Mota de polvo

“Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia”.

por Hernán A. Burbano

El denso aire mil veces respirado de la casa se reemplaza lentamente con el sucio aire de la calle; la polución externa se intercambia con la desazón interna, dándole al lugar un falso aire de frescura. Las ventanas ligeramente inclinadas ayudan a que el espacio se libere del olor a cuarto cerrado, pero a su vez permiten la intromisión de partículas de polvo callejero: pequeños fragmentos de mugre que el viento ha recolectado en su viaje sin sentido. El desorden se extiende por todos los intersticios de la casa: la ropa está siempre sin doblar, las cosas descansan como trampas de caza por el piso y los platos sin lavar se vuelven rascacielos de grasa y porcelana. Agotadas por el viaje y arrastradas por la gravedad, las partículas de polvo descienden hacia el piso formando una nevada gris y microscópica, como la lluvia de ceniza después de la explosión de un volcán. El polvo no tiene pudor, cae por todas partes casi de forma homogénea; todo lo tapiza de gris, lo vuelve cenizo, lo apaga lentamente y trata de sepultarlo vivo. La acumulación se nota sobre todo en las superficies, donde con el dedo índice se pueden arar palabras inconexas de auxilio. Solo la acumulación de polvo puede medir la dimensión de mi desidia.

El viento también se cuela por la entrada, a través del pequeño espacio entre la puerta y el piso, arrastrando la suciedad acumulada en el tapete con figuras de Miró que está al final de la escalera, justo delante de la puerta. El aire viaja a ras de piso y sacude el polvo que en dunas se regocija en su inmovilidad, lo perturba, lo desplaza. El polvo se arremolina, gira en circunferencias que concentran partículas que cada vez se hacen más grandes, que recogen más partículas, que en un abrir y cerrar de ojos se convierten en motas: agregaciones mayores, grises, suaves como nubes, y también como ellas, condenadas a los caprichos del viento. El polvo empieza a sepultarme y yo, inmóvil, me dejo tapar instalado en los sillones de mi desidia.

Las motas se mueven a lo largo y ancho del piso arrastradas por el viento, que se cuela por las ventanas ligeramente inclinadas y por debajo de la puerta. Las bailarinas de polvo danzan sobre la superficie del piso un vals de desinterés, la banda sonora del abandono. Les gusta acumularse en las esquinas, en las patas de mesas y sillas, y sobre todo dormir un sueño plácido debajo de las repisas y bajo el colchón de mi cama. Desde la penumbra las veo moverse, crecer, acumularse. Acostado las veo doblegarse al viento, oscilar ante la fuerza del sinsentido, tomarse mi espacio como quien no quiere: poco a poco, sin miramientos, y sin tan solo una pizca de misericordia. Motas a la deriva atrapadas entre mi espacio, condenadas a vivir dentro de mi casa, huellas de mi dejadez, monumentos a mi gran desidia.

Me cuesta levantarme, dejar la suavidad del colchón y enfrentarme al desierto gris que se extiende por el piso de la casa. Me parece difícil sacar la fuerza necesaria para rebelarme a la nube de partículas que me envuelve, para masacrar a la jauría de motas de polvo con la succión eléctrica de la aspiradora, para dejar de consumirme en mi abandono.

Consciente del agobio desencadenado por el polvo y de la pesadez de mi desinterés, limpio de forma frenética todos los rincones de la casa: las patas de mesas y sillas, el tapete con figuras de Miró que está delante de la puerta, los campos de polvo que se esconden bajo mi litera. Me sacudo de la mugre de la calle, me siento de nuevo con fuerzas para buscarme la vida, para librarme de una vez por todas del temporal de polvo, para silenciar la danza convulsa de las motas por el piso de mi cabeza. Sin embargo, el viento se sigue colando de forma irremediable por debajo de la puerta y a través de las ventanas ligeramente inclinadas. Inmóvil sobre mi cama me dejo empapar por la lluvia de ceniza, permito que el polvo se pegue de nuevo a mi piel como escarcha, tiro la toalla y me sumerjo boca abajo en el colchón de mi inconmensurable desidia.

Hernán BurbanoHernán A. Burbano (Pasto, 1978). Genetista y escritor. Estudió medicina veterinaria y realizó una maestría en genética en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Realizó su trabajo de investigación doctoral en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania, y obtuvo un doctorado en genética evolutiva en la Universidad de Leipzig. Ha sido autor principal y coautor de artículos científicos publicados en revistas como Science, eLife, Nature y Cell. Sus ensayos sobre filosofía de la ciencia han sido publicados en Ludus Vitalis e Historia Ciencias Saude – Manquinhos. Su primer libro, El confort de la cotidianidad, fue publicado por El Peregrino Ediciones dentro de la colección “Inmigrantes” en 2012. En la actualidad trabaja como investigador en el Instituto Max Planck de Biología del Desarrollo en Tübingen, Alemania, y prepara un nuevo proyecto literario.

Winter’s Tale

Efímero y mordaz, bello y violento, el invierno es musa de artistas — desde fotógrafos hasta compositores — y cíclico recordatorio de nuestra mortalidad.

por Betty Aguirre-Maier
Entremares Magazine

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Una versión de este texto fue publicada en BG Magazine[/alert]

Mi primera aproximación al invierno fue una esfera de cristal que mi madre colocaba cada navidad en mi mesita de noche. En aquellos días, en la pequeña ciudad andina de Latacunga en donde crecí, además de las luces y las vitrinas atestadas de juguetes, eso era lo más mágico de aquella época. La esfera contenía un paisaje diminuto del Polo Norte. Solamente debía sacudirla para ver los copos de nieve arremolinarse, creando una pequeña tormenta que duraba segundos. Me mantenía maravillada e inmóvil por largos minutos inventando mis propias historias, absorta en un mundo desconocido y silenciosamente deseado.

Aquel deseo se cumpliría años más tarde al mudarme a los desiertos de Utah, en el noroeste de Estados Unidos. Sin embargo, la inocencia de la niñez había sido transformada por la realidad. Ahora era yo quien estaba dentro de la esfera, a merced del frío paisaje y los cristales de nieve clavándose en mi piel como aguijones.

Año tras año, tormenta tras tormenta he sentido el azote del viento helado atravesándome los huesos y mordiéndome la piel, pero también me he dejado seducir por la belleza exuberante del invierno en lugares impresionantes como Deer Valley con sus macizas colinas por donde serpentean expertos esquiadores llegados de todo el mundo, atraídos por the best powder in the world. O Dead Horse Point y su dramática vista desde los rojizos acantilados escarpados hacia el apacible río Colorado; y un poco más al sur, el espectacular Mesa Verde, un tejido de sierras y valles en donde los anasazi construyeron maravillosas aldeas, escondidas bajo los acantilados.

El invierno tiene el poder de ejercer esa dualidad sobre nosotros: tememos su llegada pero también la anhelamos. Su grandeza no siempre está a la vista, ni tampoco lo trágico y violento que acarrea. Su belleza ha sido interpretada de varias formas a través del arte. La fotografía, por ejemplo, nos permite captar momentos irrepetibles, como lo hizo Wilson Bentley. Hace casi 150 años en la región noreste de Nueva Inglaterra, este snowflake savant dedicó su vida entera a observar los cristales de hielo bajo el microscopio para luego fotografiarlos. Para Bentley, los copos de nieve eran “milagros”, y cada uno de ellos una obra maestra irrepetible. Bentley vivió, invierno tras invierno y cristal tras cristal, la belleza de lo efímero. Fotografió más de 5,000 cristales durante su vida, permitiendo por primera vez al mundo contemplar y descifrar la exquisita anatomía de un copo de nieve. Solía decir: “cuando un cristal se derrite, lo perdemos para siempre”.

La efímera vida de los copos de nieve es también lo efímero de cada invierno. Jamás existirá uno igual a otro. Su llegada siempre nos sorprenderá, aun cuando sabemos que está a las puertas del otoño. Mientras van pasando los días, el frío paralizante, el silencio que dejan los pájaros que emigran y la nieve, lo inundan todo. La naturaleza se repliega y nosotros con ella, y una nueva energía nos impulsa a continuar. Esa interiorización no pasa desapercibida. Nuestros sentidos distinguen las múltiples posibilidades de adaptación, desde lo práctico hasta lo estético. Nos percatamos de los detalles y descubrimos que el invierno no es un universo tan blanco o tan silencioso.

La luz del día despliega sobre la nieve una gama de colores que rompen la monotonía del blanco absoluto: rosas pálidos, lavandas, blancos cremosos y grises perlados. Colores que el ojo experto puede captar a través de la contemplación, como lo hicieran Monet y J. M. W. Turner. Otros artistas más contemporáneos como Eric Aho profundizan y recuperan una naturaleza agitada y violentada. A colores suaves y grisáceos, Aho añade ocres y negros, o rojos fuego que azotan el lienzo en brutales trazos, ilustrando así el misterio y el peligro de una naturaleza arrasada por las furias heladas. La música también ha captado los acordes del invierno. Así lo hicieron compositores como Tchaikovsky o Sibelius, quienes llegaron a interpretar la sonoridad del suave viento que serpentea los grandes bosques, o las estridentes y fuertes tempestades que crean ecos y avalanchas. Fragmentos de sonidos y silencios congregados matemática y cosmogónicamente para entregarnos fabulosas y míticas sinfonías como Lemminkäinen Suite o Winter Dreams, Sinfonía 1.

Más allá de la sublime y misteriosa belleza, el invierno también nos impone actos de supervivencia. La naturaleza muerta, los caminos congelados y las nevadas que nos dejan inmovilizados y sin electricidad nos obliga a volver a nuestros instintos más primitivos. En el invierno del 2009, una tormenta de varias horas dejó a Salt Lake City, la capital de Utah, sumergida en nieve. Nuestro vecindario estuvo sin electricidad durante casi tres días; el intenso frío llegó a calar nuestros huesos. Buscábamos sitios donde pudiéramos tener algo caliente, incluyendo el calor humano, literalmente. Las cafeterías hicieron su agosto en febrero. No daban abasto, vendían café, té, chocolate y toda suerte de bebidas calientes, como si fuera lo último de lo que la humanidad pudiera alimentarse. En esos reducidos espacios, las horas pasaban al calor de las bebidas y de las conversaciones con extraños o vecinos, a quienes normalmente nunca veíamos o hablábamos. Sólo nos faltaba el fuego para decir que habíamos vuelto a los albores de la humanidad.

En los días posteriores a esa gran tormenta me llegó un cuento de Jack London, “Cómo hacer una fogata”. Una historia de supervivencia en las heladas tundras del Yukón, en Canadá. El invierno es tan despiadado en los países del norte que la vida de un hombre llega a depender de la habilidad de encender el fuego y un algo de imaginación. Los largos días sin sol, con apenas un poco de comida para sobrevivir y esa sensación creciente de que el frío te va mordiendo el cuerpo hasta tragárselo por completo, me llevó a pensar en lo vulnerables que somos los seres humanos ante los embates de la naturaleza.

Mientras leía a London y la extrema situación del personaje, pensaba que aun con los avances del mundo moderno, nuestra vulnerabilidad es constante: tormentas que paralizan la vida cotidiana, caminos congelados que crean accidentes en cadena, roturas y contusiones por caídas y resbalones en el temido black ice, el frío que azota nuestros cuerpos cuando dejamos nuestras casas convertidas en refugios, pocas horas de luz que infligen a nuestro ánimo una cierta melancolía, a la que hoy llamamos depresión.

A todas estas circunstancias, aprendemos a enfrentarlas con fortaleza, habilidad, sentido común y un algo de suerte, pero sobre todo, con un claro instinto de supervivencia, como lo es el de desarrollar una visión que nos permita apreciar su belleza. De otra forma, no seríamos capaces de superar el frío extremo y sus consecuencias, ni los largos y grises meses sin sol.

Mi visión del invierno no ha cambiado mucho de aquella que tenía cuando contemplaba la esfera. Continúo sorprendiéndome con la primera nevada, con la gracia de los esquiadores que se deslizan por las colinas rompiendo el viento y desafiando obstáculos, o con la alegría de los niños que juegan en sus trineos. Y aun más, me sorprendo y guardo gratitud por las grandes nevadas, ya que ellas serán el agua de los ríos y las fuentes en el árido y ardiente verano que se aproxima.

El invierno como cada ciclo de la naturaleza encierra vida y muerte, belleza y tragedia — todas tan efímeras como los copos de nieve, o los colores que el sol reflejado en la nieve despliega sobre las planicies y las cimas de las montañas—. Tan efímero como la risa de los niños que durará lo que dura un acorde de vientos al abrazar los bosques. El frío no nos dejará huellas en la piel, pero sí en la memoria. Más allá de todo y cada año, al perecer el otoño nos aprestaremos a abrazar, con temor y deseo, alegría y angustia, al gélido invierno que llega con su sutil belleza para recordarnos que esta vez es a new beautiful winter’s tale.

Desafiando el molde

María Eugenia Donoso, modelo de talla grande y fundadora de la primera agencia de modelos plus en Ecuador, se pregunta: ¿somos todos víctimas de la rigidez de la estética corporal?

por María Eugenia Donoso

Me encuentro en la sala de espera del médico, es un chequeo de rutina para ver cómo sigue mi salud. Cuatro años de anorexia dejan sus rezagos y, a veces, siguen pasando factura con el tiempo. Mientras ojeo un par de revistas miro a mi alrededor: todos los que nos encontramos en la sala somos totalmente diferentes pero al mismo tiempo muy parecidos. Si bien es cierto que las apariencias sólo distraen, hoy le presto un poco más de atención a esos detalles para poder escribir un par de líneas distraídas por las percepciones. Como modelo de talla grande, siempre me he preguntado si la moda y la estética corporal, junto con sus exigencias, son aplicables para todos, o si más bien las exigencias en ambos aspectos son decisiones estrictamente personales, a veces guiadas por nuestros gustos, otras por el entorno. ¿Será que no todos somos víctimas de las exigencias estéticas impuestas? ¿Cómo saber? Tal vez podemos remitirnos a la historia buscando respuestas que calmen la ansiedad.

La breve historia comienza así. La moda nació en la corte de Luis XIV, lugar en donde se inventa el concepto de “made in France” gracias al ministro Jean-Baptiste Colbert, quien vislumbra las posibilidades económicas de la industria textil francesa. (Es justamente en ese momento cuando se empieza a establecer una diferencia entre vestir a la española y a la moda francesa). En el siglo XIX, con el trabajo del diseñador Charles Frederick Worth, comienza el sistema de desfiles, temporadas y diseñadores que conocemos en la actualidad. Dentro de este sistema, era imperativo contar con quien tuviese una figura y un rostro agradable a la vista para lucir las distintas prendas. Fue así como surgió la primera modelo de la historia: Emilie Louis Flöge en1931. Es a partir de las primeras fotos, realizadas por Gustav Klimt (pintor, fotógrafo y pareja de Flögue), que se crea el primer “catálogo de moda”.

Pero, ¿cómo se determinó cuál sería el físico y estilo corporal adecuado para lucir una prenda? ¿Quién decidió determinar qué figura femenina lucía mejor la ropa de moda? La respuesta es casi evidente: fueron los diseñadores quienes optaron por una figura delgada, ya que ésta no presentaba mayor dificultad en el momento de crear una prenda; vestir un cuerpo curvilíneo representaría un reto mucho mayor que no estaban dispuestos a enfrentar.

Y es precisamente así, como ya desde 1906, los cuerpos de las mujeres comienzan a ser utilizados como exhibidores, siempre y cuando los mismos cumpliesen con los lineamientos estéticos determinados. A pesar de ser éste un precedente que siguió rigiendo al mundo de la moda por más de un siglo, hoy por hoy existe ya la posibilidad de mirar cuerpos más apegados a la realidad — gracias a las top models quienes le dijeron basta a las exigencias estéticas de la pasarela y el mundo de la moda. Así también, en Ecuador decidí crear la primera agencia de modelos talla grande con el fin de mostrar un prototipo de belleza más real. La posibilidad de contar con exponentes más apegados a lo que luce el cuerpo de la mayoría de las mujeres nos ayuda a dejar de lado aspiraciones absurdas y prevenir desórdenes alimenticios.

Decido no narrar el resto de la evolución (o involución) en el mundo de la moda, ya que resultaría extremadamente larga. Lo que cabe recalcar es que con el paso del tiempo, los estándares físicos se volvieron cada vez más exigentes. Ejemplo de ello es la aparición como ícono de belleza de la top model Kate Moss, quien por su contextura fue considerada una vez una anti-modelo para luego fijar la delgadez extrema en las pasarelas de alta costura como principal referente de belleza.
Lo mencionado es solamente un precedente; siempre he pensado que comprender es absolver. Mientras observo a la gente en la sala de espera y sus distintas figuras, pienso que en realidad si las mujeres comprendemos que nuestros cuerpos fueron juzgados desde un principio como meros instrumentos para mostrar prendas de vestir y, que esto no condiciona bajo ningún concepto nuestra validez como seres humanos, probablemente podríamos relajarnos y optar porque la rigidez estética corporal sí sea una decisión estrictamente personal.

De repente, me llaman por mi apellido. Es momento de seguir enfrentando al mundo tal y como es.

maria eugenia donosoMaría Eugenia Donoso Müller, ecuatoriana, 29 años. Modelo talla grande. Creadora de la primera agencia de modelos talla grande de Ecuador y Latinoamérica. Productora de Moda y Estilismo editorial. Escritora por vocación y pasión. Creyente asidua del libre albedrío como único poder universal.

El galpón de los cuentos vivientes

Un cuento del escritor ecuatoriano Jorge Vargas Chavarría

Por Jorge Vargas Chavarría

Desde hace algún tiempo recibo la misma invitación una y otra vez: unirme a un club donde aspirantes a escritores recitan juntos el fruto de su ingenio cada tercer sábado del mes. Se lo he confesado varias veces a Norah, no creo que la escritura responda a un ejercicio creativo. Para mí, quien también intento escribir, la escritura es un plagio constante; la justificación a una mentira trabajada con un poco de estilo. Cada texto es resultado de un sinnúmero de líneas ajenas que lograron “de algún modo” sacudirnos el alma.
La semana pasada, con el aroma del mate como testigo, le prometí a Norah que asistiría por lo menos una vez al dichoso club que desarrolla sus reuniones en un galpón al sur de la ciudad. Y como para mí la palabra es una cosa que hay que respetar, me vi forzado a cumplir.

Norah es siempre la primera o la última en dejar el lugar, lo sé porque en las ocasiones en que la he recogido, no he visto nunca a nadie con aspecto de escritor. Y no es que considere que existe un prospecto para la imagen de un literato, sino que asumo que estos jóvenes se preocupan más por llevar una boina o tener un gato en casa, a juzgar por las descripciones que Norah me ha proporcionado.
En todo caso, cualquier comentario importa poco. A Norah le tomó un par de minutos persuadirme de agarrar las llaves y conducir hasta el menudo galpón de portones oxidados. Tal vez he fracasado en mis juicios previos, y los jóvenes escritores son en absoluto predecibles. ¡Hay que ver que escoger un sitio así, en lugar de una tradicional cafetería, es por mucho algo inesperado!
Norah golpea el portón con una especie de clave sonora que supongo sólo sus compañeros reconocen. Al cabo de unos segundos, un flaco de ojos grandes y hundidos nos recibe en silencio. Bosqueja lo que parece ser su sonrisa, y nos abre paso al interior en el que ocho personas se encuentran sentadas en un círculo. Norah se adelanta y saluda con un abrazo al tipo más alto. Él la envuelve en sus largas extremidades por unos segundos y la suelta para darme la bienvenida con un sacudón de manos bastante prolongado.
—Tú debes ser Bosco; Norah nos ha hablado mucho de ti y de tus cuentos. Bienvenido.
—Espero no me haya puesto sobre un pedestal ante ustedes.
—No, para nada. Siendo nuevo para nosotros, me temo que serías el último en subir a un pedestal.
Su sarcasmo resulta detestable, más que nada porque no lo prevengo. Una vez cerrado el portón, somos once personas dentro de un caluroso galpón iluminado únicamente por la luz que ingresa por los ventanales. Saludo a todos con un cordial apretón de manos, incluso a las muchachas que sonríen, pero no se muestran dispuestas a saludarme con un beso. Al resto de varones del club los saludo con el mismo formalismo absurdo que amerita este tipo de reuniones.

Todos se muestran afables, a excepción de uno, aquel que me mira a los ojos y me deja con la mano estirada. Norah aparece de inmediato, pone su brazo sobre mi nuca y me guía hasta la silla que han colocado para mí en el círculo. Tomo asiento y abro el cuaderno que contiene el relato que he preparado para la cita.
—Hola a todos, y bienvenidos a nuestra séptima tertulia—dice Dante, el líder del club con quien tuve un breve encuentro a mi llegada—. Es una verdadera pena que muchos de quienes iniciaron con nosotros ya no nos acompañen. Sin embargo, hoy por ejemplo, se une a nosotros un nuevo narrador.
Me echa un vistazo como esperando que me pronuncie ante los demás jóvenes, pero prefiero asentir con cortesía antes que decir cualquier patraña.
El flaco de ojos grandes toma asiento entre el grupo, y de inmediato empieza la tertulia. Noto algo extraño, misterioso, que prefiero ignorar considerando que todo creativo es siempre algo demente: los ojos de los presentes apuntan a la chica que sujeta su cuaderno con fuerza y se aclara la voz antes de leer. Las pupilas de los otros parecen dilatarse y esperar que algo suceda de la nada. Para cuando la muchacha de vaqueros desteñidos y blusa almidonada empieza a leer su cuento de arañas venenosas, todos guardan silencio y tratan de vivir el relato.
Norah parece haber olvidado mi presencia, porque desde que nos sentamos no se dirige a mí en lo absoluto. De pronto, el chico de barba abundante que se rehusó a estrechar mi mano, eleva sus piernas y las recoge sobre la silla en la que está ubicado. Mira el suelo con pánico y esboza un gesto de terror. Entonces veo las decenas de arañas negras acercarse a cada una de nuestras sillas. Norah y Dante se divierten con la escena que tiene a todos perplejos. Algunos también dibujan terror en sus rostros, y otros, como el alto de ojos hundidos, permanecen callados sin dejar de protegerse de las diminutas portadoras de veneno.

La muchacha no deja de leer, continúa su lectura mientras otra de las chicas se entretiene viéndonos asustados. Se descuida, pierde de vista sus piernas un instante y un par de arañas trepan por sus rodillas y le clavan sus colmillos en la piel. La muchacha grita y las retira con un manotón. Acto seguido, Irene detiene su historia y todos retoman la calma. Las arañas desaparecen y el chico mudo vuelve a respirar. Sobresaltado, me pongo de pie y exijo una explicación. Creo en fantasmas y duendes, pero esto ha sido demasiado para mí.
— ¡¿Qué demonios fue eso?!
—Tranquilo, ya tendrás tu oportunidad de leernos uno de tus textos. Aguarda, joven escritor —sostiene Dante en el mismo tono detestable con el que me dio la bienvenida a este sitio de mierda.
—Bosco, por favor, siéntate, —me pide Norah—te dije que disfrutarías este club. Ahora, guarda silencio.
El portón está cerrado bajo llave y para cuando reacciono, otro joven está leyendo ya. Esta vez, la quietud y el frío se apoderan del galpón.
— ¡Para que su horror sea perfecto, destruye las ventanas de la casa!—dice el joven, mientras recita un fragmento de su texto.
Los vidrios saltan por todo el lugar; hechos añicos nos caen sobre la cabeza. Me cubro con unos libros y al menos mi rostro sale ileso de los cortes. Para cuando dejan de caer los cristales desde los altos ventanales del galpón, tres de los otros muchachos sangran sin parar; los han rozado trozos grandes de vidrio. Me pongo de pie nuevamente para intentar ayudarlos y tropiezo con el cuerpo tendido en el suelo de la chica atacada por las arañas. Dante ríe a carcajadas aun con algunas heridas, y para cuando me incorporo e intento tomar al líder por el cuello para detener sus risas, tres personas han muerto ya, y yacen en el piso lleno de vidrios.

Mientras, Norah, con heridas mortales que le surcan el cuerpo, me empuja e intenta calmarme sin importar la escena en lo absoluto. El muchacho de la barba abundante aprovecha nuestro enfrentamiento y el dolor de los otros para abrir el cuaderno que trae entre manos. El muchacho me mira y sonríe con un gesto que es por mucho lo más tenebroso que he visto. Comienza la lectura de su relato de forma abrupta y sigue así, sin perder nunca la dicción de un buen orador. El cuento del muchacho es oscuro desde su primera línea, habla de espíritus y aldeanos corriendo por sus vidas. Hay gritos espeluznantes por todo el galpón, los vidrios regados por el suelo se levantan, los jóvenes ilesos caen desmayados sobre cristales rotos y los cadáveres de sus amigos.
El lector continúa con su relato, no piensa detenerse hasta concluirlo. En la desesperación de tratar de tomar a Norah de la mano y huir, resbalo y quedo ante los pies de Dante. Su rostro se ha desfigurado por completo; no sé bien qué me aterra más, si su cara alterada o el ángel negro que aparece detrás del lector de barba abundante.
El suelo empieza a crujir y las sillas de los escritores muertos salen disparadas hacia las paredes. La quietud se ha esfumado por completo. Para cuando empiezo a correr hacia la salida, Dante convulsiona en el piso, Norah le sujeta los brazos, y la enorme sombra negra que el lector ha convocado a través de su cuento comienza a tragarse a los muertos; los envuelve en la oscuridad que da forma a su imagen. Desaparecen.

Ciertamente no habrá cesado el rito hasta que quien lee se detenga. Uno de los sobrevivientes, el único además de Norah, el inconsciente Dante, se arroja sobre el lector, pero éste le propina un puntapié antes de que consiga quitarle el cuento de las manos. El galpón se viste en tinieblas, Dante ya no reacciona, y Norah se incorpora para dirigirme la mirada por primera vez desde que llegamos. En el primer descuido de la sombra, corro hasta las puertas del lugar y con mi energía reforzada por el miedo, consigo romper el cerrojo. Norah me sujeta del pantalón, está tirada en el suelo, lleva la cara cortada y su ropa tan sucia como el galpón.
— ¡Bosco, por favor! —tienes que ser paciente. Ya vendrá tu turno de leer.
Consciente de que aquella no es la misma Norah con la que conduje hasta aquí, me suelto de sus manos, empujo el portón derecho y, antes de poner un pie fuera del lugar, el ángel negro se posa a mis espaldas y lanza un grito que me ensordece por unos instantes. Me dejo caer sobre la acera y con un movimiento escabroso cierro el portón de un solo golpe.
Guardo silencio. Regreso a mi asiento con el cuaderno cerrado. Los participantes me miran absortos, inmóviles, sobre todo Dante, que había dudado de mi lugar en el círculo dispuesto en el galpón. Los participantes se miran los unos a los otros, se cuestionan la autenticidad de los hechos. Algo es certero: mi relato los ha envuelto. Norah, lejos del suelo en esta realidad, me mira satisfecha; sabe que a los jóvenes escritores no les ha quedado duda alguna de mi destreza en el oficio.

Los portones se abren entre chillidos; ya no hay vidrios sobre el suelo. El manto de penumbra del ángel negro se ha esfumado, y la luz inunda el galpón en donde las sillas quedan dispuestas en el centro tras nuestra partida. Entonces, el galpón espera en silencio a que los seres invocados a través del relato, vuelvan pronto a la vida.

jorgevargas_2013 (1)Jorge Vargas Chavarría (Ecuador, 1992). Escritor y estudiante de ingeniería química. Ha publicado dos libros en español e inglés, así como ensayos y cuentos en medios impresos y digitales en Ecuador y Chile. Cuenta con un blog literario con más de 30.000 visitas (www.jorgvargas.com) y un cuento adaptado a cortometraje.

Sobre la lluvia cae la ciudad

Una selección de poemas del escritor ecuatoriano Juan Carlos Moya.

SOBRE LA LLUVIA CAE LA CIUDAD

1

San Francisco de Quito.
Temperatura: siete grados centígrados.
Mañana con posibles lluvias dispersas.
Café.
La ventana gris.
La ciudad gris.
Después, un cigarrillo.
En el jardín de la casa el silencio cultiva las flores más bellas.
Un perro echa a trotar bajo la llovizna. Y yo me aventuro detrás de él.
Juntos, olfateando las calles mojadas, ladramos perdidos.
Sin la convicción de morir aquí, busco la salida.
Entonces, el viento y yo cambiamos de dirección.
Hacia el sur, siempre el sur.

2

La vida es lo que hacemos todos los días.
Lo mismo. Esa rutina. Lo que hacemos hasta que llega la noche.
No es lo que soñamos.
No es lo que queremos ser.
La vida es lo poco que hacemos, es lo que ya hicimos ayer, aunque mañana sigamos soñando hacer otra cosa.

3

Hay en cada beso tuyo una pequeña imperfección que se borra con el licor.
En el parque me das tus pies para calentarlos con mis manos.
Hemos rodado la noche como lobos de fiesta.
Rodeados de árboles nos acogemos al tiempo que se extiende y nos separa.
Querida, hemos coleccionado –sin saberlo– solo barcos hundidos.
Anoche, el río Machángara volvió a crecer.
Hoy –lejos de la tormenta– observamos juntos la caligrafía de un pájaro en el cielo.
Me pides huir a la ciudad vieja.
Hacer el amor pensando que otras mujeres hacen también el amor.
Tomar helados y mirar las iglesias.
De pronto ríes e inventas que eres mía.
La noche, sin remedio, te envuelve con su gas natural.
Encuentro más licor y bebes.
Sobre la lluvia cae la ciudad.
De lejos viene cantando la plaza y somos expulsados al nuevo día.
Ya sé que no volveremos a vernos.
Aquí me despido y permanezco —obligado por alguna vocación antigua de mi cuerpo— deseándote como ya te habrán deseado otros hombres, mucho tiempo atrás.

JUAN CARLOS MOYAJuan Carlos Moya (Ecuador, 1974). Es autor de la novela Caballos en la niebla y del libro de relatos El Cráter. Ha trabajado en prensa, radio y televisión. Recibió el Premio Nacional de Periodismo Jorge Mantilla Ortega por el conjunto de crónicas “El oficio de vivir”. Sus cuentos constan en antologías de Ecuador y España. Sus artículos y estudios relacionados con arte, cultura y comunicación han aparecido en periódicos, revistas y editoriales tanto de Ecuador como de otros países. Actualmente está escribiendo su segunda novela.

El día de hoy

Una selección de poemas de la colombiana Camila Charry Noriega

[alert type=»yellow»]Nota del editor: Estos poemas fueron publicados previamente en el libro El día de hoy de Garcín editores[/alert]

Poemas

  1. 20.
  2. 10.
  3. 45.
  4. 47.
  5. 36.
  6. 4.
  7. 1.
  8. 3.
  9. 33.

20.

El perro muestra frenético sus dientes
y corre con su presa entre la boca
llanura adentro;
ha sido largo el suspiro exhalado por el que ahora es un cadáver
banquete que entre mordiscos el hambre y el instinto riñen.
El perro cruza luego la noche,
la tiniebla que para él resulta el mundo humano.
Jadea, lame las magulladuras de sus días
sabe, entiende
qué son la soledad y el destierro,
pero desconoce la función del tiempo,
su impostergable cometido;
envejecerlo todo, acabarlo todo.
Como el perro
mis labios riñen con la vida y tragan luz,
jamás sacian su hambre,
ya adentro la luz es un rayo
y se extiende por las entrañas del cuerpo
que también cruza la noche
magullado, solitario,
consciente de que será cadáver,
banquete del tiempo;
ese otro perro
que llanura adentro, noche adentro, todo lo devora.

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10.

Olvido todo.
Menos a un perro amado, menos su ternura,
su enfermedad.
Humo la memoria que lo trae de vuelta (Aquí una corrección)
que desconoce mis manos
y las horas felices.

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45.

Pagarás por tu silencio
y por tus palabras
por tu falta de pudor
por haberte hincado ciego
ante los dioses de la tarde.
Pagarás por haberles ofrecido los riñones y los labios
por dejarlos oler tu bilis y tu miedo
por llorar
y por amar
el oscuro ministerio de lo ausente.

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47.

La palabra ha muerto,
sin ella
¿Cómo nombrar a Dios?
En el silencio,
en la ausencia de palabra
el mundo flota como una idea
ensombrecida, virtuosa
y también Dios,
su lenguaje hecho de capricho humano
de humana incertidumbre.
Ahora, cuando no hay palabra
cuando el lenguaje abandona su servidumbre,
su súplica, aún digo:
-Dios, sálvame de tu furia, dame luz y sed
protégeme de mí misma,
aunque sea haz que en mí las palabras digan algo
traigan algo
revelen alguna verdad
si es que acaso existes-.

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36.

Ronda esa canción
en algún lugar de la mañana
o en mitad de la tarde como una golondrina
que presiente en la lluvia otros órdenes,
otros ministerios.
La música,
cóncavo esplendor sobre el tiempo y el espacio,
más allá de las horas y el recuerdo.
Encantamiento, invocación de sombras.
Así también resbala mi corazón,
cuando la luz de algunas mañanas
cruza a través de la neblina
y otra vez,
por un instante,
tristemente apareces.

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4.

A la noche dejo mis ojos
como dos erizos boca abajo.
Adentro,
el agua que llenó mi cuerpo
es otra palabra
por sólo la que resbalo
ribera abajo
sin deseo ya de tierra
de piel.
Sin deseo.

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1.

Era por estar vivos
que nos desnudábamos
y reconocíamos
la furia en la espesura de la noche
y era
por este apego a la carne
que día tras día
las manos quemadas por tanto sueño
arrancaban de las espinas
la luz roja de la tarde.

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3.

Somos los desterrados
los que se miran
desde la desgracia que habita
todos los finales.
Somos los que rasguñan la entraña de esa fiera
que llaman Dios
para que sangre y llore
porque no podemos retener el tiempo
y su vértigo
en mitad del cuerpo.

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33.

El deseo también es olvido.
Los dos adentro, incrédulos, solitarios
lamiendo el hueso del que pende
cualquier ilusión.

Camila Charry 1Camila Charry Noriega nació en Bogotá y trabaja como profesora de literatura. Tiene publicados dos libros de poesía: Detrás de la bruma (2012) y El día de hoy (2013). Sus poemas y reseñas han aparecido en diversas revistas y magazines. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y al francés. Hace parte de la antología Una mirada al Sur en Argentina, Poesía colombiana del Siglo XX escrita por mujeres y de la Antología del decimoséptimo Encuentro internacional de poetas de Zamora, Michoacán. Fue finalista y obtuvo en el 2012 el segundo lugar en el decimosexto Concurso de poesía Ciro Mendía.

Aridez

Una selección de poemas del colombiano Zeuxis Vargas

Poemas

  1. OASIS
  2. INTERVENCIÓN
  3. SINÉCDOQUE
  4. ORFANDAD
  5. POEMA DE LA HERRUMBRE
  6. LOS TUAREGS
  7. GRANOS DE ARENA

OASIS

Hay en su piel menuda
Astrágalos alfombrando el fondo
Y donde la arena se humilla
El alga se arrastra como un náufrago
Dicen que todos los años se ahoga un hombre
Que toda la laguna es una abominación
Y entonces las palmeras
Parecen seres extraviados en el fango
El agua perdura
Insiste
Mientras
Con miedo
La rodea el olvido…
Muere un hombre,
Todos los años,
De sed

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INTERVENCIÓN

Y yo te buscaba
Te cazaba,
Tu sombra huía.

No fue accidental este rumor
Esta historia creciendo hasta ser una sola palabra.

Denominé a mi forma de saber que existías
Un milagro.

El color de la cosas, la liberación de la realidad
Eran intolerables cuando sólo pensaba en ti.

Había mucho de común entre nosotros
-Digo-
El momento preciso para derrumbarse
Y sentir que algo valía…
De antemano, teníamos la infancia
El lugar hollado por la voz
Y la canícula.

Allí
Calcinamos todas las insignias.

Perpetramos una liturgia triste
Que ahora
Es nuestra señal entre las cosas
Y el mismo dolor
y hasta el mismo rostro estupefacto
y el mismo resto del amor tan devastado.

Eso bastaba para muchas cosas.

Constantemente
Codifiqué
Compensé con designios
Lo que no entendía.

Pero tú,
No existías,
Estaba en otra parte,
Inadmisible.

Sin embargo

Yo te buscaba

Imposible.

Uno termina
Uno empieza.

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SINÉCDOQUE

Esta vena arrinconada
De hombre,
Alejada por la ausencia
También extraña.

Altera
Angustia
Como si buscara el tiempo
Pero estás tan lejos
Que ya no sé qué es la distancia.

Allá es de día
Aquí, casi todo,
Parece fermentar,
Se ulcera
Y entonces,
Tengo que inventar ciclos
Llamamientos
Espasmos con huella
O con señal de urgencia
Como alas emigrando
Como cornamentas huyendo.

En la noche te imagino:
Devorando,
Ocupándolo todo.

Más allá de la liturgia
El hombre y la mujer
Tienen el mismo deseo
La misma emergencia
Y los sentidos.

No te culpo:
No era la hora
No era el lugar
No era este universo
Pero…
El silencio te insiste.

Simplemente,
Es la sangre,
Esa cosa que sufre,
Que gotea,
Y se seca,
Árida.

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ORFANDAD

Dónde la catedral
Con sus pasión por el abandono.

Dónde
La viacrucis señalando la desidia.

A veces espeja en la reverberación
Ese lugar,
Un pórtico
La terminación del desierto…
Pero es el aire y la canícula
Solamente.

Esas cosas
Esas perversas cosas que no mienten
Podrían ser un ícono de su reino
Pero
Dónde las naves con su solemne olvido
Dónde
El atrio con sus quejas.

Cuál es el terreno preciso para hollar
Para establecer esta enferma eucaristía
Y la desaparición
Y la ausencia.

Qué Dios olvidar
O Empezar a odiar

La mirada perdida sabe de estas cosas
Donde no hay silencio

Miro mi cuerpo
La posesión más cercana
Al desamparo

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POEMA DE LA HERRUMBRE

Los hierros intentando el amor de los manglares
Y las rejas
Como palafitos donde se alza el viento
Resguardan.
Todo es impenetrable.

Allí donde se pierde el vacío
El sol custodia.

Guardián de Hesperia
Aguarda
Celoso
Que la arena se arrebole
Para dar inicio al laberinto.

Una partícula de roca
Escapa
Rueda hasta los pies de la viajera,
Desaparece el espejismo.

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LOS TUAREGS

El aprisco bala,
Sin cesar,
Hacia la irisación de la noche.

Hay rocas afirmando,
Sosteniendo la arena.

A veces
Yo huyo,
Sombrío,
Arreo mesnadas de cosas que no fueron,
Y me desvanezco,
Es necesario.

Hay una escritura, en el desierto, muy hostil:
Se basa en la media luna del alfanje
Y en el serpenteante hecho de estar solo.
Oficia con las palabras hasta arderlas en olas
Le pone silencio a los rostros.

Sobre la duna
Una horda
Forma el cenit
Esa otra apariencia
De ponerme de frente
Ante tus huestes.

No son alucinaciones
Estos tuaregs,
Furiosos,
Embistiendo
Ya encima.

La luz refractada por el aire,
Inquieta,
Es el único artilugio:
Espeja
Mi distancia.

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GRANOS DE ARENA

Yo oficio la distancia
La queja queda
El túmulo de espacios sin nombre
Las horadadas faltas del silencio

Esta arquitectura es la del olvido
Y sin embargo
En los granos de arena
Nace el cuarzo

zeuxis_vargasZeuxis Vargas (Bogotá, 1981). Licenciado en psicología y pedagogía. Sus obras y ensayos han sido publicados en revistas como Quimera, Asterión y Rara-Avis. Ha sido catalogado en el centro virtual de la biblioteca de Harvard University. Parte de su obra poética ha sido publicada en la antología “Nueva visión de autores cundinamarqueses”. Sus poemas y ensayos han aparecido en varios sitios web de literatura.

Nos han dejado

Una selección de poemas de la colombiana Lucía Estrada.

Poemas

  1. NOS HAN DEJADO
  2. EL SILENCIO ME TOMA
  3. SÓLO UN GESTO
  4. ¿SABES CUÁNTO?
  5. CUANDO LA NOCHE SE INCLINA
  6. ESPERO EL MOMENTO

NOS HAN DEJADO

NOS HAN DEJADO verdaderamente solos en medio del agua,
de su noche grave y espesa.
No en la superficie,
no en el fondo,
entre los pliegues.

Y allí soñamos las formas,
peces que se devoran entre sí,
sustancias y sales y fuego
en su primera altura.

Pero hay un arriba y un abajo, decimos,
y somos parte del secreto.

Lo que nos mantiene es no saberlo con certeza,
intuir que somos las columnas y el corazón único
de ambos reinos.

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EL SILENCIO ME TOMA

EL SILENCIO ME TOMA del brazo
y como al niño ciego me conduce.

Algo en mí percibe su brillo de abeja misteriosa,
su enorme cuerpo invisible en el que palpitan
la sangre de antiguos dioses, los árboles de la infancia,
el mar de lo desconocido.

Queda su temblor en el aire.
Puedo tocarlo,
palpar sus formas, escuchar el sonido que produce
al entrar en el cuerpo vivo de una palabra,
la oscura vibración del silencio
cuando mi corazón
pulsa sus cuerdas.

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SÓLO UN GESTO

SÓLO UN GESTO para saber que todo se corresponde,
que no estamos en orillas opuestas.
nombrarlo,
de creer en lo que no se conoce,
en lo que juzgamos niebla y abismo.
Que todo huye de la muerte y así va por el mundo.
Que la vida es lo que siempre queda al final de la página:
ese temor de sabernos, de insistir en el vacío que se deja
entre una línea y otra
para señalar lo imposible.

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¿SABES CUÁNTO

¿SABES CUÁNTO ha resistido la piedra? ¿Cuánto el desierto?
¿Y la profundidad del agua? ¿Cuánto? ¿Y sabes tú
qué silencio rodó bajo los párpados, qué palabra cristalizó la lengua de los muertos?
¿Por cuánta oscuridad y quietud fueron rodeados?
sentido sus visiones? ¿Sabes, acaso,
qué se quedó por decir? ¿A quiénes acudieron,
bajo qué luz, a qué oído hirieron con sus voces?
El viento trae consigo la respuesta,
y en secreto la devolverá tibiamente a la nada.

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CUANDO LA NOCHE SE INCLINA

CUANDO LA NOCHE SE INCLINA y parece que pronuncia tu nombre,
hundes tus manos en la oscuridad
y buscas a tientas el cuerpo inabarcable de tu memoria.
Ese pálpito en la punta de los dedos,
la densa respiración de todo cuanto existe, te obliga a permanecer en la sombra.

Ninguna imagen tiembla en el espejo. Ninguna superficie se apiada de ti.

Todo está vuelto sobre sí mismo
y nada consigue reflejarte. Una pausa, y el tiempo detenido
cae sobre tu silencio.

Cuántas palabras a punto de oscurecerse bajo tu lengua.
Cuánto deseo en los ojos que se abren por última vez.

Apártate un poco y comprende que nada podría ser el inicio ni el centro
en este cuarto cerrado. Que todo será dicho de golpe
en mitad de la sombra
y muy lentamente.

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ESPERO EL MOMENTO

ESPERO EL MOMENTO de reunirme con mi sombra
que avanza del otro lado del muro.
Presintiendo su cercanía, todo lo que huyó de mí en las horas muertas,
se agolpa en mi corazón oscureciendo el paisaje.

Sin embargo, ¿qué sabe la luz del encuentro de unos ojos
con aquello que han buscado desde siempre?

¿Acaso no pertenece a la noche su pregunta por el ángel
que vuelve cada tiempo y nos restituye lo perdido?

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Lucía Estrada 2012Lucía Estrada (Medellín – Colombia, 1980). Ha publicado los libros de poesía Fuegos Nocturnos, Noche Líquida, Maiastra, Las Hijas del Espino, El Ojo de Circe y El Círculo de la Memoria, Cuaderno del Ángel. Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005). Sus textos han aparecido en varias antologías y publicaciones del país y del exterior, y han sido parcialmente traducidos al inglés, francés, italiano y alemán. Durante cinco años fue parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de Medellín. En 2009 fue nominada por la UNESCO al Premio Internacional de Poesía “Ponts de Strugas” de Macedonia. Ese mismo año obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con su libro La Noche en el Espejo. Actualmente hace parte del comité editorial de la revista literaria Alhucema, Granada-España y es coordinadora cultural de la Corporación Otraparte.

Entonces jugar

Una selección de poemas del escritor venezolano Juan Carlos Vásquez

ENTONCES JUGAR,

nadando evadir lo que el ojo no ve,
al zig zag desunir el orden alfabético
de las trampas,

en favor de la vida como una fiera
para sacar alertas rasgando velos y membranas
hasta que un pájaro cante avisando que hay otro día,
que hay otra oportunidad en la serie infinita
inhalar-exhalar.

(LA PERSONA QUE NO SE ES)

Nos observa como pesadilla,
repite nuestro nombre
se afinca en nosotros,
lo hace sin cuidarse disponiendo
de todos nuestros secretos
y los exhibe
hasta hacer izquierdo lo
derecho,
fatigar, volver a fatigar
y al centro
condensando el silencio
a tu figura

Juan_Carlos_Vasquez_pdcJuan Carlos Vásquez (Valencia, Venezuela, 1972). Autor del libro de relatos Pedazos de Familia (Estival teatro, Venezuela 2000). Otros textos han sido publicados en diversos volúmenes colectivos y antologías en Chile, México, Estados Unidos y España; asimismo en columnas periodísticas del Diario El Impulso (Barquisimeto, Venezuela). Formó parte del proyecto Literario y artístico “Mirages from an Unreal World” by Laura Orvieto, Author house (New Jersey, Estados Unidos 2010). Integrante del grupo cultural Spanic Attack (New York 2004). Obtiene distinciones en los Concursos de Poesía Pro lingüístico y Multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), Edizione 21/2005, Edizione 22/2006. Semifinalista en el Concurso de poesía Pasos en la Azotea (DF, México 2006). Reside en la Coruña, España.

Familiar

Un cuento del escritor ecuatoriano Andrés Cadena

Familia, 1220-50. Tom. del lat. famîlîa, primitivamente
‘conjunto de los esclavos y criados de una persona’,
deriv. de famûlus, ‘sirviente’, ‘esclavo’.

por Andrés Cadena

Cuando me reveló lo de su enfermedad, reconocí en los ojos de mi prima María el inconfundible destello de la locura:
—La estoy fingiendo —susurró, y luego continuó como si nada, pidió con un movimiento de la mano un vaso de agua a alguna tía que estaba cerca, y se hundió bajo una manta en el sillón de tela estampada con diminutas rosas de colores.
Esperé una sonrisa de su parte, una continuación igual de extraña, o incluso el resquebrajamiento de esa tarde de sábado en casa de la abuela por el estruendo de sus carcajadas; pero María actuó como una estatua ensombrecida, y se limitó a proferir un intermitente quejido que era igual que oír serruchar a la distancia.
Una atmósfera concurrida y bulliciosa, regida por el parentesco, me hacía sentir bajo una lluvia, de impactos repetitivos por doquier, y se contraponía al remanso de soledad en que había bogado los últimos dos años, en Europa, a mi ritmo. Era el primer almuerzo con toda la familia desde mi regreso; aún no asimilaba que apenas tres días antes hubiera tomado una navette frente al Puerto Viejo de Marsella, para ir al terminal aéreo a una hora por la autorruta, y luego a una serie de aviones en un viaje con escalas en Frankfurt, Bogotá y Guayaquil, para terminar una noche en que el frío andino se concentraba en la ciudad bajo una espumosa tapa de nubes.
Al abrirme la puerta de su casa, la abuela parecía esconder en sus ojos oscuros, como boyas brillantes en un mar de arrugas, la preocupación por mi prima María.
—A la nena la tenemos enferma —me dijo cuando le pregunté cómo estaba—, pobrecita; pero le va a componer tu vuelta.
Esa frase trizó mi flamante alegría por ver a la familia.
Fluyó hasta la cima de mi memoria el mensaje de mi prima seis meses atrás, que yo leí, junto a mi novia, en una cafetería sobre una calle peatonal en el centro de Colonia, donde languidecían en la tarde de otoño las sombras de las torres de la Catedral, como dos colmillos apuntando al cielo.
«Nando —me escribía María—, conocí al amor de mi vida. No te rías, es así. Te escribo porque estuvimos en el zaguán antiguo de la abuela, y pensé mucho en ti. Sé que vas a entender, siempre fuiste más maduro que yo. La abuela y las tías no paran de decir que eres ya un hombre de éxito; y no lo dudo. Así nos ha llevado la vida, ¿no? Seguimos de primos… ríete ahora sí. Con cariño infinito, Mar»
Tras leer el mensaje, había cerrado la laptop de Christine y la miré continuar la escritura en su diario. Ella levantó la cabeza lo justo para que un mechón corriese sobre su rostro como una cortina y le ocultara un ojo, mientras sus labios estiraron una sonrisa. Aquel medio gesto era para mí la idea nueva de la felicidad, de súbito alcanzada ahora por una salpicadura del pasado. Me acerqué al semblante fino de Christine y tuve que tomarle la quijada con las yemas de tres dedos para que completara mi beso. Su imagen se embelleció, con esa belleza rutilante hija de la sorpresa.
—¿Cómo se te ocurre fingir que estás enferma? —le dije ahora a mi prima, sin mucha discreción. Nadie nos oyó; tal vez estuvieran acostumbrados a que entre María y yo intercambiáramos siempre frases incomprensibles.
Dándome su perfil, ella abrió un ojo, que fue como un roedor asomándose a la cornisa de su nariz. De repente, se reincorporó a medias y me encaró con seriedad:
—Tú fingías todo el tiempo que dormías cuando la tía llegaba a donde la abuela para llevarte a tu casa.
María tenía una facilidad de ubicarme en mi vida como si fuera un tren que no había alcanzado a tomar.
—Oí que estabas con una alemana. ¿Qué tal?
—Bien —repuse queriendo sonar natural—. Viene en un mes.
Prorrumpió en risas, cercenadas de súbito por una tos profunda. Tras ello, se levantó del sillón, dejando caer la cobija amarillenta sobre el parquet, y se dirigió al baño arrastrando los pies. Las florecitas del tapizado del sofá perdieron por unos segundos su forma, estiradas cóncavamente, como bajo el peso de algo invisible que permanecía sobre ellas.

*

Leí el e-mail de Christine como si fuera una noticia antigua, desactualizada, y su efecto se limitara a enrarecer mi idea del pasado reciente. Había ido al médico y me daba varios pormenores de su estado, con una minuciosidad que me repelía: su extrañamiento se ocultaba bajo una graciosa y tenue reprobación. Sin embargo, sabía que Christine bien podría ver por sí misma. Pensé, en cambio, que debía resarcirme con respecto a mi prima, que por una vez estaba en mis manos definir los límites de mi espacio frente a ella, tan habituada a invadirlo. Quería a Christine —ésa era, después de todo, la razón de que yo hubiese adelantado mi viaje: preparar a mi familia ante nuestros inminentes planes de boda—, y por eso debía cerrar las cosas con María.
Fui a visitarla a la casa de la abuela, donde se estaba quedando desde el inicio de su supuesta enfermedad.
—Está peorcita, mijo —se lamentó la abuela mientras subíamos hacia la habitación de la convaleciente. Me tomó del antebrazo con cariño pero con firmeza—. Tú le haces bien, estoy segura —terminó, como si alentara algo que no terminaba de develar.
Miré con tristeza cómo la vejez se apoderaba definitivamente ya de esa figura que en algún rincón de mi pasado tuviera también la forma de la ley. Su piel colgaba como buscando desprenderse de su cuerpo.
—Ahora sí creo que me ha llegado —me dijo María cuando me senté al pie de su cama—; la enfermedad, digo.
Una sonrisa mustia naufragó en su cara.
—Sé que es por mí, Mar —propuse, según tenía en mente, con gravedad, aunque sin convencimiento.
Ella fabricó una risotada que la maquilló en un segundo.
—Todo es por ti, primo —alcanzó a decir, socarrona.
Hice silencio y respiré hondo. El olor de esa casa parecía intocado desde hacía años.
—Pensé que conocería al «amor de tu vida» —dije.
Ella demoró en hablar ante mi provocación.
—¿Tienes un cigarrillo, Nando?
—Mar… —reclamé con un sonido infantil.
Sus ojos se opacaron por un desgano profundo. Esa manifestación de fastidio era un antiguo lazo que ella había usado siempre para conservarme atento, como mirando a un ser superior.
—Pues no lo era; no era el amor de mi vida… —aceptó a regañadientes.
«Entonces no sé por qué tenías que anunciármelo», pensé en decir, pero en ese instante la abuela entró al cuarto con una taza roja tambaleante en un plato de porcelana. Un dulzor en el aire delataba la avanzada pudrición de alguna hierba mantenida en humedad.
—Toma, nena, acábatelo mientras esté caliente.
La voz y el paso lento de la abuela eran la unión de la lástima y la esperanza. También eran para mí como un calmoso regreso a los recuerdos.

*

—Siente mi lengua —me había dicho mi prima una noche de diciembre, cuando éramos adolescentes y se animaban a la intemperie las fiestas de la ciudad, bajo el multicolor de las explosiones de fuegos artificiales en cada barrio. Nosotros estábamos resguardados del mundo en el zaguán de la antigua casona de la abuela, en el centro colonial. María me besó con los labios abiertos, creando una cueva húmeda en la que parecía que cabríamos ambos de cuerpo entero, y luego me recorrió con la lengua toda la boca.
Yo no podía dejar de pensar en ella, aun cuando, pasados nuestros encuentros, no me prestara más atención que a los primos pequeños, que siempre la demandaban de nodriza o acompañante. Repetíamos el ritual del zaguán cada vez que a mi prima se le antojara, y lo cerrábamos, invariablemente, cuando ella se separaba de mí para dar dos pequeños saltos hasta el fin del pasadizo y asomar los ojos hacia la galería de acceso a la cocina y al comedor, donde se reunían los adultos, el escenario de una vida a la que pertenecíamos pero que en esos momentos yo sentía como lo más lejano imaginable.
—Espera un rato —me decía mi prima, sin voltear a verme, y salía segundos después con una inocencia simulada a la perfección.

*

Christine me había llamado varias veces al teléfono desde Alemania, pero algo en mí me impidió contestarle. Hablar directamente con Christine sin haber alcanzado progresos en mis planes no sólo que me parecía un fracaso, sino que constituía, en mi mente, una verdadera traición. Mi novia no tenía el número de mi casa, sólo el de mi celular, así que no tuvo contacto alguno con nadie más de mi familia, quienes sabían de su existencia a través de mis relatos.
Me limité a escribirle que todo estaba en orden, que la vida familiar me había ahogado un poco en su tráfago y por eso no había estado disponible; que eso no lo entendería ella, germana, ya que era un asunto de latinos; que todos nuestros planes continuaban intocados. Que la extrañaba y la quería. Que le mandaba un beso.
—Mijo —me preguntó la abuela un día que había ido a visitar a mamá—, ¿usted para qué invita a su amiga, esa alemana, a venirse acá? —y lo que siguió fue un lamento y un enigma—: Peor, con la nena como está…
—¿Y cómo está, abuela? —repuse, haciendo un escudo de palabras—, ¿cómo anda su nena enferma?
En un concentrado gesto, vi con claridad que la abuela reprimió un sollozo.
—Está que no quiere ni comer, imagínese.
Quise develarle entonces que todo era mentira, que mi prima fingía su enfermedad como había fingido durante toda su vida una serie interminable de sucesos, según le convenía.
Así lo había hecho esa tarde tibia en el antiguo zaguán de la abuela, cuando parecía no saber qué ocurría, cuando hacía como si no supiera, al tiempo que nos conducía con una pericia de la que sólo años después, desde el recuerdo, aprendí a sospechar. Tras los besos, con su mano extendió una caricia bajando por mi vientre y terminó desabotonando mi pantalón; mientras yo bullía por dentro, su mano ejerció una presión que me traspasaba la piel de la hombría, accionando un mecanismo interior aún desconocido para mí. Ella se había desprendido de sus interiores deslizándolos bajo su falda plisada príncipe de gales, por las piernas y hasta el suelo; brincó y se encaramó sobre mí con semejante impulso que al saltar la soga, me rodeó la cintura con sus piernas, el cuello con sus brazos; y, maniobrando con habilidad su humedecido pubis, por primera vez me permitió estar dentro de una mujer. Ráfagas de espasmos asestaron mi cuerpo, arrebatado por el placer durante intensos minutos, en que fuimos poco más que latidos. De pronto, de otro salto, María se desconectó de mí, aterrizó con pies juntos, y se agachó ágilmente para recoger el trapito deforme que era su calzón, para luego desaparecer absorbida por la claridad del día al final del zaguán. Una leve corriente de aire me acarició el cuerpo, hiriéndome de frío en las partes mojadas; como si la ciudad se estuviera burlando de la escena, como si el ambiente entero fuese una extensión de mi prima.
Pero no le dije nada a la abuela. Comprendí que su tristeza la recubría y la volvía impermeable a todo lo que no anidara ya en su interior. La enfermedad falsa de María era un mal congénito.
Christine se perdía en mi mente, que licuaba su imagen con el indefinible color del olvido.

*

La muerte de la abuela ocurrió de repente, sin que nadie pudiera presentirla. Un lunes, mientras el volcán desgarraba las nubes grises haciéndolas desaguarse sobre la ciudad, la abuela se recostó para su siesta de la tarde y nunca más se despertó. María fue la primera en darse cuenta: el lecho final de la vieja fue un mullido sillón verde oliva al pie de la cama de la nieta convaleciente. Algo de la vida expirada de la abuela debió viajar en esa habitación y adentrarse en el cuerpo de María, puesto que cuando alertó a los tíos sobre el cadáver, sus ojos, secos, parecían más animados que nunca, expectantes como dos depredadores en plena vigilia.
Todos temieron que el malestar de salud de María recrudeciese, pero la partida de la abuela pareció tener el efecto contrario, y enseguida mi prima empezó a mostrar los signos inequívocos de la recuperación. Y así gozó, en toda la familia, de una admiración sollozante debido a su fuerza de voluntad para sanarse a pesar del dolor.
—Se murió de pena —me dijo María ya en el velorio, en un camposanto a las afueras de la ciudad—. Una pena que le causamos tú y yo, Nando.
Yo la escuchaba percibiendo por instantes los mismos declives de voz de la niña que en el pasado se servía de mi cuerpo cuando quería.
—¿Y cómo lo remediamos, Mar? —dije, desafiándola.
—Siendo felices —me respondió mientras me abrazaba—. Viviendo.
La tomé de la mano y salimos del salón recubierto de deudos que se confundían en un solo ente, como si la oscuridad de una gigantesca mantarraya se hubiese posado en el recinto de velación. El punteo de nuestros pasos ahuecaba el silencio de unos corredores amplios que eran el marco de un patio empedrado con una pileta en el centro, semejando la arquitectura andaluza de las casas antiguas de la ciudad. Mientras recordaba los momentos de nuestra febril adolescencia pasados en el zaguán de la vieja casona de la abuela, nos alejábamos más del velorio, como dándole la espalda a lo que ocurría en el presente. Luego de trasponer una desolada galería al extremo de los salones de velación, nos apoyamos en una balaustrada de piedra, y no nos dijimos nada mientras observamos el paisaje. A nuestros pies, la loma descendía en una redondez perfecta hacia un lejano y raquítico río que apenas se podía escuchar, como si estuviera a punto de secarse. El césped verde limón brillaba con artificialidad bajo el sol ecuatorial. Una serie de lápidas ordenadas con sucesión constante daban la impresión de ser púas nacidas del suelo, como si estuviésemos sobre el caparazón de un gigantesco monstruo antediluviano.
Allí, apoyados contra una pared blanca que dejaba ver los bultos formados por los ladrillos bajo la pintura, a semejanza del costillar de un cadáver, María y yo hicimos el amor, de pie, rodeados de un silencio de muerte que era exhalado desde nuestros pies, desde la tierra, en todo lo que allí había.

*

—Es hora de despedirse —me dijo María, desmontándose de mí, y reacomodándose la falda oscura y pasada de moda que, sin embargo, en ella, irradiaba armonía.
Yo me reincorporé sobre el asiento y me subí el pantalón, sin despegar los ojos de mi prima. La veía recortada contra la ciudad, que se tendía del otro lado de la ventana del auto. Habíamos estacionado en un mirador sobre una colina en el extremo oriental, en las proximidades de un parque con olor a eucaliptos.
—Tu novia alemana… —dijo María, con una oscura alegría en la voz—, ¿cuándo viene?
—En una semana.
—Ese día, entonces, todo tiene que acabar, Nando.
Asentí con gravedad. Experimenté el remordimiento de no haber solucionado como pensara mi relación con María, pese a que preveía un final cercano, que me proporcionaba cierto alivio. El recuerdo de Christine se me hacía borroso, a pesar de que algo aún latía en esa imagen mental. Maldije en silencio a mi prima, a su enfermedad fingida que la había colocado en el ojo del huracán de nuevo, captando toda la atención familiar, secuestrando mi cariño y mi cuerpo como hacía años. Supe que la odiaba porque la quería tanto, por hacerme recorrer ese camino de doble vía que era su amor de prima, vivificante y desolador al tiempo, primigenio y fatal, que me erizaba la piel al relacionarlo con la mención de «la sangre llama».
Los días que siguieron fueron como un viaje hacia la condenación. María y yo hacíamos el amor como dos posesos cuyas vidas se decantan hacia el fin en cuenta regresiva. Las jornadas transcurrían ante nosotros como clepsidras a punto de vaciarse. Nos encerramos en la casa de la abuela, con el pretexto de ordenar los objetos de todas las habitaciones del lugar, según indicaciones minuciosas que mi prima recibiera directa y confidencialmente. Incluso despedimos a la empleada de años de la casa, quien antes de darnos la espalda para irse nos arrojó una mirada de ojos encendidos por el reproche. Nos cobijamos en un secretismo natural para esa atmósfera que apresaba el pasado y lo confinaba a pervivir, extendiendo su sombra, superpuesto al presente. Nos volcamos a una cópula sólo interrumpida con intermitencias para reponer fuerzas comiendo algún dulce de la despensa o sumiéndonos en una duermevela tras las cortinas cerradas, por cuyos bordes alcanzaban a destellar hilos solares estirados sobre los empolvados muebles atacados por la polilla. Ese lugar, la ausencia de la abuela y las palabras roncas de mi prima, que eran como designios incontestables para toda la familia, parecían confluir en un vórtice oscuro, donde se descomponía todo lo que se acercara; igual que un agujero negro deshace luz y tiempo atrayéndolos hacia sí con una gravedad capaz de absorber el brillo astral de una galaxia entera.
El día de la llegada de Christine, un mareo se apoderó de mi cabeza desde la madrugada. Medio dormido todavía, tuve que correr al baño para alcanzar el excusado antes de vomitar. Cuando salí, mis ojos lagrimaban desdibujando los bordes de las cosas. A través de la ventana del eterno dormitorio de la abuela, la ciudad se desperezaba bajo un azul inyectado de rojo, casi violeta, que aureolaba la cordillera. Todo parecía temblar entre vapores nocturnos y una fría humedad que flotaba en el ambiente.
En la cocina, mi prima consumía un desayuno frugal, con un aire melancólico. Me vio entrar, me rodeó con sus brazos y me dio un beso ligero en la boca, un saludo más familiar que lujurioso. Mis manos recorrieron sus caderas y la atrajeron hacia mí.
—No, Nando —murmuró—. Ya no.
Mencioné que debía salir hacia el aeropuerto. Mi prima insistió en venir conmigo. Yo me sentía siguiendo los dictámenes de algo superior a mí; una decisión incomprensible que, sin embargo, se sentía como la única solución a todo.
Recorrimos la ciudad sumiéndonos en la sima de la llanura, donde el aeropuerto era como un tajo en pleno bosque de concreto. Parqueamos en la acera de enfrente antes de llegar a la puerta de arribos internacionales, desde donde, en diagonal, podíamos observar la salida de los viajantes. Permanecimos sentados en el carro. María guardaba silencio, con un aire de aceptación y —de nuevo— fingida inocencia. Mi odio y mi amor por ella correteaban en mi interior como dos infantes, persiguiéndose el uno al otro entre carcajadas.
La tomé de la mano, pero ella deshizo esa unión enseguida. Encendí la radio, y nos dejamos llevar por el oleaje de leves sonidos, que llegaban enrarecidos a la cabina del auto, nuestro último fortín frente a la realidad.
Largos minutos pasaron sin que la situación cambiara. Manteníamos una expectación como el condenado que sabe que pronto llegará su final. La ciudad fuera del auto sostenía un rumor extrañamente acallado, como si nuestra vigilia fuese también suya.
—Es ella —dije de repente, con los ojos puestos en una figura femenina que difería de la que guardaba en mi memoria—. La del vestido rojo amplio y pelo rubio suelto. Maleta azul.
Señalé a Christine con algo de vergüenza, con el ademán de un niño obligado a confesar su travesura. Ella, espigada y blanca, estaba de pie sobre la vereda, buscando a su alrededor la imagen de mi rostro. Sus bellos y delgados rasgos parecían perdidos en esa atmósfera de páramo andino. Sus ojos almendrados y su pequeña nariz puntona irradiaban la confusión que, seguramente, reinaba en ella ese momento.
Yo permanecí callado y con ambas manos puestas al volante. No miraba a María, quien se reclinó hacia el frente, ubicándose a un palmo del parabrisas, para captar mejor la imagen de Christine. Sólo la oí hablar, de pronto, como susurrando divertida:
—Apenas se le empieza a notar el embarazo.
Vi a mi prima María a los ojos, en los que pude percibir, como un reflejo centellante, la cruda expresión de la locura.
Encendí el motor, y nos fuimos.

andres cadena caretoAndrés Cadena (Quito, 1983). Su libro de cuentos Fuerzas ficticias ganó el primer lugar del Premio Pichincha 2012. Antes había publicado, con Juan Carlos Arteaga, el libro de relatos Transtextos (2006). Consta en antologías como Los invisibles (2011), Tiros de gracia (2012), Cuentos de fútbol (2010), entre otras. Cuentos y ensayos suyos han aparecido en revistas impresas como Letras del Ecuador, Anaconda, Rocinante, Casapalabras; y virtuales como Suelta, Ómnibus, Aurora Boreal, Big Sur, Punto en línea. Fue durante cuatro años coordinador editorial de la Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Trabaja en edición.