde decía que la naturaleza era en los tiempos modernos imitación del arte. Cierta o no esta cita, fotos como ésta, aún desde técnicas aficionadas, parecen recordarnos la importancia del arte para ver de una manera alternativa los entornos, librados del apetito o de lo exótico, la imaginería financiera o lo cursi. Paisajes encontrados por fuera de esta “caverna”, llámese televisión o publicidad, virtualidad, casi inadvertidos por el ojo de los medios masivos, pero donde podremos encontrar, otra vez, una instantánea que se resiste a los unanimismos: el acto de una persona que mira.

El fantasma de «lady in the hat»

Un sombrero de lana resguarda una memoria y una pregunta.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Una llovizna inusual acariciaba el verano de Utah y un manto gris se asentó sobre la ciudad. Me armé con un sombrero negro de lana para enfrentar el indeciso clima. Iba cruzando una plaza en el centro de Salt Lake City, cuando desde las alturas de un edificio un coro de voces agudas gritó: «Hello, lady in the hat!» Volví la vista hacia arriba, hacia los balcones y esbocé media sonrisa. Vi un par de cabecitas en lo alto, bamboleándose al vaivén de sus brazos que se agitaban en un saludo.

Ese incidente — fugaz y mundano — y este sombrero, que me definió por un instante, encendieron una inquietud y me enviaron a un viaje hacia la memoria.

Para aquellos turistas, tal vez, yo era la mujer ensombrerada. Y siempre lo seré si mi imagen cabe en sus memorias en años venideros. Y ellos, para mí, siempre serán las voces que destellaron en medio de un día gris.

M identidad quedó plasmada en ese instante, con ese sombrero. Y pensé que mi paso por el mundo de esos turistas quedó resumido en «lady in the hat». Entré en pánico. Era como contener toda una vida en el guión entre el año de nacimiento y muerte en el obituario.

Quería ser más.

Quería que supieran que tengo fobia a las plumas, que estoy tratando fallidamente de aprender a tocar el ukelele, que las escasas llamadas a mi abuela me carcomen la conciencia, que, a pesar de todo, aún creo en la humanidad y en el amor.

Pero someterlos a tal letanía los haría recordarme no como la mujer con sombrero, sino como una descabellada.

Para calmar mi inquietud, decidí hurgar en mi memoria: buscar un instante, algún extraño que pasó fugazmente por mi universo. 1989. Museo de las Armas en París. Vagaba por los alrededores de la tumba de Napoleón. Estaba decepcionada, esperaba ver el diminuto esqueleto del emperador francés en vez de un ataúd pulcro con detalles que escapan mi memoria. Para mis ojos infantiles, las armaduras y las bayonetas contenían más intriga. En el piso de la sala estaban desplegados unos estudiantes de pintura. Todos, con lápiz en mano y libreta en regazo, plasmaban en carbón los contornos de las armaduras. Ellos me parecían más interesantes que los trajes de metal, pero fingí lo contrario, hasta que vi a un chico que con mirada traviesa se llevó el dedo índice a los labios y me susurró «shhh» mientras levantaba la otra mano y apuntaba un borrador a la cabeza de una de sus compañeras. Yo le sonreí. Recuerdo sus cejas espesas, arqueadas y su negro cabello ondulado. Una nariz aguileña, tal vez. Dedos largos de humanista. Ojos vivaces de adolescente. Pantalón marrón. Pero lo que más recuerdo es nuestra complicidad que en ese entonces no conocía lenguajes, continentes ni tiempos.

Hoy no me atrevo a imaginar qué habrá sido de la vida de ese chico, ni mucho menos mi espacio en su memoria — quizás yo ya haya sido relegada, con suerte, a un fantasma. Pero me reconforta saber que él, aunque difusamente, está en la mía.

Jacques Derrida dice que es necesario exorcizar «no para espantar a los fantasmas sino para otorgarles el derecho … a una memoria hospitalaria … por una cuestión de justicia».

Exorcizar, entonces, no es limpieza, es ordenar, es depurar la memoria, es priorizar los recuerdos.

Si nuestra vida y nuestra identidad fuesen esparcidas en pequeños instantes, con sombreros y sin ellos, en la memoria de cientos y guardados con la constante amenaza del olvido; si siempre que pose los pies en un museo me asaltara una complicidad cálida e impulsos de hacer alguna travesura… el escenario, «lady in the hat», ya no me parecería tan aterrador. Sólo me quedaría agradecer a los turistas por su hospitalidad y saborear los rasgos de aquellos extraños que impregnan su difusa presencia en el abismo de mis recuerdos.

Cuando terminé de cruzar la plaza, seguía lloviznando. Me acomodé el sombrero.

Tango traducido: El desarraigo del tango en ‘Happy Together’

El filme del director Wong Kar-wai realiza con éxito la desterritorialización del tango.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

La traducción inexorablemente involucra un desplazamiento. En el caso del tango, la traducción del mismo se puede interpretar como una descontextualización, un desarraigo o una desterritorialización del género. Esto significa que el tango, a través de sus viajes de territorio en territorio (geográficos, artísticos, sociales, temporales) va adquiriendo, como todo viajero, nuevas vivencias e influencias de las distintas realidades con las que se encuentra.

En este escrito quiero analizar el filme “Happy Together” del director hongkongnés Wong Kar-wai dentro del marco de la desterritorialización. Antes de adentrarme en el análisis de esta película, repaso brevemente los viajes (los ires y devenires) del tango y establezco el marco teórico dentro del cual estudio y mido el éxito de esta obra en la descontextualización del tango.

Los viajes del tango desde su nacimiento a finales del siglo XIX en el Río de la Plata son incontables, y su narrativa de desplazamiento es consabida. Sin duda, el viaje más famoso del tango es el que lo llevó a París, donde no sólo adquirió el reconocimiento internacional sino que también le permitió desplazarse en la escala socioeconómica que lo llevó del demimonde porteño a los círculos elitistas europeos y argentinos. La facilidad de viaje del tango, con lo que me refiero a la capacidad del tango de mantener su “integridad” en sus desplazamientos y encuentros con las influencias de los territorios que sirven de anfitrión, ha desembocado en la utilización e incursión del género en territorios y campos que en un determinado tiempo no eran destinos convencionales del tango, como China o el cine. Al hablar de la “integridad” del tango (esta palabra siempre enmarcada entre comillas por sus ángulos problemáticos) me refiero a las características únicas y fundamentales del género, como son (aquí me arriesgo a simplificar) la nostalgia, el desencuentro, la alienación, el deseo, la seducción, la domesticación (con sus antecedentes y ramificaciones), la picardía anclada en la tristeza y la tragedia, la marginalización. Sin embargo, debo señalar que esta habilidad de viajar no hace del tango un género hermético; es más, la desterritorialización y desarraigo del tango inyectan nuevas tonalidades al género, que en el mejor de los casos abren nuevas avenidas de exploración del potencial del tango y refuerzan los elementos característicos del mismo.

El concepto de la desterritorialización (o lo que yo propongo equiparar a la traducción) fue desarrollado por los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari. En su pensamiento, los conceptos de territorio y contexto se pueden equiparar; así, Buenos Aires es el territorio del porteño tanto como un árbol es el territorio de una rama. Al desterritorializarse, ese algo pierde su contexto. En esa pérdida de contexto y territorio, los filósofos afirman, se abren posibilidades para explorar las potencialidades de ese algo que previamente habían sido restringidas por su territorio. Así, una rama en el territorio del árbol siempre será una rama. Sin embargo, una vez separada del árbol, la rama podrá convertirse en otras cosas, como un bastón, el tacón de un zapato, o un simple y emancipado palo. En otras palabras, un bastón se puede leer como una rama desterritorializada. De la misma manera, se puede analizar los efectos y resultados de los viajes del tango como un proceso de desterritorialización en el que, fuera de su territorio simbólico (el Río de la Plata), el tango se encuentra con nuevas influencias y más posibilidades de autoconocimiento. Quizás el producto más conocido y exitoso del tango desterritorializado son las obras de Astor Piazzolla, quien educado en la música clásica en París e imbuido por el ritmo del jazz, llevó la concepción, composición y definición del tango a territorios inexplorados en ese entonces. En las obras de Piazzolla, la “alteración” del modelo tradicional del tango clásico con la incorporación de elementos del jazz, el uso del contrapunto y la disonancia, no comprometió la “esencia” y la “integridad” del género sino que dio nuevas tonalidades a la experiencia de la nostalgia y la alteridad, por ejemplo. Sin embargo, en su tiempo el músico recibió amenazas de muerte por manipular lo que se concebía como un estándar inalterable del tango. Hoy, medio siglo después del nacimiento del tango nuevo, la obra de Piazzolla es considerada un clásico del tango. Por otro lado, en el área de la danza, el tango ha experimentado cambios en su estadía en otros territorios, como en París, donde sus formas y figuras fueron alteradas para bajar de tono lo que se consideraba como movimientos demasiado sexuales (los abrazos se abrieron, las pelvis se distanciaron).

Una de las instancias que representan el triunfo de la descontextualización y traducción del tango es la migración del clásico “Volver” desde el territorio tanguista hasta el flamenco. La desterritorialización de “Volver” en la voz flamenca de Estrella Morente no resulta en una incongruencia chirriante, sino en la apertura de una posibilidad que hermana a dos géneros musicales con un pasado en común poco conocido. El logro del “Volver” de Morente radica en la identificación de las características esenciales del tango, y subsecuentemente en la explotación de las mismas a través de las técnicas del nuevo territorio (el flamenco, en este caso). Así, el carácter de la voz en la enunciación del coro “Volver” aunque está firmemente arraigada en el flamenco no traiciona o malinterpreta el gravitas de la versión original o el sentir del tango.

Estos breves ejemplos ilustran los viajes del tango y los cambios que ellos conllevan, y ayudan a matizar el análisis del desarraigo del tango en “Happy Together”. En esta cinta, la descontextualización y la mezcla de contextos y territorios (geográficos, temporales, sexuales) concede leves aunque significativas tonalidades a los pilares emotivos que sustentan el tango.

“Happy Together,” una película que cuenta el desencuentro de dos amantes chinos en Buenos Aires, captura con sorprendente precisión la melancolía tan característica del tango, y, a pesar de los numerosos desplazamientos realizados en el filme (de los personajes que viajan de Asia a Sudamérica, del tango Piazzollano que regresa a Buenos Aires, el desplazamiento y viaje del deseo entre dos cuerpos incompatibles, la oscilación del poder dentro de la dinámica del amor y el deseo), el tono de la cinta no pierde de vista que el centro emotivo que lo sustenta es uno moldeado por el gravitas, la idiosincrasia y la estética del tango.

Por ejemplo, el juego de colores, eso es la variación de encuadres y escenas en blanco y negro, sepia, monocromáticos y a color, se guía, propongo, por uno de los ejes del tango: la manipulación del tiempo. Cada color, y sus respectivos contrastes, apunta a una experiencia de momento y de tiempo, y la emoción que le tiñe de significado. Eso es, un pasado infeliz, de peleas y engaños, tiene el mismo tinte gris que un hoy desesperanzado cuando el personaje principal Lai Yiu-fai (interpretado por Tony Leung), dejado a la deriva por su amante (Ho Po-wing, interpretado por Leslie Cheung) en una ciudad desconocida y alienadora, contempla la escena que tiene frente a sí:  fuma un cigarrillo en una acera húmeda frente a un club de tango para turistas donde trabaja de portero. El pasado se convierte en presente, el presente sabe a pasado. En este incesante circular entre los tiempos existe el impulso de subvertir el aparente orden lineal del tiempo, y así poder cambiar eventos pasados o escapar del presente.

La desterritorialización del tango en los cuerpos que lo practican y viven (los cuerpos de los protagonistas tienen una alta carga simbólica una vez aparecen en la pantalla: son chinos, son gays, son inmigrantes) en “Happy Together” no solamente traduce y traspone las especificidades del tango a una plataforma universal, sino que también pone en un contexto contemporáneo las condiciones sociales y emocionales que dieron nacimiento al tango: la alienación, la extrañeza, el espanto. Sí, en “Happy Together” el tango está físicamente dentro de las coordenadas geográficas de su territorio simbólico. Sin embargo, este tango, el “Tango apasionado” de Piazzolla que sirve de leitmotif musical en la cinta, es uno que aún manteniendo su médula se ha transformado en sus viajes de Buenos Aires a París, de Hong Kong a La Boca, del hoy al ayer. Ante todo, el logro de “Happy Together” reside en su habilidad o reticencia a jugar con el tema del exotismo. Así vemos, por ejemplo, la transposición de localidades y posicionamientos: para Buenos Aires, los chinos son exóticos; para los amantes chinos, Buenos Aires es extranjera; para ambos, los dos son extraños. La realización de la extrañeza de uno mismo, dentro de sí, es uno de los logros más profundos de la descontextualización del tango en “Happy Together”. Sin embargo, desde una perspectiva general, el mayor triunfo de “Happy Together” en la descontextualización del tango es la apertura de nuevos territorios de expresión y exploración que mantienen la vigencia de un género centenario al concederle una tonalidad posmoderna de la nostalgia y melancolía ambientada en las disyuntivas de nuestra generación. El tango en “Happy Together” es y es más que tango; es la canción triste de Buenos Aires, es el sonido triste de una generación en crisis.

¿Dónde está la luz?

En un Ashram en la India, Mateo de los Ríos descubre el adolorido pero gratificante camino hacia la iluminación.

Por Mateo de los Ríos Vélez

Durante un espacio de tiempo en mi vida tuve la oportunidad de no hacer nada y explorar regiones para mí desconocidas. Para justificar esa vagancia y a la vez hacer mi anhelado viaje al interior, emprendí una paseo sin afanes. Un viaje para hacer conciencia del presente. Un viaje que aún no ha tenido tiquete de regreso. Los párrafos que siguen muestran algo de lo que viví en un Ashram en la India. Esto es solo un recuento; solo experimentándolo se puede entender de verdad.

4:30 a.m.

Está sonando la campana. ¿Qué hora es? Cuatro y media. ¡Qué sueño!

– “No te levantes, duerme un ratico más, ¿para qué vas a ir a sentarte en ese salón a meditar?, mejor acá calientico”.

– No, no, tengo que tener voluntad. Para eso vine a este Ashram. Para desarrollar el poder de la voluntad y aquietar mi mente.

– “No importa, duerme otro ratico, estás cansado”.

– Basta, me paro ya.

4:45 a.m.

Todo está oscuro. ¿Dónde está la luz?

Un poco de agua en la cara, en los ojos, me lavo los dientes y voy al inodoro. ¡Ah, el inodoro! Nunca pensé que no usar papel fuera tan cómodo…

5 a.m.

La segunda campana. Vámonos, apúrele. Como buen colombiano ahí voy tarde…

El salón de meditación es amplio, tiene techos altos y ventiladores. En el fondo, como simulando un altar, está la estatua del fundador del Ashram, un maestro yogi que ya abandonó esta realidad pasajera. Al igual que las representaciones de Buda, las figuras de los iluminados no son colocadas con el propósito de adorarlas, sino para tenerlos como ejemplo y pedirles que nos muestren el camino de la iluminación, el cual sólo puede ser andado por cada uno.

Al frente está el maestro y ha empezado a hablar. Ya recitó los tres “om” del principio y ahora está hablando sobre Yoga, el control de la mente y Dios. Ahora sí que estoy confundido. ¿Cómo así que doblarme como un contorsionista me va a ayudar a ver a Dios? ¿Y la mente qué tiene que ver ahí? ¿Cómo así que controlarla? Suficiente control al despertarme esta mañana, ¿qué más quiere?

Estoy sentado sobre estos cojines en el piso, en posición de loto, ojos cerrados y espalda recta, junto con otras 12 personas. Oigo al maestro decir «Yoga es un viaje al interior, una búsqueda de integración del cuerpo, los sentidos, la respiración, la mente, la inteligencia, la conciencia y el ser”.

¿Todo eso es Yoga? ¿Será que todas las chicas que hacen yoga con trusas apretadas en los gimnasios de Bogotá tienen todo tan integrado?

Ayer en el discurso nos explicaron que la mente está compuesta por tres actores. Uno es la mente superficial, la que siempre está pensando en los huevos del gallo, la que vive de los recuerdos o anhelando cosas del futuro que quizás nunca pasen, la que reacciona a los mensajes de los sentidos clasificando como buenos o malos. Luego está el ego. Ese demonio interno que es el YO, el que quiere poseer y para el que nada es suficiente. Si logra lo que quiere, el ego se siente orgulloso y poderoso, pero sino, se frustra y se deprime.

Mateoyoga

En general, nuestras vidas están gobernadas por estos dos actores. Así es como normalmente nos despertamos y deambulamos por el día, sin saber por qué tenemos impulsos de antojos de comida, mal genios en la oficina, ofuscación con el tráfico, pasión por el sexo, apegos con las posesiones materiales y deseos en general. Con el cuerpo cansado vamos a reposar nuestra cabeza y pensamientos en la almohada y seguimos en el mismo hipnotismo el día siguiente.

Sin embargo, hay un tercer actor que aparece de vez en cuando: la inteligencia. Esta es la que puede discriminar. Ella es la que hace las preguntas de fondo. Aunque a veces le paramos bolas, casi siempre seguimos de amores con el ego y la mente. Poseer y disfrutar de los placeres de la vida no es negativo, lo que es nocivo es la obsesión con la cual nuestro ego y mente nos dominan.

5:50 a.m.

Llevo 45 minutos acá sentado, ya me duelen las piernas y siento como si me estuvieran clavando alfileres en las rodillas. ¿Y ahora qué hago? ¿Será que me muevo? ¿Será que es el ego que no quiere más dolor y se quiere parar? ¿Pero por qué la inteligencia no dice nada? Lo único que pienso es que se me van a quebrar las patas del dolor. ¿Es eso inteligencia o ego?

Pues que gane el ego, me voy a mover porque no aguanto más. ¡Qué dolor!

6:30 a.m.

El profesor de yoga, todo vestido de blanco, parece un ángel impecable sentado sobre la tarima al frente del salón. Fuera de eso se dobla como un caucho y es más estricto que un militar.

¡Qué tiesura! Apenas pasando los 30 y ya no me puedo ni agachar. ¿Que me monte el pie sobre el cuello? ¿que doble la espalda hacia atrás y me toque los talones? ¿que suba el pie derecho al muslo izquierdo y con la mano derecha la pase por detrás de la espalda y coja el dedo gordo del pie derecho, me empine, levantando la mano izquierda y sin caerme? ¿que parado en la cabeza suba las piernas, luego las doble y me toque la parte trasera del cráneo con las plantas de los pies? ¿que me arrodille, doble la espalda hacia atrás, agarre los pies con las manos y los hale para que mi coronilla toque la punta de los dedos gordos? ¿que le chupe qué?

El sudor escurre por mi cuerpo. Me caen ríos de sudor por los brazos, las piernas, la cara, la espalda y el pecho. Parece que acabara de zambullirme en una ceremonia de purificación en el Ganges… me voy a deshidratar. ¿Qué es esto tan salvaje?…..¡¡¡Auxilio!!!

8 a.m.

Ya se acabó la tortura. Estoy con ropa seca y con un hambre bestial. En el primer día este arroz con leche me pareció un castigo, pero hoy le doy gracias al señor… cocinero por traérmelo a la mesa. Lo paso con té en leche azucarada y trato de disfrutar uno a uno los bocados porque son contados. Nada de pan o arepa, o huevos revueltos, o queso y mermelada, o chocolate con pandebono, o recalentado, o tamal. Nada, sólo este arroz caliente todos los días.

9 a.m.

En este Ashram ya no hay un gurú, pero la biblioteca está llena de cientos de ellos. Me estoy leyendo uno en particular que no sólo explica el enfoque espiritual del yoga, sino todos los demás sacrificios que se deben hacer para aquietar la mente.

Para lograrlo, el autor instruye en ser austeros en el cuerpo, la mente y el habla. Estos tres aspectos continuamente perturban la mente y nos esclavizan. Comer poco, sin sal, ajo ni picantes porque te excitan, no tener posesiones para no apegarse, no tomar alcohol o disfrutar de ninguna droga, dejar el sexo para no tener pasiones y no perder la energía vital, dejar de leer novelas, ver televisión e ir a cine para no perturbar la mente, hablar poco o hacer voto de silencio para no continuar alimentándola con pensamientos, rezar y entonar cánticos devocionales para purificarla.

Ahora sí que estoy jodido. Fuera de levantarme temprano, quebrarme las piernas meditando y sudar del dolor en yoga, tengo que dejar de comer fino, cortar con el vino, dejar la pichadita, dejar de hablar paja que es lo único que sé hacer bien, dejar de leer y dedicarme a rezar rosarios todo el día. No hermanito, a iluminarse en otra vida….

Luego de veinte días de la misma rutina…

Sólo como arroz con lentejas bajas en sal, pepino y curris que me tienen la lengua amarilla. Se me olvidó a qué sabe el vino, hablo poco, no tengo ninguna novela para leer, no rezo rosarios pero todos los días medito y cada vez descubro la profundidad de mi interior.

Al hacer yoga ya no sudo tanto. Logro contorsionarme un poco más y al sostener cada posición por largos segundos entro en unos pequeños trances de concentración profunda y conciencia de mi cuerpo. Durante el día soy consciente de cada paso que doy, de mi descontrolada mente, y poco a poco, como si estuviera caminando por una cuerda floja, logro balancear el cuerpo, la mente y el alma.

Sé que estoy lejos, pero ya di el primer paso. Al igual que al escalar una montaña, cada paso va a exigir disciplina y sacrificio, pero tengo el presentimiento de que al final podré ver todo el valle con claridad. Podré superar los límites impuestos por la cárcel de los sentidos y la mente, levantar el velo de la ignorancia y descubrir quién soy.

Por ahora, solo será andar. Sin expectativas, ni deseos. Sin frustraciones ni apegos, sólo andar por andar.

Mateo de los Ríos

MateodelosriosEn el transcurso de los años Mateo de los Ríos se ha dado cuenta de que cada paso que ha dado ha sido parte de una búsqueda. Pasó por universidades y lo instruyeron para pensar como muchos piensan en la sociedad. Aunque a ratos trata de liberarse de tanto peso, no siempre lo logra. Actualmente su vida es una mezcla de razón, corazón y conciencia

Salgamos a la calle [carta del editor]

por Suan Pineda
Entremares Magazine

En la crónica “¿A dónde dan los portalones?” publicada en los periódicos portugueses A Capital y Jornal do Fundão, José Saramago se maravillaba del poder y el embrujo de los portalones. Al cruzar el umbral que resguardaban esos pilares oxidados y carcomidos, Saramago sentía el roce de unos hombros, el cosquilleo de unos suspiros, el vapuleo del pasado y el llamado del futuro. Para el escritor, quien se disculpaba por sus reflexiones que rozaban la “magia negra”, los portalones eran los testigos físicos de momentos fulminados y materia disipada, de vidas desvanecidas y promesas por cumplir. El aparente impulso oscurantista de Saramago le llevó a articular una reflexión profunda y universal: “El pasado está lleno de voces que no callan y al otro lado de mi sombra aparece una multitud infinita de sombras que la justifican”.

Desde mi primer encuentro con este escrito, no he cruzado el umbral de una puerta sin sentir escalofríos — de miedo, quizá, pero definitivamente de emoción y maravilla —. Me conmueve saber que mis pasos se apoyan en los andares de muchos invisibles ya y que otros pasarán por esa puerta en un hostal de Barcelona que una vez crucé impulsada por la curiosidad. Las calles tienen el mismo efecto en mí — quizás aún mayor. Las calles son portales temporales, museos vivientes, testigos de crímenes y de encuentros amorosos, escenario de cambio y revoluciones; son el pulso de una ciudad. Y en ellas caben todos nuestros pasos. La calle es la gran niveladora, aunque temporal, de distinciones socioeconómicas y otros artificios. La calle es agente de intervención en actos de contestación y cuestionamiento (ejemplos de esto hay muchos… piénsese en el movimiento de los indignados en España o en Occupy en Estados Unidos). Es, en fin, la calle, desde mi perspectiva más benévola e ingenua, el espacio que me hermana con un desconocido y que me espanta y me acerca a la crueldad y la tragedia.

Este número de Entremares Magazine es, en muchas formas, un estudio de la calle y sus posibilidades como espacio (contenido y abierto). Desde distintos géneros y medios, las entregas de esta edición exploran el concepto y la potencialidad de la calle como espacio de exploración, agente de cuestionamiento, musa de introspección y subversión. Para la artista Carolina Favale «Cuore», por ejemplo, la calle “permite construir un lenguaje en el que se combinan diferentes formas de acción e intervención directa. Este lenguaje es el resultado de búsquedas de apropiación y resignificación de elementos del arte visual europeo y latinoamericano … traducidos al aerosol”. Así, Cuore despliega en las calles de Buenos Aires un mundo de seres fantásticos y espacios “calmos” con sus murales. Por su lado, la banda ecuatoriana Cocoa Roots, que fusiona el hip-hop y la música andina, recoge las vivencias de la calle y las canaliza en mensajes de paz en su álbum “Semillas”.

La calle es el escenario para la exploración (tanto del artista como del espectador) de las fronteras de géneros artísticos en el proyecto multitécnico de la colombiana Maritza Arango. En el caso del proyecto “Comunidades en solidaridad”, la artista chicana que reside en Utah, Ruby Chacón, lleva el arte a las calles en forma de murales y poesía para concederle un espacio físico a las comunidades olvidadas por la historia oficial. Y en las fotos de Margarita Jaime, quien encuadra el caos de las ciudades en el orden de la fotografía, las calles marcan la silueta de metrópolis y pueblos en un acto que seduce al espectador a hurgar en las entrañas de ese maremagno de cemento.

Como los portalones de Saramago, las calles son un espacio liminal donde se fusionan las esferas de lo público y lo privado, de lo externo y lo interno. Esta unión, o dicotomía, es explorada por artistas como el pintor Jean Marc Calvet en su colección de pinturas “Una puerta hacia otros mundos”, y por la fotógrafa Érika Diettes, quien en su obra “Sudarios” retrata el mundo interior de los sobrevivientes de la violencia en Colombia (un tema que analiza con circunspección Manuel Alejandro Garzón en el contexto de una obra teatral en su ensayo “Teatro y violencia”).

Para Saramago, los ecos del pasado repican en los portalones; para muchos otros, como el legendario grupo Gaiteros de San Jacinto, los ecos de la tradición resuenan en las calles; y para la poeta Florencia Milito, los ecos de la vida antes de la tragedia palpitan en el bullicio de un barrio neoyorquino.

Al final de su ensayo, Saramago incita al lector a cruzar un portalón y experimentar esa leve y cálida sensación de un pasado que nos sustenta, de una fraternidad que nos justifica como humanos. Hago eco de su llamado: salgamos a la calle.

Ecos [carta del editor]

por Suan Pineda

En el número inaugural de Entremares, el miembro de nuestro equipo Efrén Herrera Quintín recordaba la última vez que vio a su padre hace más de una docena de años en el aeropuerto de Bogotá cuando partía hacia el exilio. Recordaba sus manos, arrugadas por la vida, agitándose a través de las ventanas del aeropuerto. Y acunaba la esperanza de volver a verlas, rodeando a sus hijos en un abrazo.

Unos días después de publicar la nota, el Sr. Ismael Herrera Ardila falleció.

Sin planearlo, esta edición de Entremares se ha convertido en el megáfono de las voces de quienes han partido y en la plataforma donde sus huellas siguen marcando el compás de nuestro camino.

Así, los poemas de Rex Webster (un camarada literario de nuestro editor Rudy Mesicek), las pinturas de María Lucía Casas (la mamá de nuestra colega Lina Peralta Casas) y todo el trabajo reunido en el segundo número de la revista son resultado de una especie de transposición y transmaterialización en las que los sonidos se transforman en papel, los gestos en pintura, la carne en carne.

A veces pienso que la muerte es simplemente un desplazamiento (una transformación de energía o un viaje, quizá; la interpretación de esta frase es abierta y flexible). Religión y filosofía aparte, mi posición es quizá sensiblera, elucubrada y esotérica, pero no encuentro otra plataforma para explicar lo que experimenté al leer los poemas de Rex, un escritor que dejó trazos profundos aunque efímeros y esporádicos. Cuando Rudy me platicó de estos poemas sueltos sin publicar, la curiosidad y quizá el morbo se apoderaron de mí. En las noches, después del trabajo, con una copa de vino me sentaba en el piso de mi apartamento con los poemas desparramados sobre mi regazo. Y leía, en voz alta, esos versos tan ajenos y tan lejanos. Los recité quizá más de una docena de veces para que mi lengua se acostumbrara a los retuerces entre sílabas, a que mi respiración se modulara al ritmo de las estrofas, a que mi consciencia avistara el mundo que creó Rex. Nunca lo conocí y no pretendo conocerlo después de leer sus escritos. Rex sigue siendo elusivo. Por momentos insular y hermético como el Vallejo de Trilce, Rex, según cuenta Rudy en la introducción a la colección de poemas, presenta una mezcla única entre lo familiar y lo extraño, entre el tierno asombro de la juventud y las cicatrices de una vida golpeada. Así, al escuchar sus palabras hacer eco entre las huecas paredes de mi apartamento, más de una década después de su muerte, empecé a sentir el cálido alivio de la familiaridad de una voz cuya intimidad es confundida por impermeabilidad.

Así, en esta edición de Entremares no pretendemos capturar momentos o rescatar hechos que simbolicen, engloben o encasillen el legado de los que ya no están. Sería una acción sofocante y limitante asignarles cómo deben ser percibidos o dónde deben ser ubicados. Sólo queremos dar pequeños vistazos de su paso y concederles el espacio y la libertad de estar y de continuar siendo en las obras que han producido. De la misma manera nos aproximamos a los demás trabajos publicados aquí: vemos el camino que han forjado el dramaturgo ecuatoriano Peky Andino y el escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo en sus respectivos campos, los horizontes que exploran Alberto Sánchez Argüello, Gabriela Alemán y María Fernanda Ampuero en sus cuentos, o nuevos espacios de inquisición en Entremares con las secciones The Wanderer (una columna que explora el concepto del desplazamiento), Contrapunto (reseñas) y Correveidile (donde destacamos cosas, lugares, obras y demás que captan el interés de los “desubicados”).

In memoriam

María Lucía Casas
Ismael Herrera Ardila
Bernardino Marzo
Rex Webster

Estas voces tienen su espacio: en el fluido y difuso mundo cibernético, entre las paredes de un viejo apartamento, en la memoria de amigos e hijos.

A estas voces le hacemos eco.

Common crop

by Rudy Mesicek

Midway into boil, what astounds is the way it began: with a sharp blade tempered in Toledo, slicing through parsnip, celery root, the New World’s own favorite tubers. The reduction into small pieces, for consumption, feels substantial. It is a habitual endeavor — less about eating than making a meal. The water roils, propelling shapes in crosscurrents. We break things down so that we can cause them to reconstitute.

Midway through life, I think of fruit anew. Cut, its uneven halves reveal the core, the seed, the pit. And division, which is at the heart of the shared meal. I think of fruit, so easily brought down by the wind and reclaimed by the soil. Full of nourishment. I think of how often we eat alone.

Split in two, one half of the avocado always holds on to the stone, which lies lodged there like a nascent planet. Resisting motion — until a blade does the trick. Such is the way with what we are, with our primordial mess: a swirl of hard bits under assault, colliding, of firsts that do not fade. The mess thickens.

From a high ledge on a temple whose upper parts require some agility to reach, the rainforest is heard as much as seen. A myriad howls, creaks and fritinancies: fauna speaking in tongues. The expanse around Tikal does as the impressionists did. It condenses, one point at a time. And it is evident, as mist atop the canopy softens the hues, that whatever human history is spread through these parts is largely ineffable. The jungle consuming all.

There were six of us seated in a row, backs against the pyramid wall, mincing fruits and vegetables, stirring in canned tuna. Here, where Maya captives had their last look at the world, the shells of avocados became vessels for a supper. Passed from hand to hand. The fruit, new to me and so much of the region it is ever-ripe to be mythified, was no portal to the deep past. Instead, it marked the moment. Of company composed of a desultory crew who crossed paths just days prior but who now seemed like they belonged together.

The sense of place and fellowship inhered in a common crop.

Through which a longer film comes to mind: Of the succeeding night spent lost in the cacophony of the jungle, shivering, with only a hand towel for a blanket, a few steps down from the apex of an architectural masterpiece. One doesn’t readily associate the tropics with cold. But the body quickly lets you know that’s a foolish oversight. When discomfort gets in the way of sleep, long stretches of time can pass feeding on sound. Until the act of listening overrides all other senses.

Abruptly, everything went quiet. Eerily, orchestrally. As if all the animal life responded to a signal from some invisible concert master. I don’t know how long it lasted. But just as suddenly the volume was back on. Fast crescendo to full blast. The magisterial interlude of silence gone, but acquiring a permanence for the witness.

We practice countless hours to achieve synchronicity. Dance till our shoes need new soles, march to the rhythmic barking of a commanding officer. We watch the movement of a conductor’s wand to ensure we come in at just the right time. When a choir sings its last note, the transfer to silence is startling. As if a liquid became solid in an instant. It is a catharsis of quietude, where emotion often seems most concentrated, ready to spill into a distinctly audible form. A gasp or applause or a sniffle. Quietude the exclamation point. Quietude the release.

Almost a decade separates that sleepless night and one frosty midmorning into which I opened the door. Nearby stood a massive cottonwood that had lost all its leaves. It was full of identical birds — hundreds of sparrows, or starlings perhaps — that, at a glance, tricked the mind into seeing dark, wintry fruit. Until the door swung open, all one could hear was birdsong. The sound of a beer hall at the witching hour has this impact: both mellifluous and discordant, owing to countless voices hollering and talking across each other, with perhaps a few ears attuned specifically to any single uttered thing. Should a passerby pause on the threshold and take it in en masse, it is unintelligible.

As I stepped through the door, a blazing silence swept over me. As if the tree and everything in it became petrified. The hush instantaneous, simultaneous — and directed my way with such focus, it felt like a gust of hot wind. Being the object that interrupts, that alters the mood of a place, rattles. And I was left with the confusion of a schoolboy who enters a classroom with a lecture already in progress. It seemed very much a collective shift of attention. If each bird was responding in its own way, the difference was lost to my powers of apprehension. Then, just as suddenly, the chirping resumed. I had been dismissed.

In self-conscious silence I also stood on the stoop of an apartment building in Paterson, New Jersey, which, unbeknownst to me, was the setting of a great study of locality and of city as a metaphor for man. Which thing was an idea that became a rubric to be scorned and loved and scorned again. And it was my silence against the noises of the street that gave the memory its flavor, my inner quietude reflecting a dearth of words, and contrasting mightily with the friendly interrogation that ensued, as the other children who surrounded me tried to uncover how I came to be there, in a place where accents were rare and blondness rarer still. Years later, I read Paterson in the common way, in silence, with stentorian voices filling my head.

Absolute quietude is, of course, an illusion. Not even the mind is ever free of sound. There’s memory noisily retrieving, blood rushing, demons rattling chains. But sometimes, cutting through the flesh of an avocado, I hear nothing but the silence of the jungle, which takes me in its vessel out of doors to treetops, to a meal shared with familiar strangers I’d otherwise never see again.

Memoria Prohibida de los Buenos Años [reseña]

Jairo Giraldo cruza la delgada línea entre el quehacer periodístico y la literatura: cuenta una historia que devela el trasegar de inmigrantes que persiguen la riqueza aprovechando el boom del narcotráfico en Nueva York.

[alert type=»yellow»]Editorial Palibrio, 440 páginas, a la venta en Amazon.com.
Clic aquí para leer un fragmento de la novela.[/alert]

por Efrén Herrera Quintín
Entremares Magazine

“La oportunidad hace al ladrón”, decía mi abuela, y a sus ojos les alcanzó luz y vida para ver caer a uno de sus vecinos en Bogotá, Colombia, víctima de las balas de la venganza tras su paso efímero por los carteles del tráfico de cocaína.

Hoy, con la novela Memoria Prohibida de los Buenos Años en mis manos, me asalta un sentimiento de cercanía de la historia que cuenta Jairo Giraldo con la del vecino de mi abuela. Aunque se vive a miles de kilómetros de distancia de Nueva York, donde transcurre la novela, el protagonista fue un joven que dio sus primeros malos pasos atraído por la idea de llegar a la Gran Manzana para disfrutar de la vida holgada que dan los dólares obtenidos por la vía rápida.

Pero no se trata de una historia más acerca del narcotráfico, tema que llena las páginas de los periódicos todos los días, sino la experiencia de personajes de carne y hueso cuya vida se entrelaza en el  frenesí y el afán por alcanzar su objetivo primario: el dinero. Memoria Prohibida de los Buenos Años es el relato descarnado de la actividad del empresario Raúl Gómez, quien, al igual que muchos buscadores de la fortuna inmediata, no tiene reparos en cruzar la línea que separa lo legal de lo que no lo es. Incluso, al personaje principal parece no importarle olvidarse de la moral y llevar a sus amigos a la muerte, a pesar de que ofrecen su vida para cuidarlo de los peligros que enfrenta por su actividad de lavador de dinero procedente de actividades non sanctas.

En el período en que transcurre la novela de Giraldo, hacia la segunda mitad de la década de los años noventa, fueron miles los hispanos que llegaron a Nueva York expulsados de su país por razones de violencia o porque la falta de oportunidades frenó sus aspiraciones económicas y sociales. Muchos enfrentaron su nueva vida metiendo el hombro en los trabajos que están relegados al inmigrante y aprovecharon las oportunidades alcanzando el éxito empresarial, como Raúl. Pero las oportunidades no siempre viajan por el camino recto y en esas desviaciones es que Giraldo encuentra el material para su novela.

Memoria Prohibida de los Buenos Años cuenta una buena historia que vale la pena leer. Está escrita de una manera que se antoja casi lista para el guión de una película, con entrada y salida de los actores a escenas que llevan al lector a estar siempre alerta y listo para la acción que sigue. Memoria Prohibida de los Buenos Años pone de relieve que el sistema judicial estadounidense no es tan perfecto como lo pintan países como Colombia, cuyas autoridades prefieren extraditar a sus connacionales para que los juzguen bajo un rasero que se ajusta más al origen del delincuente que al delito mismo.