Santiago Espinosa [Poemario]

  1. Las estaciones perdidas
  2. La cama del trapecista
  3. Soliloquio de un raspachín
  4. El Otro
  5. Campanas

Las estaciones perdidas

1.

Oigo trenes,
y de inmediato al cuarto
llega un rumor de agua.
El brindis de adustos caballeros
que alzan las copas en la sombra
cubren el rostro de la guerra
bajo las alas de sus sombreros.

Interminables estaciones
donde se juegan los naipes.
Camareras insomnes.
La mano sin trazos del último maquinista.

El silbo de una locomotora abre
el silencio de la noche en dos mitades.
Prolonga con su estela prófuga
el sueño-mar de los enamorados,
hasta perderse en la niebla
el vacío,
la alumbrada inexistencia.

2.

Desde la plataforma del vagón
has venido absorta en la huida del paisaje
Álvaro Mutis.

No es el mejor lugar
para cambiar de puertos.
Ceños impávidos, tristes.
Las instantáneas de una infancia
visitada antes,
desde los claros de la ventana.
Miras los eucaliptos
que bordean la carrilera,
meciéndose sin ruido.
Sientes el frío de las montañas
en tu vaso de ginebra
el sordo rumor de los acantilados…
Si una vaharada del mar
te besa en las mejillas,
atenta de tu regreso,
no todas mis esperanzas
asomarían en vano.

3.

De Ciénaga viene un tren
cargado de bananos.
Apilados, dejando su aliento
a la vera de las orillas.
Hay una carga de catorce bananos
acostada en los vagones,
envueltos en las hojas de la roya.
El sopor de la tarde palidece en las cáscaras.
Lleva un mensaje del cuartel a los insectos.
Otra bandeja de plátanos púrpuras,
asesinados,
va a ser olvidada entre las fauces del mar.

Sobre los techos de la abuela
llueve un manojo de piedras blancas.
Ella la niña bajo los vidrios rotos,
su padre el coronel obediente.

4.

Luz parda: Estación de la Sabana.
La iglesia de Monserrate
custodia la ciudad,
desde los cerros,
deja su sombra
sobre el polvo de los tranvías.
Dos estudiantes, hermanos,
llegan a su paisaje irreversible.

Una familia de judíos desembarca en España.
Tacha la z de las zambras con la s de los santos,
cambia el acento de sus nombres
frente a un Dios de sangre.
Esquirlas dispersas de una gran diáspora.
Luego las erosiones de Santander, hacer caminos,
el mundo prolongado en oleaje
hasta cambiar de acentos,
lejos de los cerezos y su lenta primavera.

Una mañana fría, Estación de la Sabana.
Callejas que serpean del vagón a los cerros,
entre las nieblas del tiempo.
Por los ojos de estos hermanos
alumbra el vértigo.

El día del odio llegaría a los ventanales.
Los baúles y los rieles convertidos en munición
pudriéndose en la hierba sus máquinas de Philadelphia.
Pero en aquella estación de trenes,
pasajeros de otro día,
se consumaba el breviario
de mis naufragios personales.

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La cama del trapecista

Al fondo, bajo la luz glaciar
de una bombilla,
la cama sin patria del trapecista.
A su lado una banca para cuatro
donde se come en la sombra,
precario remedo de una estación fantasma.

Y si en la cama del trapecista
hay un cartílago de pollo,
amuleto de una esquina
en la que anidan
desplazados:

escombros, vinagre sobre los charcos.
Novias que pasan de largo
y hacen planes en voz alta.
Un viejo azota su tambor con los muñones,
irremediablemente.

Hay algo de río bajo las toldas,
de fiebre empozada o lluvias de invernadero.
Quien vea la marejada de las carpas pensará
que es un velamen extraviado
lo que se yergue en sus amarras.
Y si en la cama del trapecista
hay una carta imaginaria,
escrita para la bella desconocida,
y los resortes y los clavos fueran herencias
de un tren abandonado,
el colchón un atado de papeles
que el forastero no firmó.

Y si alguien sueña con Dios en su encierro transitorio
y despierto lo confirma en el sudario enfermo de sus sábanas.

Luz de bombillas. Adiós perezoso de los tendidos.
Y si en la cama del trapecista hay un revolver,
y la cama, los tendidos, las toldas y la banca
fueran el único emblema de un fugaz abandono.

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Soliloquio de un raspachín

Con estas manos
planto semillas de viento.
Espero su floración
de limbos pardos
antiguos como el suelo.
Las hojas son los rostros
de los niños sin descanso
creciendo en la selva,
estrellas o corales
olvidados
que silban entre los árboles.

Desayuno. Pienso en el padre
de los lunes
frente a un pocillo roto,
repaso cicatrices.
Limpio las hojas secas
sobre una tablilla,
en calma,
como el que lava un aluvión de oro
en lo profundo de su casa.

En la semilla está el sol negro
de los puertos,
respirando a la distancia.
El viento llega a los bolsillos de la noche.
Recorre plazas, avenidas desiertas,
esquinas donde alguien paga
una promesa en la oficina
de recaudos. Pasa por los parques
que no conozco.
Descansa en la furia de las llaves.
Traza dos líneas de fuego en la repisa del bar,
construye palacios y destierra casas viejas,
casas de rejas blancas junto al espejo del lago.

Mi oficio es el oficio de mi padre.
Cuido la sal, el puño, mido los cristales,
espanto de mi casa pajarracos negros.

Con estas manos
he cosechado tempestades.

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[alert type=»blue»]Nota del editor: Los siguientes poemas fueron publicados previamente en el libro Los Ecos[/alert]

El otro

Pasa un hombre
el niño
que fue
lo mira
con rabia.

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Campanas

“As all the Heavens were a Bell”
Emily Dickinson

De lo oscuro suenan campanas.
Y el bar, las casas,
las mesas que esperan,
emprenden su detenido ascenso.
Parte el aviso, los faroles con forma de esfera.
Parte el mendigo, el viejo sonámbulo
de un lado al otro, del cielo al pan
mientras todos parten.
El barrio es el sueño de un barco que rumora
cuando suenan las campanas;
cuando brotan las sucias burbujas en los vasos, las camas,
y una opaca centella emerge impaciente.

Campanas.
El vértigo viaja en sus ondas de acero,
se doblega y recomienza.

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Santiago Espinosa

Santiago EspinosaSantiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y periodista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá. Egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La otra, de México, Revista Poesía, de Venezuela, de la que es miembro de su consejo editorial, la Revista Casa Silva, El espectador, El Tiempo y La Hoja de Bogotá, del que fue jefe de redacción hasta su desaparición en 2008. Escribe habitualmente para la revista Arcadia desde el año 2007 y mantiene un blog quincenal sobre poesía y crítica en www.hojablanca.net que se titula “Correos del diablo”. Es el encargado de las  labores de difusión y divulgación de la temporada de Ópera de Colombia.
Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas selecciones de Colombia y del exterior. Los ecos, su primer libro de poemas, fue publicado por Taller de edición en Mayo de 2010.

Lorraine Caputo [Poema]

Barrio Guanacaste,
Matagalpa, Nicaragua

Ten young boys play baseball

in a dirt lot
in their neighborhood

With straight stick in his hands

one, dark-haired, rich-skinned

swings at the old tennis ball

& off it soars
over a barbed-wire pen

…& beyond…

The oldest on his team

in a torn blue muscle shirt
grey patch-pocket pants
& scuffed black dress shoes

yells —Corré, corré—

The batter runs

& touches the first base rock

—Segunda base, segunda base—

his teammate yells

& off he runs

looking over his shoulder to where

the ball has finally been found

in the dry weeds

touches second

—Corré, corré—

he is told

He closes his eyes

passes the piglet

licking its mother’s belly

looking for her teats

& crosses the homeplate brick

just as the ball passes his face

into the pitcher’s bare waiting hands

Lorraine Caputo

Lorraine Caputo is a documentary poet and travel writer. Her works have appeared in more than 70 reviews in the U.S., Canada and several Latin American countries. Other publications are seven poetry chapbooks, four audio recordings and several travel anthologies. She is an award-winning poet. She has done more than 200 readings from Alaska to Patagonia.

Carolina Bustos [Poemario II]

[alert type=»blue»]Puede leer la anterior entrega del poemario de Carolina bustos aquí[/alert]

Poemas

  1. Tabogo, Oda sin pretensiones poéticas
  2. Basquiat, joven negro
  3. 1

Tabogo
Oda sin pretensiones poéticas

Brincaba yo entre calles llenas de polvo
tratando de imaginar cómo era el mundo
más allá de las marcas que dejaban las suelas de mis zapatos
(unos tenis blancos marca Croydon comprados en el sur).

El planeta en el extremo occidente giraba a otro ritmo.
Era la Atenas abandonada al albedrío de los dioses más borrachos.
Un suspiro casi helénico en un continente extenso
Latinoamérica: el buen vecino pobre.

Y así la crearon, un marasmo urbano cocido con tuétano de indio,
algo raro que sugería la idea de ciudad; síntesis de nuestro mundo.
Tabogo, una planicie colorida y turbia,
microcosmos del gran cosmos; diáfana y vulgar; resquicio en los Andes.

De buseta en buseta, sin visa ni aprobaciones de Estado,
viví, vivimos, creé y creamos la urbEnidad.
Añorada y lejana, a veces tierna, el centro de mis recuerdos
Tabogo de risas, colectivos peligrosos y aroma a fresas con crema.

Crecí en Venecia sin canales ni bienales,
recorrí Lisboa sin azulejos manuelinos,
giré hacia Egipto sin pirámides ni turistas japoneses,
entrevisté al Uncle Sam en la Casa Blanca, sintiéndome en Marruecos,
me sumergí en La Coruña creyendo llegar a Vigo,
pero no encontré calamares, almejas, nécoras ni merluzas,
quizás algunos hombres con aspecto de molusco
y una que otra vieja encorvada en su caparazón, cual crustáceo de agua dulce.

Don Quijote batalló por Castilla sin molinos ni gigantes
Roma ¡Oh, Roma! la ruina estética después de César
Fátima, con María la Virgen en porcelana, protegía al ladrón de Colmotores
Niza, sin Mediterráneo ni playa, ostentaba un feo e insipiente Boulevard
Marsella sin Costa Azul ni moros a la vista
Argelia igual de polvorienta, aún sin magia
Tabogo, la cosmopolita de miserias y olvidos
Pontevedra sin una bahía salada y próspera
Kennedy, Las Cruces, el Quiroga, el 7 de Agosto,
La Candelaria, La Soledad, Palermo, Chapinero, La Merced,
La Guaca sin tesoro, y nosotros con Jimena honorando a Dionisio.

Esa fue, es y será Tabogo, un croquis urbano, un proyecto fallido,
una insignificante placa de madera mostrando un recorrido: vasto periplo,
millones de cédulas deambulando a través de calles rotas,
líneas montañosas erosionadas, diafragma encendido.

La cité de la indiferencia en la mirada del niño,
de gente desplazada mendigando un suspiro,
de frutas expuestas al sol, ahogadas en plástico al vacío,
de bicicletas reclamando libertad los domingos.

En el otro hemisferio: (yo)
el frío, las noches largas,
las flores hechas doncellas
y los árboles envejecidos.

En el otro hemisferio: (tú)
sugiriendo instantes dóciles
para mentar pactos sencillos,
para ser nosotros, aún con tanto brillo.

Cerca al trópico, el tímido páramo coqueteando al cerro gélido
se perpetuaba en la piel como una estalactita de hierro,
en Tabogo la niebla se detenía y se pegaba a los vidrios,
la princesa se levantaba sigilosa en punta de pies y escribía con orgullo:
“cuando sea grande, de ti me olvidaré”.

No conocimos el tren de cercanías, el metro ni el vagón del último trolley.
Cualquier artefacto era suficiente para darnos a probar esa modernidad anhelada.
Tropecé por rieles corroídos, invoqué al fantasma de Alexander von Humboldt,
sonreí al bobo de la Jiménez e imaginé a Gaitán guarachar en su tumba.

Pérfida ciudad asesina de líderes, de mentes ilustres y de canallas dirigentes.

Pero nada ni nadie se enredó en la página amarillenta del libro de historia.
En ese entonces el sueño del progreso era sólo eso: un sueño,
y Tabogo, un centro comercial, un eslabón perdido, un escombro.
Carolina, como un millón de otras C, buscando un verso en medio del ruido.

Quería yo ver a lo lejos mi ciudad en ruinas,
los túneles de la 26 eran el despojo de varios mendigos,
entre picos y hachazos los gamines de papá Jaramillo sobrevivían.
Mi triciclo azulado se lo llevaba en hombros el hampón de la Isla del Sol,
ojalá hubiera sido la de Stevenson, para soportar que a mi perro lo convirtieran en salchicha.

Las viejas panaderías de la Séptima aún guardaban en el olfato
el calor del pan blandito y del tamal con chocolate.
En el Restrepo, la papaya, la patilla y la granadilla se mezclaban con
la crema fresca de las ensaladas de la antigua galería.
Los talleres de Paloquemao se camuflaban con el olor rancio de aceite y la sonrisa opaca de la modelo paisa de tetas albinas.
Y el Divino Niño del Veinte de Julio siempre intacto, vestidito de rosado,
gracias a la novena nos vendía el milagrito.

En vos confío, dije en mi Primera Comunión
y aun así a Garzón lo borraron.
Rogad por nosotros que recurrimos a vos
y día a día, año tras año, fueron asesinados.
Tabogo sin Minuto de Dios: sesenta segundos desperdiciados.

Abandonamos el luto para refugiarnos en festivales internacionales,
nunca tuvimos memoria, siempre fuimos unos burdos apostándole a la cultura.
El teatro y la algarabía cubrieron sus calles y la alejaron de las sombras,
el fantasma perenne y anónimo de nuestros muertos.

¡Baggg! ¡Baggg! ¡Splashhhh! ¡Boom, boom!

Las bombas, los disparos y el odio explotaron, quién me dice si Tabogo resistió
dejando pedazos de personas regadas en los escollos de nuestro olvido.

¡Oh reyes sin palacio!

pereced sin nombre.

El canal 1 anuncia el ataque del grupo insurgente y el enano Sr. Presidente dice:

pereced sin nombre.

N.N., funcionarios, N.N. padres, N.N. abogados, N.N. hombres y mujeres

pereced sin nombre.

Colombianos, las armas os han dado la independencia,
las leyes os darán la libertad”.

¡Ataquen!

¡Listos!

¡Fuego!

Crecí en medio del tufo de un río envenenado,
Tabogo se hizo noche con el canto de las sirenas de una vil epopeya,
Monserrate me arrulló con sus estrellitas fluorescentes
y La Candelaria onírica me enseñó a comerme la vida.
Una vez hice amigos de mentiras, cambié los Croydon por unos Converse,
llevé punteras y fumé mi primer porro en un ascensor marciano.
Los Priscos de La Santa flipaban hilarantes al ritmo de Primus
hasta que un día la muerte nos hizo zancadilla y se llevó a Crostie.

Pablo VI, Nicolás de Federmán, La Esmeralda y el Centro Nariño
eran territorios oscuros que colindaban con el clan enemigo.
Ningún forastero venía con la guía Lonely Planet
porque “ellos” los fulminaban o los hermanos “B” los acribillaban.

Nos educaron a patadas, en revancha nos permitieron drogarnos con televisión.
La música nos salvó, los libros que robamos del sótano del colegio
hicieron de madres sustitutas mientras las maestras cuidaban nuestra virginidad
y nosotros amándonos desmedidamente, como cualquier joven amamantado por Ovidio.

Saltamos por varios prados, esos donde la gente ES feliz en la Nacional.
Me dejé sorprender por el sol en la pausa del mediodía
mientras los chicos de Artes y Humanas pateaban el balón.
Allí La Copa “La Amistá” nos dio trofeos y sancochos de aguardiente.

En el otro hemisferio: (yo)
les tartes tantin y la champagne,
las rosas en la mesa
y las nalgas de Marie Antoinette ardiendo en la chimenea.

En el otro hemisferio: (tú)
sugiriéndome que vuelva
para mentar pactos sencillos,
para ser nosotros, aún con tanto brillo.

Quisimos a nuestro equipo financiado por narcos,
lo sostuvimos más en las malas que en las buenas.
El estadio coronó por única vez al equipo nacional
y vimos a Escobar cobrar el autogol de su vida.
Tabogo esdrújula, aguda y gravemente violenta
vibraba al ritmo de rock; de salsa; de la angustia mía.
Pero todo desaparecería… se lo llevaría el viento.
Un día fue la quinta y luego la 82, una zona rosa desteñida la reemplazó.

Bailaba sin excusa cada viernes
pues el baile nos conectaba con el otro…
Quiebracanto, El Antifaz, El Goce Pagano, El Parqueadero, Escobar Rosas
Conocieron el sudor de nuestros cuerpos “zanahorios”.

Así era yo, tú, él, nosotros, ustedes y ellos, conjugando el verbo
Infinit (iv) o SER sin temores o seres sin remedio.
Aun así partí de vos, Tabogo, cumpliendo la promesa de olvidarte.
Aun me pregunto si tengo palabra y si esta oda tiene pretensiones.

Ayer, un largo ayer en el que fuimos tú y yo en un sólo hemisferio,
una bala indeleble que atravesó el tejido vital del destino
y ellos, mis amigos de mentiras, se hicieron de carne y hueso
herederos del rastro que cubre el manto etéreo de la sutil memoria.

Tabogo, soy, eres, es, somos, sois, son…
Verbo conjugado en tiempo presente indicativo
de SER ES tá ti ca men te ateridos al momento.
Incurriendo, gerundio pretencioso sin pretérito.

Carolina Bustos
Verano de 2009
[entre Madrid, Lisboa y Clichy]

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Basquiat, joven negro

Si alguien me ha visto andar por ahí
no den señales de mi existencia.
Me he ido después de lamer la sombra del viento;
hay muertos vivientes que circundan mi paso.
Los alrededores de los alegres suenan a ronquidos, disonantes murmullos.
Ayer morí mientras leía la crónica del New York Times
y el ventilador cortaba el tiempo.
No me vieron nunca más, al menos real, un mero recuerdo.
Fui negro; paleta amorfa; violento reconocimiento.
Si preguntan por mí ¿adónde dirán que me he largado?
Eternas son las calles que de Brooklyn van a Manhattan.
Apagado, la luz extinta sobre el lienzo blanco, vertido en cenizas, esmog de taxi driver.
Perdido en la lluvia de un suave verano;
vagar baudelariano entre el blues y las sombras;
no soy; ya no vivo; hoy no pinto; mañana es lejano.
Oh, New York, monstruo irrepetible de dioses paganos;
de héroes de filmoteca; de arte profano vendido en vitrina
pagado en falsos dólares: papel moneda unicromático.
No fui la casualidad que salió del mono,
simio domesticado que sonrió en portada de revistas.
Se divirtió bien al prójimo.
Fui tan sólo eso: resto de óleo,
tinta de calamar de agua dulce,
rostro de África, poesía americana,
cadáver exquisito de días de abril.
Manso niño tibio, Rimbaud de suburbio.
Si alguien aún busca mis pasos
Anunciad que he muerto.
Que indague en las paredes del MoMA
En los papeles mojados del Soho
En las estaciones del mundo.
Oh New York…
A las olas del mar que hablaron…
Anunciad que me he ido:
Lugar sin espera.

París, otoño de 2010

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1

Uno se vuelve vacuo,
pendejo
recalcitrante
etéreo

uno se nombra con palabras que no conoce
se hace sombra, viento, espejo
busca en el otro un poco de su yo

uno se cree de tantas maneras
que también se cree varias mentiras
y uno camina, rueda por el mundo
imprimiendo el informe del tiempo que le tocó vivir

uno va solo o acompañado
depende de cómo o con quién se levante
despeinado, sin afeitar
tímido, quizás con risa

y uno se vuelve dos
confundido en la composición de un número par
uno se enreda; se tropieza; se quema

se pegan a la piel trozos de aquel dos
para llevarlo como si fuera un llavero
a ese lugar donde se abren todas las puertas

y ese dos
vacuo
pendejo
recalcitrante
etéreo

abandona de repente el terreno
la unidad se encuentra insulsa
sola, triste, melancólica.

Uno debería aceptar
que es tan sólo eso:
un número sin par.

París, primavera de 2010

Carolina Bustos Beltrán

CBustosNació en Bogotá en 1979. Estudió en la Universidad Nacional de Colombia. Es filóloga, tiene una maestría en Estudios Latinoaméricanos y es una apasionada del tarot. Se trasladó a París en el año 2003, residió un año en Oporto y dos más en Madrid. Ha participado en revistas de literatura a nivel internacional y ha sido seleccionada finalista en concursos de dramaturgia (1996), cuento (2009) y poesía (2010) en Colombia y España. Actualmente es profesora de lengua española en varias universidades de París.

El fantasma de «lady in the hat»

Un sombrero de lana resguarda una memoria y una pregunta.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

Una llovizna inusual acariciaba el verano de Utah y un manto gris se asentó sobre la ciudad. Me armé con un sombrero negro de lana para enfrentar el indeciso clima. Iba cruzando una plaza en el centro de Salt Lake City, cuando desde las alturas de un edificio un coro de voces agudas gritó: «Hello, lady in the hat!» Volví la vista hacia arriba, hacia los balcones y esbocé media sonrisa. Vi un par de cabecitas en lo alto, bamboleándose al vaivén de sus brazos que se agitaban en un saludo.

Ese incidente — fugaz y mundano — y este sombrero, que me definió por un instante, encendieron una inquietud y me enviaron a un viaje hacia la memoria.

Para aquellos turistas, tal vez, yo era la mujer ensombrerada. Y siempre lo seré si mi imagen cabe en sus memorias en años venideros. Y ellos, para mí, siempre serán las voces que destellaron en medio de un día gris.

M identidad quedó plasmada en ese instante, con ese sombrero. Y pensé que mi paso por el mundo de esos turistas quedó resumido en «lady in the hat». Entré en pánico. Era como contener toda una vida en el guión entre el año de nacimiento y muerte en el obituario.

Quería ser más.

Quería que supieran que tengo fobia a las plumas, que estoy tratando fallidamente de aprender a tocar el ukelele, que las escasas llamadas a mi abuela me carcomen la conciencia, que, a pesar de todo, aún creo en la humanidad y en el amor.

Pero someterlos a tal letanía los haría recordarme no como la mujer con sombrero, sino como una descabellada.

Para calmar mi inquietud, decidí hurgar en mi memoria: buscar un instante, algún extraño que pasó fugazmente por mi universo. 1989. Museo de las Armas en París. Vagaba por los alrededores de la tumba de Napoleón. Estaba decepcionada, esperaba ver el diminuto esqueleto del emperador francés en vez de un ataúd pulcro con detalles que escapan mi memoria. Para mis ojos infantiles, las armaduras y las bayonetas contenían más intriga. En el piso de la sala estaban desplegados unos estudiantes de pintura. Todos, con lápiz en mano y libreta en regazo, plasmaban en carbón los contornos de las armaduras. Ellos me parecían más interesantes que los trajes de metal, pero fingí lo contrario, hasta que vi a un chico que con mirada traviesa se llevó el dedo índice a los labios y me susurró «shhh» mientras levantaba la otra mano y apuntaba un borrador a la cabeza de una de sus compañeras. Yo le sonreí. Recuerdo sus cejas espesas, arqueadas y su negro cabello ondulado. Una nariz aguileña, tal vez. Dedos largos de humanista. Ojos vivaces de adolescente. Pantalón marrón. Pero lo que más recuerdo es nuestra complicidad que en ese entonces no conocía lenguajes, continentes ni tiempos.

Hoy no me atrevo a imaginar qué habrá sido de la vida de ese chico, ni mucho menos mi espacio en su memoria — quizás yo ya haya sido relegada, con suerte, a un fantasma. Pero me reconforta saber que él, aunque difusamente, está en la mía.

Jacques Derrida dice que es necesario exorcizar «no para espantar a los fantasmas sino para otorgarles el derecho … a una memoria hospitalaria … por una cuestión de justicia».

Exorcizar, entonces, no es limpieza, es ordenar, es depurar la memoria, es priorizar los recuerdos.

Si nuestra vida y nuestra identidad fuesen esparcidas en pequeños instantes, con sombreros y sin ellos, en la memoria de cientos y guardados con la constante amenaza del olvido; si siempre que pose los pies en un museo me asaltara una complicidad cálida e impulsos de hacer alguna travesura… el escenario, «lady in the hat», ya no me parecería tan aterrador. Sólo me quedaría agradecer a los turistas por su hospitalidad y saborear los rasgos de aquellos extraños que impregnan su difusa presencia en el abismo de mis recuerdos.

Cuando terminé de cruzar la plaza, seguía lloviznando. Me acomodé el sombrero.

Claudia Hernández [Cuentos]

Relatos

  1. La mía era una puerta fácil de abrir
  2. Invitación

La mía era una puerta fácil de abrir

La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.

Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había reemplazado no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado de ese apartamento y tomado el de la derecha —que era el que anunciaban en la cartelera de la lavandería—, pero me decidí por él debido a que la renta era bajísima y la vista espléndida (si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios). Además, la condición de la puerta me favorecía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.

No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante sin invitación: hombres y mujeres de diferentes edades irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse ahí.

Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local  de estar solo, agradecí las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas muy simpáticas porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban solo si yo lo deseaba y nunca me interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.

Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche, era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, que apuntaba nombres y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.

Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban agradables (mitades de bocadillos para la cena, ginebra, botellas de vino para acompañar el postre, abrigos, dibujos infantiles pegados en las paredes, joyería, guantes para el baño, peines, atlas en ediciones de lujo, ropa interior, camiones de juguete, palillos de dientes con figuras de chinitos en uno de los extremos, adornos de porcelana con algunos desperfectos, gafas con la graduación suficiente para trabajar en mis miniaturas y hasta muebles en condiciones aceptables) para las que el dinero que ganaba entonces no me alcanzaba. Por eso, aunque el conserje insistiera en que se trataban de basura, yo me las quedaba si después de tres o cuatro días nadie las reclamaba.

A veces eran tantas que yo mismo las desechaba o se las daba al conserje, que solo las aceptaba si había pruebas fehacientes de se trataba de objetos nunca estrenados. Él no concibe la idea de utilizar algo que otro haya desechado, así se trate de una antigüedad. No es su estilo. A él hay que darle solo objetos nuevos. Y nada de cosillas baratas: no quiere convertir su hogar en una bodega. Tampoco yo. Para evitarlo entonces, limpiaba a diario y, si tenía ánimo, incluso preparaba algo de comer para los visitantes del día con el dinero de las propinas que ganaba en la lavandería. Por eso quizás era todo elogios para mí. De acuerdo con el conserje, era el inquilino del siete izquierda más popular que alguna vez había tenido el edificio. Aseguraba que le era agradable incluso al gato de la tienda del frente, que entraba siempre tras mis pasos y se iba media hora después, a menos que yo le pidiera lo contrario, que sucedía por lo general los miércoles por la tarde. El resto de los días, podía prescindir de él pues conseguía una buena conversación sin ayuda suya.

Casi siempre que lo necesité estuve acompañado. No padecí tristezas mientras moré en el siete izquierda. No me habría mudado de no haber sido porque una vez encontré hurgando en mis cajones a una niña —amiga de la del piso cuatro— a la que había visto antes jugando con mis figuras a escala con la misma brutalidad con la que sacudía sus muñecas.

Como yo aún no hablaba bien el idioma de esta ciudad, no entendió mis regaños y, en lugar de someterse a mis mandatos, me incluyó en un juego cuya lógica no conseguí comprender. Desesperado, bajé a buscar la ayuda de su amiguita, que respondió que su madre no estaba en casa en ese momento y no tenía ella permiso para subir sola mientras estuviera yo en el apartamento porque no podía saberse qué clase de gente podría resultar puesto que venía de un país que no sabían ellas ubicar en el mapa. Mientras, la otra niña continuaba tomando mis miniaturas y disponiendo de ellas tarde tras tarde a voluntad, sin que la del cuarto piso interviniera a mi favor debido a que su madre le había prohibido también continuar con esa amistad y no podía desobedecerle. Tenía yo que preocuparme por vigilar a la pequeña de cinco a seis y media, cuidar que no fuera a quebrar mis piezas con sus deditos toscos, asegurarme de que no se le ocurriera hacerles algún retoque con mis pinceles y obligarla a que las dejara siempre en su sitio antes de marcharse.

Bien que mal, lo soporté. Mas no pude tolerar que internara sus ojos y sus manos en mis cajones una vez más: la tomé por el brazo izquierdo y la obligué a acompañarme de inmediato a lo del conserje. A él le solicité que fuera más cuidadoso en su labor y le entregué a la prisionera, que fue puesta en libertad de inmediato y enviada de regreso a su casa a pesar de mis protestas y de mis demandas por justicia.

El conserje me pidió que me comportara. Luego me explicó que no podía él estar pendiente de lo que mis visitantes —que eran cada vez más numerosos— hacían una vez que entraban en mi apartamento. Lo que a él le correspondía por contrato era vigilar la entrada y los pasillos. A los apartamentos solo llegaba por llamado de los inquilinos o cuando se perdía algo. Como todas mis pertenencias estaban ahí y ninguna de mis miniaturas había sufrido daños, nada tenía él que hacer. No había delito por perseguir. No podía ayudarme, salvo sugerirme que, si quería evitar las intrusiones, le pusiera cerrojo a los cajones (aunque eso nunca es garantía de seguridad: más de uno sabe cómo violentarlos) o colocara un cartelito en el que prohibiera el fisgoneo de mi propiedad (aunque tampoco podía asegurarme obediencia). Su mejor consejo fue que me deshiciera de cualquier cosa íntima o muy personal que guardara en ellos, fueran cuales fueran, porque la gente que entraba podía ser curiosa y gustar de descifrar los misterios que esos objetos podían contener.

Mi idea de cerrar por dentro y salir por las escaleras de emergencia le pareció pésima. Decía que sólo conseguiría empeorar el asunto porque los visitantes se obsesionarían aún más, acabarían descubriéndolas y evadirían el registro que llevaba él de quiénes entraban y quiénes salían, que lo mejor era (si era cierto que no tenía yo secreto alguno) que actuara como los demás y dejara de vivir en un sitio al que todos tenían entrada. Él podía, si yo así lo deseaba, contactarme con un amigo suyo de otro edificio que estaba buscando inquilino. O, si lo prefería, podía mudarme al de la derecha. Ese jamás ha tenido problemas con la puerta. Lo que sí es que la vista no es buena, la renta es bastante más alta y tengo que cuidar siempre de llevar la llave conmigo. En caso de que la olvide, puedo pedirle al conserje que me abra con su copia. Si ha salido o está ocupado, siempre puedo entrar al de la izquierda, que se abre con un empujoncito. De paso, aprovecho para saludar a los conocidos y para cambiarle el agua a las flores del baño: la tipa que vive ahora ahí siempre olvida hacerlo.

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Invitación

 Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana de mi habitación cuando, de pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones del espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada, mi forma de andar, mi sombra, mi vestido pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que pasaba frente a mi casa corriendo con tanta velocidad que me hice dudar. Pensé que se trataba de mi imaginación, que debía haber salido a correr por las calles que, siendo de una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas. Me quedé sonriendo por lo bueno que había sido haberme visto de nuevo con los huesos diminutos y los dientes de leche.

Acomodé mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–niña volvería a pasar sobre mi vuelo como hacen las mariposas. Diez minutos después (el tiempo que de pequeña me tomaba darle la vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve frente a mí, que estaba esperándome en la ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor del barrio siete veces en total. Entonces, yo–niña me invité a bajar con un ademán insistente. Yo —que deseaba bajar y tomarme de la mano, y correr, correr, correr, correr, correr—, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de que estaba desnuda y desistí de salir porque recordé que los vecinos sacaban a pasear a sus infantes a esa hora. Segura de que se alarmarían (las mujeres desnudas que corren por las calles asidas de la mano de ellas mismas cuando eran niñas no son muy frecuentes por acá), subí a la habitación para gritarle que no podía acompañarla porque estaba sin ropas y que lo sentía mucho.

Noté en su rostro que no me había creído. Por eso, me asomé completa a la ventana para probárselo.

Pareció no importarle. Seguía gritando que saliera, que saliera ya, que saliera pronto, que me apurara. Pataleaba con insistencia, hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme. Y, cuando me llenó de desesperación por no poder salir, entonces escuché mi voz —pero no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi voz de cuando esté ya muy vieja— que me decía que saliera a jugar conmigo–niña, que no me dejara esperándome. Me hablaba con voz de mando. Me lo ordenaba mientras —como yo no daba un paso para cubrirme el cuerpo— me vestía con una sábana y me llevaba de la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo, yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello para cuando volviera, me saqué a la calle y me di un empujón para que me alcanzara a mí–niña, que, al verme salir, echó a correr colgando las risas en el aire como si se tratara de globos enormes.

Toda la mañana corrí tras de mí sin darme alcance. Yo–niña me animaba a aumentar la velocidad y a atraparme, pero seguía corriendo más rápido de lo que a mi edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían satisfechas. Parecían modelos de un cuadro. Lo único que quebrantaba la atmósfera de armonía era yo, que no sonreía, que estaba cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos, lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto, yo-niña se internó en la ciudad. Intenté seguirla guiándome solo por su carcajada. Estaba empecinada en darle alcance, pero tenía la desventaja de no saber dónde estaba. No reconocía el paraje. La ciudad parecía desordenarse detrás de mis pasos. No encontraba yo una señal que me revelara su ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me ayudaba a situarme. Unas me decían que estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca estaría más lejos que entonces. Por eso preferí caminar sola. Sabía que, de alguna manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar. Estaba segura de que conseguiría descifrar el laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad no alejaba la desesperación, que se posaba sobre mí en forma de pájaros oscuros a los que tenía que espantar con movimientos de manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor de los mismos sitios que perdí la esperanza de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso.  La noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja me ató al cuello y la metí en la cerradura. Entró sin problemas y hasta giró, mas no abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces, aunque vivo sola, toqué para que alguien me abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado, comencé a pensar en dónde encontrar un cerrajero que me ayudara y no preguntara por qué me había quedado fuera envuelta en una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz que venía de mi habitación y que distinguí de inmediato porque era con la que hablaba en la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde la ventana. Se reía de mí. Le grité que me abriera, que me abriera de inmediato, que me abriera ya. Pero no respondió a mi petición. Solo sonrió y me hizo señales de despedida con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé hacia el interior de la casa. Me miró como ve la gente a un ser molesto cuando le pedí que me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más, así que me di la vuelta y me interné en la ciudad en búsqueda de un empleo que me permitiera pagar una habitación en la que pudiera vivir. Busqué un lugar en un edificio alto, muy alto, un sitio en donde las voces de la gente que camina en la calle no pueden distinguirse, para que si ellas regresan no pueda yo escucharlas ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni quedarme de nuevo sin casa.

[alert type=»blue»]La escritora Claudia Hernández dice que en el cuento “la fuerza bruta y la ternura más sublime conviven sin dañarse la una a la otra”. Vea una entrevista con la escritora salvadoreña [/alert]

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Claudia Hernández

Claudia HernándezClaudia Hernández (San Salvador, 1975) ha publicado los libros de cuentos De fronteras, Otras ciudades, Olvida uno y La canción del mar.

Tango traducido: El desarraigo del tango en ‘Happy Together’

El filme del director Wong Kar-wai realiza con éxito la desterritorialización del tango.

por Suan Pineda
Entremares Magazine

La traducción inexorablemente involucra un desplazamiento. En el caso del tango, la traducción del mismo se puede interpretar como una descontextualización, un desarraigo o una desterritorialización del género. Esto significa que el tango, a través de sus viajes de territorio en territorio (geográficos, artísticos, sociales, temporales) va adquiriendo, como todo viajero, nuevas vivencias e influencias de las distintas realidades con las que se encuentra.

En este escrito quiero analizar el filme “Happy Together” del director hongkongnés Wong Kar-wai dentro del marco de la desterritorialización. Antes de adentrarme en el análisis de esta película, repaso brevemente los viajes (los ires y devenires) del tango y establezco el marco teórico dentro del cual estudio y mido el éxito de esta obra en la descontextualización del tango.

Los viajes del tango desde su nacimiento a finales del siglo XIX en el Río de la Plata son incontables, y su narrativa de desplazamiento es consabida. Sin duda, el viaje más famoso del tango es el que lo llevó a París, donde no sólo adquirió el reconocimiento internacional sino que también le permitió desplazarse en la escala socioeconómica que lo llevó del demimonde porteño a los círculos elitistas europeos y argentinos. La facilidad de viaje del tango, con lo que me refiero a la capacidad del tango de mantener su “integridad” en sus desplazamientos y encuentros con las influencias de los territorios que sirven de anfitrión, ha desembocado en la utilización e incursión del género en territorios y campos que en un determinado tiempo no eran destinos convencionales del tango, como China o el cine. Al hablar de la “integridad” del tango (esta palabra siempre enmarcada entre comillas por sus ángulos problemáticos) me refiero a las características únicas y fundamentales del género, como son (aquí me arriesgo a simplificar) la nostalgia, el desencuentro, la alienación, el deseo, la seducción, la domesticación (con sus antecedentes y ramificaciones), la picardía anclada en la tristeza y la tragedia, la marginalización. Sin embargo, debo señalar que esta habilidad de viajar no hace del tango un género hermético; es más, la desterritorialización y desarraigo del tango inyectan nuevas tonalidades al género, que en el mejor de los casos abren nuevas avenidas de exploración del potencial del tango y refuerzan los elementos característicos del mismo.

El concepto de la desterritorialización (o lo que yo propongo equiparar a la traducción) fue desarrollado por los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari. En su pensamiento, los conceptos de territorio y contexto se pueden equiparar; así, Buenos Aires es el territorio del porteño tanto como un árbol es el territorio de una rama. Al desterritorializarse, ese algo pierde su contexto. En esa pérdida de contexto y territorio, los filósofos afirman, se abren posibilidades para explorar las potencialidades de ese algo que previamente habían sido restringidas por su territorio. Así, una rama en el territorio del árbol siempre será una rama. Sin embargo, una vez separada del árbol, la rama podrá convertirse en otras cosas, como un bastón, el tacón de un zapato, o un simple y emancipado palo. En otras palabras, un bastón se puede leer como una rama desterritorializada. De la misma manera, se puede analizar los efectos y resultados de los viajes del tango como un proceso de desterritorialización en el que, fuera de su territorio simbólico (el Río de la Plata), el tango se encuentra con nuevas influencias y más posibilidades de autoconocimiento. Quizás el producto más conocido y exitoso del tango desterritorializado son las obras de Astor Piazzolla, quien educado en la música clásica en París e imbuido por el ritmo del jazz, llevó la concepción, composición y definición del tango a territorios inexplorados en ese entonces. En las obras de Piazzolla, la “alteración” del modelo tradicional del tango clásico con la incorporación de elementos del jazz, el uso del contrapunto y la disonancia, no comprometió la “esencia” y la “integridad” del género sino que dio nuevas tonalidades a la experiencia de la nostalgia y la alteridad, por ejemplo. Sin embargo, en su tiempo el músico recibió amenazas de muerte por manipular lo que se concebía como un estándar inalterable del tango. Hoy, medio siglo después del nacimiento del tango nuevo, la obra de Piazzolla es considerada un clásico del tango. Por otro lado, en el área de la danza, el tango ha experimentado cambios en su estadía en otros territorios, como en París, donde sus formas y figuras fueron alteradas para bajar de tono lo que se consideraba como movimientos demasiado sexuales (los abrazos se abrieron, las pelvis se distanciaron).

Una de las instancias que representan el triunfo de la descontextualización y traducción del tango es la migración del clásico “Volver” desde el territorio tanguista hasta el flamenco. La desterritorialización de “Volver” en la voz flamenca de Estrella Morente no resulta en una incongruencia chirriante, sino en la apertura de una posibilidad que hermana a dos géneros musicales con un pasado en común poco conocido. El logro del “Volver” de Morente radica en la identificación de las características esenciales del tango, y subsecuentemente en la explotación de las mismas a través de las técnicas del nuevo territorio (el flamenco, en este caso). Así, el carácter de la voz en la enunciación del coro “Volver” aunque está firmemente arraigada en el flamenco no traiciona o malinterpreta el gravitas de la versión original o el sentir del tango.

Estos breves ejemplos ilustran los viajes del tango y los cambios que ellos conllevan, y ayudan a matizar el análisis del desarraigo del tango en “Happy Together”. En esta cinta, la descontextualización y la mezcla de contextos y territorios (geográficos, temporales, sexuales) concede leves aunque significativas tonalidades a los pilares emotivos que sustentan el tango.

“Happy Together,” una película que cuenta el desencuentro de dos amantes chinos en Buenos Aires, captura con sorprendente precisión la melancolía tan característica del tango, y, a pesar de los numerosos desplazamientos realizados en el filme (de los personajes que viajan de Asia a Sudamérica, del tango Piazzollano que regresa a Buenos Aires, el desplazamiento y viaje del deseo entre dos cuerpos incompatibles, la oscilación del poder dentro de la dinámica del amor y el deseo), el tono de la cinta no pierde de vista que el centro emotivo que lo sustenta es uno moldeado por el gravitas, la idiosincrasia y la estética del tango.

Por ejemplo, el juego de colores, eso es la variación de encuadres y escenas en blanco y negro, sepia, monocromáticos y a color, se guía, propongo, por uno de los ejes del tango: la manipulación del tiempo. Cada color, y sus respectivos contrastes, apunta a una experiencia de momento y de tiempo, y la emoción que le tiñe de significado. Eso es, un pasado infeliz, de peleas y engaños, tiene el mismo tinte gris que un hoy desesperanzado cuando el personaje principal Lai Yiu-fai (interpretado por Tony Leung), dejado a la deriva por su amante (Ho Po-wing, interpretado por Leslie Cheung) en una ciudad desconocida y alienadora, contempla la escena que tiene frente a sí:  fuma un cigarrillo en una acera húmeda frente a un club de tango para turistas donde trabaja de portero. El pasado se convierte en presente, el presente sabe a pasado. En este incesante circular entre los tiempos existe el impulso de subvertir el aparente orden lineal del tiempo, y así poder cambiar eventos pasados o escapar del presente.

La desterritorialización del tango en los cuerpos que lo practican y viven (los cuerpos de los protagonistas tienen una alta carga simbólica una vez aparecen en la pantalla: son chinos, son gays, son inmigrantes) en “Happy Together” no solamente traduce y traspone las especificidades del tango a una plataforma universal, sino que también pone en un contexto contemporáneo las condiciones sociales y emocionales que dieron nacimiento al tango: la alienación, la extrañeza, el espanto. Sí, en “Happy Together” el tango está físicamente dentro de las coordenadas geográficas de su territorio simbólico. Sin embargo, este tango, el “Tango apasionado” de Piazzolla que sirve de leitmotif musical en la cinta, es uno que aún manteniendo su médula se ha transformado en sus viajes de Buenos Aires a París, de Hong Kong a La Boca, del hoy al ayer. Ante todo, el logro de “Happy Together” reside en su habilidad o reticencia a jugar con el tema del exotismo. Así vemos, por ejemplo, la transposición de localidades y posicionamientos: para Buenos Aires, los chinos son exóticos; para los amantes chinos, Buenos Aires es extranjera; para ambos, los dos son extraños. La realización de la extrañeza de uno mismo, dentro de sí, es uno de los logros más profundos de la descontextualización del tango en “Happy Together”. Sin embargo, desde una perspectiva general, el mayor triunfo de “Happy Together” en la descontextualización del tango es la apertura de nuevos territorios de expresión y exploración que mantienen la vigencia de un género centenario al concederle una tonalidad posmoderna de la nostalgia y melancolía ambientada en las disyuntivas de nuestra generación. El tango en “Happy Together” es y es más que tango; es la canción triste de Buenos Aires, es el sonido triste de una generación en crisis.

Dennis Millard: Portraits of Utah

Through a selection of his artwork and their accompanying anecdotes, portrait artist Dennis Millard provides a glimpse into his art and the place and people that inspire him.

By Dennis Millard

Why I paint portraits? I am attracted to portraiture because of the features and personality of a face. When I find an interesting face, I often discover they have qualities I want to paint. I like to meet with them at their home or in their office and visit with them. This helps me see who they are, the things that they like, and their interests. This gives me insight into who they are and allows me to see the “other side” of their face — what is on the inside. That is what I really attempt to bring out so that the viewer can see a little bit of what I see.

I have found potential subjects as I’ve been out to lunch, shopping, or walking through town. I had to get over my shyness in order to approach people and tell them who I am and what I have in mind. I have found that people are very receptive. Ideally, I would like to have someone come to my studio and sit for me. But that takes several sessions and many people don’t have the time or are reluctant to commit to that much time. In those cases I do the next best thing. I photograph them. I do this in their environment. This helps me to remember the person, the face and the personality so that the painting becomes a personal statement. The challenge for me is to complete a painting that, when it is finished, I can say, “I like it.”

Salt Lake City is my home, and I have found it a fascinating place to live. The people who have come from diverse backgrounds and have done unusual things with their lives intrigue me. The interesting lives they have led are etched in the features of their faces. Painting these portraits gives me a chance to memorialize those who helped develop this city.

JB and Southern Cross [38X38 Oil on Canvas]

JB and Southern Cross - 38X38 Oil on Canvas by Dennis Millard
JB and Southern Cross – 38X38 Oil on Canvas by Dennis Millard

John Bagley is a pilot’s pilot. He began flying in his early teen years and has never stopped. John has become very proficient at flying and is certified in most WW II fighters and is an accomplished aerobatic pilot. Even though he is not from Salt Lake City I felt this story is directly related to the others. I met him through a common friend and visited him in his home in Rexburg where we went to the Rexburg airport to see his collection of planes (www.oleyeller.com).

John and I struck up a friendship, and he invited me to the Reno National Championship Air Races where he was a regular participant in the unlimited class. This means he flies against the fastest prop driven planes in the world. Just the kind of thing I like.

I went to Reno and took hundreds of photos of John at the race and knew I had to paint him. The airplane he raced at the time was a modified Hawker Sea Fury named “Southern Cross.” The plane was built at the end of WW ll and had been restored to showroom condition. I watched John fly at Reno and was so impressed with the race and with this airplane that I knew that this was the basis for a portrait.
I traveled to Rexburg, Idaho, to photograph John. The photo I ended up using was shot during his takeoff. I was actually as close to the runway as you see in the painting and the sound of the 18-cylinder motor at full throttle, passing by within feet, was deafening. Even though he is standing on the ground in the painting (that’s obvious) I didn’t want any reference to the ground, trees, mountains or any landscape at all. This dealt with flying, so I painted clouds to get the feeling of flight.

Pete Marshall [16X20 Oil on Canvas]

Pete Marshall - 16X20 Oil on Canvas by Dennis millard
Pete Marshall – 16X20 Oil on Canvas by Dennis millard

Pete Marshall owns a used bookstore on Main Street in Salt Lake City. He has been at that location for over 30 years and is a fixture in downtown Salt Lake City.

I stop in often to look at used books and other interesting items that Pete has picked up at estate sales and auctions. One afternoon I went into the store and this is what I saw. It was the essence of Pete: the shirt, the surroundings, the counter, the cigarette. It was just so typical Pete Marshall. I had a camera with me, and I told Pete not to move. I took several photographs, maybe 20, of Pete looking one way and then the other. I really didn’t have to do much. That first image I saw when I walked in the door was too perfect. That often happens, it’s almost like a vision. I see the image, I notice the lighting, I see the surroundings and everything just seems to come together. Usually I don’t have to do much to get what I really want.

Pete is one of the well-heeled, yet down-to-earth shop owners that bring unusual items to the downtown customer.

Steve [36X36 Oil on Canvas]

Steve - 36X36 Oil on Canvas by Dennis Millard
Steve – 36X36 Oil on Canvas by Dennis Millard

Steve is my neighbor. I had seen him out working in the yard, walking his dogs, and I just liked the way he looked. He is o typical of the eclectic mix in downtown Salt Lake City.

I saw him one day with the sunglasses and liked the effect. The T-shirt and the sunglasses suited him, and I knew I had to paint the portrait.

As I considered the composition, I remembered Steve is an outdoor person. I knew he enjoyed rock climbing and other outdoor sports so painting him out of doors would feel natural both to Steve and to me. I thought about going into the mountains, maybe trees or rocks would be a good setting and that would have worked. But one day while I was downtown I saw a wall on one of the malls and the water outlets with shadows, and I knew that that had to be the place. It was the marriage of the outdoorsman and the city dweller.

Dave Strong [26X34 Oil on Canvas]

Dave Strong - 26X34 Oil on Canvas by Dennis Millard
Dave Strong – 26X34 Oil on Canvas by Dennis Millard

Dave Strong owns the downtown Porsche/Audi dealership. Strong Porsche has been the premier name for the greatest sports cars in the world in Salt Lake City for over 50 years.

I was at the dealership one day talking to his son Blake, who now runs the dealership. Blake mentioned that his father’s birthday was coming up and that it might be fun to present him with a painting as a surprise present. Since it was going to be a surprise party, I knew I would not be able to take photographs. Blake had one photo that his father really liked. It was of him standing next to his favorite Porsche. The photograph was small and old, the detail faded, and I knew it would be a difficult job.

When painting portraits the key goal is to capture an accurate likeness of the sitter. As I worked the vague shapes from the photograph into the details of his face, I fashioned the image of Dave Strong. When it was all said and done, I had a good representation of this iconic businessman standing next to the car of his youth, and it was a great success.

KG [16X20 Oil on Canvas]

KG - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
KG – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

On a brisk winter afternoon I was shopping at a bookstore and came across a man who was so striking that I knew he had to be my next portrait. Here was a man who was wearing the brightest colors: red fleece, black jacket, yellow stripes, purple lining, blue glasses. I knew I had to paint this man. I did not know him and followed him around the bookstore for a few minutes. I realized that if I passed up this opportunity I would regret it forever. I approached him, handed him my business card and asked if I could do a painting of him. I think he was a little surprised but he was very gracious and agreed to allow me to take some photos. Fortunately, I had my camera in my pocket so I positioned him under a light in the store and took a few photographs. Because of the situation I didn’t take as many photographs as I would have liked.

When I went home and downloaded the photos, I realized I had gotten exactly what I wanted. I was so excited that I went to work almost immediately and completed the portrait in two days. KG represents the myriad personalities that live in Salt Lake.

Ken Sanders [26X32 Oil on Canvas]

Ken Sanders 26X32 Oil on Canvas by Dennis Millard
Ken Sanders 26X32 Oil on Canvas by Dennis Millard

Ken Sanders by Dennis Millard [detail]
Ken Sanders by Dennis Millard [detail]
Ken Sanders owns Ken Sanders Rare Books, which specializes in works on Utah and the Mormons; the exploration and discovery of the American West with emphasis on the Grand Canyon and the Colorado River; and Yellowstone and other national parks and wilderness areas. Ken has been in the rare-book business in Salt Lake City since the 1970s.

I got to know Ken when I would go to his store to look for a certain book or to get information about a special book, like the one about a German poster artist named Ludwig Holwein. Somewhere along the way I decided that Ken had an image that would make a great portrait. I told him what I wanted to do and he agreed. As I studied the store and looked for something that would serve as a good background, I realized that Ken looked natural anywhere in the store. I realized it wasn’t the background; it was Ken. I asked him to pick out one or two of his favorite books. As he contemplated that request and was deep in thought, I shot the photo that became the portrait. The lighting was right, his countenance was right, his gesture was right. Everything just came together so I took a few shots and I had my painting. I am not sure that he even knew I was taking photographs; he was so lost in thought and that was the perfect situation for me.

Warren Archer [24X30 Oil on Canvas]

Warren Archer - 24X30 Oil on Canvas by Dennis Millard
Warren Archer – 24X30 Oil on Canvas by Dennis Millard

Warren is a good friend, a neighbor, a sculptor and a painter. His sculptures are seen in galleries and private collections throughout the country.

I went to his house one afternoon and found him sitting on his front porch working on a piece of sculpture and again I had a vision. He was in a dark turtleneck and was surrounded by ivy. I knew that the warm skin tones against the dark, cool background would create some very nice contrasts. This is the result. Sometimes the answers are very simple.

Warren is representative of a thriving art community in downtown Salt Lake City.

Don Hale [32X40 Oil on Canvas]

Don Hale-[32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Don Hale-[32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
I got to know Don Hale by going into his Big H drive-in and having lunch. Don started Hires Big-H in 1959. It serves hamburgers, root beer and carhops. Whenever I ate there, he was always working and reminded me of my grandfather. Since I never had an opportunity to paint a portrait of my grandfather, who worked in the family doughnut shop into his early 90s, I thought this would be a great chance to make up the loss. Don and I discussed a lot of things: hamburgers, his homemade chili and the restaurant business. He even gave me a copy of his published biography.

When I approached Don about painting his portrait I told him that it would be for my portfolio and that it would be a great benefit to me. He was a gentleman, and I couldn’t have asked for a better, kinder subject. This restaurant entrepreneur passed away at the age of 93.

Terry Nish [32X40 Oil on Canvas]

Terry Nish - 32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Terry Nish – 32X40 Oil on Canvas by Dennis Millard

Terry Nish [Wheel Detail]  by Dennis Millard
Terry Nish [Wheel Detail] by Dennis Millard
Terry Nish [Suspension Detail] by Dennis Millard
Terry Nish [Suspension Detail] by Dennis Millard
Obsession does not adequately describe Terry Nish’s love of racing. He is the owner of several businesses but his main drive is Nish Motorsports. Nish Motorsports is the entity that champions this beautiful 30-foot streamliner at the Bonneville Salt Flats. Terry and his sons hold many speed records (412+ mph). In fact, the Nishes are known as the fastest family on the planet.

One of my friends introduced me to Terry, and when I went to his shop and saw this magnificent car that was hand-built I just knew that there was a portrait in there somewhere. I did some paintings of just the car, and even did paintings of parts of the engine. But it seemed to me that those paintings were incomplete without the people.

Terry agreed and we pulled his car out of the shop into the parking lot. I got his chief mechanic, Cecil McCray, his son Mike, who now drives the car, and Terry to pose with the car. I then drove to the Salt Flats and spent the day getting what I needed for the background.

It ended up being a large painting because of the three people, the car and all those sponsor decals (I hadn’t realized those decals would be so much work.) I wasn’t happy with the mountains when I finished so I ended up repainting them three times to get them the way I wanted. In the end I was happy with the portrait, and Terry was very pleased.

Risky Business [35X40 Oil on Canvas]

Risky Business - 35X40 Oil on Canvas by Dennis Millard
Risky Business – 35X40 Oil on Canvas by Dennis Millard

Joe Timmons is the owner of Harley of Salt Lake. He has raised money for worthy events through sponsored rides all over the west. Even though he has an immaculate dealership full of Harley Davidson motorcycles, he is best known for his efforts on the dragstrip. Joe built and races a drag bike called “Risky Business” capable of reaching well over 200 miles an hour in the quarter mile. I am attracted to anything with wheels and a motor, and when I saw this motorcycle I just had to do a painting. It seemed natural to include his chief mechanic, Mike.

Peter Prier [35X40 Oil on Canvas]

Peter Prier
Peter Paul Prier is the founder of the Violin Making School (1972) and Bow Making School (1998) of America. He immigrated from Germany in 1960 to work under Ludwig Aschauer at Pearce Music Company in Salt Lake.

Peter represents the many immigrants who have contributed to this community.

Taylor’s Toes [16X20 Oil on Canvas]

Taylor's Toes - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Taylor’s Toes – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

Painting children is a delight and must always be done from photos for obvious reasons. I happened to see Taylor playing in his front yard as I was coming home one day. I rushed home, picked up my camera and took a few photos from which I did this painting. I was fortunate to get him to sit still for 125th of a second.

Elliot [16X20 Oil on Canvas]

Elliot - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Elliot – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

These paintings are very special to me. They are my grandchildren and because I have 13 of them I have only included two (I hope I don’t get in trouble for that) in order to save space.

When I painted Elliot I felt impressed to keep it loose and fresh so the background is unfinished and you can see the drawing on the shirt. I felt that gives the painting a spontaneity that I really like and reflects Elliott.

Missy [16X20 Oil on Canvas]

Missy - 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard
Missy – 16X20 Oil on Canvas by Dennis Millard

The differences in personalities are very noticeable and so fun to try to capture.

Dennis Millard

Dennis Millard picDennis Millard received a bachelor of Fine Arts degree from Utah State University and pursued a career in illustration and design. His work has appeared nationally in advertising and package design. He now lives in Salt Lake City where he paints and teaches at Salt Lake Community college. www.dennismillard.com

Miroslav Holub: In translation

A selection of poems from the Czech writer’s «Birth of Sisyphus.»

By Miroslav Holub
(Translated by Rudy Mesicek  |  Entremares Magazine)

Poems

  1. End of the Week
  2. On the run
  3. Anatomy of November
  4. The ground shrinks
  5. My mother learns Spanish

End of the week

The first principles indeed include
a schedule, which at times is valid
Monday to Friday, at others Saturday,
on rare occasions Sunday, when He rested
from all His work,

which we carry inside a forgotten pocket,
so that, as a rule, we miss the connection.

But still we get there.

It will again be Sunday, the day of faded songs.
On the first floor, by the window without curtains,
a little girl in a red dress will stand
and wait.

In a Spanish square they will burn
eighteen Marrano Jews
to honor the wedding of Maria Luisa and Carlos.

But we won’t even pause
and we’ll head home through the back
absorbed in thought.

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On the run

It was Rembrandt,
or Poincaré,
or Einstein,
or Khachaturian,
his mother
was shot
or buried
on the run
and she held him tight —
the two year old —
to her breast,
when she fell,
he choked,
disappeared, without being discovered.

When we find
white pebbles
or yellow seashells,
we play with them,
arrange them
into small
borders,
letters,
and rings.

It is
an unconscious
funeral rite
in a time when there no longer are
burial mounds,
pyres,
or bronze clasps,

when
several million
mothers
just keep on running
someplace, somewhere.

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Anatomy of November

We will wake,
and gone missing
will be a leg
or an eye
or the ring finger.

Some distance away
your regal smile will be glowing.
You will pour over me
like the South Sea,
like blood
through a coronary bypass.

and you will strip everything that remains.

Apollo’s arrows
will whoosh through the liquid air.

We will wake,
and it will just be you
with your smile
Niobe.

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The ground shrinks

The ground shrinks.
By degrees
there is no room for the flower pot.
And the worms grow confused
and twist into knots
like nerve tracts
in the brain
of a slightly crazy
temple dancer.

The ground shrinks.
Perhaps
it is due
to the evaporation
of good intentions.
Perhaps
it is due to the raising
of a ceremonial baldachin
over the head
of a blessed
marsupial.

But certainly it is because
the dead devour the earth.
For a hundred thousand years the dead
have been settling down
and devouring the earth.

And secreting pouches of good intentions.

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My mother learns Spanish

She began
at eighty-two.
On page 26
she’d doze off,
every time.
Algo se trama.

The pencil for underlining verbs
ventured out, bewildered, across the page,
drawing hairline contours of death.
No hay necesidad de respuestas.

She drew the route of the voyage
of Vasco da Gama.
She drew El Greco’s eye.
She made Picasso’s fish
larger than the aquarium.

The pencil stubborn
like Fuenteovejuna.
Like a bull in the ring of Plaza de Toros Monumental,
already on its knees
as the team of mules rides in.

No hay necesidad de respuestas.
No need for answers.
Once again.
She sleeps. Now.

While Gaudi
in her honor
leaves
the Sagrada Familia
unfinished.

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Miroslav Holub

holubMiroslav Holub (1923 – 1998) was a Czech writer and immunologist whose literary output includes fifteen collections of poetry — beginning with Day Duty and culminating with Birth of Sisyphus. His training as a scientist and his philosophical bent form the starting point for many of his considerations about the human condition.

Roy Siguenza [Poemario]

Poemas

  1. Piratería
  2. Mares del sur
  3. Los viajeros
  4. Constantino Kavafis
  5. Yukio Mishima se arrepiente de la muerte
  6. Paradise Now

Piratería

Iré qué importa.
Caballo sea la
noche.

Mares del Sur

Para L. David

Las estrellas perdidas que viajan en los barcos,
son para ti.

Las jibias hechas de nada o de lenguas quemadas,
son para ti.

Las piras de sal que arden al viento en noches
de naufragio,
son para ti.

El frágil cuerpo de un bañista envenenado por la espuma,
es para ti.

muchacho que las aguas pronuncian una y otra vez.

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Los Viajeros

Leíamos en la estrías de la langosta
largas alusiones al paisaje:
lomas, como en las acuarelas japonesas
de la dinastía Qui, le decía señalándolas.
Eran ascensiones por donde venían
los rayos de sol a poner transparencias
-alas de agua seca, hojas de Árbol de
Invierno-.
A lo lejos el gavilán hundía el pico
en el viento espero que traía la tarde
cuando ya nuestros pies iniciaban el vuelo.

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Constantino Kavafis

Mi atrevimiento era conocido en toda Alejandría. Con mi arte
anduve, libre, por sus calles-buscaba los placeres audaces. Yo,
un griego, partidario de hablar y escribir en demótico, alardeé
de mis amantes en unos cuantos poemas anónimos, donde
exalté la belleza de sus jóvenes cuerpos, la única verdad de mi
tiempo –oscuro y confuso- a la que fue fiel mi vida solitaria.

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Yukio Mishima se arrepiente de la muerte

Para Rosa Manzo

El espíritu del Hahakure exige “que los hombres tengan una tez de
 flor de cerezo,
 inclusive en la muerte”

No sabía yo que duraría
-apenas- 45 años,
ni que sería así
-vaciada en sangre-
como se iría mi vida;
ni yo ni Masakatsu Morita,
a quien tampoco le advirtieron nada
-tenía 25 años-
cuando el amor que nos unía
nos empujó a practicar Seppuku.
Ahora que los dos llevamos
una tez de flor de cerezo
quién me dirá dónde resplandece
aquella imperativa belleza.

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Paradise now

Para Raúl Pacheco

Si todo en este mundo dejara de existir,  tú, supón que no existes; y ya que existes, goza.

Omar Jayyam

La oscuridad barre a la gente,
es como la muerte:
hace lo que quiere.
Foucault diría cosas que ya conocemos:
la vigilancia, lo panóptico,
pero no nos alegra; no hemos olvidado
que la mortalidad es el acuerdo:
duramos poco
para reñir. Las manos, los cuerpos
tienen otras urgencias:
ir a los lechos;
a otros cuerpos,
o a cualquier lugar sigiloso,
donde celebrar, beber vino y olvidar
lo que alguien advirtió sobre la muerte.

Roy Siguenza

Roy S Foto2Roy Siguenza es un poeta ecuatoriano. Ha publicado Cabeza quemada, Ocúpate de la noche, Tabla de mareas, La hierba del cielo, Cuatrocientos cuerpos, y el libro antológico Abrazadero y otros lugares. Sus poemas están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía ecuatoriana y latinoamericana. Ha sido traducido al inglés, portugués y catalán. Ha sido invitado a ferias de libros, festivales y lecturas de poesía en su país y fuera de él. Es destacable su participación en la obra multimedia SINERARIA del artista Tomás Ochoa, que fue exhibida en la Bienal de Venecia en 2006. Hoy, además de continuar con la poesía, coordina talleres en su país.

Florencia Milito [Poems]

[alert type=»blue»]Editor’s note: «Color Haiku» and «Villanelle for Henry Darger» first appeared in 27 Hours, published by Kearny Street Press.[/alert]

Poems

  1. Color Haiku
  2. Villanelle for Henry Darger
  3. On Ernst Ludwig Kirchner’s forest graveyard
  4. Ode to Astoria

Color Haiku

para papá, City of Hope, Los Angeles

Imagination
tiny, petulant blue flame
morphs into a wren

In the hospital:
hazy sunlight, rubber trees
red, saber-toothed dreams

Remember, papá?
from walnut shells and paper
floated white sailboats

As they wheel you in
your gray oyster eyes widen
a final hurrah

In the Zen garden:
the yellow carps glide, just are
turtles, alert, watch

A single brown duck
among the carps and turtles
just drifting, drifting

Lime-green humming bird
coy, speckled sprite waltzing by
halting, in delight

Under this purple
tree, an old jacaranda
daydream of allá

Anarchists, dreamers
divining owls of Spirit,
a lone white lily

Odd, forest-green tree
the little prince’s baobab
holds me in its eye

When the moment comes
the mind, upset, numbs itself
drifting violet clouds

Sweet forgetting, wired
even of wild mauve terror
song making in birds

Lulling childhood breeze
Vivaldi’s blue violins
I succumb to sleep

City of glaciers,
windswept, a swinging blue door
a lone chair, waiting

And what of envy?
green lymphocytes waging to
no breath or avail

Oh, insanity!
yellow waking from the clocks
calling the bluff of

When you first awake
time on a white horse gallops
an old man, content

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Villanelle for Henry Darger

He carries dandelions in his head,
a whole expansive field of them.
By day a janitor, they said.

Fluffy clouds to count like sheep in bed,
glorious lions’ manes to crown the stems.
He carries dandelions in his head.

He swept and scrubbed, polished for his bread.
The children played, hid behind their mothers’ hems.
By day a janitor, they said.

At night a secret, lone mission led
to pleat the folds of sky, to stitch its gems.
He carries dandelions in his head.

A celestial housekeeper instead,
writes now among the dandelions, nibbling on their stems.
He was a janitor, they said.

No one knew he drew and wrote and read,
polished the bright moon, pleated the sky’s hem.
He carries dandelions in his head.
By day he was a janitor, they said.

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On Ernst Ludwig Kirchner’s Forest Graveyard

Gravity is our answer
to mortality,
the contours meant
to keep life
(and death)
at bay.
Instead of imitation
I offer you these
rolling hills
of imagination:
inchoate, emerald
winding paths
and a sense
of the cosmic,
because, yes,
this too is
a graveyard suite:
but here within
the yellow-green
womb and
rolling hills
there’s little need
for stilted suits
and mannerisms.

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Digital StillCamera

Ode to Astoria

Of the tired, petite waitress who dreams of saving enough to go back home to her mother in Cyprus, of the plastic virgins with their blue mantles, the modest, tended rose gardens, of the all-night Korean fruit stand with its purple eggplants and swan-necked, pale-green zucchinis, its piles of bright oranges and pomelos, offerings to a lonely God, lighting your way back home from the subway, of the scent of lamb roasting on a spit in a neighbor’s yard on Easter Sunday, of Wolf fumbling through a bag of unlabeled apartment keys, of the old German neighbor, an aging dandy who leaves his door ajar so as to hear some human sounds, the way others turn on the kitchen radio, the same neighbor who accosts you in the hallway to tell you—like a broken record—about the Jewish doctor who ran off with his girl, the one he never could make up his mind to marry, of the Athens café, with the old, animated Greek men smoking despite the city ordinance and talking politics, the Arab bakeries with their honeyed pistachio delicacies, the coffee house with the Egyptian men sitting in a circle on the sidewalk smoking the hookah, of the shop windows, barrels brimming with olives, dates, and almonds, of the streets too often littered with garbage, abandoned newspapers and discarded wrappers, of the shish kebab man feeding the hungry late-night bar crawlers and teenagers, driving their cars much too fast, around and around, as if trapped in the most desolate small town in Arkansas, of the hip Japanese art students always coupled and decked in Prada, of the Most Precious Blood Catholic Church, the name evocative in Spanish or Italian or Portuguese but too clinical, conjuring syringes and test tubes, in English, of the tiny Greek Orthodox church with the green copper roof where you find some stacked Russian dolls in a yard sale, a tiny, mustached wooden man nestled inside an ample Russian woman, of the N slow and rickety like an old-fashioned amusement ride, of the little kids running around in the local restaurants, wild-eyed and unsanitized, and the Brazilian fans honking all night up and down Broadway after Brazil wins the World Cup, of, ultimately, the wave of Mediterranean warmth (like an unexpected sea breeze) you felt as you stepped off the subway that afternoon you visited too soon after 9/11, at a time, the beginning of orange alerts and the anthrax scare, when the lingering smell of ashes still haunted parts of Brooklyn, when Susan Sontag was being called a traitor, when Sikhs where attacked, mistaken for Arabs, and Arabs were attacked for being Arabs, a time when politicians and the media aligned themselves with the government like perfect toy soldiers and messy, immigrant Astoria felt like the next best thing to leaving America.

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Florencia Milito

Florencia MilitoBorn in Argentina, Florencia Milito spent her early childhood in Venezuela and has lived in the U.S. since she was nine. She is a bilingual poet, essayist, and translator whose work has appeared in such publications as ZYZZYVA, Sniper Logic, Znet en Español, the Indiana Review, Catamaran Literary Reader, and 20 años: Festival Internacional de Poesía de Rosario. She was the recipient of a Hedgebrook Foundation residency and a reader at the 2011 Festival Internacional de Poesía in Rosario, Argentina. She lives in San Francisco with her husband and daughter.