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Escritura creativa que abarca principalmente poesía, cuentos y obras de teatro

14:30/ Mj/Des/alfa-2

Una oda al biólogo de campo

por Andrés García

La lluvia lo golpea inclemente. Hoy llueve con furia, piensa mientras se refugia como puede bajo una rama de palma. En la selva, la lluvia tiene cientos de formas. Lluvia Sensual, que cae como sin querer y que humedece todo lentamente a su paso. Lluvia Caótica, compuesta de gotas de todos los tamaños que caen irregulares. Lluvia Felina, que descarga toda su fuerza en un zarpazo fugaz y luego se va sin dejar rastro. Hoy llueve con furia. Gotas grandes que caen de manera violenta. Se diría que los dioses están tratando de destruir el Amazonas en un acceso de ira sin cuartel.

Pero él sabe que no son los dioses, sabe que en el cielo no hay dioses, ni en plural ni en singular, lo sabe porque es su trabajo saberlo: es un biólogo.

Tiene frío y está cansado. Su mirada se pierde, fija en lo alto. Allá arriba, a veinticinco metros de altura, se encuentra el sentido actual de su existencia: un grupo de monos que rastrean la selva en busca de frutos, una manada a la que no pertenece y a la que sin embargo le ha entregado casi un año de su vida.

Hace diez meses que se pudre en la selva, hace diez meses que es feliz. Los hongos que crecen entre sus dedos, y que se han extendido hasta la planta de sus pies, lo llenan de felicidad, son la confirmación de que es parte del ecosistema. Un animal más en medio de la espesura verde. Está vivo. Su sangre alimenta a los zancudos y ácaros, él come los peces del río y los frutos del bosque y cuando caga su mierda es llevada por los escarabajos peloteros. Para completar el cuadro, la colonia de hongos que vive entre los dedos de sus pies parece reproducirse exitosamente. Sí, está vivo.

La lluvia se hace más intensa. Protege su libreta de campo como si se tratara del último objeto sagrado en la tierra, se limpia el agua que le escurre por la cara, frunce el ceño tratando de distinguir algo en medio de las copas de los árboles. Entre el follaje se adivina una cola peluda. Con mucho cuidado abre su libreta, garabatea: 14:30/Mj/Des/alfa-2. Su libreta está llena de anotaciones similares, aparentemente huérfanas de significado y que sin embargo resumen todo lo que ha hecho desde que llegó a vivir al amazonas. Códigos sin sentido aparente que dan sentido a su vida.

La lluvia se detiene tan repentinamente como comenzó. Lluvia Felina. Churrrruuuuuu aúlla el dueño de la cola peluda mientras se sacude el agua.  Churrrrruuuuu-churrruuuu responden sus compañeros de tropa.  El biólogo sonríe,  sabe lo que eso significa. Arriba, las ramas se agitan con el movimiento de los primates, dejando caer las últimas gotas. Lentamente la manada comienza su movimiento; para el biólogo es tiempo de continuar, de ir adonde sus primates lo quieran llevar.

Testigo y escribano silencioso, veleta indefensa sometida a los instintos de la manada.

¿Querés que juguemos?

Un cuento del escritor argentino Sebastián Ocampo

por Sebastián Ocampo

El nono está sentado junto a la ventana sobre una silla de madera y paja. Contempla. Espera con el ceño fruncido. Tiene una gorra torcida llena de pelusas y un pañuelo al cuello. La luz le da en la cara, y esto lo obliga a tener los ojos entrecerrados, como si dormitara. Cuando aparece un auto al final de la calle mueve las piernas inquietas,  sus labios se mezclan, abre los ojos bien grandes, pero los autos pasan levantando polvareda. No son el auto que él espera. La nona se acerca y le pasa un mate. Mate amargo y caliente. Ella se queda parada a su lado, le apoya la mano en el hombro. Desde el patio se escucha una algarabía. Son los chicos.

El patio es grande, tiene un limonero, una planta de nísperos, decenas de plantas de aloe vera desparramadas, varios gatos. Los chicos se disputan una bicicleta azul a la que cada tanto se le sale la cadena. Son cinco. El más pequeño apenas tiene dos años; se come los mocos mientras juega con saliva y barro. Hay una chica. Ella se mantiene al margen de las escaramuzas varoniles y está sentada sobre el tapial. Mueve las piernas. Parece disfrutar de la brisa, del sol, del cielo celeste.

El chico mayor es morocho, casi negro, y es el que decide quién sube a la bicicleta y por cuánto tiempo. Después de todo la bicicleta es de él. Un aroma a café con leche viene de la cocina.  La nona se asoma al patio.

– Ya está la leche – grita.

Los chicos miran y salen corriendo para sentarse a la mesa. La chica pega un saltito y cae de pie desde el tapial; agarra al más pequeño, con la mano le limpia la cara terriblemente sucia.

La mesa tiene un plato con tostadas y un pote de manteca. La nona se acerca y le da una mamadera al más pequeño, después le da un beso al chico mayor y a la chica; a ellos dos les sirve una taza grande con café con leche. A los otros les da una taza más pequeña llena de té. La chica pone cara de disgusto, mira a su hermano que está al lado con la taza más pequeña. El chico tiene los ojos achinados,  la mira a ella,  mira el café con leche, como todos los días. Ella toma su taza y la cambia por la más pequeña de su hermano. La abuela está junto a la mesada, se da vuelta.

– No Julieta, no hagas eso, la más grande es para vos.

Terminan de tomar la leche y el chico mayor y la chica recogen las tazas para lavarlas junto a las cucharitas. Después guardan la manteca y las tostadas que sobran. La chica le pasa un trapo a la mesa. El chico barre y levanta las migas que han caído. Los otros chicos juegan en el piso. Tienen una pelota roja que se pasan el uno al otro. De repente, uno la arroja bruscamente y le da en la cara al otro y ya están trenzados a las trompadas en medio de la cocina. Aparece la nona. Empieza a gritar. El nono sigue sentado, inmutable, junto a la ventana. La nona agarra a uno de los chicos de los pelos y le da un cachetazo, al otro lo revolea contra un costado, también le da un buen sopapo. Los chicos lloran y la abuela grita. El chico mayor y la chica miran. El más pequeño se ha salvado de la paliza y sigue comiéndose los mocos sentado junto al sillón.

A los costados de la ruta, junto al alambrado, hay filas de eucaliptos. El sol está radiante. El rastrojero avanza sobre el asfalto caliente. Hecha humo al acelerarlo y deja una estela gris al pasar. En su interior van un hombre y una mujer. El hombre parece preocupado, molesto, como si le estuvieran retorciendo las tripas con una tenaza. La mujer va callada, con las manos apretadas entre las piernas. Mira hacia afuera por la ventanilla, el viento le despeina el cabello. Hace rato que están en silencio. Ella lo mira cada tanto, parece querer decirle algo, pero no lo hace. El hombre maneja con una mano, la otra está apoyada en el marco de la ventanilla con el codo afuera. Mira a lo lejos, hacia donde parece terminar la ruta, su mente parecería no estar en ese rastrojero.

– No tengo plata para la vuelta – dice.

La mujer lo mira.

– ¿Cómo?

– Que no tengo plata para la vuelta, para el gasoil.

Ella vuelve a mirar hacia afuera. Todavía tiene las manos apretadas entre

las piernas. No contesta nada. El hombre se estira con el brazo y saca un paquete de cigarrillos de la guantera. Enciende uno. Fuma. La cabina se llena de humo, es solo un momento, después el viento lo arranca de un tirón.

– Los chicos se van a poner contentos de verte  – dice ella.

– ¿A mí?

– Sí, a vos, hace casi un año que no te ven.

El hombre da una pitada profunda. Su boca se ensancha en una amplia

sonrisa. Después vuelve a ponerse serio.

– A vos también hace tiempo que no te ven- dice él.

– Pero no tanto como a vos, yo volví un par de veces a visitarlos.

La mujer saca un cigarrillo. Con los dedos le acomoda el tabaco de la punta, después lo enciende. Toce un poco a la primer pitada. Después fuma con placidez, tira el humo por la ventanilla.

– Que tu viejo no me rompa las pelotas – dice el hombre – Hablá vos

con él.

La mujer se queda pensando.

– Bueno, yo voy a hablar con él.

No hay mucho tráfico en la ruta. Apenas algunos autos que vienen en

dirección contraria, un camión para pasar cada tanto. Las nubes blancas se manchan con pájaros: son teros, algún pato.

El nono ve la polvareda levantarse en el camino, ve las luces encendidas del vehículo que se acerca lentamente. Son ellos. El rastrojero se detiene. El hombre tiene una cara de culo. La mujer está inquieta, se mira en el espejo y se arregla el cabello. El nono abre la puerta de la casa y se asoma, la mujer baja del rastrojero y corre con cierta ternura infantil. El hombre, con las cejas fruncidas y la frente arrugada, termina de cerrar la puerta del rastrojero.

– Papi, papi – grita la mujer.

El nono se saca la gorra, y sonríe, hace fuerza para sonreir, la abraza. No

dice nada. La nona tiene del brazo al chico de los ojos achinados, estaba por darle otro sopapo, lo suelta.

– ¡Nena!– exclama.

Los chicos abren los ojos como palanganas. El de los ojos achinados se

limpia las lágrimas. Están todos mudos. Petrificados. El mayor avanza, mamá, dice, entonces la abraza, todos los chicos se acercan y la abrazan. Ella los acaricia, se agacha y los besa. En la puerta está el padre. Ha saludado al nono con un seco “Hola, ¿qué tal?” después se ha quedado allí parado, casi sin atreverse a entrar.

– Saluden a papá – dice la madre con entusiasmo.

Los chicos lo miran. Vacilan. Otra vez el mayor avanza, lo hace con la mano

extendida, el padre lo agarra  y lo atrae y le da un abrazo fuerte. Los otros chicos corren y también lo abrazan.

La mujer pasa a la habitación de su madre. En la pared, sobre la cabecera de la cama, hay un rosario colgando, una imagen de Cristo, olor a encierro. La mujer se para frente al espejo y se mira, otra vez se acomoda el cabello. La nona se le acerca.

– Nena, era hora de que aparezcan – dice en voz baja.

– Mamá, Raúl consiguió un departamento – dice la mujer en un gesto de

alegría.

– Hace casi un año que se fueron – reclama la madre – los pibes no se

aguantan más, salvo Julieta y Martín, esos dos son buenos, pero los otros son unos sabandijas.

– Ay, mamá, vos nunca los quisiste a los otros, eso es lo que pasa.

– Los quiero a todos por igual.

La mujer sigue mirándose al espejo. Se observa un granito junto a la boca.

– El departamento es hermoso – dice – es pequeño, pero nos va a alcanzar para los siete, además tiene un balcón al que voy a llenar de plantas.

La madre la mira con atención. Se muerde los labios cada tanto.

– Entonces ya tienen dónde vivir… no me vas a hacer más esto, hijita

– No, mami, quedate tranquila, ya tenemos dónde vivir.

– Tu papá ya estaba preocupado, hace casi un año que te fuiste…

En la cocina el nono está sentado a la mesa. El padre también está sentado

a la mesa y fuma. No se miran. Mejor dicho el nono lo mira pero el padre no. El padre fuma y tira el humo para arriba como una lanza gris. Se escucha la radio, el volumen es bajo pero se escucha un tango. También los niños han vuelto a jugar y gritar y hacer barullo. El padre se pasa las manos por los ojos, como si se despojara de telarañas. El nono frunce la boca y después dice:

– Raúl, ¿consiguieron dónde vivir?

– Su hija le va a contar, pregúntele a ella – contesta el hombre y se pone a golpetear con los dedos sobre la mesa. – ¿Tiene vino? – pregunta después. El nono se pone de pie y va a la heladera, saca una botella de vino y un sifón de soda.

– Acá tenés.

El hombre se sirve un vaso de vino y comienza a beberlo.

– ¿No le vas a poner soda? – pregunta el nono.

El hombre lo mira y  sonríe con ironía y desprecio.

– Raúl, ¿vos seguís tomando?

– Mire, Esteban, no me rompa las pelotas – el hombre termina el vaso y

se para y sale al patio donde están los chicos. Los mira un rato, después hace un gesto con la mano para llamar al más grande. El chico se acerca. El hombre lo agarra del brazo.

– Papá no tiene plata para el gasoil, para volver a la ciudad. Voy a tener

que vender la bicicleta a algún vecino.

El chico frunce la boca, los ojos se le deforman y se le llenan de lágrimas. Con la cabeza dice que sí. El padre le sacude los pelos. El chico se aleja y se sienta en el tapial.

El cielo es una noche plena, lleno de estrellas y una luna redonda y blanca. La estela de humo del rastrojero se confunde con la oscuridad y apenas si se percibe el olor. Los chicos van en la parte de atrás. El viento los despeina y les hace fruncir la cara, como si estuvieran haciendo fuerza. La chica sostiene su pollera para que no se levante y mira la luna. En realidad todos miran la luna. Están contentos. Hacía tiempo que no estaban felices. Miran cada tanto hacia la cabina, allí están sus papás. Sienten una excitación grande que los recorre pero están callados. Apenas si hablan, apenas si cada tanto el mayor, el que es casi negro, señala algo como una vaca o un cerdo y todos miran.

La mujer parece haber perdido la  alegría que la inundó en la casa de los

padres. Otra vez ha puesto las manos entre las piernas. Está en silencio. El hombre lleva una caja de vino, maneja con una mano en el volante y con la otra bebe. Cada tanto se le chorrea un poco por la comisura y entonces se limpia con la manga de la camisa. La mujer enciende la radio. Canta Cacho Castaña. Mira al hombre y le dice:

– Raúl, ¿con qué vamos a vivir?

El refunfuña, toma un trago.

– Ya hablé con unos tipos, me van a dar laburo en una panadería.

– ¿Nos va a alcanzar?

El hombre se da vuelta y la mira con sorpresa socarrona.

– Si no alcanza trabajarás vos también.

– Yo tengo que cuidar a los chicos – dice ella.

– Ahhh, ahora los tenés que cuidar – dice el hombre – los dejaste un año

de tus viejos y ahora los tenés que cuidar.

A ella le tiemblan los labios.

– ¡No es lo mismo! – dice elevando la voz.

– Claro, no es lo mismo

– Además tendría que darte vergüenza, chupando cuando manejás.

Un auto pasa en sentido contrario con las luces altas, el hombre se siente encandilado y cierra los ojos y toca la bocina con furia. Los chicos se exaltan con los bocinazos y miran hacia la cabina. La madre los mira, finge una sonrisa y los saluda. Los chicos saludan.

A medida que entran en la ciudad, a medida que avanzan por las avenidas, la metrópoli brilla en todo su esplendor. Hay carteles luminosos, grandes vidrieras, mucha gente caminando, muchos autos. Apenas si se ve la luna, las estrellas. En la cabina el padre y la madre hace rato que están en silencio. El hombre está serio y ebrio, la mujer está acurrucada contra la puerta con la cabeza apoyada en el marco. Los chicos están enloquecidos. No dejan de gritar cuando pasan junto a un cartel luminoso o cuando ven un auto último modelo. Hacia adelante se ve una gran luz en el medio de la avenida. Hace rato que la chica viene prestando atención a eso. Se viene preguntando qué será y está muerta de curiosidad. En la cabina el hombre eructa, siente el sabor del vino subirle y bajarle por el esófago. La mujer abre la guantera y saca un cigarrillo. Lo enciende, le da una pitada y mira al hombre.

– ¿Querés una pitada?

– Dale.

Ella le pasa el cigarrillo y sonríe, se acerca para abrazarlo. Él también pasa su brazo alrededor del cuerpo de ella. En los ojos de ella se reflejan las luces de la ciudad, en los ojos de él también.

– Te quiero – le dice ella.

Las cuadras van quedando atrás. La luminosidad del medio de la avenida, a la cual la chica no le ha sacado el ojo de encima, va tomando forma. Es una fuente. Una fuente inmensa con luces a los costados que iluminan la escultura blanca de una  mujer que sostiene una cruz con las manos. La cruz es de metal, parece pesada, muy pesada, como si realmente la mujer estuviese haciendo un esfuerzo por sostenerla, como si la cruz fuese a desgarrarle los brazos y caer sobre la avenida. La chica la ve acercarse y le tiemblan las piernas, algo la estremece y la hace sonreír. Tiene ganas de bajarse y sentarse junto al agua y mirarla de cerca. Tiene la boca abierta, los ojos brillantes. Los chicos siguen gritando de emoción. La mujer sigue abrazada al hombre en la cabina, él tiene mucho sueño, siente que se le caen los ojos, pero ya falta poco para llegar. La chica se agacha y golpea el vidrio, quiere decirle al padre que se detenga. Golpea el vidrio con su pequeño puño. Vuelve a golpear, pero los padres no responden, entonces golpea más fuerte, golpea, golpea, golpea. El chico mayor le dice:

– Vas a romper el vidrio.

Ella se vuelve a parar, mira a la fuente y a la mujer de mármol que sostiene la cruz. La mira mientras va quedando atrás.

El departamento tiene dos habitaciones y un living comedor. Del techo

cuelga una lamparita encendida. El hombre dormita acostado en el piso, apoyado contra la pared. El suelo está lleno de servilletas de papel y vasos de plástico. Los chicos han comido unos panchos, han tomado jugo, ahora están todos acostados sobre unos cartones que la mujer ha extendido sobre el piso de la habitación.  Ella mira por la ventana, allá afuera puede verse la gran ciudad; está fumando un cigarrillo. Da la última pitada, corre el mosquitero, corre el vidrio y arroja la colilla, todavía encendida, más allá del balcón. Mira al hombre recostado contra la pared. El hombre tiene la cabeza caída sobre el pecho, los pelos revueltos, cada tanto emite un ronquido. La mujer eleva su brazo derecho y con el otro se saca la remera. De dos pataditas se saca las sandalias. Después abre su pantalón y lo hace deslizar hacia el suelo. Se acomoda la bombacha con el dedo. Va hasta la ventana, mira hacia afuera, después baja la persiana. Se acerca al hombre, se agacha junto a él, le da unos golpecitos en el hombro. Él apenas abre los ojos; la mira confundido.

– ¿Querés que juguemos?- dice ella sonriendo.

Sebastián Rogelio Ocampo

Sebastián Rogelio Ocampo por

nació en la ciudad de Rosario, en Santa Fe, Argentina, en agosto de 1977. Terminó la escuela secundaria en el Armand Hammer UWC en el año 1997 en New Mexico, Estados Unidos. Fue alumno del taller literario de Alma Maritano. Obtuvo premios en varios certámenes literarios. En la actualidad es médico residente de psiquiatría. Tiene dos libros publicados: ¿Querés que juguemos? (San Luis Libro, 2011), El verano más largo del mundo (Río Ancho Ediciones, 2013).

 

Templaria griega

Poemas de Luz Stella Mejía

Poemas

  1. Templaria Griega
  2. Invocación
  3. Precisión
  4. La Vida un Ciclo

TEMPLARIA GRIEGA

Moro y hereje:
seré la cruzada
que te convierta
a espada y fuego,
y luego,
en la oscura noche
de tu piel
encontraré mi luna.

Dulce, inocente,
seré la Cloe
de tu despertar,
la pastora
de tus instintos,
y luego,
en el suave abrigo
de tu piel
me tenderé desnuda.

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INVOCACIÓN

Vuelve a mí
Inocencia hermosa,
Perdido Ángel de mi infancia.

Déjame ver de nuevo
a través de tus alas,
el mundo fresco y dulce
que no logro encontrar.

Inocencia sutil,
cierra mis párpados
con tus dedos balsámicos
y hazme soñar la vida
otra vez.

Regia ilusionista,
déjame pretender
que tengo las respuestas.

Hazme creer que algo es posible,
permíteme olvidar que todo es nada
y regálame tu néctar de candor.

Misericordiosa nigromante,
muéstrame el vislumbre
de un camino virtual
que no lleve al infierno.

Sonriente encantadora,
miénteme en la cara
sin vergüenza.
Escúdame de nuevo
entre lisonjas.

¡Oh! Prestidigitadora,
bella poderosa,
dame de nuevo la ilusión,
piedra filosofal, espejo en el espejo.

Maga, bruja, hechicera añorada,
toca mis ojos con la vara de Aarón
y deja que el torrente de llanto
me inunde de esperanzas.

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PRECISIÓN

Cuando el grito ¡Tierra!
rasgó los aires tibios del Caribe,
los ojos de Rodrigo de Triana
no miraban al Norte.

Cuando Cristóbal Colón
se hincó en las nuevas playas,
la arena de Guanahaní
besó sus labios.

Cuando Américo Vespucio
describió el Mundus Novus,
sus cartas hablaban
de las costas del Sur.

Cuando Waldseemüller
y los geógrafos de Saint Dié
bautizaron el continente del sur,
América lo llamaron.

América:
Dolorosa Babel,
pródiga Ítaca,
manto tejido
de caña y lino
que se extiende
desde el Horno del Sur
hasta la tierra Verde.

Cuando usted me pregunta
si soy americana
yo respondo: Sí,
soy americana
y he nacido en el Sur.

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LA VIDA UN CICLO

Somos los granos del reloj de arena
que a veces la vida decanta en el fondo,
quietos acumulando años encima,
dejando que el tiempo nos golpee al caer,
año a año, día a día, grano a grano.

Pero hay momentos en que no hay más inercia
y la vida nos mueve, nos sacude, nos llama
a girar incansables tras un sueño ciclónico,
en la veloz vorágine en que estamos inmersos.

Es la cima del mundo.

De pronto el remolino nos atrapa en su vórtice
La emoción nos inunda y la vida es hermosa.
Somos parte del sueño, somos arena viva.
El tiempo se acelera, se acelera el impulso
y corremos de prisa en busca del destino.

Por un fugaz instante vislumbramos el centro,
se ilumina el camino, se esclarece el motivo.
Somos protagonistas de nuestra propia vida,
artesanos de sueños, soñadores de arcilla.
Y en esos segundos de caída libre,
somos invencibles, somos eternos.

Luz Stella Mejía

Luz Stella Mejianació en Manizales, sobre la falda de la montaña en la zona cafetera de Colombia. Creció en el altiplano Cundiboyacense, a 2,700 metros sobre el nivel del mar y vivió y trabajó como bióloga marina en Santa Marta, en la costa Caribe de su país. Vive hace ocho años en Estados Unidos, dedicada a los libros –lee como loca y trabaja en una biblioteca-, la familia y sus cuentos. Su oficio de escritora ha sido constante, pero apenas ahora está empezando a darse a conocer en su blog elsuresamerica.weebly.com

Terral y Siega

Una selección del poeta colombiano Felipe García Quintero

Nota del Editor

De Terral (2013) Premio Nacional de Poesía “Eduardo Cote Lamus”.

Poemas

  1. La Vaca
  2. La Tarde
  3. Al Sol
  4. RES
  5. La Cabra
  6. Con amor de piedra

LA VACA

Bosteza la vaca de ojos mansos.
La hierba cómo abriga.

Sobre su lomo latente la garza
camina y camina.

El silencio cuánto espera
si en la tarde se detiene el viento del sueño
y las nubes se espabilan.

El sol de mis cenizas abraza el sosiego.

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LA TARDE

Rigor del aire la montaña erguida de la tarde; la espina en la mano solitaria es la distancia.
Así por siempre la desnudez del cielo, con la piedra, su vigilia y voz lejanas, quedan como pasos de otras tantas ramas.
Ante el muro arde la blanca línea del paisaje.
Tan próxima la flor del latido que oculta la hierba del aliento reverdece.
Rostro de la sombra es también la mirada, el goteo incierto de la luz exacta.
Ya en el corazón del latido asomará la mañana.

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AL SOL

Pocas letras tiene el cuerpo a su lado
para decir la luz de todo lo mirado.

Cuánto olvido en la mano se inclina
si callada en la noche la sombra camina.

Como el árbol sin ser más visto crece
por siempre en lo que ahora perece.

La flor que aún no brota del aliento
es agua que todavía no bebe el viento.

La mañana libre y solitaria clama
a la hierba el leño del sol en su rama.

Mar del aire y en el cielo empezando a latir
el corazón de bajeles cruza un solo sentir.

Si la sombra del sol fue la última semilla
la mirada deja en el rostro del río otra orilla.

Del polvo es el comienzo de todo vuelo
la ceniza que abriga la voz del consuelo.

Y para lo pequeño del nombre está el rayo
si el sol de la tarde ilumina lo que callo.

De Siega (2011)

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RES

I.

La vaca muerde la hierba
y su aliento estremece la luz del polvo lunar.
Temblorosa es la música entre sus patas,
hondo el respirar del viento.
La cola que aparta las moscas
flota, rema.

II.
La vaca llama a ser vista por sus grandes ojos abiertos.
La lentitud y no la hierba es lo que cavila en la paciente sombra.
Tiento la tierra que la junta al cielo.
Montaña de sólo aire el pensamiento donde se despeña el silencio.

III
Arriba en la montaña,
inmóvil, una vaca sola pasta.
A su sombra mis ojos buscan refugio.
La vaca mística de la infancia
sobre el llano alto, casi en las nubes.
Un poco de ese fulgor toca mis manos,
sólo entonces, en cada piedra, el horizonte nuevo.

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LA CABRA

Como Umberto Saba, he hablado a una cabra. Y como hoy yo mismo, estaba sola en el prado, atado, como ella también de noche, a un viejo laso, ahíto de hierba. Bañado por la lluvia, igual, balaba.

Ese su balido, como ahora el poema, era fraterno a mi dolor. Será porque yo hablé primero que la cabra entonces se acalló. Y porque el dolor es eterno, dice el poeta, tiene una sola voz y nunca cambia.

Mi voz escuché al gemir de la cabra solitaria.

De Mirar el aire (2009)

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CON AMOR DE PIEDRA

El pájaro mira el cielo cautivo en el agua.
Gota a gota lo rompe.
Y a sorbos el reflejo de las alturas.
Al tornar la mirada del aire
—ese volver al aire la mirada—
llenos de sed sus ojos tiemblan.

Dios.
Viento que llevas en mi mano la luz tan lejos.
Doras con tu aliento este barro triste.
La dócil arcilla de todo cuanto somos en tu solitario latido eterno.

(Inédito)

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FELIPE GARCÍA QUINTERO

Foto FelipeNació en 1973 en Bolívar, Cauca. Ejerce la docencia y la investigación académica como profesor titular del programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, Colombia. Ha realizado estudios de Literatura, Crítica Cultural, Filología Hispánica y Antropología. Como estudiante y escritor residió temporadas en Quito, Madrid y México. Es autor de los libros de poesía Vida de nadie (Altorrey Editorial, Madrid, 1999), Piedra vacía (CCE. Ediciones de la Línea Imaginaria, Quito, 2001, Mantis Editores, Guadalajara, 2012), La herida del comienzo (Alhucema Libros, Ediciones Dauro, Granada, 2005), Mirar el aire (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2009), Siega (UIS, Bucaramanga, 2011) y Terral (Ediciones Yaugurú, Montevideo, 2013). Ha editado tres selecciones personales de poemas: Honduras de paso (Ediciones Gitanjali, Mérida, 2007), Horizonte de perros (Universidad del Valle, Cali, 2005, Plural Editores, La Paz, 2011) y El pastor nocturno (Ediciones Viento y Borra, Santo Domingo, 2012, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2012).

Entre otras distinciones obtuvo por concurso el Premio Internacional de Poesía “Encina de la Cañada” (España), el Premio Iberoamericano “Neruda 2000” (Chile) y el XIV Premio “Eduardo Cote Lamus” (Colombia). Fue becario del programa de residencias artísticas en Venezuela (2005) y México (2008).

Ojos de Perro

Un cuento de la escritora ecuatoriana Julia Rendón.

por Julia Rendón

En los ojos de los perros se refleja el Universo. Todo lo que observan se queda ahí plasmado. Cuando un perro te mira, te puedes ver a ti mismo y a los objetos a tu alrededor desde otro ángulo.

Esa mujer tenía ojos de perro. Fijos, mirando a la cámara que la había enfocado; sorprendida como si aquel aparato de luz fuera a robarle del vientre ese hijo que estaba creciendo. Acerqué la foto para ver si la reconocía, me era imposible. Ignacio aparecía detrás, sin saber que la foto estaba siendo tomada.

Reconocí el lugar. Era en la hacienda del padre de Ignacio. Cuando teníamos 17, íbamos con los compañeros a quedarnos a dormir allá por lo menos uno o dos fines de semana en el mes. Cantábamos frente a la fogata, tomábamos Trópico Seco con jugo de naranja y limón, y una vez que estábamos bien borrachos, nos adentrábamos en los bosques de la hacienda y dormíamos donde cayéramos. Lo que pasaba en los bosques nunca se contaba al día siguiente. Los colegios mixtos siempre traían peligros y, aunque éramos pocos, alguna terminaba embarazada y a veces ni se sabía de quién.

Lo de Ignacio y yo duró, a pesar de que también estuve con Clemente, uno de sus mejores amigos, y con Ale. Igual, el plan con Ignacio fue siempre casarnos, no creo que por amor. Si soy sincera, no estaba ni estoy enamorada de él, pero en la vida siempre hay que dar pasos y el siguiente que nos tocaba era ése.

Para cuando nos graduamos, su papá había ya vendido la hacienda. No se justificaba tener semejante terreno para que un par de chicos de secundaria saciaran sus deseos y desataran su adolescencia. Lo más triste de venderla fue dejar de ver a los empleados, sobre todo a María. Ella había trabajado en esas tierras por más de cuarenta años. Tuvo quince hijos: diez mujeres y cinco hombres. Siempre estaba pariendo por ahí, justo afuera de la hacienda, en la lomita de Pusucú. Yo nunca la vi pero decían que se ponía en cuclillas, se tomaba el agua de zapote y los hijos le salían como jabón.

La de la foto podía ser una de las hijas. Pero no, no creo. No se parecía a ella. María tenía agallas, eso se notaba. Ésta era tan inocente, estaba como perdida, como si hubiese pertenecido a otra hacienda y no a ésta. Es increíble cómo la gente que trabaja en la tierra parece ser una extensión de la misma, como si fueran otra rama de uno de los tantos árboles, o parte de las hojas, o una de las piedritas de los lagos. Inclusive se los siente en la hierba; el color de su piel se empieza a parecer al suelo sudado.

Definitivamente ella venía de otra hacienda. Pero, ¿qué hacía allí?, tan desubicada y sola. De no ser por Ignacio detrás, con cara retozona, se la vería abandonada, un ser totalmente aislado y con esos ojos de perro. Realmente no recuerdo haberla visto nunca. Y fui bastantes veces a la hacienda.

Su panza era enorme. Imaginé que justo después de la foto se puso a dar a luz ahí mismo, al lado de Ignacio, quien ni siquiera estuvo cuando yo di a luz a nuestros hijos. Decidí que le iba a preguntar si él se acordaba de quién era esa mujer, pero Nacho es tan distraído que probablemente ni notó que dejó esa foto en el libro de las cuentas de la casa. Hay gente que ni piensa en lo que hace cuando anda por la vida. Ni siquiera pensó en que yo me la encontraría, en que me preguntaría quién era esa mujer, en que mil ideas cruzarían por mi cabeza. Él nunca piensa en nada.

Resolví que sería mejor guardar la foto de vuelta en el libro de cuentas. Quién sabe si por una vez en su vida Nacho la puso ahí a propósito. ¿Me querría enviar un mensaje? Nosotros nunca hablamos las cosas claras y directas.

La mujer, no sé, no se me ocurre quién podrá ser. Seguro sólo buscaba una loma para ponerse en cuclillas y parir. Pero antes, se vio sorprendida por la foto.

Julia Rendón

FotoJu2es escritora y artista plástica ecuatoriana. Luego de cursar estudios en su país viajó a Boston para seguir la carrera de comunicaciones. Vivió y trabajó en Nueva York hasta el 2006 cuando decide volver a Ecuador. En el 2008 se mudó a Buenos Aires donde realizó un posgrado en arte y cursó la especialización en escritura narrativa en Casa de Letras. Ha trabajado como colaboradora en diferentes publicaciones latinoamericanas y varias de sus narraciones han sido publicadas en revistas literarias argentinas y ecuatorianas, así como en periódicos de Nueva York. Acaba de terminar su primer volumen de relatos cortos que espera publicar este año. Participó en un sinnúmero de exposiciones artísticas colectivas e individuales. Actualmente vive en Quito. Se puede encontrar novedades sobre su producción en su website: www.juliarendon.com y su Twitter: @julierendon.

David Róbinson: De declaraciones y de raros

El escritor panameño presenta reflexiones a pulso y ritmo de calle.

Autodenominado filósofo descalzo, el escritor panameño David Róbinson presenta en esta selección de escritos cortos una serie de reflexiones a pulso y ritmo de calle. Una mezcla de sensibilidad callejera, de epifanías de esquina y de un lenguaje popular que por su sencillez y desenfado puede pasar por banal y mundano, estos bocetos emanan un humor punzante y una profundidad desconcertante en su estado inconcluso; es la vida vista a través de los ojos de un hombre común quien escaquea las elucubraciones para observar y entender su entorno como individuo panameño y universal. Es así que, como buen hombre de pueblo, a Róbinson, cuyos poemas y cuentos han sido publicados en diarios, revistas, antologías y libros, le queda una aspiración por cumplir: ver sus poemas escritos en grafiti en la pared de un baño.

~ Entremares Magazine

 

Declaración a mis 52 años

por David Róbinson

“A esta edad ya no tengo que demostrar nada. Estoy en paz con la vida. Esa es la libertad”.

— Tomás Segovia

 Llegué a la edad del mazo de barajas. 52 años. Hace cuarenta, al recibir el certificado de educación primaria, esa cantidad de años me era imposible computarla. Un año era una eternidad. Pero arribé a los 52. Se pasaron volando, aún recuerdo los lodazales que tenía que cruzar para ir a la escuela; sobre los zapatos puestos me calzaba cartuchos plásticos. Así de abundante era el lodo.

Llegué a los 52 años. Y pienso que me gané el derecho de dar declaraciones. Después de decirle a mi abuela “ tío Pipo pum, pum” el 9 de enero de 1964 (el día en que los gringos lo asesinaron), de ser evacuado de la ciudad por mi tío Julio en octubre de 1968 (me puso en la cara una toalla empapada con vinagre y aún así sentí los gases lacrimógenos del golpe de estado), después de haber soportado todos los puñetazos de los abusivos del barrio y el colegio, de gritar consignas en la Plaza 5 de Mayo en septiembre de 1977 mientras esperábamos a Omar y a los tratados del canal, de lanzar piedras contra la guardia, de graduarme tarde de la universidad, de ser testigo del Viernes Negro de 1987 y de la Invasión de 1989, después de conocer el amor y salirle huyendo, luego de que el amor me conociera y saliera huyendo, de comprender que en la vida no hay muchas cosas que entender y hay mucho que vivir.

Después de haber hecho todas las tonterías que he hecho, sí, sí me he ganado el derecho a hacer una declaración:

Me declaro pendejo; con tanto practicante del juega vivo, ser un bribón no tiene nada de original.

Me declaro fracasado; hay tal cantidad de triunfadores infelices caminando por las calles de esta infeliz ciudad, que al verlos sólo puedo pensar que, en realidad, el supuesto éxito es un castigo.

Me declaro innecesario; no soy mercancía convertida en necesaria por la tele.

Y, por último y por sobre todo, me declaro anormal, inadaptado, loco; parece que la gracia de ser normal es caminar uniformado y en manada para hostigar al raro.

Llegué a los 52 años vivo, feliz y despierto. ¿Acaso no basta?

El acoso al raro

“Un hombre libre es más puro que el diamante”.

— Manuel Scorza

Al raro no le importa la riqueza y el poder tanto como la libertad de pensar y sentir, de tomar la actitud que le plazca. Al raro no le importa la fama y el prestigio tanto como el ser creativo y tener una obra que dé la cara por él, es más, lo irrita la gente que lo halaga sin conocer sus ejecutorias. Al raro no le importa el ser comprendido y amado, le importa más ser él mismo; al fin y al cabo, asume su condición de raro.

Al raro, al verdadero raro, al raro convencido, al raro que ya es un raro sabio, no le importa el rechazo de los normales. Pero, para llegar a ese estado de serenidad, pagó el precio. El rechazo le dolió, aún tiene las cicatrices en el alma. Porque lo más normal de los normales es la crueldad. Un deporte normal es el normal hostigamiento a los raros. Así que si un raro sabio declara que le importan muy poco los normales y sus condenas, es porque ese raro sabio ya los enfrentó y sobrevivió a sus ataques.

Los normales dicen que el raro sabio es un arrogante, es que para ellos todo raro que deja de escucharlos, que deja de sufrir con sus palabras, es un arrogante.

¿Cuándo comenzó la persecución? ¿Cuándo a los normales se les hizo insoportable la presencia de los raros? Y lo peor. ¿Cuándo a los normales se les hizo insoportable la ausencia de los raros? Todo raro que deja de escucharlos es un ausente.

Sería terrible concluir que para ser normal, hay que cubrir una cuota de acoso a los raros. Pero, ¿no es eso lo que indican las evidencias? Sería terrible concluir que para ser normal, hay que impedir que los raros se alejen del dolor. Pero, ¿no es eso lo que indican las evidencias?

David C. Róbinson O.

David RóbinsonHeurístico. Escritor de ideas. Hacedor de palabras. Filósofo descalzo. Inoportunador con especialidad en amigos y alumnos. Y sobre todo: un hombre caradura y feliz. Premiado y mencionado en algunos concursos. Publicado en ciertos libros, antologías, revistas, diarios y desplegados. Biólogo sin cargo de conciencia (gusta de comer huevos de tortuga). Ocasionalmente, y cuando las circunstancia lo obligan, dicta talleres de creación literaria.

Hospedaje de paso

Una selección del poeta colombiano Federico Díaz-Granados

Poemas

  1. Hospedaje de paso
  2. Noticia del hambre
  3. Pequeño nocturno
  4. Canto Mineral
  5. Pastelería Metropol
  6. Album de los adioses
  7. Jazz del solitario
  8. Inutilidad del oficio

HOSPEDAJE DE PASO

Nunca he conocido a los inquilinos de mi vida.
No he sabido cuando salen, cuando entran,
en qué estación desconocida descansan sus miserias.
Las mujeres han salido de este cuerpo a los portazos
quejándose de mi tristeza,
en algunas temporadas se han quejado de humedad
de mucho frío, de algún extraño moho en la alacena.

Se marchan siempre sin pagar los inquilinos de mi vida
y el patio queda nuevamente solo
en este hotel de paso donde siempre es de noche.

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NOTICIA DEL HAMBRE

Me habita el hambre. Y todos me lo dicen.
No es el miedo ni la duda
apenas un ritmo intacto que no toca con su sal la orilla.
Es el hambre, quizá un leve testamento
o esta insistencia en destruir la casa
y renovar la piedra en sueño.

Es poco lo que recuerdo de mí a esta hora, el disperso,
el que a la intemperie es un poco de hierba,
una palabra sin traje con olor a otras tierras
y que mira con cara de extranjero todas las prestadas alegrías.

Llega el hambre con su mismo azar y su idéntico augurio.
La lluvia está debajo de la carne
y pocas cosas recuerdan al viejo amor
que ya no cuenta.

Es el hambre. Y todos me lo dicen.
No es el leve testamento ni la tristeza de las noches.
No es la poesía
ni la música que traduce el tiempo.

Un poco de hambre
y el cansancio de llenar la estantería de ausencias.

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PEQUEÑO NOCTURNO

¿Ese temblor que pasa es la vida?
¿Y ante qué soledad es que hoy canto?

No sé de dónde provienen esos ruidos que en la noche asustan:
la caja de fósforos
las cosas que se cambian de lugar y no aparecen.

Suponemos que todo esto es el mundo:
enormes colecciones de tristezas, llaveros y estampillas de mares lejanos.

Es acá donde sucedo
sin aduanas ni requisas
ni adioses a destiempo.

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CANTO MINERAL

¿Y si el alma es de piedra por qué ese mineral sueña con tu cuerpo?
¿Y si el alma es de piedra por qué el dolor
toma la forma de un lejano volcán
y salta al vacío desde su desprendimiento?

No dejes la piedra a merced de la noche
ni esperes la llegada del canto a la soledad,
vendrán los pulsos tardíos a callar la palabra
y algunos muertos se acomodarán en el fuego de esa espera.

Nunca el silencio
la música siempre
las palabras llegan todos los días a la sed
con sus lecciones de llanto.
Hemos equivocado el mundo y como una secreta impunidad
no traducimos al mineral
la lengua del error y los colores de la ruina.

Espera a la piedra
la que te esperó aquí mismo hasta hacerse piedra
la misma que se acuña y se hace esbelta.

Nunca el silencio
la música siempre
el día trae el final
y la voz que huye.
La piedra se desprende día a día
de la vida.

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PASTELERÍA METROPOL

“Yo vengo sin idiomas desde mi soledad”
LUIS GARCÍA MONTERO

Miro en la vitrina
el reflejo de mi cuerpo
Sobre el vidrio
Y me veo gordo, cansado, sobre aquellos pasteles de vainilla

Y pienso en los amigos que no volví a ver
¿y qué sabían ellos de este corazón caduco
donde no cabe ni un centímetro del mundo?

Y cuando no te reconoces en los pasos del hijo, ni en el espejo
harto de esquivar malos presagios
viendo de lejos el esplendor de las pérdidas
lo indescifrable y lo desconocido.

Callo: mi silencio alcanza ese cuerpo que no entiendo,
desmancho mi corazón de su último incendio.

Y sigo extranjero en ese vidrio,
gordo y cansado
y atrás de mí
algunas sombras, gestos de abuelos y tíos muertos
sobre los pasteles de vainilla.

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ÁLBUM DE LOS ADIOSES

¿Qué sastre tejió estos cuerpos que nos visten de vida
remendados con lágrimas equivocadas
y cosidos con paños y parches de un viejo almacén de baratijas?

¿Cuál fue ese sastre que tomó las medidas
y con su dedal y aguja cosió los botones
de las secretas costuras y cicatrices del cansancio
y climas repetidos en la áspera estación de la piel?

¿Qué extrañas prendas nos visten de vida
tejidas a la medida exacta de cada sed, de cada hambre,
del afán disperso de todos los comensales
que aguardan el agrio cereal del fracaso?

¿Y quién cosió los colores desconocidos al corazón?
¿Quién sabe cómo es el amor que vive debajo de estas ropas?
¿Acaso fue Dios con su bata de cirujano
enseñando el antiguo oficio de extraer costillas?
¿O fue aquella muchacha cuando me sonrió
en su día libre del paraíso?

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JAZZ DEL SOLITARIO

“La moneda cayó por el lado de la soledad”
ANDRÉS CALAMARO

El día de la creación
tendré semillas tuyas entre mis manos
y te dispersaré en el fértil territorio de cielos abolidos
o en la voz que persigue otras luces, otros fulgores.
Busca entonces la dirección de la guerra
no importa que tu ausencia sea del tamaño de la muerte
te buscaré al otro lado de la noche
cuando regresemos de esta estación de adioses que es la vida.

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INUTILIDAD DEL OFICIO

Cuánto se ha sacrificado para escribir estas líneas
cuántos pesares y melancolías
para asumir con dignidad la ruina y el abandono
y sobrevivir a la tragedia.

Y siempre habrá poesía pero volveremos a las mismas y repetidas palabras
todos los temas están dichos
y habrá que repetir en cada verso
ritmos ya entonados, amores y muertes ya cantados.

Cuánto sacrificio para escribir algunas palabras de basura
cuántos sismos interiores.
Para que no las lean, se burlen o no aplaudan en un recinto.

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FEDERICO DÍAZ-GRANADOS

Nació en Bogotá en1974. Poeta, periodista, profesor de literatura y gestor cultural. Actualmente es director de la Biblioteca de Los Fundadores del Gimnasio Moderno y de su Agenda Cultural. Ha publicado entre otros libros: Las voces del fuego (1995); La casa del viento (2000); Hospedaje de paso (2003); Álbum de los adioses (2006), Las horas olvidadas (2010) y La poesía como talismán (2012). Además ha preparado, entre otras, las antologías de nueva poesía colombiana Oscuro es el canto de la lluvia (1997); Inventario a contraluz ( 2001) y Antología de poesía contemporánea México-Colombia. En el año 2009 le fue concedida la Beca “Alvaro Mutis” en México.

Rapiña

Un cuento de la escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro

por Yolanda Arroyo Pizarro

Sus gritos superaban los elevados decibeles a los que cualquier ser humano común y corriente estaría acostumbrado, pero no había más gente por los alrededores —todos se hallaban en los diferentes cierres de campaña de los políticos de turno y los que no estaban allí observaban los acontecimientos desde sus televisores. Así que la resonancia de sus gritos tan solo rebotaba en las paredes de la nada, en el espacio vacío que no era lo único que la escuchaba, pero que parecía ser lo único que le respondería. La nada. La nada y sus captores; ellos también recibían el impacto sonoro de aquel grito sobrenatural, descomunal, pero lo ignoraban como quienes se hacen indiferentes ante la angustia, ante la desesperación, ante tanto dolor. La impunidad profanaba las paredes del solitario callejón.

El más viejo de los dos hombres la tenía tomada del cuello mientras el otro le rasgaba la ropa con torpeza. Ella movía la cabeza a diestra y siniestra, a la vez que pataleaba con todas sus fuerzas y contorneaba el cuerpo como serpiente cascabel. A veces lograba morder a quien la tenía presa de la garganta, únicamente para provocar una bofetada mayor a la anterior, o un tirón de cabello, que parecía desnucarla en cada una de las ocasiones.

Yo había comenzado, por accidente, a observar el espectáculo, congelado ante el pavor que me sobrevino, y acuartelado al saberme tan impotente. La casualidad me había transportado hasta la susodicha calleja, justo detrás de aquel gigantesco zafacón —que ahora me servía de escondite—, en busca de cajas vacías para la mudanza que llevaría a cabo en los siguientes días.

La victoria del partido contrincante era prácticamente un hecho, aunque aún faltaran cuarenta y ocho horas para el sufragio. Mi puesto no era de confianza, por cierto era bastante insignificante, pero había llegado a él por una pala que parecía que no volvería a renovar. Y, sin la pala, no podría continuar mis funciones. Nadie me emplearía con mis antecedentes, con aquel secreto a cuestas.

Cavilando en ello había encontrado las cajas vacías, mientras la soledad de aquel rincón se había ocupado de separarme del bullicio a distancia. El rugido de la muchacha me había puesto sobre aviso de que algo andaba mal.

Dejé a un lado todo para mirar mejor, con mucha pausa. No los había escuchado acercarse; ellos tampoco me habían visto ni escuchado a mí. Luego, la tiraron al suelo y comenzaron a darle de puños y patadas. Me agaché, evitando ser divisado, siguiendo algún estúpido instinto de supervivencia que rechazaba la premisa de mi fuerza física superior, en contraste con la de aquellos dos hombres mucho más enclenques.

Sudando, me cubrí con alguno de los cartones y bolsas encontrados en la basura de aquel corredor maldito. Me aferré a la corbata que colgaba de mi cuello, como queriendo asfixiarme, y de algún modo mágico desaparecer. Me tapé la boca con una de las manos, no recuerdo cuál, y apreté la mandíbula. Entonces, alcé el rostro, bañado en sudor, hacia arriba. Fue cuando lo descubrí. Era un búho.

Observaba con ojos grandes y muy abiertos la escena, igual que yo. Curiosamente, dirigía su cuello en rápidos movimientos de un lado a otro; a veces, parecía que daba un giro total y absoluto a su cresta. Se hallaba detenido en una cornisa, majestuoso, pasando juicio sobre todo cuanto ocurría. Infundía terror y provocaba envidia; envidia porque podía marcharse en cualquier momento, a su antojo. Sin embargo, se quedó. En un momento dado, mientras el más joven de los hombres agarraba las caderas de la chiquilla, el ave abrió grandes las alas. No fue hasta que la jovencita volvió a gritar ensordecedoramente y volvió a contornearse, como evitando ser dirigida hacia su funesto destino, que el búho abrió el pico y ululó.

El chillido, como el de un loco eremita, detuvo la ciudad, los altavoces, la publicidad, las pancartas en la infinita distancia. Sucumbió, la ciudad precedida, al silencio de las constelaciones en el firmamento, a la escasez de luna. Los dos hombres, petrificados momentáneamente, buscaron a tientas el origen del silbido ronco que no pertenecía a la garganta atrapada. Descubrieron el penacho de plumas brillosas y resplandecientes del rey de las aves nocturnas encima del techo de una edificación abandonada. En otra dimensión, un chamán invocaba las deidades para que el búho hiciera acto de presencia. El ave no apareció en ese otro universo; se quedó con todos nosotros en este, aquí, en medio del infernal recoveco, torcedor de vidas.

El plumífero era un ejemplar avanzado en años, lo demostraba su chillido, como el de un viejo chiflado. Internándose en la oscuridad, atravesando el cielo entre las noctámbulas nubes, logró materializarse y llegar a aquel destino de ángel vengador que le aguardaba.

Dio otro alarido, en medio de la quietud del alero, del cual colgaba una bandera partidista, justo en el instante en que la muchachita emitía un contundente clamor, un bramido frenético, que para nada mostraba indicio alguno de rendición sin resistencia. Su lamento llegó acompañado de más forcejeos que fueron recompensados con más golpes y dislocaciones.

Los hombres intercambiaron lugares. Fue cuando, aún agachado, pude reparar en el recién revelado rostro femenino que no superaba los diez años de edad. Los ojos apretados, resistiendo el embate, la boca ensangrentada abarrotada de golpes, los senos apenas florecidos y morados, la entrepierna destrozada.

Bajé la cabeza y las manos me recorrieron el cabello. Fueron muchos los recuerdos que divagaron por mi mente mientras razonaba, el poder de ver detrás de las máscaras, el movimiento silencioso y veloz de la violencia, la visión aguda del llanto bajo las sábanas, el enlace entre el mundo oscuro e invisible y el poder de la luna; todo ello se manifestó ante mí con la sola presencia de aquel búho. Su plumaje de color oscuro rojizo, pardo y moteado en el lomo; el vientre amarillo, salpicado de manchas y atravesado de algunas líneas grisáceas bastante confusas, supieron leerme el rencoroso corazón y la profundidad de mis intenciones.

El pico corto, inclinado y cubierto de plumas en la base, se abrió nuevamente. El pescuezo giró, esta vez, dando la vuelta por completo; las patas, revestidas hasta las uñas, se encorvaron. Entonces, se echó a volar.

Cuando dejé de mirarlo y regresé mi atención a la niña, ya los tétricos personajes se habían marchado, dejándola desamparada. Yacía desnuda en el suelo, maltratada, herida.

Respiraba poco. Sus latidos, muy vagos, muy leves, según pude comprobar luego de haberme acercado. La mayoría de sus huesos estaban rotos; todos los orificios que palparon mis dedos estaban rasgados. Toqué sus pechos. Su piel languidecía temblorosa, embadurnada de sangre salada, en ocasiones, agria, según descubriera mi lengua. El rapaz nocturno acompañó nuevamente un muy débil aúllo que emitió la jovencita, esta vez, de manera más desolada, si fuera posible, mientras sentía otra sombra sobre ella. Pronóstico de lo predecible, símbolo de mal agüero. El grito del búho siempre es señal de una muerte que acecha.

Las plumas de los búhos son suaves y aterciopeladas, no provocan ningún sonido cuando se lanzan a través de las negras capas del cielo. El silencio previo a que el búho se abalance es el silencio de una bala; nunca se percibe hasta que te golpea. En algún lugar del crepúsculo, a merced de las tinieblas del terreno, creí oír cómo algo inocente se rompía y emitía un último chillido antes de expirar.

Salí corriendo del callejón, luego de haberme limpiado la boca y la pelvis de fluidos. El ave voló sobre mi cabeza, como intentando descansar en una rama, como deseando posarse sobre ella. Entonces, se lanzó en picada.

Yolanda Arroyo Pizarro

Yolanda Arroyoescritora puertorriqueña, ha publicado en España, México, Argentina, Panamá, Guatemala, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela, Dinamarca, Hungría y Francia. Sus textos han sido asignados y estudiados en el Instituto Cervantes de Estocolmo, el Black Cultural Center at Purdue University en Indiana, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, la Universidad Autónoma de México, University of California en San Francisco y en Canadá. Ha sido traducida al inglés, italiano, francés y húngaro. En 2010 publicó con Editorial EGALES en Madrid y Barcelona la primera novela lésbica puertorriqueña Caparazones. Y otras obras como Cachaperismos 2010, Antología de narrativa y poesía lesboerótica, Antología Ejército de rosas, Las ballenas grises y Avalancha. Es editora en jefe y fundadora de Revista Boreales, además de haber sido parte del jurado del Puerto Rico Queer Film Festival 2010, del Premio de Novela Las Américas 2011 y del Premio Sor Juana Inés FIL Guadalajara 2011. Ha ofrecido talleres de creación literaria para Purdue University en Indiana, Universidad de Puerto Rico en Mayagüez (Coloquio del Otro La’o) y la Universidad Interamericana (Coloquio de la Mujer). En la actualidad dicta talleres en Poets Passage en Viejo San Juan, Puerto Rico.

Sobre perder

Una selección de la poeta colombiana Andrea Cote

Poemas

  1. Sobre Perder
  2. Desierto
  3. De Ausencia
  4. Paisaje
  5. Poema de los Templos
  6. Las huestes
  7. Todo en Ruinas

(De La Ruina que nombro)

SOBRE PERDER

No hay rebeldía sin luz
-dices tú-
pero aquí las cosas
oscurecen sin pausa.
Es como si también las calles,
las montañas
y los muros,
-digo yo-
supieran que este día es el fin de noviembre,
como si noviembre mismo lo supiera
y se diera
al placer
apresurado
de cerrar
el aire
entre los prados
y las paredes
de tu cuarto sin mí.
Y entre toda esta brisa,
tan grumosa,
recordaras
que tus cosas
y las mías
se están acumulando en el lugar de lo sombrío,
como si pudieran saber
que nos corre otra estación sin luz
y se rindieran por eso,
como yo,
al abrumado paso,
a la estación del crepúsculo
sin reparo,
a la voluntad de noviembre.

***

No hay rebeldía sin luz,
dices tú,
y nosotros,
oscuros los dos,
decimos
que el tiempo
es una cosa que pasa
o que no
y nos da igual.
No como los que pierden
día y noche
buscando aire
en la palabra aire.
No como tú,
que dices oír venir un río hacia nosotros,
no como yo,
que sólo creo en el canto del desierto,
rumor de lo deshabitado.

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DESIERTO

La tierra que jamás quiso tocar el agua
es el desierto que al norte está creciendo
como un estrago de luz.
Pero los hombres que han visto el despoblado,
su amplitud sin sobresaltos,
saben que no es cierto que la tierra esté reseca por capricho
o sin ninguna bondad,
es nada más su manera de mostrar
lo que transcurre en claridad
y sin nosotros.

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DE AUSENCIA

Es para el dios de lo deshabitado
que se alzan templos invisibles
en la borrasca del desierto.
Es para él
que los árboles enanos inclinan en la arena
sus ramas
humildes,
fervorosas.
Es para que no te aferres
que existe un dios de la ausencia,
señor del desierto
y de las cosas que,
como la sombra,
existen por la fuerza de la luz que las rechaza.

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PAISAJE

Nuestra tierra es desigual:
abre surcos,
avanza,
se interrumpe.
Sabe romperse.

Nuestra tierra
tiene brevísimos puntos
en que la luz
se colma
o se deshace
y una grieta
brillante
donde tiembla
una mujer
que también será desierto
un día,
desierto,
señor de los marchantes.
Verás,
no digo que el paisaje
sea esto
pero en la tierra desprovista todo cruje
e incluso la existencia discreta de la rama
ambiciona un ruido,
un sonido,
un traqueteo vegetal.

En nuestra tierra
los bosques agitados
mecen mareas ancestrales
y las cascadas rugen
con un pálpito de fuego.
Todo paisaje es un presagio.

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POEMA DE LOS TEMPLOS

Señor de lo triste:
aquí está tu roca herida,
otra que se rasga
y como una hoja
cae y se arruina
sin desesperación,
no con el dolor angustioso de los hombres.

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LAS HUESTES

Salgo al gran viaje cada cierto número de años.
Me voy llevándome un nombre
y una parte en él se humilla,
irremediable.

Me voy en huestes
y en oscuros rebaños,
y lo hago para poder hablar de ti,
y lo hago para no hablarte.

Salgo al gran viaje.
Me muevo en tu joven raíz,
me muevo en tu amada marcha.

Viajo para poner un poco de la ruta en mí,
un poco de la ruta en ti.
Salgo en esta ceremonia
y lo hago para creer en ti,
y lo hago para que vuelvas a creer en algo.

Me muevo porque existe una cosa incomunicable
y porque he visto cuánto amas las cosas que regresan.

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TODO EN RUINAS

Mirar la ruina
y en ella
todas las cosas
de una sola vez.
Ver las esquinas,
los remiendos
las cosas rotas
y aferradas
o los vestidos arados del amor.
El polvo
que es el tiempo que tocó los cuerpos
levemente
y los desmoronó.

Hay siempre en todo
una cosa entera
y ferozmente cierta,
como cierta es la ruina,
y es voraz
y es bella.

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Andrea Cote

Andrea(Colombia, 1981) es autora de Puerto Calcinado, Cosas frágiles, Una fotógrafa al desnudo, Blanca Varela o la escritura de la soledad . Ha obtenido los reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia (2003), Premio Internacional de poesía Puentes de Struga (2005), Premio Cittá de Castrovillari 2010 a la edición italiana de Porto in Cenere. Sus poemas han sido traducidos al italiano, portugués, francés, inglés, catalán, árabe y macedonio. Realizó estudios de literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá y actualmente culmina estudios de doctorado en lenguas romances en la Universidad de Pennsylvania en Filadelfia.

Santiago Espinosa [Poemario]

  1. Las estaciones perdidas
  2. La cama del trapecista
  3. Soliloquio de un raspachín
  4. El Otro
  5. Campanas

Las estaciones perdidas

1.

Oigo trenes,
y de inmediato al cuarto
llega un rumor de agua.
El brindis de adustos caballeros
que alzan las copas en la sombra
cubren el rostro de la guerra
bajo las alas de sus sombreros.

Interminables estaciones
donde se juegan los naipes.
Camareras insomnes.
La mano sin trazos del último maquinista.

El silbo de una locomotora abre
el silencio de la noche en dos mitades.
Prolonga con su estela prófuga
el sueño-mar de los enamorados,
hasta perderse en la niebla
el vacío,
la alumbrada inexistencia.

2.

Desde la plataforma del vagón
has venido absorta en la huida del paisaje
Álvaro Mutis.

No es el mejor lugar
para cambiar de puertos.
Ceños impávidos, tristes.
Las instantáneas de una infancia
visitada antes,
desde los claros de la ventana.
Miras los eucaliptos
que bordean la carrilera,
meciéndose sin ruido.
Sientes el frío de las montañas
en tu vaso de ginebra
el sordo rumor de los acantilados…
Si una vaharada del mar
te besa en las mejillas,
atenta de tu regreso,
no todas mis esperanzas
asomarían en vano.

3.

De Ciénaga viene un tren
cargado de bananos.
Apilados, dejando su aliento
a la vera de las orillas.
Hay una carga de catorce bananos
acostada en los vagones,
envueltos en las hojas de la roya.
El sopor de la tarde palidece en las cáscaras.
Lleva un mensaje del cuartel a los insectos.
Otra bandeja de plátanos púrpuras,
asesinados,
va a ser olvidada entre las fauces del mar.

Sobre los techos de la abuela
llueve un manojo de piedras blancas.
Ella la niña bajo los vidrios rotos,
su padre el coronel obediente.

4.

Luz parda: Estación de la Sabana.
La iglesia de Monserrate
custodia la ciudad,
desde los cerros,
deja su sombra
sobre el polvo de los tranvías.
Dos estudiantes, hermanos,
llegan a su paisaje irreversible.

Una familia de judíos desembarca en España.
Tacha la z de las zambras con la s de los santos,
cambia el acento de sus nombres
frente a un Dios de sangre.
Esquirlas dispersas de una gran diáspora.
Luego las erosiones de Santander, hacer caminos,
el mundo prolongado en oleaje
hasta cambiar de acentos,
lejos de los cerezos y su lenta primavera.

Una mañana fría, Estación de la Sabana.
Callejas que serpean del vagón a los cerros,
entre las nieblas del tiempo.
Por los ojos de estos hermanos
alumbra el vértigo.

El día del odio llegaría a los ventanales.
Los baúles y los rieles convertidos en munición
pudriéndose en la hierba sus máquinas de Philadelphia.
Pero en aquella estación de trenes,
pasajeros de otro día,
se consumaba el breviario
de mis naufragios personales.

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La cama del trapecista

Al fondo, bajo la luz glaciar
de una bombilla,
la cama sin patria del trapecista.
A su lado una banca para cuatro
donde se come en la sombra,
precario remedo de una estación fantasma.

Y si en la cama del trapecista
hay un cartílago de pollo,
amuleto de una esquina
en la que anidan
desplazados:

escombros, vinagre sobre los charcos.
Novias que pasan de largo
y hacen planes en voz alta.
Un viejo azota su tambor con los muñones,
irremediablemente.

Hay algo de río bajo las toldas,
de fiebre empozada o lluvias de invernadero.
Quien vea la marejada de las carpas pensará
que es un velamen extraviado
lo que se yergue en sus amarras.
Y si en la cama del trapecista
hay una carta imaginaria,
escrita para la bella desconocida,
y los resortes y los clavos fueran herencias
de un tren abandonado,
el colchón un atado de papeles
que el forastero no firmó.

Y si alguien sueña con Dios en su encierro transitorio
y despierto lo confirma en el sudario enfermo de sus sábanas.

Luz de bombillas. Adiós perezoso de los tendidos.
Y si en la cama del trapecista hay un revolver,
y la cama, los tendidos, las toldas y la banca
fueran el único emblema de un fugaz abandono.

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Soliloquio de un raspachín

Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.

Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.

En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas, avenidas desiertas,
esquinas donde alguien paga
una promesa en la oficina
de recaudos. Pasa por los parques
que no conozco.
Descansa en la furia de las llaves.
Traza dos líneas de fuego en la repisa del bar,
construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.

Con estas manos
he cosechado tempestades.

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[alert type=»blue»]Nota del editor: Los siguientes poemas fueron publicados previamente en el libro Los Ecos[/alert]

El otro

Pasa un hombre
el niño
que fue
lo mira
con rabia.

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Campanas

“As all the Heavens were a Bell”
Emily Dickinson

De lo oscuro suenan campanas.
Y el bar, las casas,
las mesas que esperan,
emprenden su detenido ascenso.
Parte el aviso, los faroles con forma de esfera.
Parte el mendigo, el viejo sonámbulo
de un lado al otro, del cielo al pan
mientras todos parten.
El barrio es el sueño de un barco que rumora
cuando suenan las campanas;
cuando brotan las sucias burbujas en los vasos, las camas,
y una opaca centella emerge impaciente.

Campanas.
El vértigo viaja en sus ondas de acero,
se doblega y recomienza.

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Santiago Espinosa

Santiago EspinosaSantiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La otra, de México, Revista Poesía, de Venezuela, de la que es miembro de su consejo editorial, la Revista Casa Silva, El espectador, El Tiempo y La Hoja de Bogotá, del que fue jefe de redacción hasta su desaparición en 2008. Escribe habitualmente para la revista Arcadia desde el año 2007 y mantiene un blog quincenal sobre poesía y crítica en www.hojablanca.net que se titula “Correos del diablo”. Es el encargado de las  labores de difusión y divulgación de la temporada de Ópera de Colombia.
Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas selecciones de Colombia y del exterior. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.