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Escritura creativa que abarca principalmente poesía, cuentos y obras de teatro

Sobre la lluvia cae la ciudad

Una selección de poemas del escritor ecuatoriano Juan Carlos Moya.

SOBRE LA LLUVIA CAE LA CIUDAD

1

San Francisco de Quito.
Temperatura: siete grados centígrados.
Mañana con posibles lluvias dispersas.
Café.
La ventana gris.
La ciudad gris.
Después, un cigarrillo.
En el jardín de la casa el silencio cultiva las flores más bellas.
Un perro echa a trotar bajo la llovizna. Y yo me aventuro detrás de él.
Juntos, olfateando las calles mojadas, ladramos perdidos.
Sin la convicción de morir aquí, busco la salida.
Entonces, el viento y yo cambiamos de dirección.
Hacia el sur, siempre el sur.

2

La vida es lo que hacemos todos los días.
Lo mismo. Esa rutina. Lo que hacemos hasta que llega la noche.
No es lo que soñamos.
No es lo que queremos ser.
La vida es lo poco que hacemos, es lo que ya hicimos ayer, aunque mañana sigamos soñando hacer otra cosa.

3

Hay en cada beso tuyo una pequeña imperfección que se borra con el licor.
En el parque me das tus pies para calentarlos con mis manos.
Hemos rodado la noche como lobos de fiesta.
Rodeados de árboles nos acogemos al tiempo que se extiende y nos separa.
Querida, hemos coleccionado –sin saberlo– solo barcos hundidos.
Anoche, el río Machángara volvió a crecer.
Hoy –lejos de la tormenta– observamos juntos la caligrafía de un pájaro en el cielo.
Me pides huir a la ciudad vieja.
Hacer el amor pensando que otras mujeres hacen también el amor.
Tomar helados y mirar las iglesias.
De pronto ríes e inventas que eres mía.
La noche, sin remedio, te envuelve con su gas natural.
Encuentro más licor y bebes.
Sobre la lluvia cae la ciudad.
De lejos viene cantando la plaza y somos expulsados al nuevo día.
Ya sé que no volveremos a vernos.
Aquí me despido y permanezco —obligado por alguna vocación antigua de mi cuerpo— deseándote como ya te habrán deseado otros hombres, mucho tiempo atrás.

JUAN CARLOS MOYAJuan Carlos Moya (Ecuador, 1974). Es autor de la novela Caballos en la niebla y del libro de relatos El Cráter. Ha trabajado en prensa, radio y televisión. Recibió el Premio Nacional de Periodismo Jorge Mantilla Ortega por el conjunto de crónicas “El oficio de vivir”. Sus cuentos constan en antologías de Ecuador y España. Sus artículos y estudios relacionados con arte, cultura y comunicación han aparecido en periódicos, revistas y editoriales tanto de Ecuador como de otros países. Actualmente está escribiendo su segunda novela.

El día de hoy

Una selección de poemas de la colombiana Camila Charry Noriega

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Estos poemas fueron publicados previamente en el libro El día de hoy de Garcín editores[/alert]

Poemas

  1. 20.
  2. 10.
  3. 45.
  4. 47.
  5. 36.
  6. 4.
  7. 1.
  8. 3.
  9. 33.

20.

El perro muestra frenético sus dientes
y corre con su presa entre la boca
llanura adentro;
ha sido largo el suspiro exhalado por el que ahora es un cadáver
banquete que entre mordiscos el hambre y el instinto riñen.
El perro cruza luego la noche,
la tiniebla que para él resulta el mundo humano.
Jadea, lame las magulladuras de sus días
sabe, entiende
qué son la soledad y el destierro,
pero desconoce la función del tiempo,
su impostergable cometido;
envejecerlo todo, acabarlo todo.
Como el perro
mis labios riñen con la vida y tragan luz,
jamás sacian su hambre,
ya adentro la luz es un rayo
y se extiende por las entrañas del cuerpo
que también cruza la noche
magullado, solitario,
consciente de que será cadáver,
banquete del tiempo;
ese otro perro
que llanura adentro, noche adentro, todo lo devora.

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10.

Olvido todo.
Menos a un perro amado, menos su ternura,
su enfermedad.
Humo la memoria que lo trae de vuelta (Aquí una corrección)
que desconoce mis manos
y las horas felices.

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45.

Pagarás por tu silencio
y por tus palabras
por tu falta de pudor
por haberte hincado ciego
ante los dioses de la tarde.
Pagarás por haberles ofrecido los riñones y los labios
por dejarlos oler tu bilis y tu miedo
por llorar
y por amar
el oscuro ministerio de lo ausente.

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47.

La palabra ha muerto,
sin ella
¿Cómo nombrar a Dios?
En el silencio,
en la ausencia de palabra
el mundo flota como una idea
ensombrecida, virtuosa
y también Dios,
su lenguaje hecho de capricho humano
de humana incertidumbre.
Ahora, cuando no hay palabra
cuando el lenguaje abandona su servidumbre,
su súplica, aún digo:
-Dios, sálvame de tu furia, dame luz y sed
protégeme de mí misma,
aunque sea haz que en mí las palabras digan algo
traigan algo
revelen alguna verdad
si es que acaso existes-.

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36.

Ronda esa canción
en algún lugar de la mañana
o en mitad de la tarde como una golondrina
que presiente en la lluvia otros órdenes,
otros ministerios.
La música,
cóncavo esplendor sobre el tiempo y el espacio,
más allá de las horas y el recuerdo.
Encantamiento, invocación de sombras.
Así también resbala mi corazón,
cuando la luz de algunas mañanas
cruza a través de la neblina
y otra vez,
por un instante,
tristemente apareces.

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4.

A la noche dejo mis ojos
como dos erizos boca abajo.
Adentro,
el agua que llenó mi cuerpo
es otra palabra
por sólo la que resbalo
ribera abajo
sin deseo ya de tierra
de piel.
Sin deseo.

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1.

Era por estar vivos
que nos desnudábamos
y reconocíamos
la furia en la espesura de la noche
y era
por este apego a la carne
que día tras día
las manos quemadas por tanto sueño
arrancaban de las espinas
la luz roja de la tarde.

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3.

Somos los desterrados
los que se miran
desde la desgracia que habita
todos los finales.
Somos los que rasguñan la entraña de esa fiera
que llaman Dios
para que sangre y llore
porque no podemos retener el tiempo
y su vértigo
en mitad del cuerpo.

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33.

El deseo también es olvido.
Los dos adentro, incrédulos, solitarios
lamiendo el hueso del que pende
cualquier ilusión.

Camila Charry 1Camila Charry Noriega nació en Bogotá y trabaja como profesora de literatura. Tiene publicados dos libros de poesía: Detrás de la bruma (2012) y El día de hoy (2013). Sus poemas y reseñas han aparecido en diversas revistas y magazines. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y al francés. Hace parte de la antología Una mirada al Sur en Argentina, Poesía colombiana del Siglo XX escrita por mujeres y de la Antología del decimoséptimo Encuentro internacional de poetas de Zamora, Michoacán. Fue finalista y obtuvo en el 2012 el segundo lugar en el decimosexto Concurso de poesía Ciro Mendía.

Aridez

Una selección de poemas del colombiano Zeuxis Vargas

Poemas

  1. OASIS
  2. INTERVENCIÓN
  3. SINÉCDOQUE
  4. ORFANDAD
  5. POEMA DE LA HERRUMBRE
  6. LOS TUAREGS
  7. GRANOS DE ARENA

OASIS

Hay en su piel menuda
Astrágalos alfombrando el fondo
Y donde la arena se humilla
El alga se arrastra como un náufrago
Dicen que todos los años se ahoga un hombre
Que toda la laguna es una abominación
Y entonces las palmeras
Parecen seres extraviados en el fango
El agua perdura
Insiste
Mientras
Con miedo
La rodea el olvido…
Muere un hombre,
Todos los años,
De sed

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INTERVENCIÓN

Y yo te buscaba
Te cazaba,
Tu sombra huía.

No fue accidental este rumor
Esta historia creciendo hasta ser una sola palabra.

Denominé a mi forma de saber que existías
Un milagro.

El color de la cosas, la liberación de la realidad
Eran intolerables cuando sólo pensaba en ti.

Había mucho de común entre nosotros
-Digo-
El momento preciso para derrumbarse
Y sentir que algo valía…
De antemano, teníamos la infancia
El lugar hollado por la voz
Y la canícula.

Allí
Calcinamos todas las insignias.

Perpetramos una liturgia triste
Que ahora
Es nuestra señal entre las cosas
Y el mismo dolor
y hasta el mismo rostro estupefacto
y el mismo resto del amor tan devastado.

Eso bastaba para muchas cosas.

Constantemente
Codifiqué
Compensé con designios
Lo que no entendía.

Pero tú,
No existías,
Estaba en otra parte,
Inadmisible.

Sin embargo

Yo te buscaba

Imposible.

Uno termina
Uno empieza.

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SINÉCDOQUE

Esta vena arrinconada
De hombre,
Alejada por la ausencia
También extraña.

Altera
Angustia
Como si buscara el tiempo
Pero estás tan lejos
Que ya no sé qué es la distancia.

Allá es de día
Aquí, casi todo,
Parece fermentar,
Se ulcera
Y entonces,
Tengo que inventar ciclos
Llamamientos
Espasmos con huella
O con señal de urgencia
Como alas emigrando
Como cornamentas huyendo.

En la noche te imagino:
Devorando,
Ocupándolo todo.

Más allá de la liturgia
El hombre y la mujer
Tienen el mismo deseo
La misma emergencia
Y los sentidos.

No te culpo:
No era la hora
No era el lugar
No era este universo
Pero…
El silencio te insiste.

Simplemente,
Es la sangre,
Esa cosa que sufre,
Que gotea,
Y se seca,
Árida.

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ORFANDAD

Dónde la catedral
Con sus pasión por el abandono.

Dónde
La viacrucis señalando la desidia.

A veces espeja en la reverberación
Ese lugar,
Un pórtico
La terminación del desierto…
Pero es el aire y la canícula
Solamente.

Esas cosas
Esas perversas cosas que no mienten
Podrían ser un ícono de su reino
Pero
Dónde las naves con su solemne olvido
Dónde
El atrio con sus quejas.

Cuál es el terreno preciso para hollar
Para establecer esta enferma eucaristía
Y la desaparición
Y la ausencia.

Qué Dios olvidar
O Empezar a odiar

La mirada perdida sabe de estas cosas
Donde no hay silencio

Miro mi cuerpo
La posesión más cercana
Al desamparo

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POEMA DE LA HERRUMBRE

Los hierros intentando el amor de los manglares
Y las rejas
Como palafitos donde se alza el viento
Resguardan.
Todo es impenetrable.

Allí donde se pierde el vacío
El sol custodia.

Guardián de Hesperia
Aguarda
Celoso
Que la arena se arrebole
Para dar inicio al laberinto.

Una partícula de roca
Escapa
Rueda hasta los pies de la viajera,
Desaparece el espejismo.

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LOS TUAREGS

El aprisco bala,
Sin cesar,
Hacia la irisación de la noche.

Hay rocas afirmando,
Sosteniendo la arena.

A veces
Yo huyo,
Sombrío,
Arreo mesnadas de cosas que no fueron,
Y me desvanezco,
Es necesario.

Hay una escritura, en el desierto, muy hostil:
Se basa en la media luna del alfanje
Y en el serpenteante hecho de estar solo.
Oficia con las palabras hasta arderlas en olas
Le pone silencio a los rostros.

Sobre la duna
Una horda
Forma el cenit
Esa otra apariencia
De ponerme de frente
Ante tus huestes.

No son alucinaciones
Estos tuaregs,
Furiosos,
Embistiendo
Ya encima.

La luz refractada por el aire,
Inquieta,
Es el único artilugio:
Espeja
Mi distancia.

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GRANOS DE ARENA

Yo oficio la distancia
La queja queda
El túmulo de espacios sin nombre
Las horadadas faltas del silencio

Esta arquitectura es la del olvido
Y sin embargo
En los granos de arena
Nace el cuarzo

zeuxis_vargasZeuxis Vargas (Bogotá, 1981). Licenciado en psicología y pedagogía. Sus obras y ensayos han sido publicados en revistas como Quimera, Asterión y Rara-Avis. Ha sido catalogado en el centro virtual de la biblioteca de Harvard University. Parte de su obra poética ha sido publicada en la antología “Nueva visión de autores cundinamarqueses”. Sus poemas y ensayos han aparecido en varios sitios web de literatura.

Nos han dejado

Una selección de poemas de la colombiana Lucía Estrada.

Poemas

  1. NOS HAN DEJADO
  2. EL SILENCIO ME TOMA
  3. SÓLO UN GESTO
  4. ¿SABES CUÁNTO?
  5. CUANDO LA NOCHE SE INCLINA
  6. ESPERO EL MOMENTO

NOS HAN DEJADO

NOS HAN DEJADO verdaderamente solos en medio del agua,
de su noche grave y espesa.
No en la superficie,
no en el fondo,
entre los pliegues.

Y allí soñamos las formas,
peces que se devoran entre sí,
sustancias y sales y fuego
en su primera altura.

Pero hay un arriba y un abajo, decimos,
y somos parte del secreto.

Lo que nos mantiene es no saberlo con certeza,
intuir que somos las columnas y el corazón único
de ambos reinos.

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EL SILENCIO ME TOMA

EL SILENCIO ME TOMA del brazo
y como al niño ciego me conduce.

Algo en mí percibe su brillo de abeja misteriosa,
su enorme cuerpo invisible en el que palpitan
la sangre de antiguos dioses, los árboles de la infancia,
el mar de lo desconocido.

Queda su temblor en el aire.
Puedo tocarlo,
palpar sus formas, escuchar el sonido que produce
al entrar en el cuerpo vivo de una palabra,
la oscura vibración del silencio
cuando mi corazón
pulsa sus cuerdas.

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SÓLO UN GESTO

SÓLO UN GESTO para saber que todo se corresponde,
que no estamos en orillas opuestas.
nombrarlo,
de creer en lo que no se conoce,
en lo que juzgamos niebla y abismo.
Que todo huye de la muerte y así va por el mundo.
Que la vida es lo que siempre queda al final de la página:
ese temor de sabernos, de insistir en el vacío que se deja
entre una línea y otra
para señalar lo imposible.

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¿SABES CUÁNTO

¿SABES CUÁNTO ha resistido la piedra? ¿Cuánto el desierto?
¿Y la profundidad del agua? ¿Cuánto? ¿Y sabes tú
qué silencio rodó bajo los párpados, qué palabra cristalizó la lengua de los muertos?
¿Por cuánta oscuridad y quietud fueron rodeados?
sentido sus visiones? ¿Sabes, acaso,
qué se quedó por decir? ¿A quiénes acudieron,
bajo qué luz, a qué oído hirieron con sus voces?
El viento trae consigo la respuesta,
y en secreto la devolverá tibiamente a la nada.

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CUANDO LA NOCHE SE INCLINA

CUANDO LA NOCHE SE INCLINA y parece que pronuncia tu nombre,
hundes tus manos en la oscuridad
y buscas a tientas el cuerpo inabarcable de tu memoria.
Ese pálpito en la punta de los dedos,
la densa respiración de todo cuanto existe, te obliga a permanecer en la sombra.

Ninguna imagen tiembla en el espejo. Ninguna superficie se apiada de ti.

Todo está vuelto sobre sí mismo
y nada consigue reflejarte. Una pausa, y el tiempo detenido
cae sobre tu silencio.

Cuántas palabras a punto de oscurecerse bajo tu lengua.
Cuánto deseo en los ojos que se abren por última vez.

Apártate un poco y comprende que nada podría ser el inicio ni el centro
en este cuarto cerrado. Que todo será dicho de golpe
en mitad de la sombra
y muy lentamente.

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ESPERO EL MOMENTO

ESPERO EL MOMENTO de reunirme con mi sombra
que avanza del otro lado del muro.
Presintiendo su cercanía, todo lo que huyó de mí en las horas muertas,
se agolpa en mi corazón oscureciendo el paisaje.

Sin embargo, ¿qué sabe la luz del encuentro de unos ojos
con aquello que han buscado desde siempre?

¿Acaso no pertenece a la noche su pregunta por el ángel
que vuelve cada tiempo y nos restituye lo perdido?

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Lucía Estrada 2012Lucía Estrada (Medellín – Colombia, 1980). Ha publicado los libros de poesía Fuegos Nocturnos, Noche Líquida, Maiastra, Las Hijas del Espino, El Ojo de Circe y El Círculo de la Memoria, Cuaderno del Ángel. Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005). Sus textos han aparecido en varias antologías y publicaciones del país y del exterior, y han sido parcialmente traducidos al inglés, francés, italiano y alemán. Durante cinco años fue parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de Medellín. En 2009 fue nominada por la UNESCO al Premio Internacional de Poesía “Ponts de Strugas” de Macedonia. Ese mismo año obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con su libro La Noche en el Espejo. Actualmente hace parte del comité editorial de la revista literaria Alhucema, Granada-España y es coordinadora cultural de la Corporación Otraparte.

Entonces jugar

Una selección de poemas del escritor venezolano Juan Carlos Vásquez

ENTONCES JUGAR,

nadando evadir lo que el ojo no ve,
al zig zag desunir el orden alfabético
de las trampas,

en favor de la vida como una fiera
para sacar alertas rasgando velos y membranas
hasta que un pájaro cante avisando que hay otro día,
que hay otra oportunidad en la serie infinita
inhalar-exhalar.

(LA PERSONA QUE NO SE ES)

Nos observa como pesadilla,
repite nuestro nombre
se afinca en nosotros,
lo hace sin cuidarse disponiendo
de todos nuestros secretos
y los exhibe
hasta hacer izquierdo lo
derecho,
fatigar, volver a fatigar
y al centro
condensando el silencio
a tu figura

Juan_Carlos_Vasquez_pdcJuan Carlos Vásquez (Valencia, Venezuela, 1972). Autor del libro de relatos Pedazos de Familia (Estival teatro, Venezuela 2000). Otros textos han sido publicados en diversos volúmenes colectivos y antologías en Chile, México, Estados Unidos y España; asimismo en columnas periodísticas del Diario El Impulso (Barquisimeto, Venezuela). Formó parte del proyecto Literario y artístico “Mirages from an Unreal World” by Laura Orvieto, Author house (New Jersey, Estados Unidos 2010). Integrante del grupo cultural Spanic Attack (New York 2004). Obtiene distinciones en los Concursos de Poesía Pro lingüístico y Multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), Edizione 21/2005, Edizione 22/2006. Semifinalista en el Concurso de poesía Pasos en la Azotea (DF, México 2006). Reside en la Coruña, España.

Familiar

Un cuento del escritor ecuatoriano Andrés Cadena

Familia, 1220-50. Tom. del lat. famîlîa, primitivamente
‘conjunto de los esclavos y criados de una persona’,
deriv. de famûlus, ‘sirviente’, ‘esclavo’.

por Andrés Cadena

Cuando me reveló lo de su enfermedad, reconocí en los ojos de mi prima María el inconfundible destello de la locura:
—La estoy fingiendo —susurró, y luego continuó como si nada, pidió con un movimiento de la mano un vaso de agua a alguna tía que estaba cerca, y se hundió bajo una manta en el sillón de tela estampada con diminutas rosas de colores.
Esperé una sonrisa de su parte, una continuación igual de extraña, o incluso el resquebrajamiento de esa tarde de sábado en casa de la abuela por el estruendo de sus carcajadas; pero María actuó como una estatua ensombrecida, y se limitó a proferir un intermitente quejido que era igual que oír serruchar a la distancia.
Una atmósfera concurrida y bulliciosa, regida por el parentesco, me hacía sentir bajo una lluvia, de impactos repetitivos por doquier, y se contraponía al remanso de soledad en que había bogado los últimos dos años, en Europa, a mi ritmo. Era el primer almuerzo con toda la familia desde mi regreso; aún no asimilaba que apenas tres días antes hubiera tomado una navette frente al Puerto Viejo de Marsella, para ir al terminal aéreo a una hora por la autorruta, y luego a una serie de aviones en un viaje con escalas en Frankfurt, Bogotá y Guayaquil, para terminar una noche en que el frío andino se concentraba en la ciudad bajo una espumosa tapa de nubes.
Al abrirme la puerta de su casa, la abuela parecía esconder en sus ojos oscuros, como boyas brillantes en un mar de arrugas, la preocupación por mi prima María.
—A la nena la tenemos enferma —me dijo cuando le pregunté cómo estaba—, pobrecita; pero le va a componer tu vuelta.
Esa frase trizó mi flamante alegría por ver a la familia.
Fluyó hasta la cima de mi memoria el mensaje de mi prima seis meses atrás, que yo leí, junto a mi novia, en una cafetería sobre una calle peatonal en el centro de Colonia, donde languidecían en la tarde de otoño las sombras de las torres de la Catedral, como dos colmillos apuntando al cielo.
«Nando —me escribía María—, conocí al amor de mi vida. No te rías, es así. Te escribo porque estuvimos en el zaguán antiguo de la abuela, y pensé mucho en ti. Sé que vas a entender, siempre fuiste más maduro que yo. La abuela y las tías no paran de decir que eres ya un hombre de éxito; y no lo dudo. Así nos ha llevado la vida, ¿no? Seguimos de primos… ríete ahora sí. Con cariño infinito, Mar»
Tras leer el mensaje, había cerrado la laptop de Christine y la miré continuar la escritura en su diario. Ella levantó la cabeza lo justo para que un mechón corriese sobre su rostro como una cortina y le ocultara un ojo, mientras sus labios estiraron una sonrisa. Aquel medio gesto era para mí la idea nueva de la felicidad, de súbito alcanzada ahora por una salpicadura del pasado. Me acerqué al semblante fino de Christine y tuve que tomarle la quijada con las yemas de tres dedos para que completara mi beso. Su imagen se embelleció, con esa belleza rutilante hija de la sorpresa.
—¿Cómo se te ocurre fingir que estás enferma? —le dije ahora a mi prima, sin mucha discreción. Nadie nos oyó; tal vez estuvieran acostumbrados a que entre María y yo intercambiáramos siempre frases incomprensibles.
Dándome su perfil, ella abrió un ojo, que fue como un roedor asomándose a la cornisa de su nariz. De repente, se reincorporó a medias y me encaró con seriedad:
—Tú fingías todo el tiempo que dormías cuando la tía llegaba a donde la abuela para llevarte a tu casa.
María tenía una facilidad de ubicarme en mi vida como si fuera un tren que no había alcanzado a tomar.
—Oí que estabas con una alemana. ¿Qué tal?
—Bien —repuse queriendo sonar natural—. Viene en un mes.
Prorrumpió en risas, cercenadas de súbito por una tos profunda. Tras ello, se levantó del sillón, dejando caer la cobija amarillenta sobre el parquet, y se dirigió al baño arrastrando los pies. Las florecitas del tapizado del sofá perdieron por unos segundos su forma, estiradas cóncavamente, como bajo el peso de algo invisible que permanecía sobre ellas.

*

Leí el e-mail de Christine como si fuera una noticia antigua, desactualizada, y su efecto se limitara a enrarecer mi idea del pasado reciente. Había ido al médico y me daba varios pormenores de su estado, con una minuciosidad que me repelía: su extrañamiento se ocultaba bajo una graciosa y tenue reprobación. Sin embargo, sabía que Christine bien podría ver por sí misma. Pensé, en cambio, que debía resarcirme con respecto a mi prima, que por una vez estaba en mis manos definir los límites de mi espacio frente a ella, tan habituada a invadirlo. Quería a Christine —ésa era, después de todo, la razón de que yo hubiese adelantado mi viaje: preparar a mi familia ante nuestros inminentes planes de boda—, y por eso debía cerrar las cosas con María.
Fui a visitarla a la casa de la abuela, donde se estaba quedando desde el inicio de su supuesta enfermedad.
—Está peorcita, mijo —se lamentó la abuela mientras subíamos hacia la habitación de la convaleciente. Me tomó del antebrazo con cariño pero con firmeza—. Tú le haces bien, estoy segura —terminó, como si alentara algo que no terminaba de develar.
Miré con tristeza cómo la vejez se apoderaba definitivamente ya de esa figura que en algún rincón de mi pasado tuviera también la forma de la ley. Su piel colgaba como buscando desprenderse de su cuerpo.
—Ahora sí creo que me ha llegado —me dijo María cuando me senté al pie de su cama—; la enfermedad, digo.
Una sonrisa mustia naufragó en su cara.
—Sé que es por mí, Mar —propuse, según tenía en mente, con gravedad, aunque sin convencimiento.
Ella fabricó una risotada que la maquilló en un segundo.
—Todo es por ti, primo —alcanzó a decir, socarrona.
Hice silencio y respiré hondo. El olor de esa casa parecía intocado desde hacía años.
—Pensé que conocería al «amor de tu vida» —dije.
Ella demoró en hablar ante mi provocación.
—¿Tienes un cigarrillo, Nando?
—Mar… —reclamé con un sonido infantil.
Sus ojos se opacaron por un desgano profundo. Esa manifestación de fastidio era un antiguo lazo que ella había usado siempre para conservarme atento, como mirando a un ser superior.
—Pues no lo era; no era el amor de mi vida… —aceptó a regañadientes.
«Entonces no sé por qué tenías que anunciármelo», pensé en decir, pero en ese instante la abuela entró al cuarto con una taza roja tambaleante en un plato de porcelana. Un dulzor en el aire delataba la avanzada pudrición de alguna hierba mantenida en humedad.
—Toma, nena, acábatelo mientras esté caliente.
La voz y el paso lento de la abuela eran la unión de la lástima y la esperanza. También eran para mí como un calmoso regreso a los recuerdos.

*

—Siente mi lengua —me había dicho mi prima una noche de diciembre, cuando éramos adolescentes y se animaban a la intemperie las fiestas de la ciudad, bajo el multicolor de las explosiones de fuegos artificiales en cada barrio. Nosotros estábamos resguardados del mundo en el zaguán de la antigua casona de la abuela, en el centro colonial. María me besó con los labios abiertos, creando una cueva húmeda en la que parecía que cabríamos ambos de cuerpo entero, y luego me recorrió con la lengua toda la boca.
Yo no podía dejar de pensar en ella, aun cuando, pasados nuestros encuentros, no me prestara más atención que a los primos pequeños, que siempre la demandaban de nodriza o acompañante. Repetíamos el ritual del zaguán cada vez que a mi prima se le antojara, y lo cerrábamos, invariablemente, cuando ella se separaba de mí para dar dos pequeños saltos hasta el fin del pasadizo y asomar los ojos hacia la galería de acceso a la cocina y al comedor, donde se reunían los adultos, el escenario de una vida a la que pertenecíamos pero que en esos momentos yo sentía como lo más lejano imaginable.
—Espera un rato —me decía mi prima, sin voltear a verme, y salía segundos después con una inocencia simulada a la perfección.

*

Christine me había llamado varias veces al teléfono desde Alemania, pero algo en mí me impidió contestarle. Hablar directamente con Christine sin haber alcanzado progresos en mis planes no sólo que me parecía un fracaso, sino que constituía, en mi mente, una verdadera traición. Mi novia no tenía el número de mi casa, sólo el de mi celular, así que no tuvo contacto alguno con nadie más de mi familia, quienes sabían de su existencia a través de mis relatos.
Me limité a escribirle que todo estaba en orden, que la vida familiar me había ahogado un poco en su tráfago y por eso no había estado disponible; que eso no lo entendería ella, germana, ya que era un asunto de latinos; que todos nuestros planes continuaban intocados. Que la extrañaba y la quería. Que le mandaba un beso.
—Mijo —me preguntó la abuela un día que había ido a visitar a mamá—, ¿usted para qué invita a su amiga, esa alemana, a venirse acá? —y lo que siguió fue un lamento y un enigma—: Peor, con la nena como está…
—¿Y cómo está, abuela? —repuse, haciendo un escudo de palabras—, ¿cómo anda su nena enferma?
En un concentrado gesto, vi con claridad que la abuela reprimió un sollozo.
—Está que no quiere ni comer, imagínese.
Quise develarle entonces que todo era mentira, que mi prima fingía su enfermedad como había fingido durante toda su vida una serie interminable de sucesos, según le convenía.
Así lo había hecho esa tarde tibia en el antiguo zaguán de la abuela, cuando parecía no saber qué ocurría, cuando hacía como si no supiera, al tiempo que nos conducía con una pericia de la que sólo años después, desde el recuerdo, aprendí a sospechar. Tras los besos, con su mano extendió una caricia bajando por mi vientre y terminó desabotonando mi pantalón; mientras yo bullía por dentro, su mano ejerció una presión que me traspasaba la piel de la hombría, accionando un mecanismo interior aún desconocido para mí. Ella se había desprendido de sus interiores deslizándolos bajo su falda plisada príncipe de gales, por las piernas y hasta el suelo; brincó y se encaramó sobre mí con semejante impulso que al saltar la soga, me rodeó la cintura con sus piernas, el cuello con sus brazos; y, maniobrando con habilidad su humedecido pubis, por primera vez me permitió estar dentro de una mujer. Ráfagas de espasmos asestaron mi cuerpo, arrebatado por el placer durante intensos minutos, en que fuimos poco más que latidos. De pronto, de otro salto, María se desconectó de mí, aterrizó con pies juntos, y se agachó ágilmente para recoger el trapito deforme que era su calzón, para luego desaparecer absorbida por la claridad del día al final del zaguán. Una leve corriente de aire me acarició el cuerpo, hiriéndome de frío en las partes mojadas; como si la ciudad se estuviera burlando de la escena, como si el ambiente entero fuese una extensión de mi prima.
Pero no le dije nada a la abuela. Comprendí que su tristeza la recubría y la volvía impermeable a todo lo que no anidara ya en su interior. La enfermedad falsa de María era un mal congénito.
Christine se perdía en mi mente, que licuaba su imagen con el indefinible color del olvido.

*

La muerte de la abuela ocurrió de repente, sin que nadie pudiera presentirla. Un lunes, mientras el volcán desgarraba las nubes grises haciéndolas desaguarse sobre la ciudad, la abuela se recostó para su siesta de la tarde y nunca más se despertó. María fue la primera en darse cuenta: el lecho final de la vieja fue un mullido sillón verde oliva al pie de la cama de la nieta convaleciente. Algo de la vida expirada de la abuela debió viajar en esa habitación y adentrarse en el cuerpo de María, puesto que cuando alertó a los tíos sobre el cadáver, sus ojos, secos, parecían más animados que nunca, expectantes como dos depredadores en plena vigilia.
Todos temieron que el malestar de salud de María recrudeciese, pero la partida de la abuela pareció tener el efecto contrario, y enseguida mi prima empezó a mostrar los signos inequívocos de la recuperación. Y así gozó, en toda la familia, de una admiración sollozante debido a su fuerza de voluntad para sanarse a pesar del dolor.
—Se murió de pena —me dijo María ya en el velorio, en un camposanto a las afueras de la ciudad—. Una pena que le causamos tú y yo, Nando.
Yo la escuchaba percibiendo por instantes los mismos declives de voz de la niña que en el pasado se servía de mi cuerpo cuando quería.
—¿Y cómo lo remediamos, Mar? —dije, desafiándola.
—Siendo felices —me respondió mientras me abrazaba—. Viviendo.
La tomé de la mano y salimos del salón recubierto de deudos que se confundían en un solo ente, como si la oscuridad de una gigantesca mantarraya se hubiese posado en el recinto de velación. El punteo de nuestros pasos ahuecaba el silencio de unos corredores amplios que eran el marco de un patio empedrado con una pileta en el centro, semejando la arquitectura andaluza de las casas antiguas de la ciudad. Mientras recordaba los momentos de nuestra febril adolescencia pasados en el zaguán de la vieja casona de la abuela, nos alejábamos más del velorio, como dándole la espalda a lo que ocurría en el presente. Luego de trasponer una desolada galería al extremo de los salones de velación, nos apoyamos en una balaustrada de piedra, y no nos dijimos nada mientras observamos el paisaje. A nuestros pies, la loma descendía en una redondez perfecta hacia un lejano y raquítico río que apenas se podía escuchar, como si estuviera a punto de secarse. El césped verde limón brillaba con artificialidad bajo el sol ecuatorial. Una serie de lápidas ordenadas con sucesión constante daban la impresión de ser púas nacidas del suelo, como si estuviésemos sobre el caparazón de un gigantesco monstruo antediluviano.
Allí, apoyados contra una pared blanca que dejaba ver los bultos formados por los ladrillos bajo la pintura, a semejanza del costillar de un cadáver, María y yo hicimos el amor, de pie, rodeados de un silencio de muerte que era exhalado desde nuestros pies, desde la tierra, en todo lo que allí había.

*

—Es hora de despedirse —me dijo María, desmontándose de mí, y reacomodándose la falda oscura y pasada de moda que, sin embargo, en ella, irradiaba armonía.
Yo me reincorporé sobre el asiento y me subí el pantalón, sin despegar los ojos de mi prima. La veía recortada contra la ciudad, que se tendía del otro lado de la ventana del auto. Habíamos estacionado en un mirador sobre una colina en el extremo oriental, en las proximidades de un parque con olor a eucaliptos.
—Tu novia alemana… —dijo María, con una oscura alegría en la voz—, ¿cuándo viene?
—En una semana.
—Ese día, entonces, todo tiene que acabar, Nando.
Asentí con gravedad. Experimenté el remordimiento de no haber solucionado como pensara mi relación con María, pese a que preveía un final cercano, que me proporcionaba cierto alivio. El recuerdo de Christine se me hacía borroso, a pesar de que algo aún latía en esa imagen mental. Maldije en silencio a mi prima, a su enfermedad fingida que la había colocado en el ojo del huracán de nuevo, captando toda la atención familiar, secuestrando mi cariño y mi cuerpo como hacía años. Supe que la odiaba porque la quería tanto, por hacerme recorrer ese camino de doble vía que era su amor de prima, vivificante y desolador al tiempo, primigenio y fatal, que me erizaba la piel al relacionarlo con la mención de «la sangre llama».
Los días que siguieron fueron como un viaje hacia la condenación. María y yo hacíamos el amor como dos posesos cuyas vidas se decantan hacia el fin en cuenta regresiva. Las jornadas transcurrían ante nosotros como clepsidras a punto de vaciarse. Nos encerramos en la casa de la abuela, con el pretexto de ordenar los objetos de todas las habitaciones del lugar, según indicaciones minuciosas que mi prima recibiera directa y confidencialmente. Incluso despedimos a la empleada de años de la casa, quien antes de darnos la espalda para irse nos arrojó una mirada de ojos encendidos por el reproche. Nos cobijamos en un secretismo natural para esa atmósfera que apresaba el pasado y lo confinaba a pervivir, extendiendo su sombra, superpuesto al presente. Nos volcamos a una cópula sólo interrumpida con intermitencias para reponer fuerzas comiendo algún dulce de la despensa o sumiéndonos en una duermevela tras las cortinas cerradas, por cuyos bordes alcanzaban a destellar hilos solares estirados sobre los empolvados muebles atacados por la polilla. Ese lugar, la ausencia de la abuela y las palabras roncas de mi prima, que eran como designios incontestables para toda la familia, parecían confluir en un vórtice oscuro, donde se descomponía todo lo que se acercara; igual que un agujero negro deshace luz y tiempo atrayéndolos hacia sí con una gravedad capaz de absorber el brillo astral de una galaxia entera.
El día de la llegada de Christine, un mareo se apoderó de mi cabeza desde la madrugada. Medio dormido todavía, tuve que correr al baño para alcanzar el excusado antes de vomitar. Cuando salí, mis ojos lagrimaban desdibujando los bordes de las cosas. A través de la ventana del eterno dormitorio de la abuela, la ciudad se desperezaba bajo un azul inyectado de rojo, casi violeta, que aureolaba la cordillera. Todo parecía temblar entre vapores nocturnos y una fría humedad que flotaba en el ambiente.
En la cocina, mi prima consumía un desayuno frugal, con un aire melancólico. Me vio entrar, me rodeó con sus brazos y me dio un beso ligero en la boca, un saludo más familiar que lujurioso. Mis manos recorrieron sus caderas y la atrajeron hacia mí.
—No, Nando —murmuró—. Ya no.
Mencioné que debía salir hacia el aeropuerto. Mi prima insistió en venir conmigo. Yo me sentía siguiendo los dictámenes de algo superior a mí; una decisión incomprensible que, sin embargo, se sentía como la única solución a todo.
Recorrimos la ciudad sumiéndonos en la sima de la llanura, donde el aeropuerto era como un tajo en pleno bosque de concreto. Parqueamos en la acera de enfrente antes de llegar a la puerta de arribos internacionales, desde donde, en diagonal, podíamos observar la salida de los viajantes. Permanecimos sentados en el carro. María guardaba silencio, con un aire de aceptación y —de nuevo— fingida inocencia. Mi odio y mi amor por ella correteaban en mi interior como dos infantes, persiguiéndose el uno al otro entre carcajadas.
La tomé de la mano, pero ella deshizo esa unión enseguida. Encendí la radio, y nos dejamos llevar por el oleaje de leves sonidos, que llegaban enrarecidos a la cabina del auto, nuestro último fortín frente a la realidad.
Largos minutos pasaron sin que la situación cambiara. Manteníamos una expectación como el condenado que sabe que pronto llegará su final. La ciudad fuera del auto sostenía un rumor extrañamente acallado, como si nuestra vigilia fuese también suya.
—Es ella —dije de repente, con los ojos puestos en una figura femenina que difería de la que guardaba en mi memoria—. La del vestido rojo amplio y pelo rubio suelto. Maleta azul.
Señalé a Christine con algo de vergüenza, con el ademán de un niño obligado a confesar su travesura. Ella, espigada y blanca, estaba de pie sobre la vereda, buscando a su alrededor la imagen de mi rostro. Sus bellos y delgados rasgos parecían perdidos en esa atmósfera de páramo andino. Sus ojos almendrados y su pequeña nariz puntona irradiaban la confusión que, seguramente, reinaba en ella ese momento.
Yo permanecí callado y con ambas manos puestas al volante. No miraba a María, quien se reclinó hacia el frente, ubicándose a un palmo del parabrisas, para captar mejor la imagen de Christine. Sólo la oí hablar, de pronto, como susurrando divertida:
—Apenas se le empieza a notar el embarazo.
Vi a mi prima María a los ojos, en los que pude percibir, como un reflejo centellante, la cruda expresión de la locura.
Encendí el motor, y nos fuimos.

andres cadena caretoAndrés Cadena (Quito, 1983). Su libro de cuentos Fuerzas ficticias ganó el primer lugar del Premio Pichincha 2012. Antes había publicado, con Juan Carlos Arteaga, el libro de relatos Transtextos (2006). Consta en antologías como Los invisibles (2011), Tiros de gracia (2012), Cuentos de fútbol (2010), entre otras. Cuentos y ensayos suyos han aparecido en revistas impresas como Letras del Ecuador, Anaconda, Rocinante, Casapalabras; y virtuales como Suelta, Ómnibus, Aurora Boreal, Big Sur, Punto en línea. Fue durante cuatro años coordinador editorial de la Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Trabaja en edición.

La casa ilusoria

Una selección del poeta colombiano Santiago Espinosa.

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Estos poemas fueron publicados previamente en el libro Los Ecos.[/alert]

Poemas

  1. El Carnicero
  2. Tintas Frescas
  3. X
  4. XV
  5. La casa encantada

La casa ilusoria

Como un árbol
que se abre camino en la mitad del mar,
la casa, su olvidado lenguaje de peldaños,
de redes y vacíos luminosos,
nació en el sueño del arquitecto.

“Una casa”, se dijo,
“huella de la vida,
que tenga por rostro
la prudencia del anónimo…”
“Que interprete la montaña
sin cortes sin remedos.”
“Pura y aislada como la hoguera.”

Y de la casa surgieron moradores.
Sus altos muros
fueron perdiendo la extrañeza,
cuando por el pasillo circularon las visitas
haciendo de los rincones escondites,
refugios,
donde la hombría pudo llorar las deudas
de rejas para dentro
y habría de llegar el sexo
a la lengua de los niños.

Sonaron los estruendos de cada noticiero.
El abandono
en las caídas del fútbol.
También hubo películas dobladas
que hablaban del África,
de una aridez distinta
a la que comenzó en los muslos
y terminó en el trazo de los rostros.

Fueron muchos los recuerdos
que se robó la mansarda.
La capa adusta del abuelo,
Caracoles de ecos prófugos.
Los niños jugando a la guerra
con sombreros de copa
o emprendiendo la caza del Mohán
en la selva imaginada.
Mientras tanto, en la noche, los otros
oían a su conciencia traquear en la madera,
dando sus primeros pasos.

En medio de los aromas del melón, siempre distintos,
viendo la luz colarse en los vitrales,
por la ventana entró el sonido
de un antiguo clarinete,
poblando la casa de fantasmas
y de barcos que se hunden.

Con el adiós de los nardos, creciendo en la portada,
quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos
para estrellar las copas de cara a la montaña.
Hubo tiempo de alzarlas
y volver a brindar por los ausentes.

La obra estaba completa.

Para Guiseppe Volpini.

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El Carnicero

La materia
“diáspora de estrella”,
es para Don Orlando
kilos
peso tibio entre las manos.
Y el tiempo, del negro al blanco,
le zumba al oído
como moscas en la tarde.

Entre lomos, caderas,
blancos puñados de grasa,
pasan los días de Don Orlando.
Por eso alza las carnes al hombro
sin pensar en los cortejos.
Lee los mensajes de las fibras
sin detenerse en augurios.

No hubo pudor cuando
besó a su hijo entre placentas.
Cuando lo tuvo en los brazos,
y en los ojos del uno y del otro
la misma bruma,
sus manos, sin saberlo,
imitaron la balanza romana.

Las vísceras del hijo se velaron,
al ver la luz por el cuchillo de otros.
Don Orlando no hace conjeturas,
su madre le enseñó que era malo especular.
Y sin embargo
no olvida la bendición
antes de hacer los cortes.
Hay que lavarse bien las manos
sin importar el precio del jabón.

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Tintas frescas

“Ah y es de nuevo la mañana.”
José Manuel Arango.

Interrumpiendo el sueño
con rumores y presagios
pasa la moto del periódico.

Implacable –es su trabajo-
va esquivando botellas, pétalos,
las ruinas de una noche larga.
Lleva en su carga
el día que comienza.
Las palabras
con sus muertos
a cuestas.

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X

Sigue el camino de una calle cualquiera.
Aroma del pan recién cortado
mensajes de orina secándose en los muros.
Sigue el camino, no te detengas,
el rostro de tantos muertos
te acompaña.

Óyelos. Lejos del miedo.
Sus huellas ondas
repiten tus pisadas.

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XV

Puede que al afirmar en lo disperso
robándole al silencio
sus espacios justos
repase las huellas que otro pisó
y sean estos espacios entre letras
las voces ahogadas de los muertos.

Salvada mi torpeza
ésta palabra hallada
cortada
lentamente ganaría la noche
y de lo blando un eco
volvería a nacer.

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La casa encantada

Por la mañana tumbaron la casa de la esquina.
Las palas del buldózer araron los cimientos
y el sol de las doce
cayó sobre las piedras solas, sin sombra,
donde antes se sentaban los armarios
y la mesa del café.

Luego llegaron los ingenieros,
traían la sombra a sus párpados
en un gesto militar,
cuando de las montañas azules, pétreas,
manaba un humo blanco y taciturno.
Alguien dijo: “son tiempos de incendio”.

El aire estaba sepultado por el calor.
Entre las ruinas traqueaba la madera,
cediendo, haciéndose polvo en sus termitas.
Nadie lo había notado
pero el buitrón nos tapaba un edificio
y donde antes estaba el techo se escondía todo un barrio:
centros comerciales, esquinas de marihuanos.
La vista de la ciudad –que tantas veces contemplamos-
tenía un brillo desconocido.
Ya no estaba la casa que censuraba nuestros ojos.

Los ingenieros alzaban la cabeza
y proyectaban la mirada hacia el cielo
imaginando edificios babilónicos.
Uno contaba pisos invisibles,
otro miraba el incendio
como un presagio, como una seña
que nunca se cumplió.

Ninguno de nosotros buscó tesoros en las piedras.
Ninguno se tomó la molestia de preguntar
por el armario, las luces sin sombra,
los ruidos estáticos donde no había cuerpos.
Nadie lo pensó porque teníamos que buscar otro escondite,
otro refugio, y otra vista,
para poder matar el tiempo
frente al tímido espectro del incendio.

Santiago EspinosaSantiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La otra, de México, Revista Poesía, de Venezuela, de la que es miembro de su consejo editorial, la Revista Casa Silva, El espectador, El Tiempo y La Hoja de Bogotá, del que fue jefe redacción hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para la revista Arcadia desde el año 2007 y mantiene un blog quincenal sobre poesía y crítica en www.hojablanca.net que se titula “Correos del diablo”. Es el encargado de las labores de difusión y divulgación de la temporada de Ópera de Colombia.
Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas selecciones de Colombia y del exterior. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.

Oratoria

Iliana Vargas

A Guadalupe Dueñas
A la Virgen del Apocalipsis, señora de Ecuador

I.

Salíamos de la tienda, cada una con un cono relleno de masa helada y texturizada que prometía “místico sabor”. Yo quería ir al parque y tú a sentarte dentro del kiosko: “Mira cómo está el sol; la nieve se va a derretir antes de que crucemos la alameda”, decías, mientras me tomabas de la muñeca para guiarme a la sombra. Pero yo sabía que si no aprovechaba el vacío en el parque ocasionado por la hora solar, más tarde sería imposible encontrar un columpio libre, o algún turno para trepar por aquella cuerda deshilachada cuya cumbre pedregosa se desdoblaba en una pendiente de pasto fresco por la que me encantaba rodar. Además, en el parque siempre había sombras más cómodas y frescas para refugiarse del calor que en el kiosko. Fue entonces que se me ocurrió acudir al “guiño del desempate”, como tú misma llamabas a eso que te encantaba jugar cuando nos encontrábamos en situaciones parecidas: un volado.
La vimos dar volteretas en el aire, chocando contra la pared descarapelada de la tienda y luego contra unas botellas que, recargadas en el filo de la banqueta, le dieron el efecto de rebote necesario para que la moneda cayera exactamente al borde del vacío al que llevaba el enrejado de la coladera. De inmediato recordé la película del payaso que, escondido en el desagüe, ofrecía globos a los niños para luego comérselos. No, yo no iría a ver de qué lado había caído la moneda. Y tú, gritando que diez pesos no se iban a ir a un nido de ratas, y que menos ibas a poner la mano ahí, tampoco querías ir por ella. Entonces se te ocurrió pedirle a uno de los muchachos que esperaban afuera de la tienda que la sacara, pero que primero se fijara y nos dijera de qué lado había caído… Extrañamente, sin dudarlo y sin echarse a correr con la moneda, hizo lo que le pediste, sólo que cuando la trajo de vuelta, también te entregó la estampa. “No, esa no es nuestra”, y te apresuraste a guardar el dinero en tu bolsa. “Pues estaba pegada a la moneda… por algo será, ¿no señora?” Y tú, completamente asqueada por lo pegajoso del cartón, la tomaste de la orilla, apenas con la punta de tus uñotas; la examinaste por un lado y por el otro y me preguntaste que si quería una santita azul. Al mirarla y notar que no le habías visto las alas, te contesté: “No es una santita, es una virgen alada…” “Bueno, ¿pues la quieres o no?”, dijiste, ya sin soportar más la mugre entre tus dedos. “¡Sí, sí la quiero!” Entonces sacaste una de esas toallitas alcoholizadas que siempre cargas y envolviste la estampa en ella; luego tomaste otra y te limpiaste los dedos como si quisieras arrancártelos.
El muchacho regresó a la tienda. Tú recuperaste el helado que empezaba a escurrir por mi mano derecha mientras yo masticaba el barquillo del mío, diestramente sostenido por la izquierda. Luego, al designio del águila, partimos hacia el kiosko.

II.

Al principio no sabía qué hacer con ella: la dejé descansar sobre mi mesa de trabajo un par de días, pero de tarde en tarde terminaba en el suelo, arrastrada por el aire que inevitablemente debía entrar por la ventana. La pegué en la pared, junto a dibujos o recortes cuya naturaleza reproductiva era incontenible, y pronto les llegaba la hora de ser sustituidos por otros. Entonces la guardé aleatoriamente en mis cuadernos. Nadie me había explicado en qué consistía un milagro, la fe, el poder de una oración. Simplemente la miraba -tan distinta a todas esas figuras representadas en cerámica y estampas que la tía Lola guardaba en una inmensa vitrina que habitaba, ella sola, uno de los cuartos más grandes de su casa- y sentía que si la llevaba ahí, junto a las anotaciones escolares que para mí resultaban tareas incomprensibles, con el poder azul de su sola imagen podría ayudarme a resolver el asunto. Sin embargo, la resolución del problema nada tenía que ver con el problema en sí. Es decir: nunca aprendí a sumar fracciones ni a dibujar mentalmente la orografía e hidrografía de ningún país, mucho menos los componentes de una célula. Lo que en realidad me salvaba era algún suceso por demás absurdo que ocurría justo a la hora negra –el terrible momento de explicar la tarea frente a los demás: los gises no pintaban en el pizarrón; la profesora era asaltada por una comezón impúdica; alguna niña empezaba a soltar chorros de sangre después de haberse sacado hasta el último moco de la nariz; algunos niños eran sorprendidos en un ataque de risa y llanto… En fin, el milagro que me concedía la imagen de la virgen azul cumplía con no tener que enfrentar mi falta de conocimiento, mas no me otorgaba el conocimiento que me faltaba.

III.

¿Por qué será que lo primero que la mayoría concibe como imposible para el ser humano es volar? Que si los impulsos primigenios, que si las confusiones ancestrales derivadas de la contemplación de la naturaleza, que si la oportunidad de mirarlo todo desde arriba… A nuestros 17 años, pensaba escuchar de ellos, mis compañeros de fiestas y paseos descalabrados, algunos deseos imposibles más cercanos a los que yo solía conjurar de vez en vez por la noche, esperando deslumbrarme de sorpresa al verlos realizados con la luz del alba. Pero el tiempo de aquellos pequeños regalos parecía pertenecer al pasado, y, al no encontrar nada nuevo ni en mi cuarto ni en el jardín ni en la cocina, me sentaba desdeñosa de tus mimos con los que ofrecías el desayuno. Confiaba encontrar una explicación de tu sabiduría materna al respecto, pero sólo te exaltabas al enterarte de mis deseos incumplidos.
–Pero deja ya de pedir esas cosas Clara, que si se te cumplieran no estarías tan contenta –decías mientras me quitabas la estampa de la mano y me entregabas la taza con café. –No puede ser que sigas creyendo en esa bobería; yo te la di hace años para que jugaras y la tiraras cuando te cansaras de eso, como cualquier niño; no para que la convirtieras en tu santita ni hada madrina.
–No es ni lo uno ni lo otro, mamá; ya te he dicho que es una virgen azul… con alas. Y sí tiene poderes, sólo que le hace falta práctica… Yo creo que había pasado mucho tiempo sin que nadie le pidiera nada y por eso las cosas salen medio raras, pero tú misma has visto lo que me ha cumplido.
–¿A eso le llamas “deseo cumplido”? Una verdadera virgen no te hubiera dejado totalmente pelona y con la pijama convertida en forro de papel pegado al cuerpo con quién sabe qué tipo de resistol. Acuérdate que tuviste que quedarte remojando más de tres horas para que se te quitara y la piel te quedó llena de esos puntitos azules que nomás no se te van.
–¡Ah! Es que esa vez le pedí convertirme en cosmonauta… pero te digo que quizá debí explicarle qué clase de cosmonauta…
–Ay Clara, como si no te conociera para sospechar que tú solita te hiciste tanta tontería.
–¡Que no, mamá, que no!, que fue la virgen… ¿Ya ves? Quizá la molestas con tus críticas y tu incredulidad y por eso ya no me ha concedido nada…
–Mejor así, no quiero que la casa vuelva a llenarse de esa grava roja que tanto nos costó sacar y echarla al parque, convenciendo a los policías de que era una donación japonesa para hacer jardines no sé qué…
–Ay mamá, esa vez pedí un ejército de escarabajos-colorines para que nos dieran masajes en los pies al caminar sobre ellos… Si te hubieras esperado a que empezaran a funcionar, no te quejarías, pero luego luego interrumpiste el hechizo con tus gritos de loca.
–¿Loca yo? Mira, Clara, he permitido que sigas con tu jueguito del hada virgen ésa nada más porque es la única tontería con que demuestras tu crisis de adolescente, pero en cuanto seas un adulto oficial, es decir dentro de seis meses, te olvidas de tu estampita y te concentras en la universidad, ¿eh?, que no estoy para consentir locas en mi casa… Y menos que digas que la loca soy yo.

Ilustración por Julián Bonequi. – http://www.julianbonequi.com

IV.

¿Por qué has dejado de escucharme, de consentir mis deseos aunque resulten malinterpretados? ¿Será que debería iluminarte con alguna acuarela para que regresara la intensidad del azul a tu cuerpo, y dejara de verse así de pálido, borroso, incluso cansado? Pero, ¿dónde podría encontrar ese tono de azul con destellos verdosos? ¿Cómo haría para no invadir los rasgos –tan dulces y expresivos a la vez– de tu mirada, de tus labios haciendo esa mueca que parece dudar de todo? ¿Qué color serviría para delinear los bordes de tus alas?, esas alas que de ser reales rasgarían toda materia que se interpusiera en el vuelo. Porque yo no le veo esa textura de libélula con que dibujan a las hadas. No. Tus alas serían de metal aerodinámico, para que lucieran esos detalles curvilíneos que se extienden por ambos lados hasta encontrarse con la punta afilada. Mi virgen de alas afiladas. Mi virgen azul, de cuerpo que podría ser piedra, pero nunca carne. Contemplo el lunar rojo en cada uno de tus cuatro pulgares y sé que es el lunar donde se concentra la justicia de tus actos. Observo los signos que parecen bordados sobre tu piel escamosa, apenas cubierta por esa túnica tan lila como la extraña corona que invade tu frente, y adivino que sólo podré hermanarme a tu híbrida naturaleza cuando los haya descifrado, cuando la extraña fosforescencia que emana de tus ojos sea la única luz que ampare mi sueño… Ay, virgen de los cielos que están detrás de estos cielos, de la noche que no es oscura ni blanca, de la tierra que guarda más de mil caminos para los transterrados, escúchame, sólo esta vez y nunca más: concédeme la gracia de aprender a vivir sin la incomprensión de la sordera materna, sin la indiferencia de los amigos complacientes, sin la furia que me arrastra a olvidarme de todos para amarte sólo a ti… Concédeme el deseo de mostrarme quién soy, de vivir, un instante que se prolongue lo que sea necesario, en una torre de marfil.

V.

–¡Clara, ya son las siete y media de la mañana!, ¿a qué hora piensas bajar a desayunar? ¡Acuérdate que hoy tengo cita en el banco para que nos den la casa que nos dejó tu papá en Cuernavaca!
Después de quince minutos de haberle llamado y no escuchar ruido que delatara movimiento alguno, decidió subir a buscarla. “Esto ya pasa de un berrinche de adolescente”, pensaba la mamá, acostumbrada a encontrarse con su hija ya bañada, vestida y con el desayuno a medio preparar, cada mañana, pues era tal la luz que se desperdigaba por toda la casa, que era imposible tratar de dormir un par de horas más. “No puedo creer que me hagas hacer esto, escuincla”, decía para sí y en voz alta, mientras subía uno y otro y otro escalón, que a su edad, ya le pesaban bastante. “Ya vas a ver, ni creas que te voy a dar dinero para ir a ese concierto con tus amigos greñudos ésos”, continuaba reclamando la mamá, ya avanzando por el pasillo terriblemente quieto, desesperantemente silencioso. Se detuvo ante la puerta, extrañada de la sombra oscura que se deslizaba por debajo. Dudó un instante entre tocar antes de abrir; no podía ser que siguiera dormida después de tanta perorata… pero, quizá estaba enferma, eso no lo había pensado… Y se quedó muy quieta, tratando de escuchar el ritmo de la respiración de su hija a través de la puerta, como lo había hecho siempre antes de irse a acostar para saber si ya estaba dormida o si seguía leyendo… cuánto leía esa niña… Pero no oía nada. El silencio le produjo ciertas palpitaciones, y un frío cuya procedencia no lograba adivinar, empezó a incrustarse en los huesos. No supo exactamente qué le hizo cerrar los ojos al tiempo que tomó el picaporte para hacerlo girar hasta escuchar el clic de la puerta al abrirse. Entonces separó los párpados y de inmediato los volvió a cerrar. El aire le faltaba. Los volvió a abrir y sintió desbordarse de lágrimas: la garganta, el pecho, la boca; toda ella era una lágrima vibrante. El aire le seguía faltando pero lo robó de donde pudo para deshacerse del grito que empezaba a estrangularla. No podía hablar, pero mientras se acercaba a ella, pensaba: “Clara, por favor, deja de estar jugando, hija…” Sólo que su hija, quien no volvería a dirigirle siquiera la extrañeza de su mirada, era una hermosa estatua de marfil, del marfil más azul y fino que pueda existir en cualquier tierra, menos en ésta.

Iliana VargasIliana Vargas (México, 1978). Estudió letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su trabajo narrativo ha sido incluido en diversas publicaciones impresas y electrónicas mexicanas y extranjeras, así como en las antologías Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013); Bella y brutal urbe. Narradores nacidos en la Ciudad de México de 1970 a 1989 (Editorial Resistencia, 2013); Penumbria. Año I (Antología de cuento fantástico, Ediciones Penumbria/KGB, 2013); El libro de los seres no imaginarios. Minibichario (Ficticia, 2012) y Antes de que las letras se conviertan en arañas (IMC, 2006). Es asidua a los encuentros y descubrimientos sobrenaturales, y de ello dan fe los cuentos que conforman su primer libro: Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012).

Un muerto es quien más sufre

Un cuento de la escritora ecuatoriana Ana Minga.

por Ana Minga

“Yo soy quien escribe la historia de mi padre
y le tomo fotos a su muerte, y te dedico la historia
y su cámara…”
~ Santiago Andrade

Desde que nació ya estaba muerto, pero lo obligaron a vivir de alguna manera cuando le gritaron que en este mundo las personas no velan siempre por otras, menos por un muerto, que al tercer día, apesta…
Su saliva era espesa y su boca olía a tabaco, más esa mañana en que fue un muerto íntegro junto al mar… cuando se vio traicionado por el amor, por ese al que le decía “contigo todo, sin ti nada”. Ese día el muerto supo que amar significaba jamás…
Solo los perros pueden perdonar, ellos que después de ser abandonados por sus dueños, reaparecen muy delgados, estropeados, sedientos, heridos… dispuestos a amar a quienes los traicionaron… ellos, este muerto: ¡No!
Este muerto siempre fue muy nervioso, el médico le ordenó ir al mar para que calme su corazón. En la medicina recetada estuvo la mortal imagen de la miseria humana. Ellos caminaban en la orilla, tan alegres, tomados de la mano, parecía que su acuerdo tenía meses atrás, el asesinato había sido planeado con tiempo… El ser amado estaba con alguien que siempre jodió el camino del muerto. (Doble traición, doble dolor). Lo vieron, huyeron. El amor había terminado: el muerto cayó sobre la arena.
Después de esta flecha en su corazón, sabía que su realidad sería terrible, pues un muerto íntegro estorba; ni los amigos lo aguantan, dicen que cansa escuchar lo mismo y lo mismo. La historia de un muerto aturde a los vivos, igual que las locuras incomodan a la gente que se dice cuerda.
El muerto queda fuera del escenario, es la víctima, la patética víctima que si planifica venganza, se convierte en un muerto detestable; la sociedad no lo soporta, prefiere al asesino, incluso, le buscan un pretexto para justificar su crimen. Si de la boca del muerto sale una palabra en contra del asesino, hay susto. Primero por su condición de muerto, segundo, porque siempre hablará por la herida, entonces, dirán que no es objetivo, se verá como injusto en sus apreciaciones, con respecto al traidor y a la situación.
El muerto solo sirve para que hablen cualquier cosa sobre él, para preparar café y tomarlo en su nombre. Para el chisme, para las alabanzas hipócritas, porque todo muerto resulta ser bueno, eso dicen. Pero claro, lo prefieren lejos, bajo tierra.
El muerto es quien sufre más, no los que quedan intactos, los que dicen padecer por él, mucho menos los asesinos. Si la sociedad no sanciona al criminal, este olvida, es más, su objetivo principal es llegar al olvido, para que nadie lo señale como culpable. Eso en el caso de que sienta remordimiento, sino, solo será una historia más. Mientras tanto, quien recibe la ofensa, no olvida, aunque pregone inteligencia y estabilidad emocional. No olvida, tiene una memoria audaz que recalentará los recuerdos cuando alguien, en cualquier circunstancia, le falle.
El muerto está solo como los locos. Un muerto que respire espanta a cualquiera. No es especial, es raro.
Los amantes exigen cosas imposibles, porque el amor no conoce de lógica, aturde hasta al más serio gobernante. Y este muerto amaba como ama el amor, como decía Fernando Pessoa. Este muerto pudo perdonar la traición, porque el amor cuando es incondicional lo perdona todo, es un ciego abandonado que va detrás de su madre, pidiéndole abrigo…
Pero este muerto, no le duele la traición, ni que no lo quieran. Le duele la crueldad del ser humano, la sangre fría que tuvo el ser amado para disparar con ayuda del enemigo.
Es cierto que el amor coquetea con el drama y tal vez Jorge Luis Borges tenía razón, cuando decía que el amor trae más desgracias que placeres, pero que la felicidad del amor es tan grande que más vale ser desdichado muchas veces para ser feliz una. Si tomamos en cuenta esta idea, entonces, el amor es la felicidad que buscan los mortales; pero se trata de momentos, solo a ratos, no es eterno como nos dijeron las novelas, los sacerdotes, los profesores de escuela, las madres, etcétera.
¿Y será que el amor dura hasta que se lo encuentra? Cuando ya se lo tiene puede ser un seguro adiós.
El ser humano vive para conseguir felicidad. Cuando la adquiere, por ejemplo en lo material, dice sentirse vacío —aunque un problema es más divertido pasarlo con un buen vino que con agua potable, a veces ni eso— pues lo que busca en realidad, es amor y que este sea eterno. Porque el amor suele pasar de la felicidad a la desdicha o bueno, en algunos casos, a la costumbre. Es decir, el amor en sí, ya tiene sus riesgos, tiene ese peligro de acabarse…
Este muerto entiende esto, pero no entiende que lo acribillen, como un niño hambriento al cual lo amarran de manos y pies en un cuarto lleno de comida. Bajo estas circunstancias, para este muerto el mundo se divide en dos: en buenos y malos, no hay tintas medias. Y es lógico su descontento contra la humanidad que se ha convertido en un monstruo y que nos quiere terminar con su indiferencia, como menciona Michel Houellebecq, autor de Plataforma.
La gente dice entender al muerto, le da consejos rápidos, pero en realidad no les importa, cada uno tiene su vida; el muerto, exceso de tiempo para triturarse con su memoria en donde se aloja lo que una vez fue amor.
Aunque haya nacido ya muerto, nunca se dio cuenta de su condición, se creía Dios hasta que un mortal lo volvió nada, porque con el ser amado no caben las armas: uno es la criatura más indefensa.
Ser mortal le costó, incluso fue al psiquiatra luego de esa mañana en el mar. Muchas pastillas de Xanax y de Fluoxetina no lo dejaron como era antes. Ya nada será igual. Inventará su existencia para pasar como fantasma entre los vivos.
Su amado en varias ocasiones le dijo que no era cariñoso, a pesar de que el muerto entregaba todo lo que tenía. Error, hay humanos que se niegan al todo, prefieren un poco para tener el dominio, el todo sale de sus manos. Solo los valientes aceptan el todo, porque a la vez es la terrible nada.
El amor es descontento y para que dure parece que le gusta vivir en la adrenalina de la incertidumbre.
En tal caso, si este muerto solo tenía tristeza en sus bolsillos, la entregaba transparente. “Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria, te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón…” decía Borges.
Nadie quiere a los tristes. Todo mundo busca la felicidad, prefieren a los muertos de la risa…
Ahora, el mar está dentro de este muerto, sus venas están llenas de sal y en la cabeza habitan olas enloquecidas. Arrodillarse frente a una puerta cerrada de un bar no sirvió; ni tomar una joya preciada de su padre, para entregarla como regalo de cumpleaños. Todo se borró como las huellas que quedan en la arena…
¿La joya? Una cámara fotográfica con la que se contó la historia de la familia. El muerto no alcanzó a entregar este regalo al cumpleañero, él lo mató antes…
“Ahora sí vas a aprender a ser mujercita” le decía el amado cuando el muerto empezó a quedarse solo y él, cumpliendo todos los deseos del amado… incluso se arrojó a los prostíbulos para demostrarle que la santidad había terminado… y allí las putas lo protegieron. Hubo más humanidad en ellas, que en las señoritas que se hacen llamar decentes…
Allí, en el prostíbulo le decían escritor, un muerto escritor, qué ironía, si los muertos no pueden hacer nada. Lo llamaban así, porque ellas decían que todo escritor sufre y él tenía esa facilidad…
El muerto está entre nosotros, para hablar con él hay que saber esperar, teme que otra vez lo asesinen, pues sí llegó a pronunciar: mi amor, cuando tomó valor y lo sintió… pero tampoco sirvió… fue borrado con un click.
Camina lento como un niño miedoso… intuye que por el momento la justicia está en que sus asesinos se merecen, pues los dos conocen en qué consiste el crimen perfecto. Los dos, sabrán cómo matarse…

Gabriel ZambranoAna Minga. En Literatura ha incursionado en la poesía y en el relato corto. En narrativa obtuvo el primer lugar con el cuento “A orillas del desnudo”, en Villa Pedraza, España. En poesía ha ganado certámenes en Venezuela, Argentina y Perú. Su primer libro de poesía se titula Pandemonium. Su segundo poemario A Espaldas de Dios fue una obra seleccionada para representar al Ecuador en el Certamen Hispanoamericano de la Lira de Oro; este texto ha sido traducido al francés y al inglés. Su tercera obra Pájaros Huérfanos fue escrita en un manicomio como parte de una investigación de la escritora. En el 2010, The Bitter Oleander, A Magazine of Contemporary International Poetry & Short Fiction la selecciona como una de las mejores escritoras latinoamericanas.

Lecturas que ayudan

Un cuento de la escritora colombiana Luz Stella Mejía

por Luz Stella Mejía

No es un sitio que invita a entrar. Es espacioso, demasiado para mi gusto, grande como un galpón, frío y feo. Pero está lleno de libros, películas, discos viejos y CDs. Enormes ventanales como vitrinas dejan ver desde afuera el interior perpetuamente iluminado con las gélidas luces fluorescentes, que desnudan de misterio al local. El piso de baldosas nunca está completamente limpio y las paredes, donde se dejan ver, son de un amarillo sucio. Así es McKey Libros Usados: nada acogedor. Sin embargo, es uno de mis lugares favoritos.
Juan viene cada viernes por la tarde. La primera vez que lo vi pensé que era del equipo de limpieza de la librería: inmigrante de algún país del sur, de baja estatura y barriga cervecera. Su cara de mestizo entre andaluz y azteca delata sus orígenes, y su bigote escaso, recortado al estilo latin lover los confirma. Cuando sonríe, o sea siempre, muestra sus dos dientes enmarcados en oro con sendos brillantes en el medio. No se sabe si sonríe para mostrarlos o si se los mandó dorar precisamente para realzar su sonrisa permanente. Ya lo tengo pillado y sé que entrará con su pasito corto y rápido, directo a la sección de clásicos. Le gusta la buena literatura. Y sé que la lee porque alguna vez, curiosa, se lo pregunté. Pensaba que a lo mejor venía a recoger un libro para alguien cercano, tal vez estaba tratando de conquistar a alguna lectora, tal vez era para su madre, enferma en cama, o quizá su jefe le pedía este recado como parte de su trabajo. Pero no, el libro siempre es para él. Le gusta leer.

Algunas veces nos hemos sentado a conversar en compañía de un café. Me gusta escuchar su historia, trágica pero llena de esperanza, como la de cualquier inmigrante. Juan actúa con esa tozudez inocente, llena de recursos, con que los latinos se mueven en este medio hostil. No se dejan quebrar a pesar de todo. Cuenta, sin pretensiones, que su turno en el trabajo de construcción es de ocho horas y luego, por las noches, empaca comidas preparadas en un servicio de banquetes a domicilio. Los fines de semana se para, junto con otros ilegales, en el parqueadero de 7 Eleven, a esperar que alguien los contrate para algún trabajo inmediato. Vive en un cuarto arrendado, con su mujer y dos de sus hijos, los más pequeños que han ido naciendo aquí, pues los cuatro mayores, los que nacieron allá en el sur, se quedaron con la abuela.
La señora vive resentida pues se vino detrás de Juan, después de que él viniera y empezara a mandarle dinero. Dólares que se inflan en la frontera y alimentan sueños falsos. Cuando llegó a este país y vio que los dólares no compraban lo mismo y que se ganaban con un sudor más amargo que el de allá, María se llenó de tristeza y de rabia, con Juan como su causa y objetivo.
—Con tantos jefes y mi mujer, ya se imaginará mi purgatorio.—
Brilla su diente con su sonrisa de queja, pero no alcanza a esconder una pequeña sombra que oscurece su mirada por un segundo. Y es que de sus jefes no se sabe cuál es el más explotador. Lo único que le hace fijar sus labios en un gesto triste es cuando habla del trabajo de niñera de su mujer. Los niños que cuida son los hijos malcriados de un diplomático de Suramérica. Su jefe es una mujer de mediana edad que trajo de su país el clasismo ridículo y su particular manera de ver el servicio doméstico como una actividad indigna, que a duras penas merece remuneración. Y es que además de tener que ver por los niños, la señora ha ido imponiéndole oficios, de manera que tiene que hacerse cargo de todas las labores de limpieza, orden y cocina. Y no hay día que no la humille o la maltrate.
—En fin — suspira profundo para dar por terminada su letanía de pesares. A pesar de su exceso de trabajo, su amarga vida marital y los usuales desplantes que como latino ilegal recibe a diario, Juan no pierde su buen humor y encuentra tiempo para leer.

Hoy Juan entró al local con paso dubitativo, lo que llamó mi atención al momento. Miró a un lado y al otro, con un gesto rápido. Sus ojillos oscuros se movían presurosos y, lo más extraño, su sonrisa inexistente hacía que su rostro pareciera ajeno. Buscó la lista de secciones y después de estudiarla un momento se dirigió al fondo, adonde nunca se había aventurado. Yo no pude evitar seguirlo con disimulo. Cuando llegó al último corredor, miró por encima del hombro, como si quisiera comprobar que nadie le seguía. Empezó a buscar algo tocando los lomos de los libros con su índice tembloroso, parpadeando, mientras movía sus labios en silencio, leyendo los títulos. Por su frente fruncida corrían finas gotas de sudor que las luces hacían brillar con un halo blancuzco sobre su rostro enrojecido. Al fin su gesto se distendió y sus labios quisieron esbozar una sonrisa que no lograron. Fuera lo que fuera que estaba buscando, lo había encontrado. Se alejó del estante apretando el libro contra el pecho, mirando una y otra vez en todas direcciones, y se sentó en una butaca medio escondida a ojear el libro. Yo no pude evitar la curiosidad y, dando un rodeo, me introduje en la sección sorprendiéndome al notar que era de manuales de autoayuda. Intrigada busqué el hueco del libro faltante a ver si conseguía alguna pista que me indicara en qué andaba Juan y el porqué de su comportamiento. Pero nada me decían los títulos de los libros que flanqueaban el hueco: Manual del Perfecto Artesano y Manual del Predicador.

No pudiendo hacer más por el momento volví al sillón cerca de la entrada a seguir leyendo, pero no podía concentrarme pensando en Juan. En esas lo vi. Venía caminando con afán hacia la salida. Su rostro estaba aún serio y sudoroso pero distendido. Sus manos temblaban ligeramente y sus ojos miraban a lado y lado, como buscando una salida sin obstáculos. Cuando pasó a mi lado sentí un olor de animal atrapado. Una vez cruzó la puerta, me levanté rápidamente y fui a la sección aquella a encontrar una respuesta. El hueco estaba ocupado ahora por un libro mal puesto, aún pegajoso de sudor, en cuyo lomo se leía: Manual del Perfecto Asesino: Cómo deshacerse del cadáver.

IMG_0150Luz Stella Mejía nació en Manizales, sobre la falda de la montaña en la zona cafetera de Colombia. Creció en el altiplano Cundiboyacense, a 2,700 metros sobre el nivel del mar y vivió y trabajó como bióloga marina en Santa Marta, en la costa Caribe de su país. Vive hace ocho años en Estados Unidos, dedicada a los libros –lee como loca y trabaja en una biblioteca-, la familia y sus cuentos. Su oficio de escritora ha sido constante, pero apenas ahora está empezando a darse a conocer en su blog elsuresamerica.weebly.com