Cartografía de resistencia

Descomposición, desafío, decadencia. La artista María José Argenzio arremete contra formas sacralizadas y desmonta artificios.

[show_hide title=»Anamaría Garzón Mantilla«]Anamaría Garzón Mantilla es historiadora de arte y profesora de la Universidad San Francisco de Quito[/show_hide]

María José Argenzio en 2015

La artista tiene una ajetreada agenda este año. A continuación un cronograma de sus muestras y presentaciones en Latinoamérica y España.
  • 11 de junio – Primera muestra individual de María José Argenzio en Perú” Dónde: Galería González y González, Lima, Perú
  • 19 de septiembre – Primera muestra individual de María José Argenzio en España” Dónde: Galería La Caja Blanca, Palma de Mallorca, España
  • 31 de octubre – Invocación. Un ruido secreto” Dónde: MUAC UNAM, México DF, México
  • 27 de noviembre – La más castellana de América” Dónde: No Lugar Espacio Cultural, Quito, Ecuador

En la contemporaneidad, la condición de lo sublime no está marcada solo por el encuentro con la belleza o con una fuerza desestabilizadora, sino también con el develamiento del horror y la fascinación por lo extraño. Lo dice Simon Morley [1] y creo que ese horror y ese extrañamiento, convertidos en material de descomposición, en ejercicio de repetición, suplantación o artificio, están latentes en las obras de María José Argenzio (Guayaquil, 1977).

La primera vez que escribí sobre su obra fue en el 2007, cuando presentó Hortus Conclusus en la Galería Proceso (Cuenca). Un par de años antes, en el 2005, había expuesto Esculturas Fugitivas, en el MAAC (Guayaquil). En esas muestras, marcadas por la influencia de arte procesual, Argenzio dejaba pudrir uvas, mangos, toronjas, en una acción que empujaba hacia la descomposición y la falta de control sobre el fin de las obras. En esos primeros gestos hay algunas entradas que se repiten en su trayectoria: la descomposición, el artificio, la decadencia, el desafío, la resistencia, las cuales propongo como breve bitácora para acompañar su producción.

Ritos de decadencia y descomposición

Desde la instalación hecha con árboles de mango injertados con toronjas y cubiertos de hilo de yute, que se descomponían en el piso de la galería (Hortus Conclusus, 2005), pasando por el video performance de las zapatillas de ballet atadas con plomos para pescar (7,1 kilos, 2009), hasta llegar a las columnas de fondant (La educación de los hijos de Clovis, 2012), Argenzio arremete contra formas sacralizadas y pone en evidencia sistemas en decadencia. Varían los soportes y los medios, pero siempre hay un intersticio que lleva a la duda, al cinismo, a una lectura que hurga en los sentidos menos evidentes. En la obra de Argenzio, el hortus conclusus, ícono cristiano para resguardar la virginidad de María, desborda una sensualidad imparable, provocada por la voluptuosidad de las formas y el aroma de las toronjas, en un doble juego: el cuerpo (las frutas) — forrado, virgen y alejado del tacto humano — hace énfasis en el paso del tiempo pero también en la imposibilidad de detener a un cuerpo que se consume, que se deshace emanando aromas seductores.

[easy-media med=»3388″ size=»550,380″ style=»transparent»]

En otro guiño al cuerpo y a la abyección, Argenzio revive un ejercicio de la infancia: las clases de ballet. Símbolo de estatus, ritual de formación de las niñas de la burguesía, delicado y elegante hasta que se empieza a pagar su precio: la deformación de los pies. Pero el dolor no importa, importa la gracia. Y es la misma artista quien se somete al ejercicio de bailar con 7.1 kilos de peso a cuestas, en un acto de resistencia que tiende puentes hacia la manera en que Sísifo asume su rol y, según Albert Camus, lo pervierte cuando no lo asume como condena, sino como liberación, pero también se conecta con lo abyecto, sobre todo en 9785 (2012), que es una obra par del performance, hecha con alfileres bañados en oro incrustados en protectores para proteger al pie de las agresivas puntas de ballet. Esa fina frontera entre la belleza y la perversión encuentra un eco en las palabras de Julia Kristeva:

“We may call it a border: Abjection is above all ambiguity. Because, while releasing a hold, it does not radically cut off the subject from what threatens it –on the contrary, abjection acknowledges it to be in perpetual danger. But also because abjection itself is a composite of judgment and affect, of condemnation and yearning, of signs and drives. Abjection preserves what existed in the archaism of pre-objectal relationship, in the immemorial violence with which a body becomes separated from another body in order to be –maintaining that night in which the outline of the signified thing vanishes and where only the imponderable affect is carried out.” [2]

[easy-media med=»3408,3413,3415,3417,3433″ col=»3″ size=»175,175″ align=»center»]

De un ejercicio de poder infringido sobre el cuerpo, en el cual se revela las formalidades de una clase social abocada a cumplir ciertos ritos, Argenzio pasa a una descomposición que no admite austeridad. La educación de los hijos de Clovis se levanta con un orgullo que oculta la fragilidad de su material: fondant. El mismo fondant que se utiliza para elevar pasteles de múltiples pisos y las mismas columnas que en la entrada de una casa se convierten en símbolo de estatus, pero un estatus desubicado si se piensa en la nula relación entre la ciudad de la artista y las columnas corintias, tomadas del cuadro de Sir Lawrence Alma-Tadema, La educación de los hijos de Clovis.

[easy-media med=»3422,3427,3429″ col=»3″ size=»175,175″]

Como tantas de las obras de Argenzio, las nueve columnas instaladas dentro y fuera de la galería NoMínimo, no fueron hechas para perdurar, aparecen en el espacio como infiltradas, dispuestas a hacer evidente su condición de espectro maquillado que refleja una sociedad que presume su apariencia, pero que, como el fondant, se deshace al mínimo roce. La obra abre brechas, muestra fallas en el sistema, altera el orden de lo simbólico y lleva hasta la risa o el desconcierto aquellas formas de grandeza venida a menos. Ruinas, la serie que deriva de la instalación, compuesta por fragmentos de las columnas intervenidas para que no se alteren, hace aún más evidente la fragilidad del material y la evocación nostálgica de un pasado de gloria, es el cierre perfecto, lo que queda de las columnas portentosas no son más que ruinas y despojos, que silenciosamente reniegan la posibilidad de convertirse en fetiches reanimadores del pasado, para recordar el fracaso de los grandes proyectos, de los anhelos desmedidos de éxito y las apariencias.

Artificio y la violencia de lo sublime

[easy-media med=»3437,3441″ col=»2″ size=»175,175″]

Terminando la conexión de fondant, Argenzio instaló 7.8789 (2013) en la vitrina de Lugar a Dudas (Cali). Un semicírculo hecho con cuadros de fondant de 3cm x 3cm, instalado en la calle abre el espacio de la galería y, por su forma, se apropia de la esfera pública, envuelve en un proceso de descomposición causado por los efectos del sol y los insectos en la retícula azucarada, una retícula que, además, parece buscar un lugar en la tradición formalista de Rosalind Krauss, encontrando una conexión de campo expandido entre los Wall Drawings de Sol Le Witt o los canvas blancos de Agnes Martin. La retícula de Argenzio parece recordar esa memoria del arte, pero está hecha para descomponerse, una deriva sofisticada, un ejercicio efímero que prescinde de consideraciones con el tiempo y esfuerzo que tomó su elaboración.

Ese artificio es usual en las obras de Argenzio, que acostumbra a emprender empresas gigantescas, para, después de terminadas las obras, abandonarlas. Todo este trabajo, cabe recordar, es hecho por artesanos o asistentes que la artista contrata, delega las tareas sin deslindarse completamente —para Argenzio es imposible dejar de controlar todo lo que tiene que ver con su trabajo, en ese gesto revela una tenacidad radical, como la que necesitó para bailar con 7.1 kilos de peso en sus zapatillas—. Quizás una de las misiones más complejas la emprendió para los trabajos de la exposición Just do it! (2011) y creo que la elaboración de 3° 16′ 0″ S, 79° 58′ 0″ W (2010), continúa siendo la más portentosa. Cubrir con cientos de láminas de pan de oro una palma de banano en medio de una plantación no es misión que se aborde cualquier día. Tampoco lo es cubrir 25.000 monedas de un sucre con pan de oro, que juntas suman la irrisoria cantidad de un dólar (25.000, 2011) o encargar una peluca de hilo de cobre cubierta de oro (1729, 2011).

[easy-media med=»3446,3452,3458,3450,3456,3462″ col=»3″ size=»175,175″]

El brillo del oro deslumbra, pero en esas obras el resplandor y su valor no funcionan como catalizadores de la espectacularidad, sino como el desmontaje de una fachada de novelería dorada que hurga cruelmente en la memoria ecuatoriana. La historia no regresa aquí como discurso de reverencias, sino como ironía sobre los valores perdidos: el oro verde (el banano), símbolo de una de las riquezas del Ecuador, cubierto de oro sólo puede descomponerse y morir entre las otras palmas, así también suelen lucir desvencijados los emblemas que se usan para calificar a los países o las ciudades. El valor perdido de una moneda se hace más evidente cuando está cubierta de oro y resguardada como fetiche en una urna que, además, obliga al espectador a agacharse para ver mejor, como haciendo una inclinación a la monarquía. El valor de un término, pelucón, otrora usado para nombrar a una moneda usada por la realeza durante la Colonia y ahora para desprestigiar a las personas. Valías desaparecidas bajo capas doradas, como cadáveres maquillados que, dentro de esa estética del artificio, no logran sino verse más patéticos de lo que son. Argenzio lo sabe y saca provecho de esa franca decadencia simbólica para tejer una elegante ironía que bien puede entretejerse con discursos de poscolonialidad y la representación del otro, pero también con el desborde, la empresa desmedida, que es frecuente en los proyectos ambiciosos y finamente hilados de Argenzio. En 3° 16′ 0″ S, 79° 58′ 0″ W hay una cualidad adicional: su belleza escapa a la lógica. En las imágenes aéreas hay una potencia estética que deslumbra y es, como dice Jacques Derrida, una violencia incomensurable:

“In natural beauty, formal finality appears to predetermine the object with a view to an accord with our faculty of judging. The sublime in art rediscovers this concordance (Obereinstimmung). But in the view of the faculty of judging, the natural sublime, the one which remains privileged by this analysis of the colossal, seems to be formally contrary to an end (zweckwidrig), inadequate and without suitability, inappropriate to our faculty of representation. It appears to do violence to the imagination. And to be all the more sublime for that. The measure of the sublime has the measure of this unmeasure, of this violent incommensurability.” [3]

La evocación constante a la belleza es explícita, sobre todo en piezas como Pawqarquri (2013), construida como un divertimento exótico: en la forma, cabezas de piñas forradas con pan de oro y tratadas para que se preserven y en el nombre, preciosa en quichua. Un producto de exportación, cuyo régimen de producción masiva replica procedimientos que excluyen a los pequeños productores del sistema, se convierte aquí en una joya, ocultando tras del brillo todo el entramado social que cobija no sólo a las piñas, sino también a miles de productos alimenticios. La crítica social, siempre presente en los trabajos de Argenzio, está en mutación permanente y se deja entrever entre capas de oro, capas de fondant, capas de yute, capas, siempre capas que cautivan a la mirada, para luego lanzar dardos.

[easy-media med=»3467″ size=»550,380″]

Las variables recurrentes

Así como la crítica social es una constante en las obras de Argenzio, encuentro otras aristas sobre las cuales la artista vuelve siempre, como si fueran parte de su estrategia subversiva. Al conocer perfectamente el funcionamiento de cierta clase social, la artista utiliza sus códigos y genera implosiones desde adentro, cuestionando las conductas de la sociedad sin aleccionamientos. También analiza la manera intrincada en que se construye la identidad, las narrativas de la historia, los símbolos de poder. En esos intentos de irrumpir en el orden, hay suplantaciones, artificios, sistemas puestos en evidencia. Y en un extremo en que el trabajo artístico se conecta de manera más íntima con su creadora, hay una práctica de resistencia. Existe en Argenzio una demanda constante, una necesidad por tirar hacia los extremos que en su obra se traduce en una solidez ambiciosa y en ella, en una de aquellas raras avis creativas que saben muy bien que el listón que deben alcanzar es alto, altísimo.

María José Argenzio

Retrato_Maria Jose ArgenzioMaría José Argenzio (Guayaquil, 1977). Desde 1998, vive y trabaja entre Guayaquil y Londres, donde obtuvo una maestría en Bellas Artes en el Goldsmiths College (2010). Ha realizado cuatro exposiciones individuales de gran magnitud en su país natal. Ha participado en varias exposiciones colectivas en Ecuador, Inglaterra, España y EE.UU. Su trabajo ha sido reconocido por medios de comunicación internacionales (en 2012, Revista Vanguardia la seleccionó como una de las 12 mujeres más relevantes de las artes del Ecuador). Representó al Ecuador en la IX Bienal de Cuenca (2011). En el 2013 realizó la residencia LARA 2013 (Perú) y tuvo su primera instalación individual internacional en el Instituto Cervantes (Londres). Su obra forma parte de colecciones privadas y públicas en Ecuador, Colombia, España y EE.UU.

[1Simon Morley, ed. The Sublime, Cambridge: The MIT Press, 2010. Pág. 18
[2] Julia Kristeva, Approaching Abjection, en The Sublime, Simon Morley, ed. Cambridge: The MIT Press, 2010
[3] Jacques Derrida, The truth in painting. Chicago: University of Chicago Press,1987. Pág. 129.

La forma de la Alegría

En el siglo XXI, el llamado de la Novena Sinfonía de Beethoven a la fraternidad y redención de la humanidad resuena con fuerza.

por Robert Max Steenkist

Para Harvey Sachs, autor del libro The Ninth: Beethoven and the world in 1824, la Novena Sinfonía en Re Menor Opus 125 de Ludwig van Beethoven “es un organismo musical extraordinario, una piedra angular de la historia de la civilización”. Por su parte el musicólogo y compositor Robert Greenberg define esta como “la sinfonía más influyente que se haya escrito jamás”. Mientras algunas obras de Bach, Haydn o Mozart rinden tributos a la divinidad majestuosa, esta pieza de Ludwig van Beethoven se logra erguir por encima de cualquier dios tomando como materia prima lo que pasa en la tierra y en los corazones de los seres humanos.

A pesar de que hoy en día la Novena Sinfonía es un símbolo cultural a nivel mundial, usada una y otra vez en comerciales de TV, fanfarrias oficiales, eventos deportivos, tema central de flashmobs y videos que registran millones de visitas en los canales de Internet, debemos entender que no siempre fue el estandarte más alto de la música clásica. En primera instancia la obra fue recibida con recelo por buena parte del público y de la crítica especializada: de acuerdo a autores como Alessandro Baricco, en el día mismo de su estreno (7 de mayo de 1824 en el teatro Kärntnertor de Viena) “la mitad del teatro se marchó de allí antes del final, agotada”; un año después de la premier, The Quarterly Musical Magazine and Review dictaminaba: “Elegancia, pureza y medida, que eran los principios de nuestro arte, se han ido rindiendo gradualmente al nuevo estilo, frívolo y afectado, que estos tiempos, de talento superficial, han adoptado. Cerebros que, por educación y por costumbre, no consiguen pensar en otra cosa que no sean los trajes, la moda, el chismorreo, la lectura de novelas y la disipación moral; a los que les cuesta un gran esfuerzo sentir los placeres, más elaborados y menos febriles, de la ciencia y el arte. Beethoven escribe para esos cerebros”.

La aparición de esta obra ocurrió después de que Beethoven fuera reconocido como un virtuoso del piano (hasta el punto de constituirse como reformador de la estructura física de este instrumento), un compositor celebrado en calles y teatros (quizás sólo superado en fama por Giacomo Rossini, 20 años más joven, exitoso por sus óperas y reconocido por un carácter carismático y elegante) y una figura legendaria de su época. A sus 53 años el compositor superaba por más de una década la edad promedio de los hombres de la ciudad de Viena de la mitad del siglo XIX, pero se mantenía activo como cualquier joven entusiasta. Un hálito de misterio lo rondaba siempre: se trataba de un hombre amargado por su propia sordera, con un visible talante colérico, siempre preocupado por temas sublimes, insatisfecho con todo y con maneras sociales torpes e inadecuadas para la mayoría de sus vecinos. Con frecuencia lo tildaron de lunático paranoico, blasfemo incorregible, arrogante hostil…

Una serie de ingredientes se van a combinar en esta época para que sirva como incubadora para el Romanticismo, una tendencia artística e intelectual que combinó el empoderamiento de las emociones y los instintos con ideas de la Ilustración que lograron sobrevivir a los dogmas sangrientos de la Revolución Francesa y sus monstruos. Entre 1789 y 1815 Europa se desmembró. Se estima que más de 2.6 millones de personas perecieron bajo la guillotina o en alguna de las batallas napoleónicas. Los mandamientos sagrados de libertad, equidad y fraternidad fueron rápidamente ensangrentados por los propios protagonistas de la Revolución Francesa y poco después esta profanación daría como fruto a un Napoleón Bonaparte tirano de turno que aprovecharía la idea de exportar el nuevo régimen democrático y derrocar el absolutismo para dominar todo un continente (“el despotismo de la gloria”, lo llamará Stendhal).

Las consecuencias de este intento fallido de llevar a las colectividades de los pueblos a determinar su propio destino llegaron con la Restauración: una respuesta colérica e igualmente sangrienta por parte de muchas coronas en donde se retomaron modelos de poder y de gobierno prerrevolucionarios. Hubo excepciones (más tarde llegaron las democracias parlamentarias y los gobiernos que encontraron la manera de armonizar la corona y la voluntad popular) pero en la mayoría de los casos el regreso al poder por parte de los derrocados de Napoleón derramó la misma sangre que costó su derribamiento.

A muchos artistas prerrománticos se les ha nombrado “huérfanos de la Revolución”. El intento por expandirla por Europa y la violencia con la que se le rechazó dejó una generación desencantada de la humanidad, pero ansiosa por proponer nuevos modelos de realidad, en los que el arte y la ciencia serían determinantes para el desarrollo de la especie humana. El filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel (nacido en el mismo año de Beethoven), por ejemplo, aseguraba que los horrores y las angustias de aquellos días habían absorbido todo el poder y la fuerza de la mente de las personas, hasta hacerlas olvidar que tenían una vida interior más elevada, una espiritualidad más pura. Los tiempos de paz tendrían que servir para que la vida mental volviera a florecer. “Persevera”, le escribió Beethoven a una de sus admiradoras en 1812, “no sólo practica tu arte, sino esfuérzate por descubrir su significado interior. Sólo el arte y la ciencia pueden elevar a los hombres al nivel de dioses”.

Más que buscar el talento divino o los favores politiqueros o la pureza genética, los nuevos tiempos hablaban de una clase social que buscaba dignificarse con el valor del trabajo honesto y la excelencia a partir de la experiencia. En el transcurso de la vida de Beethoven la burguesía pasaría de ser una masa tímida y pasiva, asintiendo obedientemente ante las obras que seguían los lineamientos de la música “bien hecha”, a una fuerza política y económica que moldearía el destino de los países. La música clásica pasó de ser una de las estrategias que los llevaría al ascenso social a un componente más de su fuerza principal: el mercado. Beethoven debió gran parte de su sustento a obras publicadas por editores, empresarios de nuevos negocios a lo largo y ancho de Europa, capitalistas emprendedores que pagaban a compositores por imprimir y divulgar su trabajo como mercancía. El nuevo negocio de la música consistía en hacerla pública, accesible para nuevos públicos, en vender partituras a los burgueses que compraban pianos para las salas de su casa. Los salones de los palacios, en donde por tanto se creó la música a puerta cerrada, ya eran parte del pasado.

El ascenso de la burguesía trajo cambios sustanciales en la percepción del arte. Antes, volver a oír una sinfonía para “entenderla” era tan disparatado como volver a ver un espectáculo de fuegos artificiales para comprobar si realmente había sucedido. Las cuatro estaciones de Vivaldi, Don Juan de Mozart y otras obras anteriores al romanticismo no exigían mayor reto a la audiencia, pues su objetivo era brindar placer, servir de entretenimiento a la gente respetable que entendía directamente una estética (o no pertenecía a la clase social a la que estaba dirigida). Con Beethoven se inauguran nuevos propósitos de la música clásica (“¿Las reglas no lo permiten? Bueno, YO lo permito” había dicho en una de sus citas más conocidas, destinada a convertirse en uno de los mandamientos de muchos compositores posteriores). Ahora las composiciones iban a exigirle paciencia y concentración a la audiencia. La voluntad, la disciplina y el empeño eran los nuevos valores que la clase social emergente ondeaba como contrapeso a los de una aristocracia cansada y viciada. La determinación y el trabajo constante consistían en el nuevo camino hacia el sentido más noble de las cosas. Y Beethoven era uno de los faros de esa nueva ruta.

Generalmente los artistas románticos vieron el éxito de un proyecto artístico en la profundidad individual y la excelencia profesional. Pasando por alto algunas diferencias naturales entre ellos, el lazo que une a muchos artistas románticos era la urgencia con la que querían mostrarle a la raza humana a qué nivel podía llegar: en su Novena, Beethoven ponía en boca del coro “todos los hombres se vuelven hermanos”; por su parte Heinrich Heine profesaba La Santa Alianza de las Naciones, “en donde no necesitaremos pagar por un ejército de cientos de miles de asesinos a causa de nuestras desconfianza mutua. Usaremos nuestras espadas y nuestros caballos para arar y alcanzaremos la paz, la prosperidad y la libertad”. La estructura de la Novena Sinfonía de Beethoven puede ser interpretada como un ascenso desde la oscuridad hasta la salvación, un recorrido desde el miedo y el caos de los elementos, hasta la confabulación humana en medio de la fraternidad y la solidaridad.

Un movimiento oscuro y calmo abre el primer movimiento de la Novena Sinfonía. Se trata de un cúmulo de sonoridades crudas, fragmentos sueltos, ambigüedades tonales. El director Gianadrea Noseda ve en la apertura de la Novena Sinfonía una expresión de urgencia y de ansiedad, tal vez porque la obra se va llenando progresivamente de sonidos hasta que se nos presenta un panorama de polaridades que se enfrentan de manera espectacular. Son fuerzas primarias, sonidos que abruman. En alguno de sus bocetos Beethoven escribió la palabra “Verzweiflung” (que puede traducirse como “desesperanza”) al pie del pentagrama, como dejándonos una pista emocional para guiarnos. Para Harvey Sachs la sensación que transmite este primer movimiento es el de contemplar directamente una cara terrorífica de la Verdad: “nos muestra el barrido de la Majestad, pero no su pompa o su grandiosidad, sino su grandeza aterradora (…) como si nos hubieran arrojado en un huracán o a la orilla del cráter de un volcán en erupción. Cualquier intento de encontrar nuestro rumbo, a dar sentido a lo que está sucediendo en esta vorágine se rompe rápidamente por fuerzas que están más allá de nuestro entendimiento”. El primer movimiento cierra con los tonos de una marcha fúnebre, como borrando con dudas oscuras la certidumbre.

Si otros críticos describieron el primer movimiento de la Novena como un “paisaje lunar” podemos decir que el segundo movimiento se trata de la entrada a un ambiente mucho más familiar, seguro de sí mismo y que termina con un panorama radicalmente positivo y brillante. Diálogos entre las cuerdas y los vientos, evocaciones al mundo de la naturaleza, polifonía expresa y una naïvité sonora muy estudiada y tradicional sirven como dosis de un elixir conocido después de una jornada extensa por parajes inhóspitos y desconocidos. Todos los instrumentos se alinean en ritmos de danza para sorpresa de la audiencia. El contraste con el cierre macabro del primer movimiento es notorio: hemos pasado del terreno de la muerte y la perdición al del renacer y la vitalidad expresada en una invitación casi ingenua a bailar. También encontramos un ejemplo de “modulación métrica” o una ilusión de cambio de velocidad de la pieza musical. En suma, en el segundo movimiento la música nos está devolviendo la vida y nos está ampliando la noción de límites para la creatividad, así como nos expresó los límites impuestos por la angustia en el primero.

Toscanini escribió sobre el tercer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven: “Me eleva de la tierra, me retira del campo de la gravedad, me hace perder el peso (…) lo convierte a uno en alma solamente. Uno debería dirigirlo de rodillas”. Los fagotes y los clarinetes gradualmente se funden cálidamente con los violines, las violas y cellos en una marcha dinámica pero que difunde reposo. Eventualmente la audiencia se verá envuelta en un sentimiento de amplitud y gran belleza mientras la calma de la primera parte del movimiento le da paso a una entrada orquestal de mayor envergadura. El tercer movimiento llega a su final con la disminución de los sonidos hasta la nada. “Cada vez que lo dirijo”, asegura Noseda, “imagino a un Beethoven en el final de sus veintes, no con un porte impositivo o una gran estatura, sino encorvado sobre su intimidad, frágil, confesándonos  haber puesto en música la expresión más sincera del amor por la humanidad”.

“Cada vez que lo dirijo”, asegura Noseda, “imagino a un Beethoven en el final de sus veintes, no con un porte impositivo o una gran estatura, sino encorvado sobre su intimidad, frágil, confesándonos haber puesto en música la expresión más sincera del amor por la humanidad”.

Al final pacífico y lleno de tranquilidad del tercer movimiento le sigue el arranque disonante, irregular y estruendoso del cuarto. El contraste es notorio. El Schreckenaskkord (o acorde del miedo: Si bemol, Re bemol, Fa y La) se interpreta en esta parte por quince instrumentos de viento, capaces de sacudir a toda la audiencia de sus sillas. La interacción entre los instrumentos es brusca. En cierto punto de este movimiento la orquesta toca tímidamente una versión del primer movimiento de la sinfonía. En respuesta los cellos y los bajos interrumpen a la orquesta en pleno como si se tratase de un héroe reclamando: “no ese cataclismo, ya lo superamos, no volvamos a eso”. Esta dinámica, en la cual un grupo de instrumentos propone un movimiento y es rechazado por otros, se repite un par de veces. En estas interpelaciones la orquesta interpreta una versión de ocho segundos del tema principal del scherzo. Finalmente, y después de varias propuestas, las cuerdas empiezan a tocar la melodía central de la obra: la alegría.

Muy poco tiempo pasa antes de que Beethoven logre de nuevo una manipulación del ritmo, irrumpa con un nuevo Schreckenaskkord y nos haga preguntar ¿no estábamos ya en el punto en donde los instrumentos se entendían y habían dejado atrás sus diferencias? Claro: el paso hacia la utopía no puede darse sin partir firmemente de la realidad que nos rodea y que queremos cambiar. Entra entonces la voz humana en forma de un barítono: “Oh, amigos, no ESOS sonidos. Entonemos mejor otros más agradables y llenos de alegría”. La orquesta corresponde con cuatro acordes radiantes y la voz humana avanza en un solo tan exigente que muchos cantantes lo consideran demasiado arriesgado para ser interpretado.

¿No estábamos ya en el punto en donde los instrumentos se entendían y habían dejado atrás sus diferencias? Claro: el paso hacia la utopía no puede darse sin partir firmemente de la realidad que nos rodea y que queremos cambiar. Entra entonces la voz humana en forma de un barítono

Unas tres décadas antes de que terminara la Novena Sinfonía, Beethoven ya había expresado su interés por musicalizar a An die Freude, el poema de Friedrich von Schiller escrito en 1803, originalmente compuesto por dieciocho partes. Finalmente Beethoven sólo usó la mitad del poema en el cuarto movimiento de su Novena Sinfonía e hizo variaciones para acomodar la métrica de los versos al impulso y la vitalidad de su composición. En 1794, por ejemplo, Beethoven ya había creado una versión de la “Oda a la alegría” en una desafortunada canción titulada Gegenliebe (Amor correspondido); en su Fantasía para Piano de 1808 Beethoven también introduce partes del poema. En todos estos intentos la pregunta siempre era la misma: ¿cómo introducir las voces humanas en el terreno casi sagrado de los instrumentos y, peor aún, en la expresión más grandilocuente de la composición instrumental, la sinfonía? La solución apareció de la mano de la técnica operística (que él mismo ya había explorado en su obra Fidelo, otro canto a la esperanza y alabanza al espíritu humano). Escribiría entradas sonoras para instrumentos, a la manera de un recitativo, que “prepararan” el camino a las voces humanas. Así la orquesta puede celebrar de manera triunfante y majestuosa el espíritu del momento, en el que las voces humanas, de hombres y de mujeres, pueden sumarse a una expresión sublime de la alegría.

Caos, angustia, terror e incertidumbre: ese es el punto de partida de esta obra. En el segundo movimiento ya hemos superado un difícil encuentro entre contrarios y hemos experimentado una calma extática en el tercero. Hasta este punto, de acuerdo a Robert Greenberg, Beethoven expuso problemas de la realidad: horrores, dialécticas entre contrarios, incertidumbres, esperanza. El cuarto movimiento se preocupa de posibilidades utópicas, de un futuro soñado pero posible en el cual “todos los hombres se vuelven hermanos”.

Han pasado más de ciento ochenta y ocho años desde la aparición de la Novena Sinfonía y el impacto de esta obra no cesa de traer nuevos frutos a la cultura. En 1972 el Concejo de Ministros de los países europeos proclamó en Estrasburgo que la Oda a la alegría sería a partir de esa fecha el himno oficial del continente. En el extremo oriental del mundo más de diez mil personas se reúnen en Osaka para continuar con la tradición de interpretar al unísono el cuarto movimiento y que tiene sus orígenes en la primera guerra mundial. Desde el 2003 la partitura de esta obra hace parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. La duración de los Compact Discs (hoy hasta cierto punto mandados a recoger, pero determinantes para la difusión de la cultura sonora en el cierre del siglo XX) fue dictada por la compañía holandesa que los patentó de acuerdo a la duración de esta obra de Beethoven. Más allá de tecnicismos y modas temporales, de acuerdo a Alfred Einstein, uno de los pioneros de la musicología, esta obra “lanza un puente sobre el abismo de la desesperación y anhela la meta de la humanidad reconciliada en el amor fraterno y la certeza de la bondad paternal de Dios”.

“Oh, Freude” (Oh, Alegría). Este es el grito que debe hermanar a todos las personas de la tierra. La Novena fue la última sinfonía que compuso Beethoven. Doce años la separan de su penúltima obra, la misma cantidad de años en los que compuso todas sus obras anteriores. Con sus adeptos y desertores esta pieza avanza hasta nuestros días como himno sublime de los desobedientes, de los que no se adhieren a sistemas absolutistas y se resisten a empacar a nuestra especie en las casillas de las ideologías de turno, de los que no reducen la experiencia humana a creencias prefabricadas y estrechas. Nos merecemos algo mejor, parece ser el mensaje que continúa con la Novena de Beethoven hasta la eternidad; nos merecemos luchar y esforzarnos por algo mejor.

Robert MaxRobert Max Steenkist (Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.

Ferrocarriles Argentinos: Ocaso y renacimiento

Edificios carcomidos, trenes oxidados y talleres en desuso son los recordatorios de la otrora próspera industria ferroviaria argentina. Hoy estos cadáveres arquitectónicos están adquiriendo una nueva vida marcada de posibilidades y desafíos. En este ensayo, el fotógrafo y arquitecto Remi Bouquet narra con imágenes el accidentado camino que recorre el ferrocarril hacia la resurrección de estos tesoros arquitectónicos.

por Remi Bouquet

[easymedia-gallery med=»3477″ filter=»1″ pag=»6″]

Las ruinas del tren, las estaciones abandonadas y la historia que yace en los escombros de estos cuerpos de metal y concreto han captado, instintiva e inexplicablemente, mi mirada. Como fotógrafo y arquitecto, esta fascinación puede deberse a mi interés por documentar el paso del tiempo en las arquitecturas. El tiempo afecta inexorablemente las construcciones humanas convirtiéndolas muchas veces en edificaciones decadentes presas del olvido.
Pero más allá de esta curiosidad estética, mi interés tiene un trasfondo personal y emotivo: mi abuelo Antonio fue maquinista ferroviario y mi ciudad, Santa Fe, ubicada en la región centro-este de Argentina, acunó durante décadas una próspera industria ferroviaria que con el paso de los años y los avatares políticos decayó. La desaparición de los ferrocarriles no sólo dejó un hoyo en la economía nacional sino también en la memoria colectiva de los ciudadanos, pues su importancia se extendía más allá de su función de sistema de transporte.

Mi abuelo Antonio, quien como sus ocho hermanos era conductor de trenes, conoció la geografía argentina conduciendo ferrocarriles. Sus relatos acerca de su vida sobre los rieles aún resuenan en mi memoria: el levantarse a las 4 de la madrugada cuando el “llamador” le golpeaba la ventana del dormitorio de su casa para tomar servicio, las comidas que cocinaba viajando durante días fuera de su casa, las amistades que se forjaron en “la línea”.

Y es que en su tiempo la sociedad ferroviaria en Argentina gozaba de gran prestigio. Cuando a mediados del siglo XX, la dirección de los ferrocarriles argentinos pasó de manos inglesas al estado argentino, la industria ferroviaria gozó de una época de oro en la que fue una importante herramienta de desarrollo de la economía nacional. Una arteria vital del país que contaba con 50,000 kilómetros de vías, el ferrocarril fomentó la generación de pueblos y ciudades, la creación de industrias donde se fabricaban las partes de las locomotoras desde tornillos hasta coches de tren, y con ello produciendo una vasta vida social en torno al ferrocarril.

Sin embargo, el auge de la industria ferroviaria empezó a decaer durante la presidencia de Arturo Frondizi (1958-1962) cuando se instalaron las empresas multinacionales de automóviles y camiones y la construcción de carreteras. Desde ese entonces el ferrocarril se vio encaminado hacia la extinción: con el paso de los años y los gobiernos, miles de locomotoras fueron desarmadas, los edificios abandonados, las personas desempleadas y los pueblos nacidos a la vera del ferrocarril devastados.

En la década de los noventa, debido a políticas neoliberales, los ferrocarriles argentinos fueron privatizados y traspasados a empresas que poco a poco fueron desapareciendo, dejando tras su paso 85,000 trabajadores ferroviarios sin empleos, 800 pueblos incomunicados y un millón de emigrantes que tomaron rumbo hacia las capitales argentinas y abandonaron pueblos y ciudades del interior.

Testigos, y víctimas, de esta decadencia son los talleres vacíos, los edificios en desuso, los cadáveres de trenes desparramados a lo largo de las vías férreas, oxidándose a la intemperie — un vivo recordatorio de la herida creada en ciudades como Santa Fe —. A diferencia de muchas otras poblaciones que desvanecieron, Santa Fe ha sobrevivido el cierre del ferrocarril y está tratando de dar nueva vida y nuevas significaciones a estas cicatrices arquitectónicas. Hoy, muchos de estos cadavéricos edificios, como el Molino Marconetti, la Estación Nacional General Belgrano y el antiguo taller ferroviario La Redonda, están siendo recuperados no con la función que les dio origen sino como centros culturales que albergan obras de arte contemporáneo, y espectáculos de música y danza.

Este ensayo fotográfico — realizado entre 2009 y 2013 y que retrata edificios ferroviarios abandonados, trenes en ruinas y el inicio de una nueva época — explora los conceptos de la memoria, el paso del tiempo manifestado en las arquitecturas y la inquietud por vencer el apego ante los cambios que el tiempo impone. En las ruinas y en los gestos por darles vida nueva, surgen nuevos tiempos que no sólo presentan la posibilidad de nuevas apropiaciones y re-significaciones, sino que también reflejan los desafíos y falencias de las autoridades y entidades en su labor de recuperar y renovar estos tesoros arquitectónicos.

Remi Bouquet

Remi_0822_4Remi Bouquet es arquitecto urbanista y reportero gráfico de Santa Fe, Argentina. Su afición por la fotografía nació hace siete años. Su interés se centra en capturar un momento en tiempo y espacio, retratando su propia naturaleza, su belleza intrínseca, su alma, poniendo en evidencia una de las tantas realidades posibles, como así también exponer el valor estético propio del objeto fotografiado y de la imagen.