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Escritura creativa que abarca principalmente poesía, cuentos y obras de teatro

Emilio Storytelling

Para mis nietos Adriana y Lewis Eduardo.

Cuando tenía diez años, mis padres tuvieron que emigrar a aquel lugar de la costa sur de Ecuador, nuestro país. Aunque tenían que dejar por tiempo indefinido a su querida y reseca Loja, la actividad bananera, camaronera y aurífera de esa región los había tentado a probar suerte. Ya instalados en aquel barrio de la ciudad de Machala, cerca de una escuela, los amigables vecinos nos ayudaron a integrarnos en su comunidad. Yo tenía amigos con quienes jugábamos a la pelota,  íbamos al río o a los esteros de mar. Fue en uno de esos paseos que nos acompañó Don Emilio, quien iba a bañarse al río porque en la ciudad había escasez de agua.

Tenía algo más de sesenta años, una esposa y ningún hijo; él era nuestro mejor vecino. Se preocupaba por nosotros. Además, llevaba los rechazos de banano, arroz, y otras cosas cultivadas en su finca para repartirlo entre los pobres y en las escuelas. Todos lo queríamos por eso y por su especial forma de ser: tenía alma de niño alocado, nos enseñaba a nadar, a andar en bicicleta y nos cuidaba… aunque lo hacía de aquella manera tan suya: de un solo empujón.

Un día en La Primavera, una playa del río Jubones, lo vimos lavándose las manos y fue esa la última vez que supimos de él. Cuando quisimos regresar,  en su lugar solamente  encontramos su bolso perfectamente ordenado, lleno de pastillas de jabón y toallas relucientes. Se nos acercó una señora de un poblado cercano y dijo que nos fuéramos porque había un lagarto cebado. Corrimos llorando y gritando por aquel camino que nos llevaba directamente a nuestro barrio y contamos lo ocurrido: que Don Emilio había desaparecido y que tal vez un lagarto se lo había tragado. La ciudad entera fue al río: las autoridades, la policía, hombres y mujeres de todas las edades, especialmente niños y niñas,  sus amigos. Buscamos por mucho tiempo y hallamos solamente al lagarto, que era hembra y descansaba en su nido hecho con jirones de ropa del desaparecido. Se terminó la búsqueda, lo dieron por muerto.

Esa noche no pude dormir. Estuve recordando a Don Emilio y mi cabeza estaba llena de imágenes e historias, como la de aquella vez afuera de su casa, cuando se miró las manos y, según él, estaban inmundas. Se las había lavado algunas veces con abundante agua y jabón, sin embargo, repitió la operación unas tantas más y cerró la muy usada llave del agua  —que antes había sido cuidadosamente lavada—  sólo con las puntas de tres dedos de su mano derecha.

Ese era un ritual que yo había visto muchas veces. Igual atención, aunque menos tiempo, le dedicaba al secado de las manos, que luego frotaba con abundante alcohol. Eso lo obligaba a no tocar nada que él considerara sucio, es decir, todo lo que lo rodeaba o que él no hubiera limpiado escrupulosamente.

Esa mañana,  al salir de casa rumbo al trabajo se encontró con uno de sus tantos conocidos, quien muy efusivamente estrechó su mano y con un gran  abrazo le demostró todo el aprecio que le tenía. Correspondió de igual manera, pero cuando quedó solo al pie de la puerta le oí gritar:

-¡¡¡Pillyyyyyyyyyyyy!!!

Ese era el apodo que me había dado por pillín. Corrí a abrir el portón y lo encontré con los codos doblados y alzando sus manos, como siempre que las sentía sucias. Cuando eso ocurría se  negaba a entrar a la casa; había que asistirlo porque entraba en pánico. Don Emilio enloquecía y se creía fuente de la más grande contaminación  mientras en una llave del patio volvía a lavarse por horas.,   Yo  —un tanto conmovido y también hastiado— permanecía junto a él para abrir y cerrar la puerta; igual cosa con la llave del agua,  sosteniendo o dándole mil veces el jabón y finalmente la toalla.

Sin atreverme a decir palabra, lo observaba bajo la luz del sol  y podía ver bien su traje nuevo de casimir color gris desteñido. Él siempre usaba trajes arrugados, con bordes retorcidos que dejaban ver los colgajos de los tornasolados forros de sus sacos. En el patio de su casa ponía a hervir toda su ropa en una gran olla con agua colocada  sobre leña encendida; ahí había sumergido ese fin de semana el traje recién comprado y otras prendas de vestir, ya lavadas. Así, a pesar de ser un hombre distinguido no le quedaba nada que pudiera lucir bien, y menos con el rociado con alcohol que compraba todas las semanas por galones, lo que le aseguraba la perfecta limpieza de todo lo que quería desinfectar. Ya sus limpísimas manos habían adquirido un color blanquecino, como empolvado por algún talco, no sé si por resequedad de la piel, efecto del exceso de jabón, del alcohol o de los dos juntos. Es así como lo recuerdo, con su obstinada lucha contra los microbios.

Don Emilio sabía toda clase de historias, reales y fantásticas y a todos nos gustaba oírlas. A mí especialmente me gustaban las de fantasía, porque contándolas se transformaba: los ademanes y sonidos fluían por todo su cuerpo, encarnando  a todos aquellos personajes de leyendas y cuentos improvisados por  él en las oscuras y calurosas noches de mi niñez. También eran muy solicitados los cuentos de terror, que basados en historias reales se convertían en escalofriantes e inolvidables narraciones que nos causaban pánico, especialmente cuando era de noche y lo contado le “había ocurrido” a personas y  lugares cercanos a nosotros. Muchas veces lo recuerdo cuando cansado de contar tantas historias desaparecía con cualquier pretexto y regresaba despacito a asustarnos con una calavera, que usualmente en aquella época se utilizaba en las casas para espantar a los intrusos. Con eso lograba que todos huyéramos a nuestras respectivas casas.

Después de su muerte, muchas veces me parecía oírlo. Esta vez era de noche y me estaba llamando clara y largamente, con aquel silbido que él me creó:

-Piiiiiiiiiiiiillylliiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnn.

Un escalofrío recorrió mi espalda hasta los pies, pero salí… y lo vi, era él. Había venido a contarme su propia y nueva historia: alzó sus brazos, y yo perplejo descubrí que no tenía manos. Me dijo que estuviésemos tranquilos, que estaba feliz sin el motivo de su obsesión.

cecilia 01Cecilia Manzo Rodas (Machala 1958). Doctora en Química con estudios en Género y Desarrollo. Se ha desempeñado en trabajos de investigación y apoyo dentro del área social. Actualmente incursiona en la escritura. Ha difundido en digital su primer libro de cuentos Cincuenta y tantas Lunas y pronto a publicarse el libro en prosa poética La Jaula del Amor.

Juguetes de niños ricos

Por Betty Aguirre-Maier

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)

Al estruendo que sacudió los árboles, le siguió un bullicio de pájaros sin destino fijo que huían por un cielo gris y pegajoso. A ese emigrar en círculos le siguieron gritos agudos y graves que opacaron las campanadas de la iglesia llamando a la misa de once. Finalmente, un profundo silencio ahogó las voces de todos. Los ladridos de los perros y el ruido de los pocos autos que circulaban por las angostas calles también se ahogaron en el mutismo, paralizando la ciudad por varios días.

Es abril, llueve casi todo el día y todos los días. Es una lluvia leve que lo moja todo lentamente y que se cuela por la ropa, los zapatos, los tejados y las rendijas de las ventanas. La noche es larga y fría y se nos prohíbe encender la radio o el televisor. El luto está en todas partes, presente como una sombra que lo oscurece todo. Cuando nos hemos ido a la cama y las luces se han apagado, en esa total oscuridad y como una tormenta que llega y arrasa, lo escuchamos llorar. Su llanto estruendoso y pausado atraviesa las paredes, las puertas y ventanas; recorre las plazas y esquinas y finalmente llega hasta nuestras camas y nos taladra los oídos.

Al día siguiente a pesar de nuestro cansancio y las ojeras, nadie lo comenta. Solo Mercedes me dice en voz baja, mientras me pone el suéter, que ore por él y su hermanita muerta. Luego me lleva con ella a la cocina y me prepara un chocolate caliente e insiste en que ore, pero Marina que pica cebollas y llora a borbotones, dice entre cada corte que ya no importa, que la muerta, muerta está y que él ya tiene su lugar en el limbo.

Pido explicaciones: -¿Qué es el limbo Marina? ¿Por qué allá?

Mercedes y Marina discuten a gritos sobre el limbo. Mercedes acusa a Marina de maldad, de desearle el mal a un niño. Marina le dice que no es tan niño, que sabía lo que hacía.

– No importa, la muerta, muerta está– repito como un eco mientras juego con Carlota, mi muñeca de trapo. Tomo una cuchara de madera con la que Mercedes revuelve la sopa y la uso como un fusil; pretendo que disparo y que mato a Carlota. Carlota vuela por los aires y cae en el patio, de donde el perro se la lleva en el hocico. Mercedes me mira con ojos de reproche. Yo salgo en busca de Carlota avergonzada por haberla matado, pero la encuentro intacta junto al jardín.

Mi madre me llama y arregla las cintas grises con las que Mercedes ató mis trenzas y me pide que me comporte y que no haga preguntas cuando estemos en el funeral. Pero insisto y le pregunto sobre el limbo. Mi madre dice que los niños que mueren sin haber sido bautizados llegan hasta allá y ahí permanecen por una eternidad. Esta respuesta me confunde aún más y quiero una aclaración, pero los López, vecinos de la casa contigua han venido a buscarnos y ya nadie me presta atención.

Cerramos la casa y vamos al funeral en la calle de los Turcos. Marchamos en silencio por las angostas veredas. La llovizna es más densa en la mañana y una niebla espesa que baja de las montañas se dispersa lentamente por la ciudad. Su llanto no nos ha abandonado, lo llevamos detrás de las orejas, está pegado en las ventanas y en los postes de luz, en los chales y velos de las mujeres y en los pesados abrigos de los hombres. Marina se ha puesto algodón con cera en los oídos.

Pienso en él, en lo alto y fuerte que es; en lo bien que le queda esa boina roja que lleva muy orgulloso. Sus redondos ojos claros siempre atentos bajo espesas cejas. Siempre muy gentil con nosotros y siempre sonriendo. No me lo puedo imaginar en el limbo, flotando entre nubes como un pájaro sin alas y por una eternidad.

Mi hermano va contando los adoquines de la vereda de tres en tres. Lleva meses haciendo esto. Yo lo sigo en silencio y cuando se equivoca lo ayudo y continúa. Mi hermana pequeña va de la mano de Mercedes y mis padres van al frente, tomados del brazo y vestidos de negro, hablando en clave con los López que dicen no salir del asombro. Camino detrás de mi hermano y junto a Marina. Intento sacarle más información sobre el limbo; tiro de sus dedos:

-Marina, cuéntame más por favor. ¿Cómo es el limbo? ¿Es verdad que los niños que no se bautizan también van allá?
Pero Marina no me responde, está molesta, ella no quiere ir al funeral. Me ignora.

Poco a poco otras familias aparecen por las esquinas, vestidos de negro y gris como nosotros y con esa misma mueca de tristeza y tragedia. Algunos y con disimulo van cubriéndose los oídos cuando sin anticipar el llanto llega como los vientos alisios. Saludamos y continuamos. Todos vamos en silencio o hablando bajito. A poca distancia veo la casa y su portón de madera adornado con lazos blancos y morados y un enorme florero dorado con rosas blancas junto al umbral. Qué diferente se veía el portón hace pocas semanas, cuando asistimos al cumpleaños de la muerta. Había globos de colores, lazos rosados y un payaso que nos daba una golosina al llegar.

Había música por toda la casa y en el comedor principal un enorme pastel en forma de panal y decorado con pequeñas abejas, colocado primorosamente sobre una mesa repleta de dulces y bocaditos. Ella se veía linda con su vestido corto de punto abeja, sus zapatos blancos y su bonete de cumpleañera. Sus perfectos rizos miel colgaban de una colita de caballo, tenía los mismo redondos y vivos ojos de su hermano.

Él siempre cerca de ella, se aseguraba de que no se lastimara o que pudiera alcanzar la ollita encantada, a la que inútilmente intentaba romper, sosteniéndola por las piernas. Al momento de soplar las velas se paró junto a ella y nos advirtió con su fuerte voz que nadie más lo haría. Cuando bailamos la cuidaba de cerca con ojos de halcón. Hoy, todo es tan gris, tan frío, como si la casa también hubiera muerto. Aun las plantas del jardín lucen marchitas y un cortante frío da vueltas por los corredores y las habitaciones.

A pocos pasos de la casa, otra pregunta aparece en mi mente y me dirijo de nuevo a Marina:

– Marina, si él está en el limbo, ¿Dónde está ella?.

Pero Marina se coloca el dedo índice en la boca y me indica que guarde silencio, a la vez que saca sus grandes ojos fulminantes. Me callo.

Quiero ver a la muerta en su ataúd, que según mi madre será blanco y de satín, y que ella estará vestida con el atuendo de Primera Comunión que nunca llegó a ponerse. Estoy nerviosa pero también emocionada, nunca he visto un muerto. Entramos. Mi padre se queda con sus amigos en el primer patio en donde los hombres beben café o licor, fuman y hablan de política. Hay mucha gente dispersa por las habitaciones, patios y jardines. Mercedes se va con otras empleadas a la cocina, pero antes, mientras me quita el abrigo, me explica que morirse es desprenderse del cuerpo para volver al cielo.

-Eso me causa miedo – le explico. Y añado: -yo no quiero abandonar mi cuerpo. ¿Cómo puedes existir sin cuerpo Mercedes? –

Ella me mira con ternura y me pide portarme bien. Mi madre se va con otras madres, tías y abuelas al salón principal para rezar el rosario y acompañar a los padres de la niña muerta.

A los pequeños nos dejan en una habitación cuidada por niñeras, entre ellas Marina, quienes nos cuentan historias tenebrosas mientras bebemos leche con galletas. De rato en rato escuchamos su llanto que lo estremece todo, pero eso no altera nada y las niñeras continúan y se encargan de asustarnos con tales historias que muchos terminan llorando. Marina es la última en contar una historia que ya conozco, lo hace con gracia mientras se fuma un pucho y se enrosca sus largas trenzas negras. Esta vez ha sustituido el personaje por la de la niña muerta, lo que ha puesto a todos los otros niños a temblar. Al final Marina ríe a carcajadas y me guiña un ojo.

Luego de que se acaban las historias, las niñeras nos dejan solos y se agolpan junto a la ventana que da al huerto en donde hablan de sus cosas. Estamos aburridos y algunos se duermen, otros escapamos para estar entre los grandes o ver a la muerta.

Mi hermano y yo atravesamos la casa en busca del salón principal en donde está el ataúd blanco cubierto de flores blancas. En el trayecto vemos una habitación pequeña con la puerta entreabierta e iluminada con una luz muy tenue. Es una biblioteca. Nos acercamos con cuidado y espiamos con sigilo. Ahí está él, sentado en un sofá de terciopelo azul, vestido con un traje gris y corbata. Está inmóvil, parece no respirar y mira al vacío con ojos desorbitados. De la boca torcida como una mueca le sale un quejido constante y un hilo de saliva le rueda por la quijada hasta el cuello. Sus zapatos negros de charol brillan reflejando la tenue luz de la bombilla, tiene los pies pequeños, muy pequeños para su tamaño. A su lado está el padre Vicente, quien reza con los ojos cerrados mientras sostiene una Biblia entre las manos.

Metemos la cabeza un poco más y divisamos al otro lado de la habitación a sus abuelos y al Juez. Discuten qué hacer con él, a dónde enviarlo, o si deberían encerrarlo en un sanatorio. La abuela dice que lo importante es hacer algo para que la gente olvide lo sucedido o por lo menos no se vuelva a hablar de ello. El abuelo menea la cabeza que casi toca el pecho y suspira. De pronto y sintiendo algo extraño, lo descubrimos mirándonos con sus enormes ojos vacíos y en pocos segundos lanza otro llanto tan estremecedor que rompe la bombilla y todo queda a oscuras. Corremos aterrorizados cruzando la casa hasta llegar al salón principal.

A pesar de la advertencia de los adultos que charlan cerca del salón, nos acercamos poco a poco. Nadie nos ve entrar. Las mujeres están ocupadas en los rezos. Finalmente cruzamos el salón y nos sentamos sobre un sofá casi oculto en la esquina. Vemos el ataúd y está cerrado. Nos sentimos decepcionados pero quedamos a la espera de que alguien levante la tapa para poder verla. Pasan los minutos y nadie lo hace. Casi a punto de irnos un niño se sienta a mi lado.
–No la van a abrir. No lo harán porque no tiene cabeza. -Dice, mientras sonríe.

Mi hermano y yo nos tomamos de la mano, compartiendo el miedo. -¿Cómo? ¿Dónde está su cabeza?– le pregunto.
–En pedazos, en una bolsa junto al cuerpo pero sin los ojos; los perros se los comieron cuando le explotó la cabeza por el disparo. Luego mataron a los perros con el mismo fusil.- Nos cuenta emocionado y en voz baja, con un sádico brillo en los ojos que nos deja perplejos.

Al poco tiempo llega mi madre y muy enojada por haber entrado ahí, nos lleva al patio principal en donde nos entrega a Mercedes, quien tiene a mi hermana dormida entre sus brazos. Marina sostiene los abrigos y nos los pone con una mueca de cansancio. Caminamos de vuelta a casa lentamente y en silencio bajo una llovizna pesada y perseguidos por su llanto.

Algo en mí tiembla, puedo imaginar su cabeza volando por los aires en pedazos y a los perros lanzándose a sus ojos. La cálida mano de Mercedes sobre mi cabeza me calma. Mi hermano no dice nada, llora calladamente. Cuando llegamos a la casa y cruzamos el umbral, mientras no quita los abrigos, Marina nos mira con tristeza y ladeando la cabeza, dice:

–Juguetes de niños ricos.

FIN

[alert type=»blue»]Este cuento fue seleccionado por la revista literaria mexicana de cuento fantástico Penumbria, para su ANTOLOGÍA 22 – VER EN ISSUU[/alert]

Apuntes de viaje a Nurdu

The silver track of time empties into the distance

(La vía plateada del tiempo descansa en la lejanía)

-Sylvia Plath

 

Una canción barata en la radio del bus que me lleva a Nurdu
“la ciudad más antigua de la tierra”
Allá tienen dioses más benignos que los nuestros
-Escuchan todo lo que se les dice y obran-
Dicen que ayudan a devolver las cosas a su lugar

_Ojalá puedan con mi corazón
El tiempo es una barrita de chocolate que masticamos
/para entretenernos en cada estacionamiento.

pasamos

Muluncay, el pueblito de los malabaristas, con sus hombres y mujeres de vida airada;
todos aficionados a la desnudez y decir claro -hablan en agua. No están cartografiados

pasamos

Soapacá, en una colina. Ahora que es la noche, muy arriba, parpadean hachones de /luz; de día es el bosque de Payanchillos lo que arde. De cuando en cuando se encuentran huesos de pájaros bajo las ramadas; pero huesos de humanos, nunca.

Llegado el momento ¿sabremos que también ellos han muerto para nosotros?

pasamos

Guambi, la del viejo silabario para escapar con vida de los ataques de los lobos cuando llega la nieve. Poco se conoce de sus habitantes –“los de pies pardos”-, solo que se alimentan de setas y creen, aún, en el Dios de la Madrugada. Les es fiel.

anoto:

“El barro entiende que lo durable pasa en el breve remezón de un grito”

pasamos

Este es, debe ser, Chanduy -en los bajos de la cordillera de Jorupe-, donde se trafica con las curas de agua y se vive sin aprensiones porque nada perece. El amor tiene aquí su herbolario y su Casa de Citas –de muchos sexos.

Anoto:

“¿Dónde la piedra de mi inscripción?
¿En qué caligrafía dirá mi nombre?”

pasamos

Muey, al filo del Mar de las Despedidas. Se ven embarcaderos, canoas, un yate, una carabela, tropezando con el mar, a su suerte. Oímos decir que un animal repta por los sueños de la gente, borrando todo lo que encuentra a su paso

pasamos

Guayaymi, sin una hierba; puro viento y ruido de preguntas, secos. Un poco más al fondo, Sabanay, perdido por la infección del oro; un hervor de gente mala. Espero que al chofer no se le ocurra hacer un alto por ahí –llevo mis ofrendas.

anoto:

Sangra este momento:
es la hondura del amor
-su cara de pez feroz-

Más abajo

una

boca

llama

Jama, la de venar nacarado. Los viandantes no dialogan-desecharon las palabras por corruptas hace años-, y clarividentes, han represtigiado la rosa y el abrazo. Ciega, un tiempo ardió como yesca, pero guarda aún un listón de barro y piedra en la memoria al que protege con leyes severas. Hoy se sabe de una facción de crueles que urden planes para que cunda el fuego –se hacen llamar “los cofrades de lo puro”. Ya han atentado contra todos los Observatorios de Vientos y la Casa de las Atadoras de Nubes.

anoto:

“Los cuyes escuchan el florecimiento del Arupo –el sountrack del arribo del tiempo.”

“La boca zem que dice cosas inalcanzables
ay la huesería de los días y las noches,
perdida en la Zona de los Charcos,
sin nombres,
sin fechas;
esa memoria enaltecida por las sangres.

Arribará el aliento de lo claro,
crecerá la Era de los Inocentes”.

De un momento a otro, la radio dejará de sonar; entonces estaremos, quizás, en la ciudad de las Puertas de Ceniza, en cuyo pórtico deberíamos leer:

EL DESEO ES UNA PREGUNTA CUYA RESPUESTA NADIE SABE*

*”No decía palabras”. Luis Cernuda

 

Roy S Foto2Roy Siguenza es un poeta ecuatoriano. Ha publicado Cabeza quemada, Ocúpate de la noche, Tabla de mareas, La hierba del cielo, Cuatrocientos cuerpos, y el libro antológico Abrazadero y otros lugares. Sus poemas están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía ecuatoriana y latinoamericana. Ha sido traducido al inglés, portugués y catalán. Ha sido invitado a ferias de libros, festivales y lecturas de poesía en su país y fuera de él. Es destacable su participación en la obra multimedia SINERARIA del artista Tomás Ochoa, que fue exhibida en la Bienal de Venecia en 2006. Hoy, además de continuar con la poesía, coordina talleres en su país.

Pequeñas mujercitas

Un cuento de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe

por Solange Rodríguez Pappe
Entremares Magazine

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado encontrármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana, aumenta la posibilidad de que si haces una exploración profunda, darás con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las encontraba. Así di con una colección de llaveros de la segunda guerra mundial, unos portavasos pornográficos y con el puñal de plata que guardaba celosamente mi padre entre las tablas de la cama. “Ya has estado trasteando entre las cosas”, vociferaba mi madre si notaba algún leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego de eso me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. “Aprende de tu hermano, que jamás da que hacer”. Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, vendería y subastaría a buen precio y también con lo que iba a quedarme para observarlo y ponerle las manos encima, pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, una rata y hasta un murciélago muerto, incluso si lo pensaba, la rata parecía ser el cadáver de un viejo hámster de la infancia que perdimos. Mientras perseguía con el zapato a unas arañas fue cuando vi a la mujercita desnuda atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rarezas, una pequeña mujer salvaje corriendo por ahí, no me parecía tan increíble.

Miré bajo el sillón y tal como me lo había imaginado, existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y riendo; unas más fumaban tumbadas trozos de hojas arrancadas a un helecho cercano al sofá y otras se trenzaban en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por turnos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercicios que cuento, lo hacían a la vista general de toda la población sin ningún pudor o recato. No vi hijos o embarazos entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.

A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mezcla de coraje y desconcierto por las mujercitas que ahora dificultaban mi limpieza de la sala. Era mi hermano Joaquín pidiéndome un espacio en la casa para pasar la noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle. “Se dio cuenta que no terminé la relación con Pamela, como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá”. “Estoy aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo, pero si crees que puedes soportarlo, pues ven”. “Gracias”, me dijo. “No sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace dormir muy bien”. Entonces sentí escalofríos.

Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la vuelta al sillón empleando todo el peso de mi cuerpo y cuando estuvo patas arriba, a escobazo limpio como una ama de casa experta en matar insectos rastreros, dispersé, sacudí y victimicé a las que pude. No fue fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos, pero en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero estaba segura que sólo había sido un pequeño número comparado con todas las que eliminé. Justo cuando volví a colocar el mueble en posición original, sonó el timbre. Joaquín me sonrió encantador como un Clark Gable desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para que se las llevase el camión recolector.

Tomamos una cena rápida hecha con sopa de sobre. De vez en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabellos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo, pero yo procuraba no prestarles atención mientras mi hermano me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor de un político internacional, de los viajes que realizaba, de las personas que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna.

“Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos para las mujeres un motivo más para su guerra, y no. Yo me niego a ese juego: estoy feliz con las dos, con las tres, con las cuatro en mi vida”, y yo fingía un picor en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable Joaquín que había vuelto de la infidelidad contumaz una postura filosófica personal. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí con la paciencia de siempre muy parecida a la complacencia. Tal como lo hacía mamá.

Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, iluminado sólo con la electricidad de la calle. Mi hermano era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello recio, y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y en las competencias de pulso con otros hombres tan cosmopolitas como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo, listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir también allá la conquista de mundos y de hembras, las pequeñas mujercitas se agrupaban en el suelo y armaban una estrategia de defensa.

Una de ellas escaló temerariamente al sofá y exploró con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bastante grande, la tenía extrañada: olisqueaba y mordía la piel de ese terreno mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo, agazapándose y rodando entre el vello y otras tantas inspeccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalones. Se las veía cómodas en esa tierra reciente que habían descubierto.

Antes de salir, dejé la pila de platos sucios en el lavadero y la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesita mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave, atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del dintel, serían de dolor o de placer.

La lección

Un cuento del escritor ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas

Por Juan Pablo Castro Rodas

Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.

Su cuerpo, todavía envuelto en la ternura aromática de recién nacido, no obstante, ya mostraba las señales de lo que sería meses después: piernas y brazos largos de lémur, tórax prolongado como una quilla, y, aquello que más llamó la atención del aterrorizado padre, la cabellera lacia, plateada, alienígena. “Pérfida”, gritó a su mujer, y en la noche, con las ondas violáceas de la borrachera marcándole el rostro, se contuvo para no partirle la cara. Debería ir al hospital, pensaba, y meterle una paliza, tal vez marcarle la frente con una cruz al rojo vivo. Lloró. Era una noche de luna llena y, por unos segundos, con la piel crispada y un desconsuelo que le prensaba el alma, creyó que debía aullar. Pero no lo hizo. Tomó la vieja maleta de madera de sus tiempos de conscripción militar, la llenó con unas cuantas prendas, y, mientras en su cabeza se repetía la imagen de su hijo junto al seno generoso, mestizo de su mujer, pensó que quizá debería regresar al hospital.

Bebió un sorbo más del aguardiente que llevaba en el bolsillo de su pantalón, y, de entre el cajón de la ropa interior de su mujer, extrajo la alcancía con forma de chanchito. Era el tesoro mayor de Rosa. Cada día, a pesar de los pocos ingresos que obtenía lavando ropa, se daba modos para depositar una moneda, o un billete, en el mejor de los casos. Ahorrar era su obsesión. Depositar metódicamente dinero le imprimía una dosis de esperanza. Era una forma de reafirmar la idea de que el futuro, en efecto, podía ser mejor.

El día que comprobó su embarazo, luego de salir del hospital del Seguro Social, se dirigió hasta el mercado mayorista y escogió un chanchito de reluciente barro barnizado. Al llegar a casa lo colocó junto a la imagen de la Virgen María sobre un estante al lado del televisor y de varios afiches de divas de la tecnocumbia. Cuando su marido llegó le contó la noticia. Los dos celebraron el acontecimiento con un suculento pollo a la brasa que comieron en una fonda cercana a La Marín. Al llegar a casa –la única construcción apenas visible entre el follaje que crecía salvajemente sobre el apestoso río Machángara– miraron la telenovela de la noche y se durmieron enredados como dos serpientes.

Los meses de embarazo transcurrieron con relativa normalidad: Rosa lavando ropa de las familias de los militares del frente Eplicachima, y Washo dedicado de lleno a la construcción de uno de los tantos edificios que se alzaban en la zona de la Coruña. Aunque todavía no era maestro mayor, sus dotes como albañil le avizoraban un futuro prometedor. El único acontecimiento que rompía esa monótona pero feliz espera del primer vástago era el deseo frecuente, irreprimible de Rosa por comer carne cruda, sobre todo alas de pollo. Cada día, luego de la jornada laboral, Washo pasaba por el mercado y compraba una docena de alas. Rosa las devoraba sin remordimiento, masticando frenéticamente la fría piel, los músculos y cartílagos. Al final, apenas satisfecha, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y se adormecía sobre la mesa del comedor.

Desde el río ascendía una onda caliginosa de nauseabundos olores: una pócima ácida de la que surgían glóbulos dulzones y oleadas de toda la mierda que producían los habitantes de Quito. Sin embargo, Rosa y Washo habían logrado bloquear el sistema olfativo lo suficiente como para disimular la contaminación, de tal suerte que la vida fuese llevadera. Además, la casa –una suma de tablas y pedazos de zinc, plásticos y unos cuantos ladrillos, a los que Washo, gracias a su habilidad, había podido dotar de cierta armonía y seguridad– estaba levantada en un terreno que nadie quería y al que había accedido con la facilidad que permiten las invasiones. La casa estaba en un hueco del espacio. Nadie parecía conocerlo. Nadie quería mirar hacia el techo que relucía entre las matas de polvorosa vegetación.

Al principio, los olores del río, ascendiendo en espirales de calor, eran insoportables. Marido y mujer sufrían de mareos y náuseas. Sin embargo, poco a poco, empezaron a soportarlos. Rosa prendía incienso y sahumerio y al menos dentro de la casucha la fetidez parecía disiparse.

Washo solía reunirse los domingos con algunos colegas para beber cerveza y jugar vóley. Esas tardes, con el sol crepitando en el cielo, Rosa se sentaba en una silla mecedora que su marido había rescatado de la basura, para mirar el cielo con los ojos adormilados. Se acariciaba la barriga, y pensaba en su hijo. Respiraba acompasadamente, mientras escuchaba el rumor del río: un soporífero y constante murmullo quebradizo. Solamente cuando la tarde se crispaba en letanías brumosas, anuncios seguros de aguacero, regresaba a la cama, y prendía la televisión. De un día para otro, cerca del octavo mes de gestación, Rosa se dio cuenta de que le era imposible continuar lavando pues la barriga, inmensa como un óvalo puntiagudo, le producía un intenso dolor en la cintura. Decidió que se quedaría en casa, esperando la llegada del primogénito: Luis debía llamarse, como el abuelo cariñoso al que recordaba con enorme amor.

Todo parecía resultar como lo habían planeado: tenían un techo seguro, ingresos frecuentes y, sobre todo, después de tanto tiempo de espera, la llegada del hijo. De hecho, el embarazo de Rosa, terminó por sofocar las bromas de los amigos de Washo que, cada vez y con mayor frecuencia, ponían en duda el vigor de su masculinidad. A la pareja, además, la presencia del feto creciendo en el útero de la mujer, le otorgó una cuota adicional de alegría. Y hasta pensaban en la mujercita, dos años más tarde. No obstante, el día del alumbramiento, luego de que Washo descubriera el pequeño monstruo que emergió del vientre de su mujer, las cosas cambiaron radicalmente: el padre, con los pocos ahorros de la alcancía y la seguridad de que su mujer era un ser infiel, demoníaco, desapareció para siempre, y la madre, a pesar de hallarse en la plenitud de su juventud, empezó a envejecer a ritmo acelerado. Era como si el hijo, con cada chupón de sus senos, la secara por dentro. Debió doblar el consumo de alimentos ricos en proteínas para satisfacer las exigencias cada vez mayores de su hijo.

Al descubrir que su marido había huido, Rosa se sumergió en un pozo oscuro y silencioso. Llamó por teléfono a su hermano que vivía en Italia, y, después de contarle los acontecimientos –omitiendo las características físicas del Lucho, y acentuando la partida de Washo–, le rogó que le diera una mano. El hermano, conmovido con la historia de su hermana menor, le envió unos cuantos euros, pocos, pero lo suficiente como para que ella pudiera mantenerse en los primeros meses. Luego, con el niño envuelto en una manta y colgado sobre su espalda, retomó las jornadas agotadoras de lavado de ropa. Una de las esposas de los militares le dijo que necesitaba una empleada doméstica y ella, sin pensarlo dos veces, aceptó la oferta. Con ese sueldo, y las docenas de camisas y pantalones que lavaba en uno de los lavadores municipales, poco a poco, empezó a creer que el futuro podía ser mejor. Compró otra alcancía y, luego de agradecer a la Virgen por todas sus bendiciones, puso unas cuantas monedas. Qué dichosa se sintió al escuchar el golpe menudo de las monedas cayendo al fondo del chanchito.

A pesar de la figura animal de su hijo, Rosa descubría cada día los dotes excepcionales de su Lucho. Aprendió a caminar antes de los seis meses, y a pesar de que sus piernas todavía estaban frágiles, el pequeño se daba modos para desplazarse de un lado para otro. Enroscaba sus uñas a las patas de las sillas y, soportado en sus gigantes pies, daba un pasito y luego otro.

En un ser como Lucho la vida parecía sucumbir a la paradoja del espacio-tiempo. Aunque la vida continuaba con su tránsito monótono entre la sombra y la luz, el mundo del niño, encarnado en su propio cuerpo, se movía a otro ritmo. Un día –todavía en los primeros meses de vida– podía parecer un bebé tierno, descubriendo el mundo con sus ojitos abiertos, fulgurantes; y otro día –como si dentro de ese mismo cuerpo otro ser luchara por salir– Luis parecía más grande, dos, tres años mayor. Así, cada día suponía para la madre un nuevo acontecimiento incomprensible. Mientras su hijo dormía parecía que las células se reproducían a la velocidad de la luz. Y otro día, esas mismas células se contraían, retrotrayendo el cuerpo del hijo. El cuerpo de Luis: masa de plastilina, se alargaba y acortaba: fuelle de acordeón. Era imposible precisar la edad del niño. Desde los seis meses, cuando empezó a caminar, la mutación no se detuvo. Rosa optó, por ello mismo, en prescindir del vestido para su hijo –pantalones, camisetas o medias, valían un día sí, otro no– y cubrió a su hijo con un poncho que, unos días, le cubrían apenas el pecho y otros, le llegaba hasta los tobillos.

Sin embargo, quizás hacia el sexto año, el ritmo frenético paró.

Luis dejó de extenderse y enrollarse: la materia gomosa que parecía formar su cuerpo dejó su consistencia plástica para convertirse en carne humana: las células, por fin, parecieron encontrar respiro. Y el niño, igual que una mariposa que emigra de su capullo, salió a la luz.

Tenía una habilidad sobrenatural con las manos: sentado afuera de la casa, luego de que la lluvia hubiese terminado de caer, dejando la tierra húmeda, lodosa, tomaba un poco de tierra y empezaba a formar figuras. No eran las torpes masas amorfas que hacían los niños de su edad, sino delicadas representaciones de humanos, árboles y animales. En especial, le encantaba diseñar gatos, gallinas y monos. Miraba en la televisión algún programa donde aparecían estos animales y luego los reproducía con el barro. En su memoria prodigiosa se impregnaban los registros concretos de las formas y colores. Hablaba con soltura adulta, cualidad que empezó a mostrar desde los primeros meses cuando las palabras –igual que el cuerpo gelatinoso– se desplazaban en un ir y venir como un filamento de queso mozzarella. De bebé –tal vez antes del primer año de vida– emitía oraciones completas, lógicas y sugestivas, a veces monólogos delirantes, y al día siguiente, al ritmo de su cuerpo que se contraría, apenas podía pronunciar monosílabos o gemidos torpes. Pero a los seis años o más, cuando cesó el crepitar acelerado de su cuerpo, también las palabras encontraron su medida.

La madre, a pesar de su poca educación, estaba segura de que su hijo era especial, pero no se atrevió a comentar con nadie sobre sus capacidades singulares. Nadie le creería. Por el contrario, luego de que el pequeño empezara a caminar, a crecer y reducirse el mismo tiempo, decidió que el único sitio seguro para él era la casucha donde vivían. Dejó de llevarlo a la casa de los señores López, donde estaba empleada, y lo encerró. Todas las mañanas, luego de que su hijo comiera abundantes porciones de alas de pollo –herencia directa de su madre– y bebiera dos buenas tazas de humeante café, cerraba la casa y ponía candado a la puerta. El sol brillaba sobre la superficie del candado. El ruido de los autos –una ola trémula de motores y cláxones, de sirenas de ambulancia y escapes dañados– inundaba el ambiente desde la avenida que se hallaba a trescientos metros de la casa rodeada por un espeso follaje.

Rosa al regresar a casa encontraba a su hijo inquieto, con los ojillos desorbitados y un hambre feroz. Le calentaba los restos de comida que había tomado de la casa de los López y le preguntaba qué había hecho. Lucho devoraba arroz, carne, plátanos fritos, apenas respirando después de cada bocado, y, al mismo tiempo, le contaba a su madre que había moldeado su figura: una réplica asombrosa de su madre, en miniatura, que a Rosa, contrariamente a lo esperado, le produjo desconcierto y miedo.

Día tras día, el encierro le resultaba asfixiante. Una tarde, cerca de las seis, cuando en el cielo se tejía una constelación de apremiantes nubes cenizas, Rosa descubrió que su hijo había escapado de la casa. En una de las paredes se divisaba un hueco lo suficientemente grande como para que el cuerpo de Lucho –brazos y piernas largas, cabeza redonda y pecho desprendido en una amelcochada giba– pudiera salir. No tardó mucho en descubrir dónde se hallaba la criatura pues una serie de estruendos, como los de un pájaro silbador, le dieron la señal. Lucho estaba encaramado en uno de los árboles que crecían a mitad de camino entre la casa y el río. El niño, al mirar el desconcierto de su madre, rió y empezó a descender colgándose de las ramas, como un mono.

Rosa lo reprendió, le dijo que no podía romper las paredes de la casa, y escapar como un loco, debía hacer caso a lo que ella dispusiera. Lucho le dijo que no podía aguantar ahí adentro, tantas horas, pero que le prometía que si ella le dejaba quedarse fuera de casa, él, como un niño bueno, obedecería todas las disposiciones que ella, como su santa madre, le recomendara. Rosa cedió. Era imposible otra respuesta. Lucho se acercó donde su madre y parándose sobre sus piernas le abrazó cándidamente. La noche cayó. En el cielo era posible contemplar un cúmulo insondable de estrellas y constelaciones. Cómo habría querido Rosa conocer historias sobre navegantes galácticos para contárselas a su hijo, pero apenas podía reconocer la Cruz del Sur. Le contó que, hacía tiempo, en su juventud, un enamorado le había mostrado en el cielo estrellado aquella forma singular que recordaba la cruz donde murió nuestro querido señor Jesucristo.

No obstante, las promesas de Lucho resultaron solamente eso.

Cada tarde, al regresar de su trabajo, Rosa encontraba nuevos destrozos. El niño abría huecos en las paredes, arrancaba las láminas del zinc, quemaba las ollas. Lo peor de todo –que es mucho decir, pues la casa parecía haber soportado los embates feroces de un tornado– era que el Lucho se había aficionado por coleccionar todo tipo de cadáveres de animales: ratas, pájaros y perros. Para ello fabricaba trampas con sogas, cajas de madera y palos de escoba y afilaba también un platinado cuchillo de cocina. Incluso había tomado algunos de los cables de luz que su madre usaba para colgar la ropa con el fin de fabricar sus trampas.

Afuera de la casa, junto a la puerta de entrada, el niño, luego de rondar por las trampas dispuestas en los perímetros colindantes coleccionando los animales cazados, se sentaba en cuclillas y con el cuchillo terminaba de matar a las víctimas, luego las trasquilaba hasta dejarlos como bebés recién nacidos, y los colgaba en filudos palos clavados en la tierra. Para Rosa era un espectáculo terrorífico, pero, a pesar de los intentos de negociar con su hijo, nada podía hacer. También continuaba esculpiendo hermosas figuras de barro: ángeles y vírgenes, cisnes y tucanes, sirenas y unicornios. La madre no terminaba de asombrarse cada vez que su hijo la tomaba de la mano y la llevaba detrás de la casa donde, como si fuese el jardín de las delicias, estaban sus esculturas. “¿Dónde viste esto, hijito?”, preguntaba la madre, al descubrir frente a sus ojos a un gigante unicornio. “No sé, mamá”, le respondía Lucho, “me aparecen en la mente”.

No obstante la admiración que le producía, ella ya no podía controlar a su hijo. En varias ocasiones, al encontrarlo sentado en el suelo, con la luz de la tarde cayendo sobre su cabeza como un chorro de aceite, rodeado de los cadáveres de los animales cazados, perdió los estribos y luego de gritarle que dejara de hacer eso, se sorprendía a sí misma pegando a su hijo, primero nalgadas, y luego cachetadas o golpes de puño. Rosa –que provenía de una familia en la que la madre había hecho de la violencia contra su hija un acto normal, obligatorio– se había prometido a sí misma, a los quince años, mientras su madre le pegaba en la cabeza con la escoba, que cuando fuese madre jamás haría lo mismo con sus hijos, ahora, al tiempo que descargaba su furia contra su hijo, creía que Dios la castigaría por su comportamiento.

Incluso llegó a creer que su hijo, así, monstruoso, desafiante y salvaje, era un castigo divino por una vida llena de licencias y pecados. ¿Pero cuáles, mi Dios padre –le preguntaba–, si ella había sido tan devota y cristiana, durante toda la vida? En su mente, cruzada por la neblina y el desconcierto, apenas podían vislumbrarse imágenes imprecisas del pasado. Quizás aquella vez que perdió la virginidad detrás de unos matorrales en su pueblo. O, pocos años antes, cuando la sangre de la primera menstruación le pareció un acto impuro que enterró junto con el estropeado calzón junto a un árbol. Tal vez el hecho de gozar su cuerpo al sentir las caricias de aquel enamorado con el que, luego de hacer el amor sobre el pasto verde de la quebrada de Lloa, creía que el mundo era hermoso, apostada sobre su pecho, mientras él le hablaba de la Cruz del Sur.

Tal vez el odio a ese mismo Dios que no evitó que la puñalada de un asaltante nocturno se llevara a su hombre. Rosa se preguntaba si ahí estaría la raíz de la ira divina, si esa sería la causa, pensaba, de todos sus castigos y acto seguido, mientras observaba a su hijo, sumiso, agarrado a los pies, a los cuales besaba con devoción silenciosa, le tomaba en brazos y lo besaba en las mejillas, una y otra vez, como si así pudiera desprenderse del horror que le causaban sus propios actos.

Luego de estos encuentros, el niño parecía sumirse en un estado meditativo, lejano, apenas susurrando para sí, al tiempo que se acostaba sobre el piso para mirar las formas apelmazadas de las nubes. Así pasaba el día entero hasta que las primeras gotas empezaban a caer. Entonces, rápidamente, se metía en casa. Odiaba el agua. La madre y su hijo, juntaban planchas de zinc o pedazos de plástico para cubrir los agujeros que el propio Lucho había hecho.

La calma parecía regresar.

Sin embargo, de un día para otro, la ley de la ferocidad operaba nuevamente en el cuerpo de Luis. Se levantaba de la cama y luego de que su madre partiera para sus jornadas habituales, empezaba con sus andanzas. Para Rosa era ya un caso perdido. Empezó a contarle a su patrona sobre el comportamiento extraño de su hijo así como sobre sus habilidades para la escultura y la caza de animales silvestres. La señora de López, luego de salir del estupor –una mezcla de incredulidad y asombro– aconsejó a su empleada doméstica que ingresara a su hijo a un instituto mental, quizás ahí, le dijo, podrían encontrar la cura para los males. Rosa le dijo que su hijo no estaba loco. -”Entonces”, respondió la señora de López, -”deberías darle una lección. Dile a un hombre que conozcas que le dé una buena paliza al guambra malcriado para que tome juicio”.

Rosa, mientras la señora le recomendaba, pensó en su compadre Edison. Aunque no lo había visto en mucho tiempo, a raíz de la desaparición de su marido, seguramente podría contar con su apoyo. Durante el trayecto de regreso, sentada en una de las últimas bancas del bus, mientras la ciudad parecía una mancha de formas, apenas visible detrás de la ventana, Rosa creyó que, quizás, no fuese necesario adoptar medidas tan extremas. Su hijo no era tonto, y tarde o temprano debía entrar en razón. Era cuestión de mantener la calma, armarse de paciencia y esperar a que en el Lucho se abriera el entendimiento. Sin embargo, al llegar a la casa se dio cuenta de que, en efecto, era imposible dominar la naturaleza animal de su hijo. Sobre la puerta de la casa, el niño había clavado al menos dos docenas de diminutos cráneos pulidos y lisos –sobre los cuales el sol de la tarde refulgía con sus últimos rayos de luz– de bebés ratas. Rosa no reaccionó como hubiese sido de esperar. Apenas le dijo que tenía unas cuantas alas de pollo que había tomado de la refrigeradora de su patrona y que pronto podría comer.

A la mañana siguiente fue a visitar a su compadre Edison en el edificio que levantaba, junto con treinta albañiles más, frente al parque La Carolina, y le contó todo, sin guardarse ningún detalle. Los dos, apostados debajo de uno de los árboles del parque, se protegían del caliginoso resplandor del mediodía, mientras comían platos de guatita y bebían sorbos de Coca Cola. El compadre le dijo que contara con su ayuda. El fin de semana iría a la casa y le daría una buena zurrada al impetuoso niño de los demonios. Y así lo hizo.

El sábado llegó cerca del mediodía. Traía atravesada una borrachera a cal y canto. Apenas podía ponerse en pie y, mientras lanzaba improperios contra el mundo, trataba de encender un cigarrillo. Rosa salió de la casa donde a esa hora preparaba una espesa sopa de fideos con pollo. Lucho estaba detrás de la casa diseñando un conjunto de figuras en serie: se trataba de una decena de maltrechos soldaditos estadounidenses de la guerra de Vietnam que el niño había visto en una película el día anterior. Al mirar el estado calamitoso del compadre, Rosa se arrepintió de haberle pedido lo pedido. A la vista era una mala idea y, al tiempo que arrastraba al compadre adentro de la casa, trató de disuadirlo, pero era una misión imposible: Edison, afiebrado por el alcohol que bullía en la sangre, insistía en que si su comadre necesitara de un hombre que pusiera las reglas de la casa, él estaba ahí para eso y para lo que necesitara. Al subrayar las últimas palabras, Rosa sintió una punzada en el estómago. ¿De verdad, era real lo que escuchaba? ¿Podría su compadre, el delgado y sibilino Edison, anidar en su corazón otros sentimientos hacia ella? Y de ser así, ¿eso podría suponer que Dios le diera una nueva oportunidad para ser feliz?

Durante los siguientes minutos, mientras Edison caía desplomado sobre la cama, con la piel cetrina y los ojos hundidos en profundas ojeras, Rosa pensó que, quizás, todo podía arreglarse, aunque, inmediatamente, otra punzada le apuñaló el corazón: tal vez, el borracho Edison, quisiera que ella estuviese, por obra y magia del destino, otra vez soltera y huérfana de hijos. Tal vez, seguía pensando, como si su cerebro fuese una máquina fabril, el compadre suponía que ella quería deshacerse de su hijo para allanar su camino. Eso jamás pasaría, dijo al borracho que empezaba a roncar emitiendo sostenidos hipos apestosos, y fue a encontrar a su hijo. Era un acto instintivo, debía abrazarlo y reafirmar que, pasara lo que pasara, nunca se separarían. Detrás de la casa, amparado por las sombras que formaban las prendas colgadas en los cables de luz, Lucho continuaba con su metódica labor. Alzó la mirada y vio a su madre: le parecía hermosa, casi la réplica perfecta de la Virgen María que los protegía desde la imagen clavada cerca del televisor: pensó que debería moldear la figura de su madre y él en su piernas, apenas despierto. Durante otros segundos la contempló iluminada por los rayos del sol que a esa hora caían desde el cielo, perpendiculares, en un chorro prolongado de luz blanca.

La madre se acercó y, sin rozar siquiera las piezas que su hijo había formado con tanta meticulosidad, le abrazó, le besó en la frente, los ojos y las manos. “Mi amado hijo”, le dijo, y regresó a la casa. El compadre la esperaba bajo el umbral de la puerta, con los ojos vidriosos y trastornados. En la mano derecha blandía el filoso cuchillo que Rosa usaba en la cocina. Rosa se abalanzó hacia él. “¡Está loco!, compadre”, le dijo, “deje eso”. “¡No!,” gritó el hombre, ahora vamos a hacer justicia divina: “hay que matar al engendro de Satanás”. “Deje, deje”, imploró Rosa, tratando de evitar que Edison pudiera dirigirse a la parte trasera de la casa. Pero los intentos fueron vanos: ella no podía competir con la fuerza del compadre quien, con un manotazo preciso en el rostro, la dejó tendida sobre la tierra.

Una nube pasajera desdibujó la masa caliente del sol. Se hizo la sombra. Edison caminó todavía zigzagueante hacia el pequeño Lucho. Éste, al mirarlo, se levantó preparado para lo que venía. En su fuero interior sabía que debía defenderse del gigante que, con los ojos ensangrentados de furia, se acercaba. La pelea fue breve, apenas lo suficiente como para que el niño, con un salto impredecible, estuviera sobre el cuerpo del borracho. En la caída, Edison se desprendió del cuchillo y, durante unos eternos segundos, miró la figura demoniaca de Lucho, con los dientes de Drácula y la risa colmándole el rostro. Y luego, al tiempo que sentía cómo el filudo metal ingresaba en su corazón, pudo sentir los estertores de su vida, una vida que se le escapaba entre regurgitaciones de burbujeantes sendas de sangre, y el olor ácido, ligeramente dulzón de la misma sangre. Luego, el silencio. Lo último que miró fueron unas sombras que descendían del cielo como caballos salvajes, y el olor espeso del contaminado río Machángara.

Cuando Rosa despertó corrió hacia la parte trasera de la casa. El corazón le latía con fuerza. Una línea de sangre le surcaba la frente, le dolía la cabeza. Entonces descubrió la escena: el cuerpo sin vida del compadre, con el cuchillo todavía clavado en el corazón, sobre un rojísimo charco de sangre, junto a las ropas en el piso, las mismas que ella había lavado por la mañana y que luego colgara sobre los alambres de luz. Extrajo el cuchillo del cuerpo inerte con un gesto de horror, y empezó a buscar a su hijo por todas partes, gritando su nombre una y otra vez.

Todo estaba en silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido, en una perpetua cámara lenta, tan poderosa que desvanecía los ruidos, los olores, el espacio. Caminó hacia la quebrada que llevaba al río. Ahí, envueltos al árbol descubrió los cables de luz. Gritó, aulló, y se abalanzó hacia su hijo al mirar cómo esos cables, sujetos a la raíz del árbol, envolvían su cuello. Con el cuchillo friccionó sobre la capa de PVC hasta que, por fin, los cables se rompieron. Inmediatamente escuchó como el cuerpo de su hijo se deslizaba por la quebrada. Se imaginó lo peor: el cuerpo de Lucho cayendo sin resistencia hasta el mismo río. Pero, por suerte, mientras el niño se deslizaba entre los matorrales, había podido sostenerse con sus manos. Benditas garras de mono, pensó la madre, y empezó a subir a Lucho. En el cuello le surcaban dos líneas violáceas; de la piel lacerada brotaba un fina capa de sangre; los ojos, todavía desorbitados y la lengua colgando de los labios. Pero estaba vivo. Era un milagro. Durante el resto de la tarde curó las heridas de Lucho y, sentada sobre la silla mecedora, contempló cómo la tarde se perdía detrás de un azulino manto amarillento, renacentista.

Lucho, todavía con los colmillos de la muerte mordiéndole las heridas, pensó que la siguiente escultura que elaboraría sería la de su piadosa madre, vestida como la Virgen María, con su hijo sobre sus piernas, desfalleciente y feliz. “Sí, eso haría”, pensó.

ESCRITOR ECUATORIANO JUAN PABLO CASTRO POR SU NOVELA LOS AÑOS PERDIDOSJuan Pablo Castro Rodas (Cuenca, Ecuador 1971) es escritor y profesor universitario. Sus artículos sobre cine y literatura han aparecido en las revistas Diners, El Búho, La Casa, Caracola, Kipus, SoHo, Casa de las Américas, Revolución y cultura, y en algunos periódicos. Algunos de sus cuentos han sido publicados en las revistas Casa de las Américas, Barcelona Review y Omnibus. Es autor del poemario El camino del gris, las novelas Ortiz, La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba, Carnívoro, Los años perdidos, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el libro de teatro Los invitados y del ensayo Las mujeres malas. Forma parte también del libro de ensayos Quadrilátero, y de la antología “Latitud cero: doce narradores ecuatorianos”.

Crónica de la piel

Una selección de poemas del venezolano Adalber Salas Hernández

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Los poemas pertenecen al libro Salvoconducto.[/alert]

Poemas

  1. Crónica de la piel
  2. Del testigo
  3. Barcelona, 2011
  4. Pasaje de ida

Crónica de la piel

Esta mañana
Caracas amaneció repleta
de muñecos de cera.
Estaban parados en las esquinas
sentados en los techos
echados en los parques
plantados en las puertas de los edificios
en las escaleras de los barrios.
Miles.
La gente miraba sus ojos nublados
la superficie brillante de sus cuerpos
esa inmovilidad como traída
de algún sueño
demasiado viejo para ser recordado.
Miraban y hablaban
la gente a ellos
a los muñecos de cera
les hablaban con voracidad
los atiborraban de palabras
que se pudrían con el sol.
A todos les gustaba
esa manera de callar
que delataba lo espesos que
eran los pensamientos en sus
cabezas
les confesaban sus miserias
las que mordían sus nucas al dormir
les declaraban un amor
sin hervores
sin esa fiebre
que empaña los espejos
y hasta peleaban con ellos
(varios muñecos fueron abatidos
algunos
por la espalda).
Hacia el final de la tarde
ya se habían derretido
casi por completo:
uno podía ver burbujas
sobre esa piel opaca y triste
como si fueran el síntoma
de una enfermedad voraz
y definitiva como todo lo palpable.
Nunca fueron tan amados
como cuando sus rostros
se habían diluido
en una masa
impronunciable.

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Del testigo

No sé cuáles eran sus nombres
al principio.
Se han vuelto borrosos
pasando de una boca a otra
como mercancía de contrabando.
Tampoco conozco sus edades
ni los rasgos que cosían
sus rostros.
Solamente sé
lo que todo el mundo ya sabe
que ellos no tenían
nada que ver que
miraron por error
lo que estaba ocurriendo
allí junto a ellos
y siempre siempre
hay que pagar las miradas que lanzamos.
Solamente recibimos esta ley.
A ellos los ataron
para que no se movieran.
Así pudieron escuchar bien
el ruido de sus propios huesos
al romperse
cuando los patearon.
Escuchar bien sí escuchar bien
hasta que nada más quedara la sordera
el cuerpo haciéndose denso
compacto
olvido.
Los dejaron ahí
y no sé
si sobrevivieron o no.
Sus nombres
irreconocibles
siguen testimoniando.
(Solamente testimonia
lo que se ha vuelto tan ilegible
para sí mismo
que empieza a pertenecer
a la boca de todos
al mundo hambriento y brutal
de los hechos).
Tomo esos nombres
y los pongo ahora bajo mi lengua
como una moneda vieja
y gastada
como un pequeño sol oxidado.

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Barcelona, 2011

Fue en una de esas calles
tan largas y tan estrechas
que parecen un destino.
En la acera derecha
había un sillón rojo
y en el sillón rojo
había un hombre
delgado.
Su pecho subía y bajaba
levemente
dentro de una franela desteñida
llevaba jeans
gorra
y unos zapatos mal dibujados.
Todo él estaba hundido
en esa inocencia que sólo tienen
los minerales.
Junto a su brazo había
una inyectadora
fruto sangriento que permanecía
inmóvil
con una mansedumbre que aún
no me sé explicar.
Estaba solo
completamente
a la deriva en esa calle
demasiado extensa como para ser
otra cosa que la eternidad.
Algunos pájaros
volaban sobre su cabeza
dibujaban grietas
en la triste simetría de sus rasgos.
Eran de esos pájaros que
no entran en la niebla
porque temen ser borrados.
Todavía puedo verlos
o imaginarlos
sobre ese cuerpo
ese reloj roto
del que se habían ido
todas las horas.
Todavía puedo ver
cómo el tiempo se pudría
sobre esos párpados cerrados.

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Pasaje de ida

El tiempo es el hambre
pienso
la brutal música del hambre.
Miramos la
pantalla de salidas
y el próximo vuelo
y el próximo
y el próximo
todos despegando
con la precisión del olvido.
El tiempo es el
hambre
que vacía
las cosas desde adentro
eso que les regala
justo ahora
el paraíso duro de la espera
y la huida.
(¿De quién es este ahora?
¿a quién se lo robamos?)
los relojes no saben nada de esto
no pueden oír su arritmia
los ensordece.
Observamos las filas de gente
maletas bolsos tickets
recuerdos regados como aserrín por el suelo
para que no hagan ruido los pasos.
(¿Contra qué se escriben los pasajes de avión?)
El corazón es un órgano para la fuga
un órgano roído por minutos
por ratas
tercas implacables.
Escuchamos la cadencia
estúpida de los motores
el sonido del tiempo que nos
abre vetas en la carne.
Así suena el hambre
así así
suena como el próximo vuelo
como la música que se escurre
se repite
detrás de las paredes
erosionándolas
(pienso y) miro entonces
tus manos
como frutos
abiertos
enseñando sus semillas sus
carnes blandas
su piel
callada
frutos que ya no pueden
ser arrancados
a la boca del silencio
por nadie.

Adalber el escribienteAdalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras. Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura con el libro La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), así como autor de los poemarios Extranjero (bid&co. editor, 2010; Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, de Marguerite Duras ( bid&co. editor, 2013), y Elogio de la creolidad, de Bernabé, Chamoiseau y Confiant (bid&co. editor, 2013). Textos suyos, tanto poesía como ensayo, han sido publicados en distintos medios, nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña como director de la colección Voces Iniciales en bid&co. editor, como parte del consejo de redacción de la Revista POESIA (Universidad de Carabobo) y cursa como becario el MFA en Escritura Creativa en Español de New York University.

Hermosas flores sobre las autopistas de la noche

Una selección de poemas del ecuatoriano Juan José Rodinás

por Juan José Rodinás

Poemas

  1. Hermosas flores sobre las autopistas de la noche
  2. Las Estrellas
  3. Desde un carruaje bajo la noche perdida
  4. Cuentito sobre los paisajes
  5. Tras recorrer la carretera en un Ford antiguo
  6. Sobre un cuento de Dino Buzatti
  7. La cámara de Tziga Vertov sigue filmando sola
  8. Después de la lectura de Alicia en el País de los Cuantos de Robert Gilmore

Hermosas flores sobre las autopistas de la noche

La noche pide: “inclúyeme en la imagen”, mientras alguien
llora en mi cabeza y nos perdemos.
Cuento los billetes para subir al tren
y la noche es un puente desarmado.
Estrellas cuentan. Cuentan los trenes.
Porque los trenes de esta casa solo van a esta casa.
La casa es pequeña: es más bien una habitación mía.
Los trenes sólo conducen a la mente de quien,
por esta casa, estuvo (y midió los atajos entre el cuerpo
y las estrellas dibujadas sobre el cielo vacío).

Te lo dije: billetes, escobas, fundas de basura
como largos lamentos. Pídeme sobrias explicaciones
como estrellas molidas. Sí. La noche me pide mis lamentos.
Hay letreros que dicen: Sex shop, consultorio, dinero.

En efecto, soy alguien que sólo es material
cuando sale del cuadro. ¿me ves perderme o,
al menos, enfrentarte, cuadro del cuadro de mi sueño?
Aquí acaricio un animal empedrado y áspero,
pero cuyas heridas son formas de una frontera en movimiento.

Estoy perdido dentro del cuadro y fuera del cuadro:
estoy perdido. Nunca en el límite que trazo velozmente.
La energía pide morir, pero canta para su flor en bruto.
La esfera canta (y dentro se ilumina el no lenguaje
como una marcha de obreros en el centro de una ciudad vacía).

Canta la probabilidad, canta la esfera de mi noche
donde crecen las flores encima de las cucharas sucias,
encima de las latas de cerveza y las cobijas húmedas.
Canta la probabilidad de tantas flores vivas o muertas.

La noche y sus anuncios duermen sobre mi bosque rojo
y se oyen mugir tractores que nunca conocerán
el horizonte sobre las arrojadas formas de mi brasa viva.
Estoy en el límite entre la llama que quema las pasturas
y el hielo que aviva esos incendios: y que inventa otros.
En medio de mis hablas un avión destruido recomienza
la esperanza de que las flores vuelen conmigo,
sobre un mundo en el sueño de todas mis autopistas perdidas.

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Las estrellas

No escribí: tribu de un hombre solo,
un hombre despoblado de hombre
también anhela cielo.

Escribir el horizonte
es mirar el cielo y pensar en algo que no sea nube.
Nube, dicción, grumo. Yo sé:
el hambre de estrella también mata,
la estrella mata por ausencia de fruto,
por ausencia de frase en bruto.

No hay humano que también hable astro. Por eso,
la letra no es eterna, la letra canta su caverna y cráneo
por eso el hombre no merece estrella,
sino cuchara, jarro de lata & péndulo.

Y, ahora, un hombre dibujado escribe a su obra muerta:
dame la llave de la casa que no existe para poder quemarla,
quedarme allí, quemarme de invisible:
el humo de la casa del NO,
la ruina de lo que NO me queda.

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Desde un carruaje bajo la noche perdida

Las flores blancas:
la narración interna de una luna que giraba
entre la flor y su extremo de agua.
Hacia: la descripción de un bonsái
en cuyo cielo mínimo nevaba.
Esto no es jardín: pero presta atención al detalle completo.
Tu decías que la zanja era de algún modo
como las estrellas sobre el bonsái
en la sala de la casa con hijos que jamás tendré.
He llegado a viejo demasiado pronto,
como si los banquetes de la vida
se hubiesen comido a sí mismos, en una cena
a la que yo no había invitado a nadie.

Y sé, después de todo, que esto también era soñar.
Un sol que, de pronto, se podía iluminar
a sí mismo y dejar que alguien se ocupe de toda la belleza.

Las cosas, las cosas, las cosas.
Y un río que, de pronto, existía también.

Y las estrellas.

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Cuentito sobre los paisajes

La irrealidad
describe el corazón de una oruga en la mente.
Si yo supiera dónde está mi mente
empezaría por describir algo:

la iridiscencia de un órgano ínfimo
solo palpable, tras la niebla de plomo,
con la mano de un niño.

Cerebro que resguarda las nervaduras negras
de la ante-mariposa.
Cerebro-caja de siete puertas
donde crece un baniano de niebla.
Cerebro-invierno
donde los animales muelen su estructura
para abrirse a lo blanco.

La irrealidad es una vela que se enciende.
Esta noche se quemarán los campos.

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Tras recorrer la carretera en un Ford antiguo

Hablas con una chica que acaba de morir.

¿Cómo te llamas, muchachita?
Posibilidad Sueño García de la Mente.
¡Mancha el corazón con esto!
¿Y qué es esto?

Esto es el sueño de un hombre
que despierta en un lugar inhóspito
y tiembla mientras dura este poema
-sobre tarros de gasolina-
forrado con pieles de una paloma de cartón.

Por eso, mi forma de llorar
es escribir sobre tus pies cansados,
mientras miro una casita roja
más allá del aeropuerto de la ciudad perdida
y de su bosque a la redonda.

Así ha sido mi vida,
la casa del detalle,
la voluntad de un pájaro por destruir su canto.

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Sobre un cuento de Dino Buzatti

Leo el evangelio de las cosas en el ojo del caballo:
una carretilla (que no entiendo,
pero que avanza con tripas arrastradas
sobre una carretera de hielo).

La nieve es nieve.
Leo la descripción de esa carretilla
y la palabra carretilla se copia aquí.
Eso leía o eso leo.

Leo una historia muerta
(fragmentos de objetos que no hay:
un pozo diseñado para imaginar
que hay un pozo ahí donde está el pozo).
Imagen que trucamos para que nos crean
cuando decimos la verdad:
la carretilla lleva tripas hacia la casa donde…

El caballo sueña un caballo inmolado
sólo para demostrar que hay sufrimiento,
pero lo que leo es un montón de vísceras
y un caballo sagrado por fuera de la foto.

En fin, entrar y salir del cuadro:
el propósito es mostrar que los caballos no corren libres,
pero podrían y ese podrían impulsa al caballo irreal
por fuera de la foto: la realidad es que la masa
de órganos un día atravesó el campo muerto,
entonces vivo.

Después de todo hay cedros (y rosas
clonadas en genoma laboratorio dentro y algunas
vacas) y hay cedros y cráneos de conejo y tarros
de basura.

Hay mucho campo muerto, pero el caballo
estaba vivo en el campo muerto, pero hoy yo estoy vivo
& muerto.

El caballo y yo estamos hechos de neuronas,
palos y piedras para que la gravedad no nos olvide.
El caballo y yo somos dos carretillas de vísceras
que nadie lleva.

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La cámara de Tziga Vertov sigue filmando sola

Si yo pudiera mirar la casa que tengo en frente.
La casa donde el gorrión espera
que el gorrión regrese
cuando yo,
mi cabeza en el agua,
perdido en alguien,
nunca en mí, regreso.
Si este ojo fuera mi ojo,
estaría mirando,
frente a frente,
realidad miraría,
aunque fuera sólo
una forma exterior del vacío que arrecia.

Si algo viera
vería una cabecita de trapo esperándome,
como si la hubiese sostenido mi hija,
como si la casa estuviese vacía para siempre.

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Después de la lectura de Alicia en el País de los Cuantos de Robert Gilmore

La nieve dibuja
una casa roja que no verás por ahora.
La casa roja está allí, pero tienes que esperarla un poco.

Dicen los que saben de algo
-y uno es El Ignorante-
que un copo de nieve se ha extendido en la península
bajo la mano y bajo la mano hay partículas de agua
entre la piel y el viento.

En esa imagen,
en un micropunto de esa imagen,
se desprende un quark extraño
porque es imposible,
de un neutrón de un átomo hidrógeno
porque es imposible
hacia el paisaje, se desprende el antineutrino
en la paleta de tres colores.
Un quark extraño se desprende
porque es imposible.

Entiendo que esto, el hombre común,
-como yo que aquí sólo imagino-
sólo puede –también- imaginarlo.

¿Puedes imaginarlo conmigo?

Un racionalista lo habrá pensado diferente,
pero lo cierto es que la nieve ha derribado la casa
para dar sentido a esta precipitación de lluvia
y de partículas, cómo no, elementales.

Se teje la materia punto tras punto
-del punto al punto-
hay un color de encaje entre los hilos
del quark encanto al quark arriba,
del quark extraño al quark abajo
del quark fondo hasta el quark cima.

Un cielo imaginado sería suficiente
para que este neutrón tenga hogar en la casa de la vida.

Cielos claros donde un mirlo es ordenado,
monseñor de las estrellas de los valles vacíos,
ruiseñores quarks vuelan sobre la cima del neutrón.

Todo está en todo- reza el adagio.
El color reúne.

Rojo que no es rojo: ¿un antirrojo?
Verde que no es verde.
Azul que sólo es azul a veces
-azul del antiazul a veces-
como ahora que la nieve se derrite y la pala del granjero
se hace visible.

El color da sentido, pero es irreal.
Desde abajo de la materia el gluón pega lo invisible,
pero es casi tan irreal como tú y yo mientras leemos esto.

Pega lo invisible.
Pero tú has visto que no hay nada que ver.
El mundo
-y su baile de quarks-
de pronto es sólo el mundo
y la primera
y la única mariposa.

 

SONY DSCJuan José Rodinás (Ambato, Ecuador, 1979) es el seudónimo de Juan José Rodríguez Santamaría, nombre bajo el cual publicó sus primeros libros. Estudió literatura y periodismo en Quito. Hizo cursos de traducción en Madrid. Ha publicado Los rastros (Quito, 2006), Viaje a la mansedumbre (Barcelona, 2009), Barrido de campo (Arequipa, 2010), Código de Barras (Quito, 2011), Cromosoma (Quito y Santiago de Chile, 2011), Estereozen (2012), Anhedonia (Popayán, 2013). Ha sido incluido en varias antologías. Además, ha publicado varios ensayos sobre poesía ecuatoriana e hispanoamericana. Ha obtenido el Premio Internacional de poesía joven La Garúa, entre otros. Algunos poemas suyos han sido traducidos al inglés y al francés.

La boca del sapo

Una selección de microrrelatos del escritor mexicano Mariano F. Wlathe.

La boca del sapo

Lo visité poco antes de que muriera. Nunca me agradó. No quise que se fuera sin habérselo dicho. Quise verlo a la cara una última vez y decirle quién era el responsable de todo su mal. Estaba desahuciado y sin poder hablar, apenas pudo hacer unos cuantos gestos. Memoricé cada uno de ellos: la furia con que intentó apretar sus dedos descoordinados y chuecos para formar un puño; su mirada llena de rabia e impotencia; la frustración en sus labios incapaces de insultar o, siquiera, escupirme; sus ojos llorosos llenos de cólera y miedo. Sentí lástima por él. Lástima y asco, la misma sensación que se tiene al matar una rata o un sapo. —¿Qué te ha hecho ese hombre? —Me quitó todo… yo necesitaba el dinero. A la compañía no le afectaba, sólo eran unos miles de pesos. Me acusó. Perdí el trabajo. Por poco me meten a la cárcel. Mi mujer no lo soportó, me dejó y se llevó a los niños. —Tú, ¿lo odias? —Sí, lo odio con todas mis fuerzas. —¿Qué deseas? —Deseo verlo sufrir, madrina. Quiero que sufra y se muera. Llegué a mi casa cargando la pequeña caja de cartón con respiraderos. La coloqué sobre la mesa. Mis piernas temblaban. La ansiedad que recorría mi espalda me provocó escalofríos. Sacudí mis brazos y corrí a la cocina por un vaso de agua. Traté de relajarme, encendí el televisor. Concursos. Una mujer trataba de adivinar la respuesta mientras un globo lleno de harina amenazaba con reventarse sobre su cabeza. Cuando el globo estalló me carcajeé histérico, feliz, y; sin embargo, miraba constantemente, lleno de angustia, la caja encima de la mesa. No podía dejar de pensar en el animal moribundo que contenía. —¿Estás seguro? —Sí, madrina. —¿Te parece justo? —Sí. Él me arrebató mi vida. Ahora yo quiero quitarle la suya. —Escribe su nombre. Escribí en tinta negra sobre un pequeño trozo de papel. Mi madrina se levantó de la mesa y fue a buscar algo en el cuarto de atrás. Esperé. Mi mirada se distrajo entre las velas negras y el terciopelo barato. Ella regresó con una caja de cartón color blanco llena de diminutos orificios. En el interior había un enorme y feo sapo. Ella tomó una aguja e hilo negro. Me pidió doblar el papel e introducirlo en la boca del anfibio. El animal se sacudió con fuerza. Lo sujeté. Ella rezó por mi causa, para que la muerte de mi enemigo llegara con la del sapo y, con el hilo negro, le cosió la boca.

Noé

Hijo, me preguntas si tengo fe en Dios. ¿Qué esperas que te diga? Aquí, atrapado en esta prisión de madera y agua, escuchando el desesperado arañar de las paredes y los gritos de auxilio de toda la humanidad. ¡Por supuesto que creo en Él! Trata de abrir la puerta y sentirás cómo su fuerza la cierra, trata de sujetar la mano de un niño que se ahoga y sentirás cómo pesa más que un elefante. No, no me mires así. Sé lo que piensas: que soy un cobarde, que debería mirar por la borda a todas esas familias, vecinos y amigos ahogarse para darme cuenta de que, tal vez, era mejor morir a quedar condenados a la endogamia y los caprichos divinos. Pero en el futuro nadie dirá eso. La historia nos reivindicará, porque escucha bien esto, hijo mío: la historia la escribiremos nosotros y nadie más.

Amanecida

—Despierta pequeña. —¿Qué hora es? —preguntó adormilada la niña. —Es tarde, tenemos que ir con tu papá. —Pero mi papá está muerto —respondió la niña aún envuelta entre las cobijas. —Por eso. La niña abrió los ojos, sintió una opresión en el pecho y comenzó a toser. Una densa niebla llenaba su cuarto. —Tranquila —dijo la voz, profunda y amigable, oculta entre la gris espesura de la bruma —, sigue mi voz. La niña se levantó desconfiada y caminó con los brazos extendidos hacia el frente tratando de hallar a quien le hablaba. A unos cuantos pasos, una lóbrega silueta se dibujó ante ella. —Toma mi mano —dijo la silueta, iluminada por un halo rojizo que se filtraba en la habitación, y extendió su larga y delgada mano. La pequeña, temblorosa, sujetó aquella mano fría y descarnada. —Pero mi mamá… se va a preocupar. Tengo que pedirle permiso. —Descuida —confortó a la niña mientras la guiaba entre el fuego que consumía la casa —, estoy segura de que ella también vendrá.

MarianoMariano F. Wlathe (México, 1986). Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su trabajo narrativo ha sido incluido en revistas nacionales y extranjeras, y en las antologías: Visiones 2013 (AEFCFT, 2014), Alter libido 4 (Alevosía Multiformatos, 2013), Cuéntame un blues (La tinta del silencio, 2013), Antología de cuentos y obras para títeres sobre alebrijes Vol. II (Gobierno del Distrito Federal, 2013), Bosques (Fantasía, 2013), Penumbria Año I (Penumbria/KGB, 2013) y ¡Está vivo! (Difusión Cultural Saliva y Telaraña, 2012). En octubre de 2013 publicó su primer libro de microficciones: CALAVERA.

wlathe.blogspot.mx • facebook.com/mfwlathe • @Wlathe

Realidades Mentales

Selección de poemas de Marcelo Morales

Poemas

  1. Tres líneas blancas en mi pulóver rojo
  2. Estaba en el Paseo del Prado
  3. A Mariela Stuart
  4. Alguien me habló de un poema de Miguel Ángel
  5. Recuerdo tus pies descalzos en el parque
  6. A Migdalia y Roberto Branly

Tres líneas blancas en mi pulóver rojo.

Tres líneas blancas en mi pulóver rojo. Todo esto para nada,
en el baño del bar pongo la mano en la pared para mear.
Mi muerte: Tres líneas blancas en mi pulóver, ahora ya tengo treinta,
el país está detenido, pero el tiempo no.
La vida a esta edad, parece corta.
Tomo cerveza con “poetas”, uno me llama colega.
Nadie más preocupado por lo que se dice de la poesía que un mediocre.
Me he creado este vacío, ellos piensan que yo pienso.
La periodista dolida juega a capuletos y montescos,
sin amor.
No hablan de lo que digo sino lo que de eso entienden.
Pobres cristos, como si lo que yo pensara tuviese importancia,
como si la literatura la tuviese.
He visto las camillas en los pasillos, las luces tenues,
las caras de los que van a morir.
Aluminio descascarado, restos de pizza, tu mirada sobre el mundo.
La poesía no puede ser oficio, el arte es arte, no artificio, les digo,
no es un proceso cultural, es un proceso del espíritu,
es mi espíritu en contacto con el mundo, mis manos tocando la pared,
la percepción.
Tres rayas blancas en mi pulóver rojo. El agua temblorosa del garaje.
Mi vida, y todo lo que la rodea se reúne en el presente.
Los poetas ya se fueron.
Pinga, ya tengo treinta, pienso, una y otra vez, miro el salero.

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Estaba en el Paseo del Prado

Estaba en el Paseo del Prado, un festival de poesía,
más seco que un ladrillo en el verano, recordaba ese poema de Bukowsky.
Antes, me había levantado, había visto el mar chocando contra el muro.
Mis amigos, se habían ido todos de la isla, en la punta los leones,
y llegaron esos tipos de nuevo a hablar de poesía,
mis amigos se habían ido todos de la isla, mis amores.
Manda pinga, me dije,
yo tenía una tristeza más grande que una mosca.
Aunque creo haber visto un gato blanco moverse entre los charcos.
La piedra del muro gris estaba fría, estaba negra y mohosa y estaba fría.
Afuera los demás hablaban de la forma, el contenido.
Gato blanco, gato blanco.
Aunque creo haber visto un gato blanco moverse entre los charcos.

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A Mariela Stuart

Ahora me gusta saber que voy a morir, que tengo poco tiempo, mis manos,
me gusta tener conciencia de que van a podrirse, cada minuto vale el doble,
existe la vida de la periferia y la del centro. Lo poético es estéril.
El lenguaje es mi doble. Vocación de estar tan solo, vocación.
El objetivo no es producir una obra perfecta. El objetivo no existe.

Dolor de espalda, recorrido por la casa, me llaman y me dicen que ha muerto Watanabe, hablé con él en Lima meses antes de morir, me dejó su mantis religiosa, y el recuerdo de una voz amiga en el teléfono, el encuentro pospuesto. La garúa.
Me pregunté siempre cómo se podía ser tan amable, algunos seres llegan a esa luz, evolución, después de todo, me digo, quizás, la poesía sirva para algo.

Casualidad:
En la televisión un programa sobre la mantis.
No me aturden tanto las cosas sino sus relaciones,
la lógica de mi vida es la de su relación con el mundo. (P)

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Alguien me habló de un poema de Miguel Ángel.

Había perdido a su amor, se asomaba a la ventana pensando que oiría las trompetas del juicio final, abrí la ventana seguro de que vería, el hongo atómico. El cataclismo global. Mi vecina regaba las plantas, como todas las horas, de las mañanas, todas. (P)

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Recuerdo tus pies descalzos en el parque

Recuerdo tus pies descalzos en el parque, íbamos a comer pizza con tu hermano. Recuerdo saber, estar enamorado, era algún segundo de 1999. Aquella noche, junto a los libros, hicimos el amor, por primera vez, hicimos el amor, como en los cuentos, recuerdo la luna, la luz blanca. Si pudiera volver, lo haría de igual modo, incluso, lo malo del amor, era igual a la luz.

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A Migdalia y Roberto Branly.

Mi tía lee los poemas de mi tío cuando cae la tarde.
En un mundo que se apaga en un mundo que se aleja.
Me pregunta si recuerdo las cosas que me decía Guillén.
Los cuentos de Lezama.
Nunca le hice caso a esa herencia.
Mi tía lee los libros de mi tío cuando cae la tarde.
En un mundo que se apaga,
soy testigo de ese amor.
En la tierra,
es la única que lo extraña
que en verdad lo recuerda.
Uno da el amor de la gente que lo ama por sentado,
uno da el amor como derecho, en un mundo que se apaga,
en un mundo que se aleja.
Me habla de los poetas muertos
de Padilla, Baragaño, de Nogueras.
Mi tía lee los poemas de mi tío cuando cae la tarde
En un mundo que se apaga
en un mundo que se aleja.
soy testigo
de ese amor.

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Marcelo-Morales-Jan-2014_edited-11Marcelo Morales Cintero. (La Habana, 1977). Poeta y narrador. Es graduado de Licenciatura en Historia por la Universidad de La Habana, y cursó un Diplomado en Lengua y Cultura Italiana por la Universitá per Stranieri di Perugia, Italia. Actualmente trabaja en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos.

El galpón de los cuentos vivientes

Un cuento del escritor ecuatoriano Jorge Vargas Chavarría

Por Jorge Vargas Chavarría

Desde hace algún tiempo recibo la misma invitación una y otra vez: unirme a un club donde aspirantes a escritores recitan juntos el fruto de su ingenio cada tercer sábado del mes. Se lo he confesado varias veces a Norah, no creo que la escritura responda a un ejercicio creativo. Para mí, quien también intento escribir, la escritura es un plagio constante; la justificación a una mentira trabajada con un poco de estilo. Cada texto es resultado de un sinnúmero de líneas ajenas que lograron “de algún modo” sacudirnos el alma.
La semana pasada, con el aroma del mate como testigo, le prometí a Norah que asistiría por lo menos una vez al dichoso club que desarrolla sus reuniones en un galpón al sur de la ciudad. Y como para mí la palabra es una cosa que hay que respetar, me vi forzado a cumplir.

Norah es siempre la primera o la última en dejar el lugar, lo sé porque en las ocasiones en que la he recogido, no he visto nunca a nadie con aspecto de escritor. Y no es que considere que existe un prospecto para la imagen de un literato, sino que asumo que estos jóvenes se preocupan más por llevar una boina o tener un gato en casa, a juzgar por las descripciones que Norah me ha proporcionado.
En todo caso, cualquier comentario importa poco. A Norah le tomó un par de minutos persuadirme de agarrar las llaves y conducir hasta el menudo galpón de portones oxidados. Tal vez he fracasado en mis juicios previos, y los jóvenes escritores son en absoluto predecibles. ¡Hay que ver que escoger un sitio así, en lugar de una tradicional cafetería, es por mucho algo inesperado!
Norah golpea el portón con una especie de clave sonora que supongo sólo sus compañeros reconocen. Al cabo de unos segundos, un flaco de ojos grandes y hundidos nos recibe en silencio. Bosqueja lo que parece ser su sonrisa, y nos abre paso al interior en el que ocho personas se encuentran sentadas en un círculo. Norah se adelanta y saluda con un abrazo al tipo más alto. Él la envuelve en sus largas extremidades por unos segundos y la suelta para darme la bienvenida con un sacudón de manos bastante prolongado.
—Tú debes ser Bosco; Norah nos ha hablado mucho de ti y de tus cuentos. Bienvenido.
—Espero no me haya puesto sobre un pedestal ante ustedes.
—No, para nada. Siendo nuevo para nosotros, me temo que serías el último en subir a un pedestal.
Su sarcasmo resulta detestable, más que nada porque no lo prevengo. Una vez cerrado el portón, somos once personas dentro de un caluroso galpón iluminado únicamente por la luz que ingresa por los ventanales. Saludo a todos con un cordial apretón de manos, incluso a las muchachas que sonríen, pero no se muestran dispuestas a saludarme con un beso. Al resto de varones del club los saludo con el mismo formalismo absurdo que amerita este tipo de reuniones.

Todos se muestran afables, a excepción de uno, aquel que me mira a los ojos y me deja con la mano estirada. Norah aparece de inmediato, pone su brazo sobre mi nuca y me guía hasta la silla que han colocado para mí en el círculo. Tomo asiento y abro el cuaderno que contiene el relato que he preparado para la cita.
—Hola a todos, y bienvenidos a nuestra séptima tertulia—dice Dante, el líder del club con quien tuve un breve encuentro a mi llegada—. Es una verdadera pena que muchos de quienes iniciaron con nosotros ya no nos acompañen. Sin embargo, hoy por ejemplo, se une a nosotros un nuevo narrador.
Me echa un vistazo como esperando que me pronuncie ante los demás jóvenes, pero prefiero asentir con cortesía antes que decir cualquier patraña.
El flaco de ojos grandes toma asiento entre el grupo, y de inmediato empieza la tertulia. Noto algo extraño, misterioso, que prefiero ignorar considerando que todo creativo es siempre algo demente: los ojos de los presentes apuntan a la chica que sujeta su cuaderno con fuerza y se aclara la voz antes de leer. Las pupilas de los otros parecen dilatarse y esperar que algo suceda de la nada. Para cuando la muchacha de vaqueros desteñidos y blusa almidonada empieza a leer su cuento de arañas venenosas, todos guardan silencio y tratan de vivir el relato.
Norah parece haber olvidado mi presencia, porque desde que nos sentamos no se dirige a mí en lo absoluto. De pronto, el chico de barba abundante que se rehusó a estrechar mi mano, eleva sus piernas y las recoge sobre la silla en la que está ubicado. Mira el suelo con pánico y esboza un gesto de terror. Entonces veo las decenas de arañas negras acercarse a cada una de nuestras sillas. Norah y Dante se divierten con la escena que tiene a todos perplejos. Algunos también dibujan terror en sus rostros, y otros, como el alto de ojos hundidos, permanecen callados sin dejar de protegerse de las diminutas portadoras de veneno.

La muchacha no deja de leer, continúa su lectura mientras otra de las chicas se entretiene viéndonos asustados. Se descuida, pierde de vista sus piernas un instante y un par de arañas trepan por sus rodillas y le clavan sus colmillos en la piel. La muchacha grita y las retira con un manotón. Acto seguido, Irene detiene su historia y todos retoman la calma. Las arañas desaparecen y el chico mudo vuelve a respirar. Sobresaltado, me pongo de pie y exijo una explicación. Creo en fantasmas y duendes, pero esto ha sido demasiado para mí.
— ¡¿Qué demonios fue eso?!
—Tranquilo, ya tendrás tu oportunidad de leernos uno de tus textos. Aguarda, joven escritor —sostiene Dante en el mismo tono detestable con el que me dio la bienvenida a este sitio de mierda.
—Bosco, por favor, siéntate, —me pide Norah—te dije que disfrutarías este club. Ahora, guarda silencio.
El portón está cerrado bajo llave y para cuando reacciono, otro joven está leyendo ya. Esta vez, la quietud y el frío se apoderan del galpón.
— ¡Para que su horror sea perfecto, destruye las ventanas de la casa!—dice el joven, mientras recita un fragmento de su texto.
Los vidrios saltan por todo el lugar; hechos añicos nos caen sobre la cabeza. Me cubro con unos libros y al menos mi rostro sale ileso de los cortes. Para cuando dejan de caer los cristales desde los altos ventanales del galpón, tres de los otros muchachos sangran sin parar; los han rozado trozos grandes de vidrio. Me pongo de pie nuevamente para intentar ayudarlos y tropiezo con el cuerpo tendido en el suelo de la chica atacada por las arañas. Dante ríe a carcajadas aun con algunas heridas, y para cuando me incorporo e intento tomar al líder por el cuello para detener sus risas, tres personas han muerto ya, y yacen en el piso lleno de vidrios.

Mientras, Norah, con heridas mortales que le surcan el cuerpo, me empuja e intenta calmarme sin importar la escena en lo absoluto. El muchacho de la barba abundante aprovecha nuestro enfrentamiento y el dolor de los otros para abrir el cuaderno que trae entre manos. El muchacho me mira y sonríe con un gesto que es por mucho lo más tenebroso que he visto. Comienza la lectura de su relato de forma abrupta y sigue así, sin perder nunca la dicción de un buen orador. El cuento del muchacho es oscuro desde su primera línea, habla de espíritus y aldeanos corriendo por sus vidas. Hay gritos espeluznantes por todo el galpón, los vidrios regados por el suelo se levantan, los jóvenes ilesos caen desmayados sobre cristales rotos y los cadáveres de sus amigos.
El lector continúa con su relato, no piensa detenerse hasta concluirlo. En la desesperación de tratar de tomar a Norah de la mano y huir, resbalo y quedo ante los pies de Dante. Su rostro se ha desfigurado por completo; no sé bien qué me aterra más, si su cara alterada o el ángel negro que aparece detrás del lector de barba abundante.
El suelo empieza a crujir y las sillas de los escritores muertos salen disparadas hacia las paredes. La quietud se ha esfumado por completo. Para cuando empiezo a correr hacia la salida, Dante convulsiona en el piso, Norah le sujeta los brazos, y la enorme sombra negra que el lector ha convocado a través de su cuento comienza a tragarse a los muertos; los envuelve en la oscuridad que da forma a su imagen. Desaparecen.

Ciertamente no habrá cesado el rito hasta que quien lee se detenga. Uno de los sobrevivientes, el único además de Norah, el inconsciente Dante, se arroja sobre el lector, pero éste le propina un puntapié antes de que consiga quitarle el cuento de las manos. El galpón se viste en tinieblas, Dante ya no reacciona, y Norah se incorpora para dirigirme la mirada por primera vez desde que llegamos. En el primer descuido de la sombra, corro hasta las puertas del lugar y con mi energía reforzada por el miedo, consigo romper el cerrojo. Norah me sujeta del pantalón, está tirada en el suelo, lleva la cara cortada y su ropa tan sucia como el galpón.
— ¡Bosco, por favor! —tienes que ser paciente. Ya vendrá tu turno de leer.
Consciente de que aquella no es la misma Norah con la que conduje hasta aquí, me suelto de sus manos, empujo el portón derecho y, antes de poner un pie fuera del lugar, el ángel negro se posa a mis espaldas y lanza un grito que me ensordece por unos instantes. Me dejo caer sobre la acera y con un movimiento escabroso cierro el portón de un solo golpe.
Guardo silencio. Regreso a mi asiento con el cuaderno cerrado. Los participantes me miran absortos, inmóviles, sobre todo Dante, que había dudado de mi lugar en el círculo dispuesto en el galpón. Los participantes se miran los unos a los otros, se cuestionan la autenticidad de los hechos. Algo es certero: mi relato los ha envuelto. Norah, lejos del suelo en esta realidad, me mira satisfecha; sabe que a los jóvenes escritores no les ha quedado duda alguna de mi destreza en el oficio.

Los portones se abren entre chillidos; ya no hay vidrios sobre el suelo. El manto de penumbra del ángel negro se ha esfumado, y la luz inunda el galpón en donde las sillas quedan dispuestas en el centro tras nuestra partida. Entonces, el galpón espera en silencio a que los seres invocados a través del relato, vuelvan pronto a la vida.

jorgevargas_2013 (1)Jorge Vargas Chavarría (Ecuador, 1992). Escritor y estudiante de ingeniería química. Ha publicado dos libros en español e inglés, así como ensayos y cuentos en medios impresos y digitales en Ecuador y Chile. Cuenta con un blog literario con más de 30.000 visitas (www.jorgvargas.com) y un cuento adaptado a cortometraje.