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El arduo camino de la vagina

En el más reciente filme del director Lars Von Trier, la mujer utiliza el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas.

Por Solange Rodríguez Pappe

Quienes éramos jóvenes en  la década del noventa seguramente recordamos el diálogo entre los personajes de  Charles (Hugh Grant) y Carrie (Andie MacDowell) en Cuatro bodas y un funeral (1914), en el que la protagonista enumera para su interés romántico quiénes han sido sus compañeros  sexuales, y la cuenta le llega hasta el número 33. Ni mucho ni poco, pero definidamente, “jamás debería tratarse de un solo hombre”, sentencia Carrie. Al igual que al sorprendido pretendiente, a más de un espectador recatado de la época, la cifra también debió parecerle escandalosa  e inevitablemente debió  preguntarse: ¿cuántos amantes tiene realmente la mujer promedio?

Una estadística informal, realizada en un sitio Web femenino —no se trata de una de esas investigaciones sociológicas extrañas patrocinadas por una universidad inglesa, ni nada de eso— anunciaba que la cantidad  de parejas  sexuales que tiene una mujer común y corriente va de seis a 20 amantes a lo largo de toda su vida. Y entre ambas escalas estaban los extremos de dos minorías particulares: las que decían que sólo habían tenido sexo con el amor de su vida y las que ya no recordaban la cantidad de hombres con los que habían copulado. ¿Realidad o ficción? Estas encuestas eran anónimas y voluntarias, por lo tanto, ¿qué razón tendrían estas mujeres para mentir acerca de  sus encuentros? ¿Son acaso las mujeres más promiscuas de lo que los cánones sociales desean reconocer?

De entre las que fueron iniciadas solamente por el  cónyuge en el lecho nupcial y aquellas que llevan anotados los nombres de sus romances en una libreta para irlos recordando –una conocida pintaba también las banderas de sus países y  puntuaba su desempeño con estrellas amarillas– hay una brecha considerable; pero más aún, existe la construcción de una historia femenina que se cuenta utilizando el sexo como una herramienta para conocer el mundo, sus luces y tinieblas. De esto trata justamente la última película de Lars Von Trier, Nymphomaniac (2013), estrenada el año pasado en Cannes y cuya llegada a Latinoamérica probablemente no ocurrirá con fuerza pero está disponible para verse en varios sitios de Internet de entre los cuales http://www.cultmoviez.info/, es una muy buena  posibilidad.

Viaje a lo profundo del útero

Hablar de Lars Von Trier, su iconoclastia, subversión y deseo de incomodar a los receptores desde sus pinitos como mentalizador de una de las últimas vanguardias del cine, el polémico grupo Dogma 95, es llover sobre mojado. Blasfemo y truculento pero con una narrativa que sorprende con sus impiadosos giros de tuerca, sus historias están pensadas con la impecable  construcción de un hábil ingeniero de misiles, de cañones, de instrumentos diseñados para no dejar un solo cuerpo en pie. Hay quienes argumentan que sus últimos  productos como Anticristo (2009) y Melancolía (2011)  son pretenciosos e intelectuales, a más de repetir demasiado la fórmula de  cohesión de fragmentos narrativos temáticos que siempre lo ha singularizado, pero esta película  no puede ser presenciada sin que su honestidad con respeto a la vulnerabilidad y el poder que da el sexo a las mujeres consterne y cuestione.

La cinta está armada a base de dos volúmenes de aproximadamente hora y media de duración. La primera parte de Nymphomaniac trata de la maduración y el adultecer sexual de Joe (Charlotte Gainsbourg) y toma como punto culminante su encuentro con quien cree es su amor verdadero, Jerome (Shia LaBeouf). Para una mujer que ha empleado su sexo como un puente de conocimiento más bien antropológico, el dar con el amor del displicente Jerome que la caotiza e ilumina significa hacerse cargo de todos los estereotipos acerca del erotismo y el romance que para las mujeres viene junto con el de establecerse con una pareja estable. Lars Von Trier, en esta primera parte del filme, relata una  historia de amor desde la voz de una mujer a la que, citando a Ariadna Gil  en el corto El columpio, le es muy duro ser romántica y ninfómana a la vez.

Pero las mieles de la juventud duran poco. La segunda parte de Nymphomaniac es un camino tortuoso a lo profundo del útero de Joe, su maternidad, la pérdida de su orgasmo esencial y todo lo que está dispuesta a hacer  para asumirse a sí misma como una mujer a quien solamente el sexo puede  darle todo lo que necesita. Molesta el tono de moralina final de Lars Von Trier, un tufillo  que ha venido hediendo a lo largo de toda la película y que se metaforiza en el golpeado cuerpo de Joe (harto de follar sin rumbo deja de desear y se torna un fardo doloroso), desesperado por volver de su historia una lección de la que otros deben aprender y donde no hay ninguna posibilidad de piedad o redención porque se lo ha metido todo entre las piernas.

Sinfonía polifónica  de un solo amante

En uno de los bloques narrativos de la película,  Joe sintetiza su vida erótica para su nuevo amigo, Seligman, a partir de la definición tradicional de lo que es una ninfómana, una mujer a quien todos los hombres no le bastan para sentirse llena, pero ella afirma que completa o no, todo los hombres pueden resumirse solamente en tres tipos: los que complacen, lo que someten y a los que una ama, y así esta polifónica de falos, pieles y jadeos, suenan como un solo hombre completo que resume la vida erótica de cualquier mujer, hasta que esta llega al límite de la hartura y decide no abrir más las piernas para nadie. Si todos los hombres son entonces el mismo hombre, ¿para qué seguir follando?

La historia de O, Emmanuelle, Las edades de Lulú, Las 50 sombras de Grey (que aún no se estrenará hasta febrero de 2015  pero que ya todo el mundo sabe de qué va) son relatos donde también una mujer realiza un recorrido de formación sexual, pero la diferencia está en que las protagonistas de los filmes citados, han sido seducidas y llevadas por una segura mano masculina usualmente viciosa y perversa. Ya en medio del paroxismo orgiástico ellas se relajan y gozan, pero hay que tener presente que este camino de aprendizaje viene trazado en nuestra cultura, usualmente por los hombres.  Joe, suicida e inmolada en su propia ley de goce, no necesita de un padre, de un amante, de un amigo, de un hijo que le indique por dónde va el rumbo de su cuerpo. Ella sabe extraviarse  muy bien sola.

Madrid después de la fiebre

[show_hide title=»‘…al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver’»]“Peces de ciudad”, letra de Joaquín Sabina. [/show_hide]

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Hace cuatro años, días después de mi regreso de Madrid, un sueño recurrente confortaba mi resaca: caminaba por la polvorienta Calle Beire, bajaba con el sol seco por la angosta acera, las casas chatas y viejas parecían sonreirme, y un piano adolescente desembocaba por un balcón. Yo, cansada y sudorosa, lamía un cono de gelato de vainilla. Una brisita sin ton ni son jugueteaba sin aliviar.

No soy de tener sueños recurrentes ni complicados. Estaba claro: extrañaba Madrid, quería regresar. Cuatro años después, provista de algunas excentricidades más, por un impulso —retardado— regresé. No tenía plan concreto, sólo quería caminar por Beire, divagar por el Retiro, bailar tango, revivir mi sueño.

En agosto, Madrid se parecía tanto a la de mi sueño, tanto que me parecía estar viendo las fotografías que había barajado repetidamente. El polvo, el mismo polvo. Quería decir “hola” a las caras en el metro. Tararear las notas del bandoneón subterráneo. Merodear por los callejones bajo el dulce zumbido del vino. Mi fascinación ardía igual. Sentí que los años no pasaron. Yo quedaba intacta.

Mas el espejismo se fue disipando como se iba derritiendo mi maquillaje en el calor madrileño. No hubo un momento crucial ni una epifanía. Sólo la vi. Tal vez ella se mostraba al fin ante ojos más cansados, con menos brillo, más carnal.

Lejos de los días soleados de mi memoria, la vi de noche (¿cómo no me había fijado en su oscuridad?), la vi amiga y callada mientras, sobre una motoneta, aferrada a la espalda de un tanguero, surcamos su vientre en busca de más noche. Empanadas, sonámbulos, rocas rotas, rumano de ojos vidriosos, aire plata, bandoneón hermético, curva peligrosa, Santa Rita. ¿Tenía que ser un argentino quien me mostrara la Madrid oscura? Tal vez, desde nuestra extrañeza, nuestra otredad, la veríamos más cercana. Quizá uno sólo ve las heridas ajenas cuando uno las porta.

Excavé, urgué las raíces. No más sueños.

Madrid: desde la sombra la veo mejor.

Caos y creación

Frente a la crisis, el arte nos permite imaginar lo inimaginable.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

El pasado otoño, por coincidencia o providencia (¿no son al final lo mismo?), volví a Madrid con el pretexto de trabajar en algunas de las entregas de esta edición de Entremares Magazine. En el fondo y en realidad, iba con la intención de encontrar cierto confort de lo familiar y buscar restauración en una ciudad siempre amada pero perpetua y subterráneamente extraña. A pesar de la crisis, la ciudad seguía palpitando igual para mi sensibilidad y posición de visitante. El barullo de los restaurantes y bares durante las noches largas y las calles siempre vivas y atiborradas de humanidad servían de espejismo para creer que Madrid era la misma que había dejado. Pero un parpadear para aclarar la vista permitía ver y sentir que algo había cambiado profundamente. Madrid, del hoy distinto e incierto mañana. Atenuada, desacelerada, ardiente.

La Puerta del Sol, que hace un par de años albergó a miles de manifestantes que reclamaban un cambio en las esferas política, social y económica de España, había vuelto a su estado habitual: vendedores ambulantes, turistas deambulantes, futuro escurridizo. La calma después de la tormenta o una tempestad que arde bajo el espejismo de la rutina, que de alguna manera era reflejo y premonición de crisis íntimas y personales, colectivas y específicas.

Este número de Entremares Magazine surge de la crisis — que nos rodea, que nos asalta, que enfrentamos.

Dentro, durante y después del caos, hay creación. Las crisis — externas e interiores — catalizan la creatividad, que surge como avenida no sólo de escape sino también de búsqueda de una alternativa mejor. Así lo afirma la decana de la facultad de arte de New York University, Mary Schmidt Campbell, quien dice que el papel del arte en tiempos de crisis es vital porque nos permite imaginar lo inimaginable. En otras palabras, el arte nos permite soñar y articular lo indecible en espacios y posibilidades ortodoxos. Éste ha sido el hilo conductor que ha surgido orgánicamente durante la elaboración de este número de la revista. Nuestras entregas — desde entrevistas y ensayos hasta poemas y pinturas — se han generado en torno a estados de crisis. El máximo exponente de lo anterior es la obra teatral “Perdidos en Nunca Jamás”, a cuya directora, Lucía Miranda, entrevistamos.

Es desde el escenario de la crisis española donde Miranda ha creado “Perdidos en Nunca Jamás”, una obra que el diario El País ha denominado como “el espectáculo de una generación”. Y es que “Perdidos”, que utiliza el marco de la historia de Peter Pan, es la primera obra teatral que trata de frente una de las secuelas más dolorosas de la crisis española: la creación de una generación perdida de jóvenes con alta formación que languidecen en el desempleo o se tienen que marchar del país. “Peter Pan sí quiere crecer, lo intenta y vuelve a casa pero cuando vuelve su madre le ha cerrado la ventana y se encuentra a otro niño en su lugar. Yo sentía que a mí España me había cerrado la ventana”, nos cuenta Miranda.

Por otro lado, el arte de la comedia y el humor blanco sirve de escaparate en lugares y poblaciones devastados por los conflictos armados. En el ensayo “La revolución de la alegría”, el fotógrafo español Samuel Rodríguez documenta la labor de la organización Payasos Sin Fronteras en los campos de refugiados sirios y palestinos en Jordania y Líbano. En las imágenes de Rodríguez, las sonrisas que brotan en medio de la desolación reafirman el poder redentor del arte.

Y es que, simplemente, el arte da esperanza. Nos lo demuestran en variadas formas nuestros colaboradores. Desde un espacio interior e íntimo, la crisis propulsó al artista Troy Henriksen a cambiar de oficio (de pescador a pintor), de vida (de las drogas a la paz interior) y de país (de Estados Unidos a Francia). De los vestigios del huracán Katrina el artista John K. Lawson construye sus obras que apelan al alma del sur profundo de los Estados Unidos. Las secuelas de las vicisitudes políticas se expresan en la crisis identitaria perfilada en los textos de los poetas Adalber Salas, de Venezuela, y Marcelo Morales, de Cuba. Del trauma de la conquista española el director Miguel Alvear se aproxima a la crisis/construcción de la identidad latinoamericana en el corto “De como se daban poco estos indios de haber mujeres vírgenes y de como usaban el nefando pecado de la sodomía”. Y desde una plataforma menos artística pero sin restar peso, la crónica del escritor y periodista Róger Lindo documenta el inicio de una nueva era en El Salvador.

Por otro lado, el arte nos permite ver las fallas de los sistemas en que habitamos. “Pequeñas mujercitas”, el cuento de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, revela la opresión del sistema patriarcal no sólo sobre las mujeres sino también contra los mismos hombres. “La lección” del ecuatoriano Juan Pablo Castro Rodas, con un aire reminiscente al cuento “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de García Márquez, retrata una sociedad en que lo distinto se condena.

¿Qué hacer cuando nuestro entorno o nuestro centro se derrumba? ¿Crear espejismos? ¿Crear artificios? Sí, para imaginar, soñar y proponer mundos mejores. Pero más que nada, como nos cuenta Miranda, para resistir, perseverar y volver — distinto pero certero — después de la tormenta.  “Hay que resistir, hay que estar en los escenarios… hay que estar con el público para que cuando esto pase seguir estando”.

Richard Wagner reimaginado

Si el compositor alemán viviera hoy en Bogotá andaría con zapatos Converse y, con mochila en hombro, entregado a su rebeldía.

por Robert Max Steenkist

En el año 2013 se celebra el aniversario número 200 de una de las figuras más polémicas de la música clásica. En todas las ciudades del mundo (incluyendo Bogotá) se montan óperas de su autoría, se dictan charlas sobre la relevancia de su obra, se organizan jornadas de protesta porque un compositor que se declaró antisemita (ojo, NO nazi) no debería gozar de ninguna acogida… pero poco se habla sobre su talante revoltoso. Además de haber sido un compositor odiado y celebrado con efervescencia, Richard Wagner fue autor de textos que incitaban a la apertura sexual y de clases, protagonizó protestas en contra del poder de turno, y tuvo que convertirse en fugitivo por profesar ideas que simpatizarían mucho con las protestas de estudiantes, mineros, cafeteros y agricultores de Colombia. Como pocas figuras incluso después de su muerte, Wagner sigue levantando ampolla, pues nadie logra fijarlo en una sola casilla. Doscientos años después, nos preguntamos, ¿cómo sería hoy en una ciudad como Bogotá ese Richard Wagner, con todo su genio y su rebeldía? A continuación una aproximación —desde la perspectiva de un caricaturista y un escritor— a la respuesta.

Anarquía con mayúscula

Richard Wagner no siempre fue un músico exitoso. Alemania era, en su época, un terreno difícil para que músicos innovadores encontraran acogida. Como cualquier genio incomprendido de nuestra época creyó que en la metrópoli, en la gran ciudad del momento sí iba a encontrar alguien que apreciara su talento. Pero París (la Nueva York de esos días, digamos) lo recibió con la pobreza. Cientos de músicos se rebuscaban el pan si no hacían parte de una rosca diminuta y menos penetrable que la de su patria natal. Para su fortuna (y la de sus futuros seguidores) París también albergaba a intelectuales, activistas y artistas que se reunían a expresar su descontento frente a la sociedad pacata y desigual. Uno de estos grupos lo acogió y le ofreció interlocutores para que robusteciera los ánimos revoltosos que ya lo caracterizaban. Entre los integrantes de estos grupos estaba Mikhail Bakunin, un príncipe ruso que había renunciado a su fortuna y a sus privilegios para ser coherente con los principios que profesaba (y ganar credibilidad frente a sus simpatizantes); la sociedad que había sido construida hasta ese momento (pleno siglo XIX) había sido constituida sólo para el beneficio de unos pocos y a expensas de muchos explotados. Para él, la única salida para ese mal era destruir las bases de los poderes reinantes (deseaba ver a París ardiendo hasta el piso) y purificar el mundo para que la sociedad volviera a empezar. Esas son las ideas que sustentan la famosa «A» que Wagner saldría a repartir si viviera hoy en día.

Trotamundos tipo Converse

Richard Wagner fue un trotamundos. Vivió en ciudades como Leipzig, Dresden, Würtzburg, Königsberg, Riga (en ese entonces parte del Imperio Ruso), Londres, París, Zürich, Venecia, Beibrich, München, Triebchen y Bayreuth. Si estuviera hoy con nosotros seguramente ese Wagner movedizo, casi siempre huyéndole a acreedores, pero también corriendo de un lado a otro buscando fuentes de inspiración (dentro de las que se contaban mujeres de todas las edades), hubiera optado por zapatos marca Converse que le aguantarán el trote. Y seguramente se los hubiera comprado rojos.

Ilustración de Víctor Beltrán
Ilustración de Víctor Beltrán

El buscapleitos sublime

Desde joven Richard Wagner fue un buscapleitos. Durante sus años escolares le llamaban «El Cosaco», no sólo por su afán por estar aislado del resto de sus iguales, sino también por reaccionar de forma violenta en su contra cuando le reclamaban algo o se burlaban de su amargura. Aún siendo una figura pública, cuyas opiniones y acciones repercutían para bien y para mal en un grueso de la población, no dudaba en expresar sus odios de manera fervorosa.

Quizás lo más difícil de entender es cómo un tipo tan «alzado» (y hasta mala clase) pudiera también componer piezas musicales tan sublimes, capaces de resistir el filtro de los siglos y conmover los sentimientos más nobles de audiencias del mundo entero.

El pagano confeso

Si Richard Wagner viviera hoy en Bogotá andaría de mochila. Andaría diciendo que los tejidos ancestrales nos acercan a la madre tierra y a sus poderes. Porque, a pesar de que lo podamos asociar hoy en día a músicas solemnes y de catedral, debemos entender que él era un pagano confeso. Creía, a sumo, en una divinidad total, a la que podíamos alcanzar a través de los sentidos. Entregado a su rebeldía, y seguramente admirador de nuestras culturas indígenas, Wagner abrazaría la mochila, buscaría identificarse con los movimientos que fluyen en contra de las tendencias principales y defendería el pensamiento cosmológico.

Robert MaxRobert Max Steenkist (Bogotá, 1982) estudió literatura en la Universidad de los Andes de Bogotá y completó una maestría en estudios editoriales en la Universidad de Leiden. Trabajó en el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (CERLALC/UNESCO) y fue profesor de la Universidad de los Andes. Actualmente divide su tiempo entre el Colegio José Max León, la agencia de fotografía FotoMUST, la agencia de viajes de turismo sostenible BogaTravel y la fundación Bogotham Arte y Cooperación. También trabaja para la Ópera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha publicado los libros Caja de piedras (cuentos, 2001) y Las excusas de desterrado (poesía, 2006). Su trabajo ha sido publicado en Alemania, Colombia, España, Grecia, Holanda, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela. Vive en Bogotá con su esposa Carolina y su perro Patán.

Mota de polvo

“Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia”.

por Hernán A. Burbano

El denso aire mil veces respirado de la casa se reemplaza lentamente con el sucio aire de la calle; la polución externa se intercambia con la desazón interna, dándole al lugar un falso aire de frescura. Las ventanas ligeramente inclinadas ayudan a que el espacio se libere del olor a cuarto cerrado, pero a su vez permiten la intromisión de partículas de polvo callejero: pequeños fragmentos de mugre que el viento ha recolectado en su viaje sin sentido. El desorden se extiende por todos los intersticios de la casa: la ropa está siempre sin doblar, las cosas descansan como trampas de caza por el piso y los platos sin lavar se vuelven rascacielos de grasa y porcelana. Agotadas por el viaje y arrastradas por la gravedad, las partículas de polvo descienden hacia el piso formando una nevada gris y microscópica, como la lluvia de ceniza después de la explosión de un volcán. El polvo no tiene pudor, cae por todas partes casi de forma homogénea; todo lo tapiza de gris, lo vuelve cenizo, lo apaga lentamente y trata de sepultarlo vivo. La acumulación se nota sobre todo en las superficies, donde con el dedo índice se pueden arar palabras inconexas de auxilio. Solo la acumulación de polvo puede medir la dimensión de mi desidia.

El viento también se cuela por la entrada, a través del pequeño espacio entre la puerta y el piso, arrastrando la suciedad acumulada en el tapete con figuras de Miró que está al final de la escalera, justo delante de la puerta. El aire viaja a ras de piso y sacude el polvo que en dunas se regocija en su inmovilidad, lo perturba, lo desplaza. El polvo se arremolina, gira en circunferencias que concentran partículas que cada vez se hacen más grandes, que recogen más partículas, que en un abrir y cerrar de ojos se convierten en motas: agregaciones mayores, grises, suaves como nubes, y también como ellas, condenadas a los caprichos del viento. El polvo empieza a sepultarme y yo, inmóvil, me dejo tapar instalado en los sillones de mi desidia.

Las motas se mueven a lo largo y ancho del piso arrastradas por el viento, que se cuela por las ventanas ligeramente inclinadas y por debajo de la puerta. Las bailarinas de polvo danzan sobre la superficie del piso un vals de desinterés, la banda sonora del abandono. Les gusta acumularse en las esquinas, en las patas de mesas y sillas, y sobre todo dormir un sueño plácido debajo de las repisas y bajo el colchón de mi cama. Desde la penumbra las veo moverse, crecer, acumularse. Acostado las veo doblegarse al viento, oscilar ante la fuerza del sinsentido, tomarse mi espacio como quien no quiere: poco a poco, sin miramientos, y sin tan solo una pizca de misericordia. Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia.

Me cuesta levantarme, dejar la suavidad del colchón y enfrentarme al desierto gris que se extiende por el piso de la casa. Me parece difícil sacar la fuerza necesaria para rebelarme a la nube de partículas que me envuelve, para masacrar a la jauría de motas de polvo con la succión eléctrica de la aspiradora, para dejar de consumirme en mi abandono.

Consciente del agobio desencadenado por el polvo y de la pesadez de mi desinterés, limpio de forma frenética todos los rincones de la casa: las patas de mesas y sillas, el tapete con figuras de Miró que está delante de la puerta, los campos de polvo que se esconden bajo mi litera. Me sacudo de la mugre de la calle, me siento de nuevo con fuerzas para buscarme la vida, para librarme de una vez por todas del temporal de polvo, para silenciar la danza convulsa de las motas por el piso de mi cabeza. Sin embargo, el viento se sigue colando de forma irremediable por debajo de la puerta y a través de las ventanas ligeramente inclinadas. Inmóvil sobre mi cama me dejo empapar por la lluvia de ceniza, permito que el polvo se pegue de nuevo a mi piel como escarcha, tiro la toalla y me sumerjo boca abajo en el colchón de mi inconmensurable desidia.

Hernán BurbanoHernán A. Burbano (Pasto, 1978). Genetista y escritor. Estudió medicina veterinaria y realizó una maestría en genética en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Realizó su trabajo de investigación doctoral en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, y obtuvo un doctorado en genética evolutiva en la Universidad de Leipzig. Ha sido autor principal y coautor de artículos científicos publicados en revistas como Science, eLife, Nature y Cell. Sus ensayos sobre filosofía de la ciencia han sido publicados en Ludus Vitalis e Historia Ciencias Saude – Manquinhos. Su primer libro, El confort de la cotidianidad, fue publicado por El Peregrino Ediciones dentro de la colección “Inmigrantes” en 2012. En la actualidad trabaja como investigador en el Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo en Tübingen, Alemania, y prepara un nuevo proyecto literario.

Winter’s Tale

Efímero y mordaz, bello y violento, el invierno es musa de artistas — desde fotógrafos hasta compositores — y cíclico recordatorio de nuestra mortalidad.

por Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Una versión de este texto fue publicada en BG Magazine[/alert]

Mi primera aproximación al invierno fue una esfera de cristal que mi madre colocaba cada navidad en mi mesita de noche. En aquellos días, en la pequeña ciudad andina de Latacunga en donde crecí, además de las luces y las vitrinas atestadas de juguetes, eso era lo más mágico de aquella época. La esfera contenía un paisaje diminuto del Polo Norte. Solamente debía sacudirla para ver los copos de nieve arremolinarse, creando una pequeña tormenta que duraba segundos. Me mantenía maravillada e inmóvil por largos minutos inventando mis propias historias, absorta en un mundo desconocido y silenciosamente deseado.

Aquel deseo se cumpliría años más tarde al mudarme a los desiertos de Utah, en el noroeste de Estados Unidos. Sin embargo, la inocencia de la niñez había sido transformada por la realidad. Ahora era yo quien estaba dentro de la esfera, a merced del frío paisaje y los cristales de nieve clavándose en mi piel como aguijones.

Año tras año, tormenta tras tormenta he sentido el azote del viento helado atravesándome los huesos y mordiéndome la piel, pero también me he dejado seducir por la belleza exuberante del invierno en lugares impresionantes como Deer Valley con sus macizas colinas por donde serpentean expertos esquiadores llegados de todo el mundo, atraídos por the best powder in the world. O Dead Horse Point y su dramática vista desde los rojizos acantilados escarpados hacia el apacible río Colorado; y un poco más al sur, el espectacular Mesa Verde, un tejido de sierras y valles en donde los anasazi construyeron maravillosas aldeas, escondidas bajo los acantilados.

El invierno tiene el poder de ejercer esa dualidad sobre nosotros: tememos su llegada pero también la anhelamos. Su grandeza no siempre está a la vista, ni tampoco lo trágico y violento que acarrea. Su belleza ha sido interpretada de varias formas a través del arte. La fotografía, por ejemplo, nos permite captar momentos irrepetibles, como lo hizo Wilson Bentley. Hace casi 150 años en la región noreste de Nueva Inglaterra, este snowflake savant dedicó su vida entera a observar los cristales de hielo bajo el microscopio para luego fotografiarlos. Para Bentley, los copos de nieve eran “milagros”, y cada uno de ellos una obra maestra irrepetible. Bentley vivió, invierno tras invierno y cristal tras cristal, la belleza de lo efímero. Fotografió más de 5,000 cristales durante su vida, permitiendo por primera vez al mundo contemplar y descifrar la exquisita anatomía de un copo de nieve. Solía decir: “cuando un cristal se derrite, lo perdemos para siempre”.

La efímera vida de los copos de nieve es también lo efímero de cada invierno. Jamás existirá uno igual a otro. Su llegada siempre nos sorprenderá, aun cuando sabemos que está a las puertas del otoño. Mientras van pasando los días, el frío paralizante, el silencio que dejan los pájaros que emigran y la nieve, lo inundan todo. La naturaleza se repliega y nosotros con ella, y una nueva energía nos impulsa a continuar. Esa interiorización no pasa desapercibida. Nuestros sentidos distinguen las múltiples posibilidades de adaptación, desde lo práctico hasta lo estético. Nos percatamos de los detalles y descubrimos que el invierno no es un universo tan blanco o tan silencioso.

La luz del día despliega sobre la nieve una gama de colores que rompen la monotonía del blanco absoluto: rosas pálidos, lavandas, blancos cremosos y grises perlados. Colores que el ojo experto puede captar a través de la contemplación, como lo hicieran Monet y J. M. W. Turner. Otros artistas más contemporáneos como Eric Aho profundizan y recuperan una naturaleza agitada y violentada. A colores suaves y grisáceos, Aho añade ocres y negros, o rojos fuego que azotan el lienzo en brutales trazos, ilustrando así el misterio y el peligro de una naturaleza arrasada por las furias heladas. La música también ha captado los acordes del invierno. Así lo hicieron compositores como Tchaikovsky o Sibelius, quienes llegaron a interpretar la sonoridad del suave viento que serpentea los grandes bosques, o las estridentes y fuertes tempestades que crean ecos y avalanchas. Fragmentos de sonidos y silencios congregados matemática y cosmogónicamente para entregarnos fabulosas y míticas sinfonías como Lemminkäinen Suite o Winter Dreams, Sinfonía 1.

Más allá de la sublime y misteriosa belleza, el invierno también nos impone actos de supervivencia. La naturaleza muerta, los caminos congelados y las nevadas que nos dejan inmovilizados y sin electricidad nos obliga a volver a nuestros instintos más primitivos. En el invierno del 2009, una tormenta de varias horas dejó a Salt Lake City, la capital de Utah, sumergida en nieve. Nuestro vecindario estuvo sin electricidad durante casi tres días; el intenso frío llegó a calar nuestros huesos. Buscábamos sitios donde pudiéramos tener algo caliente, incluyendo el calor humano, literalmente. Las cafeterías hicieron su agosto en febrero. No daban abasto, vendían café, té, chocolate y toda suerte de bebidas calientes, como si fuera lo último de lo que la humanidad pudiera alimentarse. En esos reducidos espacios, las horas pasaban al calor de las bebidas y de las conversaciones con extraños o vecinos, a quienes normalmente nunca veíamos o hablábamos. Sólo nos faltaba el fuego para decir que habíamos vuelto a los albores de la humanidad.

En los días posteriores a esa gran tormenta me llegó un cuento de Jack London, “Cómo hacer una fogata”. Una historia de supervivencia en las heladas tundras del Yukón, en Canadá. El invierno es tan despiadado en los países del norte que la vida de un hombre llega a depender de la habilidad de encender el fuego y un algo de imaginación. Los largos días sin sol, con apenas un poco de comida para sobrevivir y esa sensación creciente de que el frío te va mordiendo el cuerpo hasta tragárselo por completo, me llevó a pensar en lo vulnerables que somos los seres humanos ante los embates de la naturaleza.

Mientras leía a London y la extrema situación del personaje, pensaba que aun con los avances del mundo moderno, nuestra vulnerabilidad es constante: tormentas que paralizan la vida cotidiana, caminos congelados que crean accidentes en cadena, roturas y contusiones por caídas y resbalones en el temido black ice, el frío que azota nuestros cuerpos cuando dejamos nuestras casas convertidas en refugios, pocas horas de luz que infligen a nuestro ánimo una cierta melancolía, a la que hoy llamamos depresión.

A todas estas circunstancias, aprendemos a enfrentarlas con fortaleza, habilidad, sentido común y un algo de suerte, pero sobre todo, con un claro instinto de supervivencia, como lo es el de desarrollar una visión que nos permita apreciar su belleza. De otra forma, no seríamos capaces de superar el frío extremo y sus consecuencias, ni los largos y grises meses sin sol.

Mi visión del invierno no ha cambiado mucho de aquella que tenía cuando contemplaba la esfera. Continúo sorprendiéndome con la primera nevada, con la gracia de los esquiadores que se deslizan por las colinas rompiendo el viento y desafiando obstáculos, o con la alegría de los niños que juegan en sus trineos. Y aun más, me sorprendo y guardo gratitud por las grandes nevadas, ya que ellas serán el agua de los ríos y las fuentes en el árido y ardiente verano que se aproxima.

El invierno como cada ciclo de la naturaleza encierra vida y muerte, belleza y tragedia — todas tan efímeras como los copos de nieve, o los colores que el sol reflejado en la nieve despliega sobre las planicies y las cimas de las montañas—. Tan efímero como la risa de los niños que durará lo que dura un acorde de vientos al abrazar los bosques. El frío no nos dejará huellas en la piel, pero sí en la memoria. Más allá de todo y cada año, al perecer el otoño nos aprestaremos a abrazar, con temor y deseo, alegría y angustia, al gélido invierno que llega con su sutil belleza para recordarnos que esta vez es a new beautiful winter’s tale.

Desafiando el molde

María Eugenia Donoso, modelo de talla grande y fundadora de la primera agencia de modelos plus en Ecuador, se pregunta: ¿somos todos víctimas de la rigidez de la estética corporal?

por María Eugenia Donoso

Me encuentro en la sala de espera del médico, es un chequeo de rutina para ver cómo sigue mi salud. Cuatro años de anorexia dejan sus rezagos y, a veces, siguen pasando factura con el tiempo. Mientras ojeo un par de revistas miro a mi alrededor: todos los que nos encontramos en la sala somos totalmente diferentes pero al mismo tiempo muy parecidos. Si bien es cierto que las apariencias sólo distraen, hoy le presto un poco más de atención a esos detalles para poder escribir un par de líneas distraídas por las percepciones. Como modelo de talla grande, siempre me he preguntado si la moda y la estética corporal, junto con sus exigencias, son aplicables para todos, o si más bien las exigencias en ambos aspectos son decisiones estrictamente personales, a veces guiadas por nuestros gustos, otras por el entorno. ¿Será que no todos somos víctimas de las exigencias estéticas impuestas? ¿Cómo saber? Tal vez podemos remitirnos a la historia buscando respuestas que calmen la ansiedad.

La breve historia comienza así. La moda nació en la corte de Luis XIV, lugar en donde se inventa el concepto de “made in France” gracias al ministro Jean-Baptiste Colbert, quien vislumbra las posibilidades económicas de la industria textil francesa. (Es justamente en ese momento cuando se empieza a establecer una diferencia entre vestir a la española y a la moda francesa). En el siglo XIX, con el trabajo del diseñador Charles Frederick Worth, comienza el sistema de desfiles, temporadas y diseñadores que conocemos en la actualidad. Dentro de este sistema, era imperativo contar con quien tuviese una figura y un rostro agradable a la vista para lucir las distintas prendas. Fue así como surgió la primera modelo de la historia: Emilie Louis Flöge en1931. Es a partir de las primeras fotos, realizadas por Gustav Klimt (pintor, fotógrafo y pareja de Flögue), que se crea el primer “catálogo de moda”.

Pero, ¿cómo se determinó cuál sería el físico y estilo corporal adecuado para lucir una prenda? ¿Quién decidió determinar qué figura femenina lucía mejor la ropa de moda? La respuesta es casi evidente: fueron los diseñadores quienes optaron por una figura delgada, ya que ésta no presentaba mayor dificultad en el momento de crear una prenda; vestir un cuerpo curvilíneo representaría un reto mucho mayor que no estaban dispuestos a enfrentar.

Y es precisamente así, como ya desde 1906, los cuerpos de las mujeres comienzan a ser utilizados como exhibidores, siempre y cuando los mismos cumpliesen con los lineamientos estéticos determinados. A pesar de ser éste un precedente que siguió rigiendo al mundo de la moda por más de un siglo, hoy por hoy existe ya la posibilidad de mirar cuerpos más apegados a la realidad — gracias a las top models quienes le dijeron basta a las exigencias estéticas de la pasarela y el mundo de la moda. Así también, en Ecuador decidí crear la primera agencia de modelos talla grande con el fin de mostrar un prototipo de belleza más real. La posibilidad de contar con exponentes más apegados a lo que luce el cuerpo de la mayoría de las mujeres nos ayuda a dejar de lado aspiraciones absurdas y prevenir desórdenes alimenticios.

Decido no narrar el resto de la evolución (o involución) en el mundo de la moda, ya que resultaría extremadamente larga. Lo que cabe recalcar es que con el paso del tiempo, los estándares físicos se volvieron cada vez más exigentes. Ejemplo de ello es la aparición como ícono de belleza de la top model Kate Moss, quien por su contextura fue considerada una vez una anti-modelo para luego fijar la delgadez extrema en las pasarelas de alta costura como principal referente de belleza.
Lo mencionado es solamente un precedente; siempre he pensado que comprender es absolver. Mientras observo a la gente en la sala de espera y sus distintas figuras, pienso que en realidad si las mujeres comprendemos que nuestros cuerpos fueron juzgados desde un principio como meros instrumentos para mostrar prendas de vestir y, que esto no condiciona bajo ningún concepto nuestra validez como seres humanos, probablemente podríamos relajarnos y optar porque la rigidez estética corporal sí sea una decisión estrictamente personal.

De repente, me llaman por mi apellido. Es momento de seguir enfrentando al mundo tal y como es.

maria eugenia donosoMaría Eugenia Donoso Müller, ecuatoriana, 29 años. Modelo talla grande. Creadora de la primera agencia de modelos talla grande de Ecuador y Latinoamérica. Productora de Moda y Estilismo editorial. Escritora por vocación y pasión. Creyente asidua del libre albedrío como único poder universal.

Arte: Mayúscula y minúscula

¿Cómo navegar el mar de la creatividad humana en la era de la saturación de información? Aquí, un compás.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Uno de los dilemas que continúa desconcertando a los teóricos es la apropiada y “justa” clasificación — y me atrevo a agregar, la definición misma — del arte. Este dilema ha servido de centro de discusión no sólo en el campo artístico (teórico y práctico) sino también en el filosófico. La insidiosa necesidad de clasificar, organizar en categorías y por ende conceder valor (ya sea estilístico, moral o económico) a las obras y artefactos artísticos responde en general al ímpetu humano de ordenar y de compartimentar un mundo que se vislumbra caótico. Este ánimo de orden, además de todos los beneficios y prejuicios que acarrea, lleva ineluctablemente a la creación de una serie de requisitos que conforman un determinado paradigma y consecuentemente a la marginalización de aquellos que no caben dentro de estos moldes de artificio.

Así, la tradicional dicotomía que rige el arte (high y low art) y sus varias iteraciones (high y popular art, elite y mass art) es a la vez desafiada y reafirmada conforme nuevas formas y géneros de arte surgen en paralelo con el desarrollo socioeconómico y de las tecnologías. En nuestros tiempos, en la generación Twitter —y de la tuiteratura (literatura concebida y producida para el formato de 140 caracteres de Twitter, atención de lectura corta, distribución digital, lectura desde ordenadores, tabletas y teléfonos inteligentes, posibilidad de interacción) — , estamos en un flujo constante de reproducción y reconcepción del arte. Son tiempos interesantes, emocionantes y peligrosos. Es en este período de fluidez cuando se pueden reordenar y desafiar formas estáticas de pensamiento y crear nuevas alternativas. Es en estos tiempos cuando la distinción entre high art y low art se hace mucho más borrosa y cuando la palabra “arte” adquiere otros tonos. Es en estos tiempos también cuando se acentúa la problemática que surge cuando el valor de una obra está basado en la volatilidad de los gustos y el vaivén de las percepciones. En tiempos en que el flujo de información es abundante, los filtros, la selección y el criterio —todos ellos procesos de ordenamiento y de dirección— son de suma importancia.

Por ello, en este número de Entremares Magazine presentamos obras, artefactos y postulados en un intento por bosquejar un espacio más amplio —alterno—, desprovisto de los opresivos sistemas que han regido el arte. Aclaro, no estamos desafiando ni pretendemos en una sola edición redefinir el arte (sería un acto absurdo y medidamente imposible). Simplemente hacemos un llamado a considerar formas alternativas de contemplar las obras que van más allá del binario ortodoxo que tanto ha plagado nuestros juicios y gustos; eso es, leer y apreciar estas obras a través de los lentes de la convención sería limitar su significado y restar su riqueza. Es así como nos aproximamos a las obras de la artista María José Argenzio. Las instalaciones y performances de Argenzio, por una parte, pueden ser justamente consideradas piezas de high art por su afilada intelectualidad, exquisita ejecución y crítica mirada a la realidad política y social a la que se refieren. Pero, por otra parte, al adentrarse en las páginas virtuales de Entremares Magazine y en el ciberespacio en sí donde ya han residido en forma de fotografías y vídeos, las obras de Argenzio (un performance en que la artista danza en zapatillas de ballet atadas con 7.1 kilos de pesas, una planta de plátano cubierta de oro, columnas hechas de fondant) adquieren una característica del arte popular: son distribuidas a través de una tecnología de masa. En esta plataforma, las obras de Argenzio — que viven y perduran dentro de un período de tiempo real específico y son irrepetibles aunque reproducibles en sus variadas instalaciones — pueden mutar en su recepción y significado. En este contexto, las obras de Argenzio adquieren una vida más longeva, una fuerza densa y constante en su mensaje de resistencia, y un público nuevo que le concederá otras lecturas a través de sus contextos y realidades particulares. Argenzio es creadora y dadora de nuevos significados. Entonces, ¿cómo clasificar su arte? Propongo que no lo hagamos; sólo contemplemos y sumerjámonos en los momentos que ella crea.

Asimismo, con esa disposición, podemos apreciar el majestuoso trabajo del pintor Servio Zapata, el exhaustivo ensayo fotográfico sobre el ocaso y renacimiento de los Ferrocarriles Argentinos de Remi Bouquet, la obra e ideología de los tatuadores Santiago Díaz y Erika Vorbeck, las anécdotas de Mago Zero, los vibrantes retratos de Evelyn Paniagua, el trabajo musical de Urabá Conexión, el corto documental “Between” de Fernando Lara, el mediometraje “Ernesto” de Francisco Álvarez, el cuento “Familiar” de Andrés Cadena. Todos ellos son dignos representantes del arte con mayúsculas y minúsculas pero también intrépidos artistas en su impulso por salirse de y explorar las márgenes.

Por otra parte, nuestra entrega literaria sigue reafirmando la vigencia y la vitalidad de la palabra escrita en un mundo digitalizado. Si bien estas entregas son fieles a la tradición literaria, estos escritos inyectan chispazos de frescura a géneros como la poesía y el cuento, con exquisitos textos de Zeuxis Vargas, Camila Charry Noriega y Juan Carlos Vásquez en poesía, y Ana Minga, Iliana Vargas y Luz Stella Mejía en cuento.

Por último, cabe resaltar dos entregas que exploran, manipulan y juegan con las etiquetas del high y low art. En nuestra sección Contrapunto, el escritor Robert Max Steenkist y el caricaturista Víctor Beltrán reúnen estos dos estratos diestramente en su aproximación a un Richard Wagner reimaginado en las calles de Bogotá, que recorre calzando Converse y proclamando los derechos campesinos y la lucha ecológica. En el ensayo “La forma de la alegría”, Steenkist hace nuevamente esta interpelación de tiempos en la figura de un artista con su análisis de la Novena Sinfonía de Beethoven y su eco en la realidad del hombre postmoderno. Desplazadas en el tiempo, estas obras adquieren movilidad dentro de este espectro de arte y significación. Lo que nos demuestran tan elocuentemente estos estudios comparativos de Steenkist — y que ilustran precisamente el punto crucial de este número de Entremares — es que la obra y el artefacto de arte no son estáticos y que su valor últimamente residirá en su inagotable capacidad de generar significados a través de las generaciones y las culturas.

¿Arte con mayúscula o arte con minúscula? El debate no tiene fin. Y esto es bueno. Es en el constante buscar, en los perpetuos encuentros y abismales fricciones donde verso a verso, imagen tras imagen, y canto tras canto se construye ese ARTE. En esta edición de Entremares Magazine no pretendemos desmantelar cartografías de jerarquización sino proveer un minúsculo compás en medio de este inmenso mar de la creatividad humana.

Un barco trashumante

En su primer aniversario, Entremares Magazine se deleita en su desubicación.

“Le navire, c’est l’hétérotopie par excellence.
Dans les civilisations sans bateau,
les rêves se tarissent…”

– Michel Foucault

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Michel Foucault, en su adelantado y sucinto ensayo “Des espaces autres,” describe una realidad ahora cotidiana — mundana, si se quiere — de espacios contrarios y contestatarios, de espacios donde la hasta entonces evasiva utopía se materializa. Hoy, ese espacio abstracto y nebuloso que describió el filósofo francés hace casi medio siglo y que ilustró con la imagen del barco tiene su máximo exponente y ejemplo óptimo en Internet.

Es en Internet — ese “lugar” donde estás pero no estás, ese mundo en que se puede forjar un espacio paralelo y en que se visualiza y experimenta materialmente la fragmentación del ser — donde Entremares Magazine echó ancla hace un año para navegar el turbio tema de la desubicación.

Como muchos otros proyectos, y de una manera casi cliché, Entremares nace de una conversación entre amigos en un café. Desplazados de distintas partes del mundo, los que conformamos el equipo de la revista nos hermanamos por una inquietud latente: todos nos sentimos fuera de lugar.

Nos han desplazado el amor, el espejismo de un sueño, la necesidad económica, la violencia. Cada lugar y cada espacio representa una oportunidad y una carga: si bien cada desplazamiento abre posibilidades de conocimiento, también cada dislocación conlleva un proceso de redefinición en relación al espacio que ocupamos. Años de itinerancia nos han llevado a los “desubicados” de Entremares a crearnos un espacio alternativo que se ha convertido, como lo califica acertadamente la co-fundadora de la revista Lina Peralta Casas, en “una forma de experimentar el mundo”.

Así, nos embarcamos en la exploración de un tema personal y socialmente urgente en tiempos en que los fenómenos de la inmigración, la horadación del concepto de nación y la alienación tachan y matizan nuestras experiencias. Somos migrantes, andantes, trashumantes, dislocados, exiliados, desubicados. Frente a esto, nos preguntamos ¿qué significa el sentido de lugar?

Durante este año nos hemos aproximado a algunas respuestas — aunque dudamos de la existencia de una definitiva — y más que nada nos hemos dado cuenta de que no estamos tan solos en nuestra desubicación y que, gracias al trabajo de nuestros colaboradores, el sentido de lugar o el no-lugar posee iteraciones que no nos habíamos proyectado explorar al iniciar Entremares.

En esta edición del primer aniversario de la revista, el tema del espacio (su creación, su contestación y los desplazamientos dentro de él) emerge con fuerza: desde sus tonos políticos hasta sus manipulaciones artísticas. En su ensayo sobre la reforma de inmigración en Estados Unidos, la periodista Eileen Truax pone de relieve las incongruencias legislativas que intentan definir el lugar dentro de la demografía estadounidense y el destino de los inmigrantes sin papeles. Asimismo, en su proyecto fotográfico “Car poolers”, Alejandro Cartagena explora cómo las políticas y cambios económicos moldean el espacio urbano en Monterrey, México, y afectan la dinámica de vida de sus habitantes.

En el campo del arte, el juego con la dinámica de espacio produce propuestas artísticas innovadoras. Por un lado, el actor boliviano Cristian Mercado concibe al espacio escénico como el protagonista del teatro y afirma que es a partir de la ubicación del actor dentro del espacio teatral donde se barajan los significados. La orquesta de salsa La Sucursal S.A. ha encontrado nuevas avenidas en el quehacer salsero al transplantar este género latinoamericano al territorio europeo. La banda Radio Matuna, por su parte, le da voz a la experiencia afrocolombiana que ha ocupado un lugar poco visible en la historia oficial. Los pintores Catalina Carrasco y Jorge Porras Olmedo crean universos de fantasía que sirven de contraparte de o contestación al mundo y al espacio “reales”, mientras que el fotógrafo Manuel Tama Gianni recorre con sus imágenes (recabadas durante una vida de trabajo) el día a día en distintas localidades de la geografía ecuatoriana.

El espacio, en forma de un pueblo desolado o como lienzo de expectativas, es el protagonista tácito en muchas de las obras presentadas en este número. En el corto “Cotá” de los cineastas Jaime Terreros y Cristian Maldonado, por ejemplo, las facetas del vacío emotivo adquieren forma y textura en el vacío espacial de una casa sola, un pueblo desierto habitado por el único protagonista del filme. El crítico de arte Robert Max Steenkist, por otro lado, realiza una incisiva apreciación de la obra de la artista bogotana Juana Anzellini al examinar la geografía del retrato, con sus retos y límites, y el espacio de la pintura en una era de excesos visuales.

Todas estas entregas son intentos, con el peligro de simplificarlos demasiado, por redefinir y construir nuevos espacios que acomoden la diversidad y especificidad de experiencias que son muchas veces excluidas o marginalizadas por un paradigma o sistema convencional.

Estas entregas, además, representan el deseo más pragmático de Entremares: abrir un espacio para autores y personajes que merecen una segunda mirada a su trabajo, como cuenta nuestra compañera Solange Rodríguez Pappe, y seguir dando apertura a indagaciones que no encuentran cabida en los medios de exposición mainstream.

En su totalidad como proyecto y desde el nivel más personal, Entremares sirve como punto de conciliación entre los “yos” escindidos por nuestros múltiples desplazamientos. Nuestro editor Efrén Herrera, quien ha recorrido la geografía estadounidense y canadiense en busca de la estabilidad y seguridad que la violencia en Colombia le negó, lo expresa punzantemente: “Entremares ha sido, más que un punto para mi desubicación, un punto de encuentro entre lo que soy y lo que fui y de lo que quizá pueda seguir siendo algún día: un periodista. Pero los caminos que distingo en la penumbra tienden a llevarme hacia lugares más de supervivencia que hacia un destino con un plan de vida, hacia un mundo de desubicados”.

Entremares no pretende ser la materialización de una utopía, de ese lugar donde nuestras búsquedas encuentran su resolución. Este proyecto, como el barco Foucaultiano en los mares del ciberespacio, es simplemente el espacio donde nosotros, los “desubicados”, podemos indagar, especular, postular y, por qué no, soñar.

Cerezo en flor

“Me parecía una paradoja que se te hubiera acabado el amor justo ahora que la luz hacía todo más amable”.

por Hernán A. Burbano

El esquivo cielo desarropado permitía a la luz bañar los cuerpos de quienes por meses habían existido solo en gris, en medio de la depresión de la ausencia, en la esperanza plácida de un tiempo mejor. Los hombres de nieve se habían desecho en barro y mugre, en una agonía líquida que el sol ya había mandado al olvido en forma de vapor. Me acostumbré a verte siempre con tu gorro de borla azul, a descifrar el lenguaje de tus ojos verdes, a tomarte de la mano dentro de los bolsillos de mi chaqueta para así evitar que nuestros dedos alcanzaran el punto de congelación. La desnudez de los árboles permitía durante el invierno divisar el canal desde tu ventana, al final del parque vestido de blanco. El agua fluía cubierta por una nata de hielo que entonaba con el silencio, mientras patinábamos a lo largo del canal sin dejar de tocarnos. La oscuridad y la ausencia de hojas estuvieron matizadas por la dulzura de nuestras palabras, por el frenesí de los besos que rompían la ausencia, por las lágrimas que acompañaban nuestros adioses. La alameda paralela al canal tenía árboles anónimos, troncos sin hojas ni flores, promesas de un futuro que por incierto me llenaba de temor. Qué diferente se veía todo ahora pintado de colores: nuestras mochilas rojas, mi saco a rayas azules y lilas, los brotes de hojas cargadas de verde clorofila. El canal había desaparecido tras de los árboles y no podía divisarse más desde tu ventana. El agua corría de forma fluida, las chaquetas de invierno habían quedado en el olvido y la ausencia de pies fríos hacía de Neukölln un lugar más agradable donde existir.

En el invierno caminábamos a lo largo del canal en medio de confesiones recíprocas, observados por los vendedores de marihuana que impávidos resistían el viento y el frío. Siempre impuntuales, tratando de llevar a cabo tus miles de planes, amándonos con inocencia, sin pausa, con el desenfreno típico de la novedad y el misterio. Mientras el mercurio de los termómetros descansaba bajo cero nos prodigábamos besos eternos, guerra de lenguas, derroches de pasión y ternura. En la improvisada pista de baile de tu habitación movíamos nuestros cuerpos al ritmo del blues, sin dejar de vernos, sin dejar de besarnos. Afuera oscuridad, dentro de tu habitación penumbra. Afuera desconsuelo, dentro de tu habitación esperanza. Afuera el mundo con su canal congelado y sus árboles harapientos, dentro de tu habitación solo nosotros. Habíamos forrado fragmentos de las paredes con papel tapiz turquesa que cortaba el blanco de tu habitación y del invierno. Rodeado de blanco y turquesa me paraba en las puntas de los pies para seguir besándote al ritmo del blues, siempre oyendo sin parar la canción número dos: Tïu dropar (diez gotas).

Con el arribo del sol parecía que la gente se materializaba de repente en la calle y en el parque. A lo largo del canal el aire olía a flores, agua y carne asada. Antes de seguir el camino del agua jugamos ping-pong en el parque en medio de niños de todos los colores y de risas y llantos en turco y alemán. Quizás por miedo a pensar a largo plazo me había especializado en disfrutar de los pequeños momentos, y aunque la inminencia del final era avasalladora, sentía más felicidad que terror.

Durante los meses de frío peregriné a verte los fines de semana atravesando campos yertos por las siete horas de viaje que nos separaban. Al llegar a la estación tenía el corazón en éxtasis, tu cercanía llenaba mi vacío, el solo pensar en tus caricias le daba sentido al mundo congelado de Berlín. La primavera había vuelto a decorar el planeta con su paleta multicolor y su tormenta de polen. Me parecía una paradoja que se te hubiera acabado el amor justo ahora que la luz hacía todo más amable, mientras recorríamos la alameda guiados por la corriente del canal. Los árboles habían recuperado su identidad y se vestían con hojas, pájaros y flores. A lo largo de nuestro camino los cerezos en flor decoraban el paisaje con su explosión rosa. En la foto que te hice las flores contrastan con el negro de tu vestido y tus zapatos nuevos hacen juego con la primavera. Me encanta tu pose tímida con un pie delante del otro y tu sonrisa que parece decirme adiós.

En el invierno nos procuramos el uno al otro de ilusión y calor. Llenos de candidez creímos habernos encontrado. Convertimos a tu cama en el centro del mundo y yo convertí a tu imagen en el centro del mío. La primavera y nuestras intermitencias habían extendido entre nosotros ahora el frío que se sucede a la debacle y termina en el olvido. Debajo de las copas rosadas de los cerezos grupos de japoneses merendaban celebrando el Hanami, quizás sintiendo un poco de Japón entre los pétalos de los cerezos en flor. Me preguntaste cuánto tiempo creía yo que durarían los cerezos florecidos, no recuerdo que respondí, hubiera querido que para siempre.

Hernán A. Burbano

Hernán Burbano(Pasto, 1978). Genetista y escritor. Estudió medicina veterinaria y realizó una maestría en genética en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Realizó su trabajo de investigación doctoral en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, y obtuvo un doctorado en genética evolutiva en la Universidad de Leipzig. Ha sido autor principal y coautor de artículos científicos publicados en revistas como Science, eLife, Nature y Cell. Sus ensayos sobre filosofía de la ciencia han sido publicados en Ludus Vitalis e Historia Ciencias Saude – Manquinhos. Su primer libro, El confort de la cotidianidad, fue publicado por El Peregrino Ediciones dentro de la colección “Inmigrantes” en 2012. En la actualidad trabaja como investigador en el Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo en Tübingen, Alemania, y prepara un nuevo proyecto literario.