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14:30/ Mj/Des/alfa-2

Una oda al biólogo de campo

por Andrés García

La lluvia lo golpea inclemente. Hoy llueve con furia, piensa mientras se refugia como puede bajo una rama de palma. En la selva, la lluvia tiene cientos de formas. Lluvia Sensual, que cae como sin querer y que humedece todo lentamente a su paso. Lluvia Caótica, compuesta de gotas de todos los tamaños que caen irregulares. Lluvia Felina, que descarga toda su fuerza en un zarpazo fugaz y luego se va sin dejar rastro. Hoy llueve con furia. Gotas grandes que caen de manera violenta. Se diría que los dioses están tratando de destruir el Amazonas en un acceso de ira sin cuartel.

Pero él sabe que no son los dioses, sabe que en el cielo no hay dioses, ni en plural ni en singular, lo sabe porque es su trabajo saberlo: es un biólogo.

Tiene frío y está cansado. Su mirada se pierde, fija en lo alto. Allá arriba, a veinticinco metros de altura, se encuentra el sentido actual de su existencia: un grupo de monos que rastrean la selva en busca de frutos, una manada a la que no pertenece y a la que sin embargo le ha entregado casi un año de su vida.

Hace diez meses que se pudre en la selva, hace diez meses que es feliz. Los hongos que crecen entre sus dedos, y que se han extendido hasta la planta de sus pies, lo llenan de felicidad, son la confirmación de que es parte del ecosistema. Un animal más en medio de la espesura verde. Está vivo. Su sangre alimenta a los zancudos y ácaros, él come los peces del río y los frutos del bosque y cuando caga su mierda es llevada por los escarabajos peloteros. Para completar el cuadro, la colonia de hongos que vive entre los dedos de sus pies parece reproducirse exitosamente. Sí, está vivo.

La lluvia se hace más intensa. Protege su libreta de campo como si se tratara del último objeto sagrado en la tierra, se limpia el agua que le escurre por la cara, frunce el ceño tratando de distinguir algo en medio de las copas de los árboles. Entre el follaje se adivina una cola peluda. Con mucho cuidado abre su libreta, garabatea: 14:30/Mj/Des/alfa-2. Su libreta está llena de anotaciones similares, aparentemente huérfanas de significado y que sin embargo resumen todo lo que ha hecho desde que llegó a vivir al amazonas. Códigos sin sentido aparente que dan sentido a su vida.

La lluvia se detiene tan repentinamente como comenzó. Lluvia Felina. Churrrruuuuuu aúlla el dueño de la cola peluda mientras se sacude el agua.  Churrrrruuuuu-churrruuuu responden sus compañeros de tropa.  El biólogo sonríe,  sabe lo que eso significa. Arriba, las ramas se agitan con el movimiento de los primates, dejando caer las últimas gotas. Lentamente la manada comienza su movimiento; para el biólogo es tiempo de continuar, de ir adonde sus primates lo quieran llevar.

Testigo y escribano silencioso, veleta indefensa sometida a los instintos de la manada.

¿Querés que juguemos?

Un cuento del escritor argentino Sebastián Ocampo

por Sebastián Ocampo

El nono está sentado junto a la ventana sobre una silla de madera y paja. Contempla. Espera con el ceño fruncido. Tiene una gorra torcida llena de pelusas y un pañuelo al cuello. La luz le da en la cara, y esto lo obliga a tener los ojos entrecerrados, como si dormitara. Cuando aparece un auto al final de la calle mueve las piernas inquietas,  sus labios se mezclan, abre los ojos bien grandes, pero los autos pasan levantando polvareda. No son el auto que él espera. La nona se acerca y le pasa un mate. Mate amargo y caliente. Ella se queda parada a su lado, le apoya la mano en el hombro. Desde el patio se escucha una algarabía. Son los chicos.

El patio es grande, tiene un limonero, una planta de nísperos, decenas de plantas de aloe vera desparramadas, varios gatos. Los chicos se disputan una bicicleta azul a la que cada tanto se le sale la cadena. Son cinco. El más pequeño apenas tiene dos años; se come los mocos mientras juega con saliva y barro. Hay una chica. Ella se mantiene al margen de las escaramuzas varoniles y está sentada sobre el tapial. Mueve las piernas. Parece disfrutar de la brisa, del sol, del cielo celeste.

El chico mayor es morocho, casi negro, y es el que decide quién sube a la bicicleta y por cuánto tiempo. Después de todo la bicicleta es de él. Un aroma a café con leche viene de la cocina.  La nona se asoma al patio.

– Ya está la leche – grita.

Los chicos miran y salen corriendo para sentarse a la mesa. La chica pega un saltito y cae de pie desde el tapial; agarra al más pequeño, con la mano le limpia la cara terriblemente sucia.

La mesa tiene un plato con tostadas y un pote de manteca. La nona se acerca y le da una mamadera al más pequeño, después le da un beso al chico mayor y a la chica; a ellos dos les sirve una taza grande con café con leche. A los otros les da una taza más pequeña llena de té. La chica pone cara de disgusto, mira a su hermano que está al lado con la taza más pequeña. El chico tiene los ojos achinados,  la mira a ella,  mira el café con leche, como todos los días. Ella toma su taza y la cambia por la más pequeña de su hermano. La abuela está junto a la mesada, se da vuelta.

– No Julieta, no hagas eso, la más grande es para vos.

Terminan de tomar la leche y el chico mayor y la chica recogen las tazas para lavarlas junto a las cucharitas. Después guardan la manteca y las tostadas que sobran. La chica le pasa un trapo a la mesa. El chico barre y levanta las migas que han caído. Los otros chicos juegan en el piso. Tienen una pelota roja que se pasan el uno al otro. De repente, uno la arroja bruscamente y le da en la cara al otro y ya están trenzados a las trompadas en medio de la cocina. Aparece la nona. Empieza a gritar. El nono sigue sentado, inmutable, junto a la ventana. La nona agarra a uno de los chicos de los pelos y le da un cachetazo, al otro lo revolea contra un costado, también le da un buen sopapo. Los chicos lloran y la abuela grita. El chico mayor y la chica miran. El más pequeño se ha salvado de la paliza y sigue comiéndose los mocos sentado junto al sillón.

A los costados de la ruta, junto al alambrado, hay filas de eucaliptos. El sol está radiante. El rastrojero avanza sobre el asfalto caliente. Hecha humo al acelerarlo y deja una estela gris al pasar. En su interior van un hombre y una mujer. El hombre parece preocupado, molesto, como si le estuvieran retorciendo las tripas con una tenaza. La mujer va callada, con las manos apretadas entre las piernas. Mira hacia afuera por la ventanilla, el viento le despeina el cabello. Hace rato que están en silencio. Ella lo mira cada tanto, parece querer decirle algo, pero no lo hace. El hombre maneja con una mano, la otra está apoyada en el marco de la ventanilla con el codo afuera. Mira a lo lejos, hacia donde parece terminar la ruta, su mente parecería no estar en ese rastrojero.

– No tengo plata para la vuelta – dice.

La mujer lo mira.

– ¿Cómo?

– Que no tengo plata para la vuelta, para el gasoil.

Ella vuelve a mirar hacia afuera. Todavía tiene las manos apretadas entre

las piernas. No contesta nada. El hombre se estira con el brazo y saca un paquete de cigarrillos de la guantera. Enciende uno. Fuma. La cabina se llena de humo, es solo un momento, después el viento lo arranca de un tirón.

– Los chicos se van a poner contentos de verte  – dice ella.

– ¿A mí?

– Sí, a vos, hace casi un año que no te ven.

El hombre da una pitada profunda. Su boca se ensancha en una amplia

sonrisa. Después vuelve a ponerse serio.

– A vos también hace tiempo que no te ven- dice él.

– Pero no tanto como a vos, yo volví un par de veces a visitarlos.

La mujer saca un cigarrillo. Con los dedos le acomoda el tabaco de la punta, después lo enciende. Toce un poco a la primer pitada. Después fuma con placidez, tira el humo por la ventanilla.

– Que tu viejo no me rompa las pelotas – dice el hombre – Hablá vos

con él.

La mujer se queda pensando.

– Bueno, yo voy a hablar con él.

No hay mucho tráfico en la ruta. Apenas algunos autos que vienen en

dirección contraria, un camión para pasar cada tanto. Las nubes blancas se manchan con pájaros: son teros, algún pato.

El nono ve la polvareda levantarse en el camino, ve las luces encendidas del vehículo que se acerca lentamente. Son ellos. El rastrojero se detiene. El hombre tiene una cara de culo. La mujer está inquieta, se mira en el espejo y se arregla el cabello. El nono abre la puerta de la casa y se asoma, la mujer baja del rastrojero y corre con cierta ternura infantil. El hombre, con las cejas fruncidas y la frente arrugada, termina de cerrar la puerta del rastrojero.

– Papi, papi – grita la mujer.

El nono se saca la gorra, y sonríe, hace fuerza para sonreir, la abraza. No

dice nada. La nona tiene del brazo al chico de los ojos achinados, estaba por darle otro sopapo, lo suelta.

– ¡Nena!– exclama.

Los chicos abren los ojos como palanganas. El de los ojos achinados se

limpia las lágrimas. Están todos mudos. Petrificados. El mayor avanza, mamá, dice, entonces la abraza, todos los chicos se acercan y la abrazan. Ella los acaricia, se agacha y los besa. En la puerta está el padre. Ha saludado al nono con un seco “Hola, ¿qué tal?” después se ha quedado allí parado, casi sin atreverse a entrar.

– Saluden a papá – dice la madre con entusiasmo.

Los chicos lo miran. Vacilan. Otra vez el mayor avanza, lo hace con la mano

extendida, el padre lo agarra  y lo atrae y le da un abrazo fuerte. Los otros chicos corren y también lo abrazan.

La mujer pasa a la habitación de su madre. En la pared, sobre la cabecera de la cama, hay un rosario colgando, una imagen de Cristo, olor a encierro. La mujer se para frente al espejo y se mira, otra vez se acomoda el cabello. La nona se le acerca.

– Nena, era hora de que aparezcan – dice en voz baja.

– Mamá, Raúl consiguió un departamento – dice la mujer en un gesto de

alegría.

– Hace casi un año que se fueron – reclama la madre – los pibes no se

aguantan más, salvo Julieta y Martín, esos dos son buenos, pero los otros son unos sabandijas.

– Ay, mamá, vos nunca los quisiste a los otros, eso es lo que pasa.

– Los quiero a todos por igual.

La mujer sigue mirándose al espejo. Se observa un granito junto a la boca.

– El departamento es hermoso – dice – es pequeño, pero nos va a alcanzar para los siete, además tiene un balcón al que voy a llenar de plantas.

La madre la mira con atención. Se muerde los labios cada tanto.

– Entonces ya tienen dónde vivir… no me vas a hacer más esto, hijita

– No, mami, quedate tranquila, ya tenemos dónde vivir.

– Tu papá ya estaba preocupado, hace casi un año que te fuiste…

En la cocina el nono está sentado a la mesa. El padre también está sentado

a la mesa y fuma. No se miran. Mejor dicho el nono lo mira pero el padre no. El padre fuma y tira el humo para arriba como una lanza gris. Se escucha la radio, el volumen es bajo pero se escucha un tango. También los niños han vuelto a jugar y gritar y hacer barullo. El padre se pasa las manos por los ojos, como si se despojara de telarañas. El nono frunce la boca y después dice:

– Raúl, ¿consiguieron dónde vivir?

– Su hija le va a contar, pregúntele a ella – contesta el hombre y se pone a golpetear con los dedos sobre la mesa. – ¿Tiene vino? – pregunta después. El nono se pone de pie y va a la heladera, saca una botella de vino y un sifón de soda.

– Acá tenés.

El hombre se sirve un vaso de vino y comienza a beberlo.

– ¿No le vas a poner soda? – pregunta el nono.

El hombre lo mira y  sonríe con ironía y desprecio.

– Raúl, ¿vos seguís tomando?

– Mire, Esteban, no me rompa las pelotas – el hombre termina el vaso y

se para y sale al patio donde están los chicos. Los mira un rato, después hace un gesto con la mano para llamar al más grande. El chico se acerca. El hombre lo agarra del brazo.

– Papá no tiene plata para el gasoil, para volver a la ciudad. Voy a tener

que vender la bicicleta a algún vecino.

El chico frunce la boca, los ojos se le deforman y se le llenan de lágrimas. Con la cabeza dice que sí. El padre le sacude los pelos. El chico se aleja y se sienta en el tapial.

El cielo es una noche plena, lleno de estrellas y una luna redonda y blanca. La estela de humo del rastrojero se confunde con la oscuridad y apenas si se percibe el olor. Los chicos van en la parte de atrás. El viento los despeina y les hace fruncir la cara, como si estuvieran haciendo fuerza. La chica sostiene su pollera para que no se levante y mira la luna. En realidad todos miran la luna. Están contentos. Hacía tiempo que no estaban felices. Miran cada tanto hacia la cabina, allí están sus papás. Sienten una excitación grande que los recorre pero están callados. Apenas si hablan, apenas si cada tanto el mayor, el que es casi negro, señala algo como una vaca o un cerdo y todos miran.

La mujer parece haber perdido la  alegría que la inundó en la casa de los

padres. Otra vez ha puesto las manos entre las piernas. Está en silencio. El hombre lleva una caja de vino, maneja con una mano en el volante y con la otra bebe. Cada tanto se le chorrea un poco por la comisura y entonces se limpia con la manga de la camisa. La mujer enciende la radio. Canta Cacho Castaña. Mira al hombre y le dice:

– Raúl, ¿con qué vamos a vivir?

El refunfuña, toma un trago.

– Ya hablé con unos tipos, me van a dar laburo en una panadería.

– ¿Nos va a alcanzar?

El hombre se da vuelta y la mira con sorpresa socarrona.

– Si no alcanza trabajarás vos también.

– Yo tengo que cuidar a los chicos – dice ella.

– Ahhh, ahora los tenés que cuidar – dice el hombre – los dejaste un año

de tus viejos y ahora los tenés que cuidar.

A ella le tiemblan los labios.

– ¡No es lo mismo! – dice elevando la voz.

– Claro, no es lo mismo

– Además tendría que darte vergüenza, chupando cuando manejás.

Un auto pasa en sentido contrario con las luces altas, el hombre se siente encandilado y cierra los ojos y toca la bocina con furia. Los chicos se exaltan con los bocinazos y miran hacia la cabina. La madre los mira, finge una sonrisa y los saluda. Los chicos saludan.

A medida que entran en la ciudad, a medida que avanzan por las avenidas, la metrópoli brilla en todo su esplendor. Hay carteles luminosos, grandes vidrieras, mucha gente caminando, muchos autos. Apenas si se ve la luna, las estrellas. En la cabina el padre y la madre hace rato que están en silencio. El hombre está serio y ebrio, la mujer está acurrucada contra la puerta con la cabeza apoyada en el marco. Los chicos están enloquecidos. No dejan de gritar cuando pasan junto a un cartel luminoso o cuando ven un auto último modelo. Hacia adelante se ve una gran luz en el medio de la avenida. Hace rato que la chica viene prestando atención a eso. Se viene preguntando qué será y está muerta de curiosidad. En la cabina el hombre eructa, siente el sabor del vino subirle y bajarle por el esófago. La mujer abre la guantera y saca un cigarrillo. Lo enciende, le da una pitada y mira al hombre.

– ¿Querés una pitada?

– Dale.

Ella le pasa el cigarrillo y sonríe, se acerca para abrazarlo. Él también pasa su brazo alrededor del cuerpo de ella. En los ojos de ella se reflejan las luces de la ciudad, en los ojos de él también.

– Te quiero – le dice ella.

Las cuadras van quedando atrás. La luminosidad del medio de la avenida, a la cual la chica no le ha sacado el ojo de encima, va tomando forma. Es una fuente. Una fuente inmensa con luces a los costados que iluminan la escultura blanca de una  mujer que sostiene una cruz con las manos. La cruz es de metal, parece pesada, muy pesada, como si realmente la mujer estuviese haciendo un esfuerzo por sostenerla, como si la cruz fuese a desgarrarle los brazos y caer sobre la avenida. La chica la ve acercarse y le tiemblan las piernas, algo la estremece y la hace sonreír. Tiene ganas de bajarse y sentarse junto al agua y mirarla de cerca. Tiene la boca abierta, los ojos brillantes. Los chicos siguen gritando de emoción. La mujer sigue abrazada al hombre en la cabina, él tiene mucho sueño, siente que se le caen los ojos, pero ya falta poco para llegar. La chica se agacha y golpea el vidrio, quiere decirle al padre que se detenga. Golpea el vidrio con su pequeño puño. Vuelve a golpear, pero los padres no responden, entonces golpea más fuerte, golpea, golpea, golpea. El chico mayor le dice:

– Vas a romper el vidrio.

Ella se vuelve a parar, mira a la fuente y a la mujer de mármol que sostiene la cruz. La mira mientras va quedando atrás.

El departamento tiene dos habitaciones y un living comedor. Del techo

cuelga una lamparita encendida. El hombre dormita acostado en el piso, apoyado contra la pared. El suelo está lleno de servilletas de papel y vasos de plástico. Los chicos han comido unos panchos, han tomado jugo, ahora están todos acostados sobre unos cartones que la mujer ha extendido sobre el piso de la habitación.  Ella mira por la ventana, allá afuera puede verse la gran ciudad; está fumando un cigarrillo. Da la última pitada, corre el mosquitero, corre el vidrio y arroja la colilla, todavía encendida, más allá del balcón. Mira al hombre recostado contra la pared. El hombre tiene la cabeza caída sobre el pecho, los pelos revueltos, cada tanto emite un ronquido. La mujer eleva su brazo derecho y con el otro se saca la remera. De dos pataditas se saca las sandalias. Después abre su pantalón y lo hace deslizar hacia el suelo. Se acomoda la bombacha con el dedo. Va hasta la ventana, mira hacia afuera, después baja la persiana. Se acerca al hombre, se agacha junto a él, le da unos golpecitos en el hombro. Él apenas abre los ojos; la mira confundido.

– ¿Querés que juguemos?- dice ella sonriendo.

Sebastián Rogelio Ocampo

Sebastián Rogelio Ocampo por

nació en la ciudad de Rosario, en Santa Fe, Argentina, en agosto de 1977. Terminó la escuela secundaria en el Armand Hammer UWC en el año 1997 en New Mexico, Estados Unidos. Fue alumno del taller literario de Alma Maritano. Obtuvo premios en varios certámenes literarios. En la actualidad es médico residente de psiquiatría. Tiene dos libros publicados: ¿Querés que juguemos? (San Luis Libro, 2011), El verano más largo del mundo (Río Ancho Ediciones, 2013).

 

Ojos de Perro

Un cuento de la escritora ecuatoriana Julia Rendón.

por Julia Rendón

En los ojos de los perros se refleja el Universo. Todo lo que observan se queda ahí plasmado. Cuando un perro te mira, te puedes ver a ti mismo y a los objetos a tu alrededor desde otro ángulo.

Esa mujer tenía ojos de perro. Fijos, mirando a la cámara que la había enfocado; sorprendida como si aquel aparato de luz fuera a robarle del vientre ese hijo que estaba creciendo. Acerqué la foto para ver si la reconocía, me era imposible. Ignacio aparecía detrás, sin saber que la foto estaba siendo tomada.

Reconocí el lugar. Era en la hacienda del padre de Ignacio. Cuando teníamos 17, íbamos con los compañeros a quedarnos a dormir allá por lo menos uno o dos fines de semana en el mes. Cantábamos frente a la fogata, tomábamos Trópico Seco con jugo de naranja y limón, y una vez que estábamos bien borrachos, nos adentrábamos en los bosques de la hacienda y dormíamos donde cayéramos. Lo que pasaba en los bosques nunca se contaba al día siguiente. Los colegios mixtos siempre traían peligros y, aunque éramos pocos, alguna terminaba embarazada y a veces ni se sabía de quién.

Lo de Ignacio y yo duró, a pesar de que también estuve con Clemente, uno de sus mejores amigos, y con Ale. Igual, el plan con Ignacio fue siempre casarnos, no creo que por amor. Si soy sincera, no estaba ni estoy enamorada de él, pero en la vida siempre hay que dar pasos y el siguiente que nos tocaba era ése.

Para cuando nos graduamos, su papá había ya vendido la hacienda. No se justificaba tener semejante terreno para que un par de chicos de secundaria saciaran sus deseos y desataran su adolescencia. Lo más triste de venderla fue dejar de ver a los empleados, sobre todo a María. Ella había trabajado en esas tierras por más de cuarenta años. Tuvo quince hijos: diez mujeres y cinco hombres. Siempre estaba pariendo por ahí, justo afuera de la hacienda, en la lomita de Pusucú. Yo nunca la vi pero decían que se ponía en cuclillas, se tomaba el agua de zapote y los hijos le salían como jabón.

La de la foto podía ser una de las hijas. Pero no, no creo. No se parecía a ella. María tenía agallas, eso se notaba. Ésta era tan inocente, estaba como perdida, como si hubiese pertenecido a otra hacienda y no a ésta. Es increíble cómo la gente que trabaja en la tierra parece ser una extensión de la misma, como si fueran otra rama de uno de los tantos árboles, o parte de las hojas, o una de las piedritas de los lagos. Inclusive se los siente en la hierba; el color de su piel se empieza a parecer al suelo sudado.

Definitivamente ella venía de otra hacienda. Pero, ¿qué hacía allí?, tan desubicada y sola. De no ser por Ignacio detrás, con cara retozona, se la vería abandonada, un ser totalmente aislado y con esos ojos de perro. Realmente no recuerdo haberla visto nunca. Y fui bastantes veces a la hacienda.

Su panza era enorme. Imaginé que justo después de la foto se puso a dar a luz ahí mismo, al lado de Ignacio, quien ni siquiera estuvo cuando yo di a luz a nuestros hijos. Decidí que le iba a preguntar si él se acordaba de quién era esa mujer, pero Nacho es tan distraído que probablemente ni notó que dejó esa foto en el libro de las cuentas de la casa. Hay gente que ni piensa en lo que hace cuando anda por la vida. Ni siquiera pensó en que yo me la encontraría, en que me preguntaría quién era esa mujer, en que mil ideas cruzarían por mi cabeza. Él nunca piensa en nada.

Resolví que sería mejor guardar la foto de vuelta en el libro de cuentas. Quién sabe si por una vez en su vida Nacho la puso ahí a propósito. ¿Me querría enviar un mensaje? Nosotros nunca hablamos las cosas claras y directas.

La mujer, no sé, no se me ocurre quién podrá ser. Seguro sólo buscaba una loma para ponerse en cuclillas y parir. Pero antes, se vio sorprendida por la foto.

Julia Rendón

FotoJu2es escritora y artista plástica ecuatoriana. Luego de cursar estudios en su país viajó a Boston para seguir la carrera de comunicaciones. Vivió y trabajó en Nueva York hasta el 2006 cuando decide volver a Ecuador. En el 2008 se mudó a Buenos Aires donde realizó un posgrado en arte y cursó la especialización en escritura narrativa en Casa de Letras. Ha trabajado como colaboradora en diferentes publicaciones latinoamericanas y varias de sus narraciones han sido publicadas en revistas literarias argentinas y ecuatorianas, así como en periódicos de Nueva York. Acaba de terminar su primer volumen de relatos cortos que espera publicar este año. Participó en un sinnúmero de exposiciones artísticas colectivas e individuales. Actualmente vive en Quito. Se puede encontrar novedades sobre su producción en su website: www.juliarendon.com y su Twitter: @julierendon.

David Róbinson: De declaraciones y de raros

El escritor panameño presenta reflexiones a pulso y ritmo de calle.

Autodenominado filósofo descalzo, el escritor panameño David Róbinson presenta en esta selección de escritos cortos una serie de reflexiones a pulso y ritmo de calle. Una mezcla de sensibilidad callejera, de epifanías de esquina y de un lenguaje popular que por su sencillez y desenfado puede pasar por banal y mundano, estos bocetos emanan un humor punzante y una profundidad desconcertante en su estado inconcluso; es la vida vista a través de los ojos de un hombre común quien escaquea las elucubraciones para observar y entender su entorno como individuo panameño y universal. Es así que, como buen hombre de pueblo, a Róbinson, cuyos poemas y cuentos han sido publicados en diarios, revistas, antologías y libros, le queda una aspiración por cumplir: ver sus poemas escritos en grafiti en la pared de un baño.

~ Entremares Magazine

 

Declaración a mis 52 años

por David Róbinson

“A esta edad ya no tengo que demostrar nada. Estoy en paz con la vida. Esa es la libertad”.

— Tomás Segovia

 Llegué a la edad del mazo de barajas. 52 años. Hace cuarenta, al recibir el certificado de educación primaria, esa cantidad de años me era imposible computarla. Un año era una eternidad. Pero arribé a los 52. Se pasaron volando, aún recuerdo los lodazales que tenía que cruzar para ir a la escuela; sobre los zapatos puestos me calzaba cartuchos plásticos. Así de abundante era el lodo.

Llegué a los 52 años. Y pienso que me gané el derecho de dar declaraciones. Después de decirle a mi abuela “ tío Pipo pum, pum” el 9 de enero de 1964 (el día en que los gringos lo asesinaron), de ser evacuado de la ciudad por mi tío Julio en octubre de 1968 (me puso en la cara una toalla empapada con vinagre y aún así sentí los gases lacrimógenos del golpe de estado), después de haber soportado todos los puñetazos de los abusivos del barrio y el colegio, de gritar consignas en la Plaza 5 de Mayo en septiembre de 1977 mientras esperábamos a Omar y a los tratados del canal, de lanzar piedras contra la guardia, de graduarme tarde de la universidad, de ser testigo del Viernes Negro de 1987 y de la Invasión de 1989, después de conocer el amor y salirle huyendo, luego de que el amor me conociera y saliera huyendo, de comprender que en la vida no hay muchas cosas que entender y hay mucho que vivir.

Después de haber hecho todas las tonterías que he hecho, sí, sí me he ganado el derecho a hacer una declaración:

Me declaro pendejo; con tanto practicante del juega vivo, ser un bribón no tiene nada de original.

Me declaro fracasado; hay tal cantidad de triunfadores infelices caminando por las calles de esta infeliz ciudad, que al verlos sólo puedo pensar que, en realidad, el supuesto éxito es un castigo.

Me declaro innecesario; no soy mercancía convertida en necesaria por la tele.

Y, por último y por sobre todo, me declaro anormal, inadaptado, loco; parece que la gracia de ser normal es caminar uniformado y en manada para hostigar al raro.

Llegué a los 52 años vivo, feliz y despierto. ¿Acaso no basta?

El acoso al raro

“Un hombre libre es más puro que el diamante”.

— Manuel Scorza

Al raro no le importa la riqueza y el poder tanto como la libertad de pensar y sentir, de tomar la actitud que le plazca. Al raro no le importa la fama y el prestigio tanto como el ser creativo y tener una obra que dé la cara por él, es más, lo irrita la gente que lo halaga sin conocer sus ejecutorias. Al raro no le importa el ser comprendido y amado, le importa más ser él mismo; al fin y al cabo, asume su condición de raro.

Al raro, al verdadero raro, al raro convencido, al raro que ya es un raro sabio, no le importa el rechazo de los normales. Pero, para llegar a ese estado de serenidad, pagó el precio. El rechazo le dolió, aún tiene las cicatrices en el alma. Porque lo más normal de los normales es la crueldad. Un deporte normal es el normal hostigamiento a los raros. Así que si un raro sabio declara que le importan muy poco los normales y sus condenas, es porque ese raro sabio ya los enfrentó y sobrevivió a sus ataques.

Los normales dicen que el raro sabio es un arrogante, es que para ellos todo raro que deja de escucharlos, que deja de sufrir con sus palabras, es un arrogante.

¿Cuándo comenzó la persecución? ¿Cuándo a los normales se les hizo insoportable la presencia de los raros? Y lo peor. ¿Cuándo a los normales se les hizo insoportable la ausencia de los raros? Todo raro que deja de escucharlos es un ausente.

Sería terrible concluir que para ser normal, hay que cubrir una cuota de acoso a los raros. Pero, ¿no es eso lo que indican las evidencias? Sería terrible concluir que para ser normal, hay que impedir que los raros se alejen del dolor. Pero, ¿no es eso lo que indican las evidencias?

David C. Róbinson O.

David RóbinsonHeurístico. Escritor de ideas. Hacedor de palabras. Filósofo descalzo. Inoportunador con especialidad en amigos y alumnos. Y sobre todo: un hombre caradura y feliz. Premiado y mencionado en algunos concursos. Publicado en ciertos libros, antologías, revistas, diarios y desplegados. Biólogo sin cargo de conciencia (gusta de comer huevos de tortuga). Ocasionalmente, y cuando las circunstancia lo obligan, dicta talleres de creación literaria.

Rapiña

Un cuento de la escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro

por Yolanda Arroyo Pizarro

Sus gritos superaban los elevados decibeles a los que cualquier ser humano común y corriente estaría acostumbrado, pero no había más gente por los alrededores —todos se hallaban en los diferentes cierres de campaña de los políticos de turno y los que no estaban allí observaban los acontecimientos desde sus televisores. Así que la resonancia de sus gritos tan solo rebotaba en las paredes de la nada, en el espacio vacío que no era lo único que la escuchaba, pero que parecía ser lo único que le respondería. La nada. La nada y sus captores; ellos también recibían el impacto sonoro de aquel grito sobrenatural, descomunal, pero lo ignoraban como quienes se hacen indiferentes ante la angustia, ante la desesperación, ante tanto dolor. La impunidad profanaba las paredes del solitario callejón.

El más viejo de los dos hombres la tenía tomada del cuello mientras el otro le rasgaba la ropa con torpeza. Ella movía la cabeza a diestra y siniestra, a la vez que pataleaba con todas sus fuerzas y contorneaba el cuerpo como serpiente cascabel. A veces lograba morder a quien la tenía presa de la garganta, únicamente para provocar una bofetada mayor a la anterior, o un tirón de cabello, que parecía desnucarla en cada una de las ocasiones.

Yo había comenzado, por accidente, a observar el espectáculo, congelado ante el pavor que me sobrevino, y acuartelado al saberme tan impotente. La casualidad me había transportado hasta la susodicha calleja, justo detrás de aquel gigantesco zafacón —que ahora me servía de escondite—, en busca de cajas vacías para la mudanza que llevaría a cabo en los siguientes días.

La victoria del partido contrincante era prácticamente un hecho, aunque aún faltaran cuarenta y ocho horas para el sufragio. Mi puesto no era de confianza, por cierto era bastante insignificante, pero había llegado a él por una pala que parecía que no volvería a renovar. Y, sin la pala, no podría continuar mis funciones. Nadie me emplearía con mis antecedentes, con aquel secreto a cuestas.

Cavilando en ello había encontrado las cajas vacías, mientras la soledad de aquel rincón se había ocupado de separarme del bullicio a distancia. El rugido de la muchacha me había puesto sobre aviso de que algo andaba mal.

Dejé a un lado todo para mirar mejor, con mucha pausa. No los había escuchado acercarse; ellos tampoco me habían visto ni escuchado a mí. Luego, la tiraron al suelo y comenzaron a darle de puños y patadas. Me agaché, evitando ser divisado, siguiendo algún estúpido instinto de supervivencia que rechazaba la premisa de mi fuerza física superior, en contraste con la de aquellos dos hombres mucho más enclenques.

Sudando, me cubrí con alguno de los cartones y bolsas encontrados en la basura de aquel corredor maldito. Me aferré a la corbata que colgaba de mi cuello, como queriendo asfixiarme, y de algún modo mágico desaparecer. Me tapé la boca con una de las manos, no recuerdo cuál, y apreté la mandíbula. Entonces, alcé el rostro, bañado en sudor, hacia arriba. Fue cuando lo descubrí. Era un búho.

Observaba con ojos grandes y muy abiertos la escena, igual que yo. Curiosamente, dirigía su cuello en rápidos movimientos de un lado a otro; a veces, parecía que daba un giro total y absoluto a su cresta. Se hallaba detenido en una cornisa, majestuoso, pasando juicio sobre todo cuanto ocurría. Infundía terror y provocaba envidia; envidia porque podía marcharse en cualquier momento, a su antojo. Sin embargo, se quedó. En un momento dado, mientras el más joven de los hombres agarraba las caderas de la chiquilla, el ave abrió grandes las alas. No fue hasta que la jovencita volvió a gritar ensordecedoramente y volvió a contornearse, como evitando ser dirigida hacia su funesto destino, que el búho abrió el pico y ululó.

El chillido, como el de un loco eremita, detuvo la ciudad, los altavoces, la publicidad, las pancartas en la infinita distancia. Sucumbió, la ciudad precedida, al silencio de las constelaciones en el firmamento, a la escasez de luna. Los dos hombres, petrificados momentáneamente, buscaron a tientas el origen del silbido ronco que no pertenecía a la garganta atrapada. Descubrieron el penacho de plumas brillosas y resplandecientes del rey de las aves nocturnas encima del techo de una edificación abandonada. En otra dimensión, un chamán invocaba las deidades para que el búho hiciera acto de presencia. El ave no apareció en ese otro universo; se quedó con todos nosotros en este, aquí, en medio del infernal recoveco, torcedor de vidas.

El plumífero era un ejemplar avanzado en años, lo demostraba su chillido, como el de un viejo chiflado. Internándose en la oscuridad, atravesando el cielo entre las noctámbulas nubes, logró materializarse y llegar a aquel destino de ángel vengador que le aguardaba.

Dio otro alarido, en medio de la quietud del alero, del cual colgaba una bandera partidista, justo en el instante en que la muchachita emitía un contundente clamor, un bramido frenético, que para nada mostraba indicio alguno de rendición sin resistencia. Su lamento llegó acompañado de más forcejeos que fueron recompensados con más golpes y dislocaciones.

Los hombres intercambiaron lugares. Fue cuando, aún agachado, pude reparar en el recién revelado rostro femenino que no superaba los diez años de edad. Los ojos apretados, resistiendo el embate, la boca ensangrentada abarrotada de golpes, los senos apenas florecidos y morados, la entrepierna destrozada.

Bajé la cabeza y las manos me recorrieron el cabello. Fueron muchos los recuerdos que divagaron por mi mente mientras razonaba, el poder de ver detrás de las máscaras, el movimiento silencioso y veloz de la violencia, la visión aguda del llanto bajo las sábanas, el enlace entre el mundo oscuro e invisible y el poder de la luna; todo ello se manifestó ante mí con la sola presencia de aquel búho. Su plumaje de color oscuro rojizo, pardo y moteado en el lomo; el vientre amarillo, salpicado de manchas y atravesado de algunas líneas grisáceas bastante confusas, supieron leerme el rencoroso corazón y la profundidad de mis intenciones.

El pico corto, inclinado y cubierto de plumas en la base, se abrió nuevamente. El pescuezo giró, esta vez, dando la vuelta por completo; las patas, revestidas hasta las uñas, se encorvaron. Entonces, se echó a volar.

Cuando dejé de mirarlo y regresé mi atención a la niña, ya los tétricos personajes se habían marchado, dejándola desamparada. Yacía desnuda en el suelo, maltratada, herida.

Respiraba poco. Sus latidos, muy vagos, muy leves, según pude comprobar luego de haberme acercado. La mayoría de sus huesos estaban rotos; todos los orificios que palparon mis dedos estaban rasgados. Toqué sus pechos. Su piel languidecía temblorosa, embadurnada de sangre salada, en ocasiones, agria, según descubriera mi lengua. El rapaz nocturno acompañó nuevamente un muy débil aúllo que emitió la jovencita, esta vez, de manera más desolada, si fuera posible, mientras sentía otra sombra sobre ella. Pronóstico de lo predecible, símbolo de mal agüero. El grito del búho siempre es señal de una muerte que acecha.

Las plumas de los búhos son suaves y aterciopeladas, no provocan ningún sonido cuando se lanzan a través de las negras capas del cielo. El silencio previo a que el búho se abalance es el silencio de una bala; nunca se percibe hasta que te golpea. En algún lugar del crepúsculo, a merced de las tinieblas del terreno, creí oír cómo algo inocente se rompía y emitía un último chillido antes de expirar.

Salí corriendo del callejón, luego de haberme limpiado la boca y la pelvis de fluidos. El ave voló sobre mi cabeza, como intentando descansar en una rama, como deseando posarse sobre ella. Entonces, se lanzó en picada.

Yolanda Arroyo Pizarro

Yolanda Arroyoescritora puertorriqueña, ha publicado en España, México, Argentina, Panamá, Guatemala, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela, Dinamarca, Hungría y Francia. Sus textos han sido asignados y estudiados en el Instituto Cervantes de Estocolmo, el Black Cultural Center at Purdue University en Indiana, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, la Universidad Autónoma de México, University of California en San Francisco y en Canadá. Ha sido traducida al inglés, italiano, francés y húngaro. En 2010 publicó con Editorial EGALES en Madrid y Barcelona la primera novela lésbica puertorriqueña Caparazones. Y otras obras como Cachaperismos 2010, Antología de narrativa y poesía lesboerótica, Antología Ejército de rosas, Las ballenas grises y Avalancha. Es editora en jefe y fundadora de Revista Boreales, además de haber sido parte del jurado del Puerto Rico Queer Film Festival 2010, del Premio de Novela Las Américas 2011 y del Premio Sor Juana Inés FIL Guadalajara 2011. Ha ofrecido talleres de creación literaria para Purdue University en Indiana, Universidad de Puerto Rico en Mayagüez (Coloquio del Otro La’o) y la Universidad Interamericana (Coloquio de la Mujer). En la actualidad dicta talleres en Poets Passage en Viejo San Juan, Puerto Rico.

Claudia Hernández [Cuentos]

Relatos

  1. La mía era una puerta fácil de abrir
  2. Invitación

La mía era una puerta fácil de abrir

La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.

Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había reemplazado no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado de ese apartamento y tomado el de la derecha —que era el que anunciaban en la cartelera de la lavandería—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida (si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios). Además, la condición de la puerta me favorecía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.

No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante sin invitación: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse ahí.

Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local  de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas muy simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban solo si yo lo deseaba y nunca me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.

Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, que apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.

Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables (mitades de bocadillos para la cena, ginebra, botellas de vino para acompañar el postre, abrigos, dibujos infantiles pegados en las paredes, joyería, guantes para el baño, peines, atlas en ediciones de lujo, ropa interior, camiones de juguete, palillos de dientes con figuras de chinitos en uno de los extremos, adornos de porcelana con algunos desperfectos, gafas con la graduación suficiente para trabajar en mis miniaturas y hasta muebles en condiciones aceptables) para las que el dinero que ganaba entonces no me alcanzaba. Por eso, aunque el conserje insistiera en que se trataban de basura, yo me las quedaba si después de tres o cuatro días nadie las reclamaba.

A veces eran tantas que yo mismo las desechaba o se las daba al conserje, que solo las aceptaba si había pruebas fehacientes de se trataba de objetos nunca estrenados. Él no concibe la idea de utilizar algo que otro haya desechado, así se trate de una antigüedad. No es su estilo. A él hay que darle solo objetos nuevos. Y nada de cosillas baratas: no quiere convertir su hogar en una bodega. Tampoco yo. Para evitarlo entonces, limpiaba a diario y, si tenía ánimo, incluso preparaba algo de comer para los visitantes del día con el dinero de las propinas que ganaba en la lavandería. Por eso quizás era todo elogios para mí. De acuerdo con el conserje, era el inquilino del siete izquierda más popular que alguna vez había tenido el edificio. Aseguraba que le era agradable incluso al gato de la tienda del frente, que entraba siempre tras mis pasos y se iba media hora después, a menos que yo le pidiera lo contrario, que sucedía por lo general los miércoles por la tarde. El resto de los días, podía prescindir de él pues conseguía una buena conversación sin ayuda suya.

Casi siempre que lo necesité estuve acompañado. No padecí tristezas mientras moré en el siete izquierda. No me habría mudado de no haber sido porque una vez encontré hurgando en mis cajones a una niña —amiga de la del piso cuatro— a la que había visto antes jugando con mis figuras a escala con la misma brutalidad con la que sacudía sus muñecas.

Como yo aún no hablaba bien el idioma de esta ciudad, no entendió mis regaños y, en lugar de someterse a mis mandatos, me incluyó en un juego cuya lógica no conseguí comprender. Desesperado, bajé a buscar la ayuda de su amiguita, que respondió que su madre no estaba en casa en ese momento y no tenía ella permiso para subir sola mientras estuviera yo en el apartamento porque no podía saberse qué clase de gente podría resultar puesto que venía de un país que no sabían ellas ubicar en el mapa. Mientras, la otra niña continuaba tomando mis miniaturas y disponiendo de ellas tarde tras tarde a voluntad, sin que la del cuarto piso interviniera a mi favor debido a que su madre le había prohibido también continuar con esa amistad y no podía desobedecerle. Tenía yo que preocuparme por vigilar a la pequeña de cinco a seis y media, cuidar que no fuera a quebrar mis piezas con sus deditos toscos, asegurarme de que no se le ocurriera hacerles algún retoque con mis pinceles y obligarla a que las dejara siempre en su sitio antes de marcharse.

Bien que mal, lo soporté. Mas no pude tolerar que internara sus ojos y sus manos en mis cajones una vez más: la tomé por el brazo izquierdo y la obligué a acompañarme de inmediato a lo del conserje. A él le solicité que fuera más cuidadoso en su labor y le entregué a la prisionera, que fue puesta en libertad de inmediato y enviada de regreso a su casa a pesar de mis protestas y de mis demandas por justicia.

El conserje me pidió que me comportara. Luego me explicó que no podía él estar pendiente de lo que mis visitantes —que eran cada vez más numerosos— hacían una vez que entraban en mi apartamento. Lo que a él le correspondía por contrato era vigilar la entrada y los pasillos. A los apartamentos solo llegaba por llamado de los inquilinos o cuando se perdía algo. Como todas mis pertenencias estaban ahí y ninguna de mis miniaturas había sufrido daños, nada tenía él que hacer. No había delito por perseguir. No podía ayudarme, salvo sugerirme que, si quería evitar las intrusiones, le pusiera cerrojo a los cajones (aunque eso nunca es garantía de seguridad: más de uno sabe cómo violentarlos) o colocara un cartelito en el que prohibiera el fisgoneo de mi propiedad (aunque tampoco podía asegurarme obediencia). Su mejor consejo fue que me deshiciera de cualquier cosa íntima o muy personal que guardara en ellos, fueran cuales fueran, porque la gente que entraba podía ser curiosa y gustar de descifrar los misterios que esos objetos podían contener.

Mi idea de cerrar por dentro y salir por las escaleras de emergencia le pareció pésima. Decía que sólo conseguiría empeorar el asunto porque los visitantes se obsesionarían aún más, acabarían descubriéndolas y evadirían el registro que llevaba él de quiénes entraban y quiénes salían, que lo mejor era (si era cierto que no tenía yo secreto alguno) que actuara como los demás y dejara de vivir en un sitio al que todos tenían entrada. Él podía, si yo así lo deseaba, contactarme con un amigo suyo de otro edificio que estaba buscando inquilino. O, si lo prefería, podía mudarme al de la derecha. Ese jamás ha tenido problemas con la puerta. Lo que sí es que la vista no es buena, la renta es bastante más alta y tengo que cuidar siempre de llevar la llave conmigo. En caso de que la olvide, puedo pedirle al conserje que me abra con su copia. Si ha salido o está ocupado, siempre puedo entrar al de la izquierda, que se abre con un empujoncito. De paso, aprovecho para saludar a los conocidos y para cambiarle el agua a las flores del baño: la tipa que vive ahora ahí siempre olvida hacerlo.

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Invitación

 Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana de mi habitación cuando, de pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones del espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada, mi forma de andar, mi sombra, mi vestido pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que pasaba frente a mi casa corriendo con tanta velocidad que me hice dudar. Pensé que se trataba de mi imaginación, que debía haber salido a correr por las calles que, siendo de una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas. Me quedé sonriendo por lo bueno que había sido haberme visto de nuevo con los huesos diminutos y los dientes de leche.

Acomodé mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–niña volvería a pasar sobre mi vuelo como hacen las mariposas. Diez minutos después (el tiempo que de pequeña me tomaba darle la vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve frente a mí, que estaba esperándome en la ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor del barrio siete veces en total. Entonces, yo–niña me invité a bajar con un ademán insistente. Yo —que deseaba bajar y tomarme de la mano, y correr, correr, correr, correr, correr—, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de que estaba desnuda y desistí de salir porque recordé que los vecinos sacaban a pasear a sus infantes a esa hora. Segura de que se alarmarían (las mujeres desnudas que corren por las calles asidas de la mano de ellas mismas cuando eran niñas no son muy frecuentes por acá), subí a la habitación para gritarle que no podía acompañarla porque estaba sin ropas y que lo sentía mucho.

Noté en su rostro que no me había creído. Por eso, me asomé completa a la ventana para probárselo.

Pareció no importarle. Seguía gritando que saliera, que saliera ya, que saliera pronto, que me apurara. Pataleaba con insistencia, hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme. Y, cuando me llenó de desesperación por no poder salir, entonces escuché mi voz —pero no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi voz de cuando esté ya muy vieja— que me decía que saliera a jugar conmigo–niña, que no me dejara esperándome. Me hablaba con voz de mando. Me lo ordenaba mientras —como yo no daba un paso para cubrirme el cuerpo— me vestía con una sábana y me llevaba de la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo, yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello para cuando volviera, me saqué a la calle y me di un empujón para que me alcanzara a mí–niña, que, al verme salir, echó a correr colgando las risas en el aire como si se tratara de globos enormes.

Toda la mañana corrí tras de mí sin darme alcance. Yo–niña me animaba a aumentar la velocidad y a atraparme, pero seguía corriendo más rápido de lo que a mi edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían satisfechas. Parecían modelos de un cuadro. Lo único que quebrantaba la atmósfera de armonía era yo, que no sonreía, que estaba cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos, lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto, yo-niña se internó en la ciudad. Intenté seguirla guiándome solo por su carcajada. Estaba empecinada en darle alcance, pero tenía la desventaja de no saber dónde estaba. No reconocía el paraje. La ciudad parecía desordenarse detrás de mis pasos. No encontraba yo una señal que me revelara su ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me ayudaba a situarme. Unas me decían que estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca estaría más lejos que entonces. Por eso preferí caminar sola. Sabía que, de alguna manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar. Estaba segura de que conseguiría descifrar el laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad no alejaba la desesperación, que se posaba sobre mí en forma de pájaros oscuros a los que tenía que espantar con movimientos de manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor de los mismos sitios que perdí la esperanza de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso.  La noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja me ató al cuello y la metí en la cerradura. Entró sin problemas y hasta giró, mas no abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces, aunque vivo sola, toqué para que alguien me abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado, comencé a pensar en dónde encontrar un cerrajero que me ayudara y no preguntara por qué me había quedado fuera envuelta en una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz que venía de mi habitación y que distinguí de inmediato porque era con la que hablaba en la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde la ventana. Se reía de mí. Le grité que me abriera, que me abriera de inmediato, que me abriera ya. Pero no respondió a mi petición. Solo sonrió y me hizo señales de despedida con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé hacia el interior de la casa. Me miró como ve la gente a un ser molesto cuando le pedí que me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más, así que me di la vuelta y me interné en la ciudad en búsqueda de un empleo que me permitiera pagar una habitación en la que pudiera vivir. Busqué un lugar en un edificio alto, muy alto, un sitio en donde las voces de la gente que camina en la calle no pueden distinguirse, para que si ellas regresan no pueda yo escucharlas ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni quedarme de nuevo sin casa.

[alert type=»blue»]La escritora Claudia Hernández dice que en el cuento “la fuerza bruta y la ternura más sublime conviven sin dañarse la una a la otra”. Vea una entrevista con la escritora salvadoreña [/alert]

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Claudia Hernández

Claudia HernándezClaudia Hernández (San Salvador, 1975) ha publicado los libros de cuentos De fronteras, Otras ciudades, Olvida uno y La canción del mar.

Cecilia Eudave [Cuentos]

NOTA DEL EDITOR: Estos cuentos fueron previamente publicados en el libro Para viajeros improbables.

Relatos

  1. Tabi: el país de lo inestable
  2. La mascota imaginaria

“Tabi: el país de lo inestable”

Cuando te levantas por la mañana lo único seguro que tienes es el rostro. Ni tu nombre sabes, ni tu nuevo oficio, profesión u ocio. Sales de la casa donde dormiste, o desayunas con quienes en esos momentos son tus hijos, pero para el día siguiente quizá no poseerás ni mujer ni niños, ni perro, ni casa. El otro día se convierte siempre en un estrepitoso escalofrío, pues ya no tienes a los mismos amigos ni al mismo jefe. Ya no te llaman por el nombre de ayer ni eres indispensable para quienes el día anterior te amaban.

Así es vivir en Tabi, un constante renacer en el mismo cuerpo que también cambia porque te haces viejo y, al final de la jornada, ni siquiera sabes qué idioma hablarás ni en qué región de este viajero país vas a habitar. El único norte, aquí, es un río, que por un motivo desconocido, siempre divide en dos el territorio.

Sólo existe una ventaja para los tabianos: no viven de recuerdos…

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“La mascota imaginaria”

Mientras miraba el color particular de las jacarandas y tomaba mi té me vino un recuerdo triste, estremecedor: mi primera mascota. No es que ésta fuera malvada o agresiva, todo lo contrario, era una criatura dulce, delicada y extremadamente inteligente —ella me enseñó a leer—, con un cuerpo esbelto de color jacaranda, tan delgada que podía pasar por separador de libro. Fue mi mejor amiga, iba conmigo a todas partes, dormía en la cama, paseaba en el bolso, jugaba mis juegos, me arrullaba de noche. Ella siempre vigiló los sueños y mientras estuvo a mi lado jamás osó pesadilla alguna aterrizar en mi cabeza.

Yo hablaba de ella todo el tiempo y explicaba sus maravillosas cualidades, sobre todo cómo con su finísimas manos de dedos largos golpeaba el libro cuando me equivocaba en la lectura, o lanzaba un gritito agudo pero delicioso en caso de que invirtiera o cambiara una palabra. Era genial, pero insistían en que era imaginaria. Nadie quería conocerla, todos se reían de mí o me miraban raro, y para colmo comenzaron a insultarme. Al principio no me importó, pero con el tiempo me irritaron sus comentarios, era ya la loca que hablaba sola. Entonces pasó lo que tenía que pasar, me enfadé con mi mascota: “¿por qué eres imaginaria?”, le recriminé, mientras ella me observaba con sus enormes ojos verdes. Luego creo que se deslizó hasta un libro e insistió agitando su cola de lagartija para que lo leyéramos juntas. Sobra decir que me encolericé al verla tan quitada de la pena y yo sufriendo enormidades por su culpa. Así, la tomé con violencia y la metí en una cajita metálica, la misma que refundí en lo más profundo de mi clóset. Salí corriendo de mi habitación y no volví hasta la noche.

Escuché su llanto, creo que tres días o diez noches, ya no sé: luego se convirtió aquello en gritos, después en lamentos cada vez más débiles y dolorosos. Yo me tapaba los oídos repitiéndome a mí misma: “es imaginaria, es imaginaria” mientras sollozaba bajo las sábanas. Con el paso del tiempo cesó aquello y yo me fui olvidando del asunto. Hasta que años más tarde, estaría yo por partir a la universidad y haciendo limpieza de mi habitación, encontré la cajita en el fondo del armario. Un ligero escalofrío se coló por mi espalda, la abrí apresuradamente. Al ver ese minúsculo esqueleto blanquecino, arcaico como hoja de un viejo volumen de historia natural, comprendí de golpe la certeza que intenté ocultar bajo las sábanas: las peores crueldades siempre se cometen por creer tan ciegamente en la razón de los otros.

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Cecilia Eudave

Cecilia EudaveCecilia Eudave es una escritora, investigadora, profesora y coordinadora de la Maestría en Estudios de Literatura Mexicana en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado colecciones de cuentos y novelas.

Betty Aguirre [cuentos]

por Betty Aguirre

Relatos

  1. La mujer reloj
  2. Grata

La mujer reloj

Son las cinco de la tarde. Lo sé porque Mercedes lo repite una y otra vez para que lo escuchen todos. No grita, no levanta la voz. Va de arriba a abajo por la casa dando la hora. Esa es su particular manera de llamarnos para tomar el café con pan fresco. Luego va presurosa hasta la cocina, en donde todo está en perfecto orden: tazas con sus platos y cucharas respectivas. Canastos de pan y jarritas con leche. Los demás salimos de nuestros rincones como una fila de hormigas; llevados por el aroma del café nos dirigimos al comedor.

Así lo hace todo, con la hora y los minutos. Es como si fuera un reloj viviente, como si hubiera nacido para ordenar el tiempo. En las mañanas, cuando nos despierta, no dice “buenos días” o “¡arriba!”. Va por la casa repitiendo “son las seis y media, son las seis y media, son las seis y media”. Lo más extraño es que no tiene reloj y el único reloj es uno de pared que está en el salón, al cual casi nadie entra. Los pequeños lo tenemos prohibido y si uno de nosotros viola esta ley se nos castiga con un buen azote.

— El salón no es para los niños, es para los invitados — repite y repite.

Al mediodía Mercedes alza la vista al cielo y busca el sol. La he visto hacerlo tantas veces que ya puedo imitarla. Entonces empieza de nuevo su caminar por la casa, va de patio en patio y de cuarto en cuarto.

— Son las doce, son las doce, son las doce. No grita, no levanta la voz.

Nuevamente las hormigas se encaminan al almuerzo.

Esta mañana llegó del mercado con las otras empleadas. Todas sudorosas y cansadas después de varias horas negociando las verduras, las frutas y la carne en ese mercado lodoso que huele a col. Después de descargarlo todo fueron hasta el tanque de agua para refrescarse. Entonces la vi subirse sobre unos ladrillos cerca del muro que da a la casa vecina, espiar con cuidado a través de un agujero y dirigirse a las demás con un “son casi las once”. Todas regresaron a sus labores y yo busqué algo en qué subirme y mirar lo que ella miraba. Los ladrillos no me sirvieron. Tomé un banquillo de la casita de la huerta. De puntillas logré llegar hasta el agujero y espiar. Vi a mi padre terminar de atarse la corbata y despedirse de la vecina con un beso en la boca. Varios besos.

Bajé del banquillo a toda prisa y lo regresé a la casita de la huerta. Corrí hasta el primer patio a esperarlo. Sabía que en tres minutos llegaría para levantarme en el aire y darme un beso. Varios besos. Al verlo atravesar el portón, Mercedes y yo dijimos con calma y sin alzar la voz:
— Son las once, son las once.

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Grata

A veces uno se marcha de uno mismo

Se quitó los guantes muy despacio, desenroscó la bufanda de su cuello y la depositó junto a la cartera sobre la mesita gris. Se miró en el espejo y se vio pálida y cansada, con esas ojeras que cada vez eran más oscuras. No dormía mucho en general, su vida era una vida de trabajo e insomnio. Los domingos, cuando podía tomar una siesta después del almuerzo, prefería quedarse en el balcón fumando un cigarrillo y mirando a los niños jugar en el área comunal. Se quitó las botas y se desplomó en el sofá. Cerró los ojos y sintió que el sueño la alcanzaba; la noche anterior se la había pasado en vela.

Lo había llevado bien el día entero. En el trabajo habló poco y nadie le preguntó cómo se sentía. Además no había ni tiempo ni lugar para hablar. Los pocos minutos de almuerzo o descanso eran suficientes para comer un bocadillo e ir al baño. Ahora en su departamento podía pensar mejor en la llamada telefónica a la medianoche que la dejó sin sueño. Y no tanto por la magnitud de la noticia; sabía que aquello pasaría de un momento al otro. Pero la dejó despierta pensando en el posible viaje, en el funeral y en el pueblo. Le parecía todo tan lejano y ya casi inexistente. Habían pasado ya muchos años y se había convencido de que ella ya no existía para nadie en aquel lugar.

Con un gran esfuerzo se levantó, se preparó un té y prendió el televisor. Las noticias no decían nada interesante. A veces se hablaba de guerras, de muertes, de la pobreza, de la gente famosa, pero nunca se hablaba de su país, peor aún de su pueblo. Quizás nadie más que ella y sus habitantes sabían que existía ese puñado de casas ajadas y olvidadas por el tiempo.

— De un pueblo que no tiene más que unas pocas casas, una pequeña capilla, un galpón que hace de escuela, ¿qué se puede decir? — balbució.

Tampoco había un periódico donde publicar un obituario. Aunque le dijeron que desde hace poco se había instalado una estación de radio en un pueblo cercano y que en ella se podría anunciar el funeral y la misa.

Le dijeron también que ellos podrían pagar por una misa de honras, el ataúd y el nicho. Que cuando llegara, podría cancelar ese dinero. O, a su vez, que podría enviar ese dinero a primera hora de la mañana antes del viaje, ya que en el otro pueblo había una agencia de envíos. Ella no sabía mucho de estas cosas, nunca envió dinero, ni averiguó de los avances del pueblo; tampoco enviaba cartas ni las recibía.

Repasó su vida en el pueblo. No se marchó para sacar a la familia de la miseria, ni por un futuro mejor. Tampoco hizo la promesa ni el sacrificio que consistía en romperse el lomo por unos diez años, trabajando dos o tres jornadas y casi sin dormir para ahorrar y volver. Como los otros, ella no envió dinero para construir la casita para la madre, o para educar a los hermanos pequeños y traer a los más grandes pagando una fortuna a los coyotes. No, ella no hizo nada de eso, ella solo se marchó un día sin saber bien cómo iba a cruzar al otro lado. Una madrugada, en puntillas y con muy poco se fue del pueblo así sin más; sin avisar, sin planear, sin la misa de bendición ni los consejos de la madre. Sin nada.

Subió al autobús y cuando ya estaba muy lejos, cuando el paisaje adquirió otros colores, entendió que se había ido de ella misma, de esa vida que no era más que trabajar de sol a sol desde muy pequeña, con apenas algo que comer. Se había marchado de sus pies sin zapatos, de sus días sin escuela, sin juegos y sin amigos. Había huido de las palizas diarias de su madre y de los abusos de los hombres que iban y venían por la casa. Se había alejado de aquel lugar agreste de caminos de polvo, donde la única abundancia era el licor; de un pueblo donde lo único que despertaba interés eran las muertes, los nacimientos y una que otra boda. Ni su ausencia importó mucho.

Pero sobre todo, había huido de su madre y de sus manos callosas y castigadoras. Huyó de su boca profunda que escupía palabras punzantes que la atravesaban y arrojaban a un oscuro abismo del que salía días después para volver a caer en él nuevamente. Y finalmente, huyó de las burlas, de la indiferencia, de la falta de abrazos y palabras cariñosas, de un pueblo que sabía de su infame vida y que sin embargo nunca la rescató; de ellos también huyó.

Bebió el té y fumó un cigarrillo mientras trataba de organizar algunas ideas sobre todo aquello, que en realidad era muy poco. Ella no tuvo hermanos a quienes traer al norte, ni intenciones de volver un día, ni tampoco gratitud. Apagó el televisor, se metió en la cama y apagó la luz de la lámpara. — Que la metan en un hueco y le echen tierra — pensó y se durmió.

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Diego Falconi [Cuento] «Desplazamiento de rótula»

Desplazamiento de rótula

¿Qué implica protestar por el sufrimiento, que sea diferente de reconocerlo?

Susan Sontag

Al pobre le empezó a doler la rodilla derecha poco después de graduarse de la universidad. Mientras caminaba de prisa para llegar a la oficina, al nadar en la piscina del gimnasio o cuando tenía las lecciones de tango los días viernes, sentía el dolor que se clavaba en la zona rotulocartilaginosomeniscal. Se sentaba en el escritorio del trabajo, se duchaba quitándose el cloro de encima de la piel o tomaba un coctel con la chica que esa precisa noche había sido su pareja de baile en clase y el dolor se iba, se esfumaba completamente de su cuerpo. Al volver a caminar, a nadar, a bailar el cimbrón volvía con intensidad, como si éste martillase la pierna desde el epicentro rotular, como si lo mordiese suavemente con unos extraños dientes, justo ahí, en el delicado y precioso cartílago. Y así, como quien camina todos los días para llegar a un lugar que se desconoce, él –poco a poco, paso a paso– se fue habituando a la existencia de la aflicción, a su presencia que se activaba cronométricamente con el movimiento del cuerpo.

Pasaron tres años en los que la molestia de su rodilla se volvió cotidiana. De nada sirvió la revisión del médico deportólogo, la fisioterapia de una hora diaria, la brionia del médico homéopata, las clases de tai-chi para fortalecer el menisco, el ritual chamánico que ortigaba espiritualmente toda su pierna, las sesiones de psicoanálisis que insistían en que el suyo era un problema mental que se exteriorizaba en la rodilla. La única verdad, esa que a él le servía, era que esa perenne molestia estaba destinada a su anatomía. Se convirtió en algo así como su compañera de la cotidianeidad que estaba con él siempre en la alegría y la tristeza, la mañana y la noche, la idealización y la realidad, recordándole que la vida era un prolongado concierto de vicisitudes.

Las cosas cambiaron levemente el día en que conoció a Marta en las clases de merengue. Está claro (lo estaba para él) que un inicial acercamiento al cuerpo femenino en la pista de baile tenía una serie de ventajas. Permite, principalmente, que desde el principio sea posible conocer cuáles son las virtudes y, en especial, las torpezas corporales de quien se tiene en frente. En su primera pieza de baile, por ejemplo, él notó que ella tenía el hombro izquierdo menos elevado que el derecho, que las articulaciones de la mano diestra de la joven eran en exceso dóciles y que sus pies estaban siempre en la primera posición del ballet –dándose la espalda el uno al otro– no porque fuesen pies trabajados desde la técnica sino porque ella seguramente tenía alguna extraña formación ósea.

Esas imperfecciones lo dejaron encantado. Fueron lo más parecido al amor a primera vista, al flechazo de Cupido, al momento estelar de una de las varias comedias románticas que había observado con sus antiguas novias. Por arte de la simbiosis humana (basada siempre en la armonía de las deficiencias recíprocas) su rodilla derecha no percibió ningún roce con la rodilla izquierda de ella, ni con ninguna otra parte de su cuerpo. Una vez constatado esto y mientras su corazón palpitaba rápido –para ser exacto, al compás de dos cuartos de la canción que tocaba de fondo– él miró a Marta y analizó su no fealdad, su desesperación por encontrar un hombre, su coordinación proficiente. ¡Una mujer que estando tan cerca no molesta! ¡Una mujer que puede intuir mi dolor pero que calla al respecto! ¡Una mujer que en clase de baile hará que me retire para siempre de las clases de baile! Pensaba, mientras sus caderas musculadas se meneaban de modo forzado. Y a partir de ese viernes por la noche, después de invitarla a beber un margarita, se juntaron, se emparejaron, se hicieron compañeros inseparables, aunque por precaución él siempre mantuvo su rodilla lejos, protegida de cualquier roce que pudiera dañar su relación.

Él era una persona muy amable y comportada, cuestión casi inevitable si se considera que fue un niño de la clase media, bien educado por su madre y los salesianos, que se había licenciado en el conflictivo campo del derecho pero que se había especializado en el entrañable territorio de la mediación. Un hombre muy mesurado y correcto, decía su madre, henchida de orgullo frente a sus amigas en el té de cada viernes. Una persona preventiva y aún así determinada, era en cambio el argumento esgrimido por su jefe, que por tercera vez consecutiva lo nominaba en la empresa para la elección de mejor trabajador del año.

A pesar de tener un ecuánime currículum de vida y buenas referencias él era inflexible e intransigente respecto a una cuestión: la independencia y protección que merecía su rodilla. Por eso dormía de espaldas a Marta, incluso en las noches de frío y melancolía. Debido a ello jamás manejaba un carro, aunque tuviesen el aniversario número cuarenta de los padres de ella, en un poblado a cuatro horas de la ciudad, al que sólo se podía acceder en auto privado y aún cuando ella hubiese estado con tacones altos embragando, frenando y acelerando en medio de polvorientos y perdidos chaquiñanes, durante tres horas y media. Eso explicaba por qué él evitaba todo tipo de situaciones colectivas cursis en espacios reducidos, como aquellas reuniones de amigos en los que a falta de sillas las mujeres se sentaban en las rodillas de sus hombres. Y ese inviolable principio permitía entender por qué cuando tenía sexo con ella, incluso en esas ocasiones que raramente y de verdad se ejecuta éste con amor, la penetraba por detrás y de pie, aunque ella insistiese (por múltiples motivos) que quería cambiar de posición. Marta y él, juntos pero separados, acordaron ese pacto en el que la diligencia hacia esa rodilla lastimera era sagrada. Un contrato en el que el objeto central y lícito era la convivencia pero en el que la causa única para rescindirlo (sin posibilidad a negociación o arbitraje) era la negligencia o el descuido de la rodilla del hombre, epicentro de su malestar y su equilibrio.

Marta debió aprender en esta compleja triangulación del deseo una particular y tácita homilía que consistía en la imposibilidad de aumentar o disminuir la intensidad del dolor existente. Cuando un soleado domingo en una exposición de muebles él se golpeó la rodilla con la puntiaguda esquina de una de aquellas mesitas de centro hechas en precioso vidrio, tomó una silla (también transparente) y la estrelló contra la mesa, que bajita y víctima de la inacabable torpeza humana, contemplaba impávida su autodestrucción. Él mientras daba sillazos a diestra y siniestra le gritaba a la mesa, ante el estupor de todos los presentes (que corrían para evitar ser alcanzados por un pedazo de vidrio y aún así insistían en quedarse para ver la performance de aquel loco). Y le vociferaba con lágrimas en los ojos que era una mesa estúpida, una mesa inútil, una mesa vaga, una mesa ridícula.

Ya en casa, Marta, la agente oficiosa de la intimidad, aún avergonzada y estremecida por el arrebato de locura de su equilibrado amado puso un anti-inflamatorio y un calmante en su té, y una vez que finalmente él cayó rendido en la cama, colocó una bolsa de hielo en su lastimada rodilla, fregó suavemente el voltarén sobre su piel y dio un par de besos sobre esa infame articulación que desarticulaba a su hombre. Cuando poco después él se despertó y no sintió el dolor en su rótula por el efecto adormecedor del hielo y las drogas lanzó –enajenado– la bolsa con el hielo contra el espejo que se destrozó, nuevamente, en mil pedazos. Inmediatamente y como si fuera una entrenada bulímica se metió –intuitivo– los dedos de la mano derecha en la garganta intentando vomitar las drogas, queriendo alcanzar su alma con el índice. Sin dejar de hacerlo –determinado– empezó a gritarle a Marta, mientras se masticaba los dedos y el vómito, elucubrando más o menos los mismos insultos que le había vociferado a la mesa horas antes. Marta desde entonces fue más cuidadosa y entendió que en el dolor entre su hombre y sus partes la mujer debía ser un agente pasivo. Debía quedarse delicada y transparentemente a cuatro patas aguantando sus embestidas, soportando sus pulsiones, entendiendo su imposibilidad de quedarse quieto. Ella era una mujer moderna, había ido a la universidad y repartía los quehaceres domésticos con su pareja. Marta, sin embargo, sabía que el amor en este mundo requiere de ciertos eventuales exorcismos en los que el hombre saca su enemigo interior y que ella con su hombro caído, su mano lánguida y sus pies chuecos no podía frenar en tanto que sacerdotisa que ejecuta el ritual sanador. Por el contrario debía ser cauta apelando al silencio que siempre habla, a la paciencia que es la virtud de virtudes, al sacrificio que trae sus recompensas, pues otros ejercicios espirituales, escapaban a su posibilidad de acción.

Una mañana mientras él nadaba ocurrió algo increíble. Su rodilla izquierda dejó de dolerle. En aquel estado errático que se genera al estar bajo el agua, pensó que sería una equivocación y empezó a perder el oxígeno. Salió del agua y en efecto comprobó que podía flexionar la rodilla derecha, que podía ponerse de puntillas, que podía arrodillarse sin sentir esa congoja que lo atribulaba siempre. Descubrió entonces y para asombro de su propia estupidez que vivir sin ese dolor no sólo que era posible sino que era justo. Se dio cuenta de la cierta veracidad que tenía su antiguo psicoanalista pues cayó en cuenta que él no se merecía ese dolor, que no era un destino, un mandato ineludible para su existencia. La molestia que había sido como su sombra no era fruto de ningún castigo. E incluso si fuese así, esta milagrosa sanación era la prueba de que existía una recompensa en vida por acatar estoicamente el dolor. Mientras se secaba con la toalla entendió que la suya era una vida como cualquier otra y que por tanto no existía ningún sistema cósmico de calificación y medida sobre sus actos en el mundo. Y en medio de esta epifanía, que coincidió con el momento en que se ponía el calzoncillo, recordó que la rodilla no empezó a dolerle desde que terminó la universidad. ¡La rodilla le había dolido siempre! Y sin embargo fue solamente en esa época, en la que él se hacía independiente de sus padres, que se hizo evidente el pequeño calvario que ahora, años después, por alguna misteriosa razón terminaba y le permitía poder descifrar su lugar existencial en el planeta.

Llegó a casa ansioso a darle la noticia a Marta. Se imaginó abrazándola, dándole una vuelta, como si estuviesen en medio de la pista bailando swing; y finalmente, después de un gracioso pasito que solamente él conocía imaginó su sonrisa al ver cómo el caía de rodillas, alzaba la mirada y le pedía matrimonio de una vez por todas. ¡Por qué no se lo pedí antes!, pensaba y volvía a imaginar su sonrisa, el faro de su relación que permanecía intermitente debido a un bien negociado mal humor que él había heredado de su padre. Pero al abrir la puerta ella que lo estaba esperando al otro lado se tiró sobre él. Estaba descontrolada por la alegría pues cargaba consigo una noticia aún más importante y feliz que la de él. Noticia rabiosamente dichosa e infame que terminó opacando lo que acababa de ocurrirle en aquella piscina mágica hace una hora. Lo miró y le dijo la buena nueva de modo cortado, como si se tratase de un telegrama. Estaba embarazada de 8 semanas. Se había enterado esta mañana. No había dejado de llorar y de reírse. Iban a ser padres. Y entonces él, mudo por el estupor y la alegría, solo atinó a decir que le dolía la rodilla izquierda. Al enunciar sus propias palabras en voz alta se dio cuenta (una vez más en el día) que sí, era cierto, la rodilla derecha había quedado sana, pero que con la alegría de la noticia había ignorado que la otra rodilla empezaba a emanciparse contra la impávida naturalidad corporal, contra la relajación de los músculos y la piel.

A lo largo de los meses mientras la barriga de Marta crecía, el dolor de la rodilla izquierda de él se acentuaba. Por primera vez la molestia no se calmaba cuando se detenía el movimiento corporal. Estaba presente todo el tiempo. Al sexto mes de gestación cuando ella tenía los pies hinchados, cuando secretaba el calostro, cuando empezaba a dibujarse en su abdomen un voraginoso pentagrama él descubrió que el dolor, su dolor, además, se había vuelto nómada y se escurría por los tejidos de algunas partes clave del cuerpo. Para seguirle el rastro él se inventó una tabla. En las casillas superiores, y de modo horizontal, puso las partes del cuerpo por donde el astuto pasaba: garganta, estómago, cabeza, hígado, riñones, codos, genitales, rodillas. En las casillas verticales del lado izquierdo, en cambio, colocó el modo a través del cual se ejecutaban las pequeñas torturas a lo largo y ancho de la carne: picor, escozor, pinchazo, temblor, inflamación, lesión, estremecimiento, desgarre. En esa cartografía del dolor fue posible detectar el método del suplicio y su reacción en la carne. Este intento de ordenación orgánica le permitía al desgraciado negociar su desconsuelo consigo mismo.

Con la tabla en mano y después de varios años decidió volver al médico. Hace tiempo había perdido la fe en la medicina pero el dolor errante y su posible rastreo lo habían animado a darle una segunda oportunidad. El galeno le hacía peguntas como en qué parte sentía el dolor o cómo podía describirlo. Y él intentaba esbozar alguna respuesta, con la tabla que había elaborado y que leía desatinadamente. Temblor/garganta, quemazón/hígado, cosquilleo/testículos. Pero su cuerpo era metástasis binaria, era un vía crucis infructuosamente ordenado. Por tanto su autoanálisis resultó confuso e incómodo para el doctor. Describir ese daño que mutaba y se movilizaba por todo el cuerpo, que era tan vivo como él y que tenía trayectorias propias e insondables era una epopeya que sobrepasaba a la ciencia.

El dolor es caótico, tiene su propia agenda que no es negociable. No se puede entender el dolor sino sentirlo, pensó el hombre, para reconfortarse a sí mismo. En lo que no pensó nunca es que en su precaria tabla faltaba un casillero adicional que hablase de los momentos en los que él sentía esos quejidos del cuerpo. Pero él no era un hombre que se centrase en los instantes. Y por eso el doctor le recetó varias medicinas que curaban el dolor momentáneo y que por ende su cuerpo jamás asimilaría.

En medio de estos derroteros él intentaba darle todo el cariño posible a Marta. Iba a sus clases de preparto, discutía con ella los beneficios y desventajas de ser padres marsupiales, masajeaba su estómago para aliviar su estreñimiento. Pero el dolor seguía su tránsito poniendo a prueba su capacidad de resistencia, su aptitud profesional de prevenir y relajar el conflicto, que silenciosamente se generaba respecto a su mujer. Solamente cuando el dolor volvía a las rodillas podía calmarse, podía soportar, podía entender adecuadamente el castigo corporal perenne. Cuando el dolor volvía a las rodillas podía lidiar con esa perturbadora alegría de Marta, con esa tristeza de Marta, con esa depresión de Marta que nuevamente se volvía la alegría de Marta y que devenía después en el antojo de Marta. ¡Cómo ignora esa mujer las penurias de su hombre! ¡Con cuánto egoísmo lidia con la protegida maternidad!, pensaba. A pretexto de cargar ese pequeño ser en su vientre, desconoce que existían otros cuerpos cambiantes, doloridos, que gritaban en voz baja buscando ayuda sin la empatía de la mujer embarazada, se repetía. Y mientras, él seguía frotando los pies y el estómago de su amada. Ella en cambio reía, lloraba, gritaba y comía.

Una noche la molestia empezó a trasladarse por la zona de la nuca, de los hombros, de la espalda. Y llegó hasta el coxis. Se quedó allí, deambulando por la zona de los glúteos. Entonces Marta gritó. Le dijo que era hora de ir al hospital, que las contracciones habían empezado y que tenía un terrible dolor en la baja espalda. Tomaron un taxi ante la queja de la embarazada de que él no fuese capaz de manejar. Tu enfermedad es enfermiza, le gritó. Y él se mantuvo en silencio, cargando la pañalera, sintiendo calambres por toda la columna. Llegaron al hospital y al bajar él descubrió que su cuerpo se estremecía del dolor, tanto como el de ella, que sus dientes no dejaban de chocarse unos con otros.

Ambos fueron ingresados al mismo tiempo. Estuvieron en distintas camas, gritando sus dolores, pariendo diferentes criaturas. Sin embargo, ella al final de la noche entregaría vida a este mundo. Él solamente evidenciaría ese dolor sin sacarlo, como una plañidera que repite, repica y resuena su desconsuelo. Entendió allí el alumbramiento. La posibilidad de que el dolor se transforme en algo distinto, la posibilidad de no quedarse en la inmanencia del sufrimiento humano.

Al tiempo que ella empezaba a expulsar al bebé de su cuerpo, en el caso del hombre el dolor había bajado al ano que le picaba y que empezó a sufrir calambres. Su dolor debió ser obra del maligno, pensó, mientras los espasmos se encasquetaban de modo virulento en su sistema digestivo. Caminando a cuatro patas y con lágrimas en los ojos se dirigió hacia el baño y se sentó en el bidé. Introdujo con furia su dedo en el recto y a pesar del rechazo de éste empezó a menearlo en el interior como buscando donde estaba la molestia endemoniada, para agarrarla y estrangularla de una vez por todas. Consciente de que era la primera vez que se introducía en sí mismo rastreó las paredes anales que le parecieron mucho menos escabrosas de lo que alguna vez imaginó serían. Pero no encontró lo que buscaba. El pérfido tampoco estaba allí, se había escondido. Afortunadamente las molestias se redujeron considerablemente y aterrizaron finalmente en su reconfortante rodilla derecha. Se levantó, se lavó las manos y salió a ver a su esposa y a su hijo con ese, su dolor, a cuestas.

Algunos días después y ya en casa el fervor y la paranoia venidas con el nacimiento habían terminado dando paso a la odisea paternal. El niño por desgracia se rehusaba a quedarse solo, como si necesitase de los brazos de sus padres para poder tener una existencia humana. Gritaba desesperadamente cuando lo dejaban solo como si perdiese parte de su propio cuerpo. La pobre Marta llevaba casi diecisiete horas despierta y entregó al pequeño Julián a su padre diciéndole que intentara hacerlo dormir. Marta se tumbó en la cama boca abajo y se durmió inmediatamente. Mientras tanto él agarró al pequeño, lo abrazó suavemente y lo puso sobre su pecho. Se sentó en la mecedora que había sido de su madre y con el plácido arrullo ambos se quedaron dormidos, como si el mundo estuviese exento de dolor.

Él despertó y vio que su esposa continuaba durmiendo a su lado, que su hijo reposaba sobre su pecho. Sobrecogido por la belleza de la escena sonrió con verdadera alegría, pues además de estas bendiciones recibidas, desde que Julián había nacido, el dolor se había quedado afincado en la rodilla derecha y, nuevamente, despertaba solamente con el movimiento del cuerpo.

Entonces, para probar que la carne no tiene destinos decidió hacer un experimento. Puso al pequeño, y en contra de las indicaciones del pediatra, boca abajo, sobre la espalda de la madre, como si ésta fuera el colchón de su cuna. Ubicado en medio de la espina dorsal, con la piel fungiendo de sábana que acariciaba su cuerpo Julián descansó. Y milagrosamente, pensó el hombre, el niño renunció a los brazos paternales. Se quedó tranquilo, independiente en ese espacio que le pareció absolutamente natural y que en lo sucesivo sería su favorito.

Julián apoyado sobre su madre. Julián apoyado sobre sus propios brazos. Julián apoyado sobre su propia cabeza. Julián apoyado sobre su propio tronco. Y Julián apoyado sobre sus propias rodillas, que desde entonces empezarían a desgastarse por la postura de sus piernas. Poco a poco, de modo imperceptible las articulaciones empezarían a dolerle y por la curvatura del omóplato de la madre se desviarían hacia la derecha, causando aquella invisible fisura que ningún médico, chaman o psicoanalista encontraría. Esa fisura, ese desplazamiento de rótula imperceptible para la ciencia y sus métodos afines, que lo acompañaría siempre. Y aquel dolor se alimentaría de las quejas eternas y aún equilibradas del padre, del silencio de la madre que callaría estratégicamente. Julián descansaba y sin saberlo se convertía en la nueva clausula del contrato entre sus progenitores, que ahora sólo podría ser rescindido por la falta de atención hacia los dolores del hijo.

Y a su padre le dieron ganas de sentarse, de no moverse más, de que su rodilla descanse. Y mientras miraba a su mujer y a su hijo, eso hizo.

L’Aquila, marzo 2013

Diego Falconí Trávez

Diego FalconiDiego Falconí Trávez  es abogado con enfoque en derechos humanos y doctor en teoría de la literatura y literatura comparada. Sus líneas de investigación giran en torno al comparatismo y análisis literario, a los estudios gays, lésbicos y queer, las teorías pos/decoloniales, los estudios andinos y el derecho y la normatividad, temas de los que ha publicado algunos libros y artículos en revistas especializadas. Es profesor del Área de Letras en la Universidad Andina Simón Bolívar, del Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito y de la Universitat Autónoma de Barcelona. Es escritor de ficción y poesía y vive entre Quito y Barcelona.

Microrrelatos [cuentos]

por Alberto Sánchez Argüello

Migrantes

Los fantasmas de los migrantes muertos en el desierto logran entrar a los Estados Unidos. Recorren el país en libertad, pero nunca dejan de tener sed.

Empeñados

Terminada la jornada el migrante se acuesta, sus párpados caen y mira oscuridad toda la noche: los sueños quedaron empeñados en la frontera.

Solución económica

La república del sur finalmente encontró la solución para su crisis económica: llamó turismo laboral a la migración y lo convirtió en su principal rubro de exportación. Abrió las fronteras y ofreció vuelos charter para los pudientes y catapultas y globos para las clases populares. Creó una empresa de remesas e introdujo el inglés y el chino en las escuelas. Al final en el país sólo quedaron viejitos, perros y economistas, y viven de lo mejor.

Sin forma

A donde quiera que fuese ojos me seguían: amigos, padres, abuelos, primos, todos daban forma a mi cuerpo y cuando menos lo pensaba ya estaba caminando como ellos, hablando como ellos, comiendo como ellos, cogiendo como ellos. Así que me largué. Caminé debajo de la tierra hasta llegar a este desierto. Aquí sólo me miran las lagartijas y los escorpiones, pero no me pueden dar forma; ahora soy agua que no tiene nombre ni nación.

Viaje

Agatha está haciendo el amor. Está quieta en su cama, boca arriba, mientras Felipe jadea con voz muy masculina sobre ella, perlando su piel de gotas de sudor. Pero ella en realidad no está ahí; se desplaza a kilómetros de distancia. Hace años encontró que esta era su manera de meditar y busca hombres que se sientan cómodos con un cuerpo que no responde, que simplemente permanece ahí, húmedo, cálido, pero distante, como una muñeca que se mueve al vaivén de la acometida sexual. Felipe, ajeno a estos fenómenos existenciales, se convence de que ella ha alcanzado el éxtasis más profundo y prosigue su movimiento con renovado vigor de macho ensalzado. Agatha ha viajado así muchas veces: estuvo en el país de las orquídeas que recitan a Poe mientras un estudiante de ingeniería civil pretendía ahogarse entre sus piernas; recorrió las cuevas de los murciélagos que han visto todas las edades de la tierra mientras un banquero trataba de demostrarle que su pene pequeño era capaz de causarle tres orgasmos. Ahora viaja en el cuerpo de un colibrí, su corazón late rápido junto con él y el cielo se abre sin límites. Esta vez no volverá.

Casas

La primera casa en moverse fue la de los García. Una mañana se despertaron y ya no estaban en el barrio; la casa se había desplazado durante la noche hasta la séptima avenida y los carros hacían lo que podían por evitar chocar con la vivienda. Mientras los geólogos de la universidad local buscaban explicaciones al fenómeno, fueron testigos del movimiento imposible: una especie de oscilación lenta y arrastre pesado, que sin embargo hacía menos ruido que el roce de arena con los zapatos. La policía trató de parar la casa pero no hizo caso y se fue por las calles hasta detenerse cerca de una gasolinera. No faltó mucho para que las otras hicieran lo mismo. A partir de entonces familias enteras por toda la ciudad dormían en un sitio para despertar en otro y recibían llamadas durante el día, avisándoles cuál era su nueva dirección. Los filósofos explicaron el fenómeno como resultado de la apatía social que había llevado a los hogares a manifestarse con una voluntad que sus dueños habían perdido. Lo cierto es que ahora la ciudad cambia todos los días y la gente se ha acostumbrado a no pertenecer a ningún lugar.

Alberto Sánchez Arguello

Alberto Sánchez Arguello (1976, Managua, Nicaragua), sicólogo. Ha ganado varios concursos nacionales de cuentos. Sus cuentos han sido publicados en la revista literaria del Centro Nicaragüense de escritores Hilo Azul Nº 5 y en la antología Flores de la trinchera del fondo editorial Soma.