Confluencias [pinturas]

Pinturas de María Lucía Casas

Recomendamos la pieza»Un cuadro en el cielo» para visualizar las obras de María Lucía Casas. Para escucharla hacer clic en el botón PLAY.
[audio:http://entremaresmagazine.com/audio/UnCuadroenelCielo.mp3] [show_hide title=»Créditos para la música«]

  • Compositor: Santiago Acevedo Casas
  • Musicos: Tenor Sax.: Gemma Massanas, Piano: Oscar Fernández, Contrabajo: Santiago Acevedo, Batería: Marc Bodaló

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María Lucía Casas

María Lucía Casas fue una artista y decoradora colombiana con un innegable talento para utilizar y combinar colores, formas, texturas y espacios. Hizo de la decoración de interiores un arte, a través del cual ayudó a muchos colombianos y extranjeros a crear espacios que generaban bienestar y armonía con el simple hecho de habitar en ellos. Su creatividad se extendió también a todo aquello que hacía para demostrar su amor y deleitar a amigos y familiares, desde una mesa exquisitamente presentada hasta un empaque de regalo que representaba en sí mismo un gran homenaje, o incluso una asesoría educada en el arte de vestirse bien según la ocasión.

Ecos [carta del editor]

por Suan Pineda

En el número inaugural de Entremares, el miembro de nuestro equipo Efrén Herrera Quintín recordaba la última vez que vio a su padre hace más de una docena de años en el aeropuerto de Bogotá cuando partía hacia el exilio. Recordaba sus manos, arrugadas por la vida, agitándose a través de las ventanas del aeropuerto. Y acunaba la esperanza de volver a verlas, rodeando a sus hijos en un abrazo.

Unos días después de publicar la nota, el Sr. Ismael Herrera Ardila falleció.

Sin planearlo, esta edición de Entremares se ha convertido en el megáfono de las voces de quienes han partido y en la plataforma donde sus huellas siguen marcando el compás de nuestro camino.

Así, los poemas de Rex Webster (un camarada literario de nuestro editor Rudy Mesicek), las pinturas de María Lucía Casas (la mamá de nuestra colega Lina Peralta Casas) y todo el trabajo reunido en el segundo número de la revista son resultado de una especie de transposición y transmaterialización en las que los sonidos se transforman en papel, los gestos en pintura, la carne en carne.

A veces pienso que la muerte es simplemente un desplazamiento (una transformación de energía o un viaje, quizá; la interpretación de esta frase es abierta y flexible). Religión y filosofía aparte, mi posición es quizá sensiblera, elucubrada y esotérica, pero no encuentro otra plataforma para explicar lo que experimenté al leer los poemas de Rex, un escritor que dejó trazos profundos aunque efímeros y esporádicos. Cuando Rudy me platicó de estos poemas sueltos sin publicar, la curiosidad y quizá el morbo se apoderaron de mí. En las noches, después del trabajo, con una copa de vino me sentaba en el piso de mi apartamento con los poemas desparramados sobre mi regazo. Y leía, en voz alta, esos versos tan ajenos y tan lejanos. Los recité quizá más de una docena de veces para que mi lengua se acostumbrara a los retuerces entre sílabas, a que mi respiración se modulara al ritmo de las estrofas, a que mi consciencia avistara el mundo que creó Rex. Nunca lo conocí y no pretendo conocerlo después de leer sus escritos. Rex sigue siendo elusivo. Por momentos insular y hermético como el Vallejo de Trilce, Rex, según cuenta Rudy en la introducción a la colección de poemas, presenta una mezcla única entre lo familiar y lo extraño, entre el tierno asombro de la juventud y las cicatrices de una vida golpeada. Así, al escuchar sus palabras hacer eco entre las huecas paredes de mi apartamento, más de una década después de su muerte, empecé a sentir el cálido alivio de la familiaridad de una voz cuya intimidad es confundida por impermeabilidad.

Así, en esta edición de Entremares no pretendemos capturar momentos o rescatar hechos que simbolicen, engloben o encasillen el legado de los que ya no están. Sería una acción sofocante y limitante asignarles cómo deben ser percibidos o dónde deben ser ubicados. Sólo queremos dar pequeños vistazos de su paso y concederles el espacio y la libertad de estar y de continuar siendo en las obras que han producido. De la misma manera nos aproximamos a los demás trabajos publicados aquí: vemos el camino que han forjado el dramaturgo ecuatoriano Peky Andino y el escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo en sus respectivos campos, los horizontes que exploran Alberto Sánchez Argüello, Gabriela Alemán y María Fernanda Ampuero en sus cuentos, o nuevos espacios de inquisición en Entremares con las secciones The Wanderer (una columna que explora el concepto del desplazamiento), Contrapunto (reseñas) y Correveidile (donde destacamos cosas, lugares, obras y demás que captan el interés de los “desubicados”).

In memoriam

María Lucía Casas
Ismael Herrera Ardila
Bernardino Marzo
Rex Webster

Estas voces tienen su espacio: en el fluido y difuso mundo cibernético, entre las paredes de un viejo apartamento, en la memoria de amigos e hijos.

A estas voces le hacemos eco.

Common crop

by Rudy Mesicek

Midway into boil, what astounds is the way it began: with a sharp blade tempered in Toledo, slicing through parsnip, celery root, the New World’s own favorite tubers. The reduction into small pieces, for consumption, feels substantial. It is a habitual endeavor — less about eating than making a meal. The water roils, propelling shapes in crosscurrents. We break things down so that we can cause them to reconstitute.

Midway through life, I think of fruit anew. Cut, its uneven halves reveal the core, the seed, the pit. And division, which is at the heart of the shared meal. I think of fruit, so easily brought down by the wind and reclaimed by the soil. Full of nourishment. I think of how often we eat alone.

Split in two, one half of the avocado always holds on to the stone, which lies lodged there like a nascent planet. Resisting motion — until a blade does the trick. Such is the way with what we are, with our primordial mess: a swirl of hard bits under assault, colliding, of firsts that do not fade. The mess thickens.

From a high ledge on a temple whose upper parts require some agility to reach, the rainforest is heard as much as seen. A myriad howls, creaks and fritinancies: fauna speaking in tongues. The expanse around Tikal does as the impressionists did. It condenses, one point at a time. And it is evident, as mist atop the canopy softens the hues, that whatever human history is spread through these parts is largely ineffable. The jungle consuming all.

There were six of us seated in a row, backs against the pyramid wall, mincing fruits and vegetables, stirring in canned tuna. Here, where Maya captives had their last look at the world, the shells of avocados became vessels for a supper. Passed from hand to hand. The fruit, new to me and so much of the region it is ever-ripe to be mythified, was no portal to the deep past. Instead, it marked the moment. Of company composed of a desultory crew who crossed paths just days prior but who now seemed like they belonged together.

The sense of place and fellowship inhered in a common crop.

Through which a longer film comes to mind: Of the succeeding night spent lost in the cacophony of the jungle, shivering, with only a hand towel for a blanket, a few steps down from the apex of an architectural masterpiece. One doesn’t readily associate the tropics with cold. But the body quickly lets you know that’s a foolish oversight. When discomfort gets in the way of sleep, long stretches of time can pass feeding on sound. Until the act of listening overrides all other senses.

Abruptly, everything went quiet. Eerily, orchestrally. As if all the animal life responded to a signal from some invisible concert master. I don’t know how long it lasted. But just as suddenly the volume was back on. Fast crescendo to full blast. The magisterial interlude of silence gone, but acquiring a permanence for the witness.

We practice countless hours to achieve synchronicity. Dance till our shoes need new soles, march to the rhythmic barking of a commanding officer. We watch the movement of a conductor’s wand to ensure we come in at just the right time. When a choir sings its last note, the transfer to silence is startling. As if a liquid became solid in an instant. It is a catharsis of quietude, where emotion often seems most concentrated, ready to spill into a distinctly audible form. A gasp or applause or a sniffle. Quietude the exclamation point. Quietude the release.

Almost a decade separates that sleepless night and one frosty midmorning into which I opened the door. Nearby stood a massive cottonwood that had lost all its leaves. It was full of identical birds — hundreds of sparrows, or starlings perhaps — that, at a glance, tricked the mind into seeing dark, wintry fruit. Until the door swung open, all one could hear was birdsong. The sound of a beer hall at the witching hour has this impact: both mellifluous and discordant, owing to countless voices hollering and talking across each other, with perhaps a few ears attuned specifically to any single uttered thing. Should a passerby pause on the threshold and take it in en masse, it is unintelligible.

As I stepped through the door, a blazing silence swept over me. As if the tree and everything in it became petrified. The hush instantaneous, simultaneous — and directed my way with such focus, it felt like a gust of hot wind. Being the object that interrupts, that alters the mood of a place, rattles. And I was left with the confusion of a schoolboy who enters a classroom with a lecture already in progress. It seemed very much a collective shift of attention. If each bird was responding in its own way, the difference was lost to my powers of apprehension. Then, just as suddenly, the chirping resumed. I had been dismissed.

In self-conscious silence I also stood on the stoop of an apartment building in Paterson, New Jersey, which, unbeknownst to me, was the setting of a great study of locality and of city as a metaphor for man. Which thing was an idea that became a rubric to be scorned and loved and scorned again. And it was my silence against the noises of the street that gave the memory its flavor, my inner quietude reflecting a dearth of words, and contrasting mightily with the friendly interrogation that ensued, as the other children who surrounded me tried to uncover how I came to be there, in a place where accents were rare and blondness rarer still. Years later, I read Paterson in the common way, in silence, with stentorian voices filling my head.

Absolute quietude is, of course, an illusion. Not even the mind is ever free of sound. There’s memory noisily retrieving, blood rushing, demons rattling chains. But sometimes, cutting through the flesh of an avocado, I hear nothing but the silence of the jungle, which takes me in its vessel out of doors to treetops, to a meal shared with familiar strangers I’d otherwise never see again.

Memoria Prohibida de los Buenos Años [reseña]

Jairo Giraldo cruza la delgada línea entre el quehacer periodístico y la literatura: cuenta una historia que devela el trasegar de inmigrantes que persiguen la riqueza aprovechando el boom del narcotráfico en Nueva York.

[alert type=»yellow»]Editorial Palibrio, 440 páginas, a la venta en Amazon.com.
Clic aquí para leer un fragmento de la novela.[/alert]

por Efrén Herrera Quintín
Entremares Magazine

“La oportunidad hace al ladrón”, decía mi abuela, y a sus ojos les alcanzó luz y vida para ver caer a uno de sus vecinos en Bogotá, Colombia, víctima de las balas de la venganza tras su paso efímero por los carteles del tráfico de cocaína.

Hoy, con la novela Memoria Prohibida de los Buenos Años en mis manos, me asalta un sentimiento de cercanía de la historia que cuenta Jairo Giraldo con la del vecino de mi abuela. Aunque se vive a miles de kilómetros de distancia de Nueva York, donde transcurre la novela, el protagonista fue un joven que dio sus primeros malos pasos atraído por la idea de llegar a la Gran Manzana para disfrutar de la vida holgada que dan los dólares obtenidos por la vía rápida.

Pero no se trata de una historia más acerca del narcotráfico, tema que llena las páginas de los periódicos todos los días, sino la experiencia de personajes de carne y hueso cuya vida se entrelaza en el  frenesí y el afán por alcanzar su objetivo primario: el dinero. Memoria Prohibida de los Buenos Años es el relato descarnado de la actividad del empresario Raúl Gómez, quien, al igual que muchos buscadores de la fortuna inmediata, no tiene reparos en cruzar la línea que separa lo legal de lo que no lo es. Incluso, al personaje principal parece no importarle olvidarse de la moral y llevar a sus amigos a la muerte, a pesar de que ofrecen su vida para cuidarlo de los peligros que enfrenta por su actividad de lavador de dinero procedente de actividades non sanctas.

En el período en que transcurre la novela de Giraldo, hacia la segunda mitad de la década de los años noventa, fueron miles los hispanos que llegaron a Nueva York expulsados de su país por razones de violencia o porque la falta de oportunidades frenó sus aspiraciones económicas y sociales. Muchos enfrentaron su nueva vida metiendo el hombro en los trabajos que están relegados al inmigrante y aprovecharon las oportunidades alcanzando el éxito empresarial, como Raúl. Pero las oportunidades no siempre viajan por el camino recto y en esas desviaciones es que Giraldo encuentra el material para su novela.

Memoria Prohibida de los Buenos Años cuenta una buena historia que vale la pena leer. Está escrita de una manera que se antoja casi lista para el guión de una película, con entrada y salida de los actores a escenas que llevan al lector a estar siempre alerta y listo para la acción que sigue. Memoria Prohibida de los Buenos Años pone de relieve que el sistema judicial estadounidense no es tan perfecto como lo pintan países como Colombia, cuyas autoridades prefieren extraditar a sus connacionales para que los juzguen bajo un rasero que se ajusta más al origen del delincuente que al delito mismo.

 

Nostalgia for Youth: Poems by Rex Webster

Poems

  1. Berlin
  2. Vowels
  3. Untitled
  4. Film
  5. Home Letter
  6. Icarus
  7. War museum

Rex Webster, elusive and familiar

by Rudy Mesicek

Footprints are rarely what sticks with you about a person who has gone. But there are other spoors.

In the early ’90s, Rex Webster and I worked on the literary journal Walkabout. Submissions littered the floor of an apartment where he and his girlfriend, Kristi, lived. A bench-sized chest, which one would expect to find belowdecks on a clipper, stood ajar under the window, a ballast of albums. Industrial grooves ground along. Bits of poems were read out loud. For pleasure, for laughs.

I learned to drink port by the dram, not by tumbler.

The night I am thinking of had Rex on the far side of a handsome, tawny specimen centered on a small kitchen table, with a cork at its side. The talk was Portishead, then the ease of acquiring books from the place he worked — without spending a dime.

«Let’s face it,» he said, «when you strip magic realism to the bones, you’ll find Kafka.»

Another pour, another pull. The bottle in no danger of outlasting the night.

What went on in conversation, goes on in Rex’s lines. The cemeteries of the bayou country with bondage thick in the air, the iodine of skin through which race and legacy of war flicker — such things draw you in. Lovers expressing intimacy by way of Anne Frank and Bertolt Brecht — whose script comes off as some solemn echo of Williams’ «plums» — such things make you bend to their own logic.

He spoke of historical extremes. Lipstadt’s book on Holocaust deniers he’d just gotten through. That long track record of atrocity that marks our species. Of homosexuals in concentration camps: Victims whom Sustained Bigotry is loathe to commingle with other victims.

Another glass.

Then a jab at the tedium of Peking opera, which had flashed across the public imagination via «Farewell My Concubine.»

On campus, in workshops, Rex and Kristi were inseparable. Her writing matching his in intensity. Both with a penchant for comics, in the vein of The Crow. She, in love with E.E. Cummings, high-brow scorn be damned. He, expansive in vision, writing from the syllable out, with exactitude, a sense of vocabulary alien to the homegrown short-timers out merely to dip a toe into the world of poetry.

While Rex’s work can be elusive, it has familiar cairns, which lead to novel excursions. Cairns like Phaeton and plantation houses, Shostakovich and chicken florentine. For those caught between cultures, there’s often no rack to put one’s coat on. The result is the pile in the corner of the room. Creased, multiform, volcanic.

Through his lines I see Rex — soft-spoken, thought-laden — trying to make do under the Flatirons of hyper-rich, hyper-crass Boulder, Colorado. I see Rex, not-white, not-Vietnamese, buoyed by uncommon recall, writing as writers should.

«Let’s face it,» I hear still, some thirteen years after our last bottoms up.

In the summer of ’99, I worked for a booze-seller, where I’d flourished throughout my years in school. Arriving to start a shift, I got a message, which was left by a girl whose name none could recall: Rex had died.

The last time I saw him was some weeks prior, on a trail south of town, from the back, walking alone, with a slightly awkward gait. I chose not to get his attention.

Berlin

This was the script for The Threepenny Opera you left tucked
like an unlit taper in my runabout clogs that turned to mush
and sepia, as well your transcriptions for your replies
to Anne Frank and the two phrases «the imp’s back,»
and «puberty like the roof blooming with rain, swollen
in the shingles.» These accidents occur

at whatever time — a fly swatted at noon and two minutes,
the timetables for metro busses retabulated
because of a pedestrian’s hairline indemnity
of rain and shoes. We leave our memorandums
like a score for a radio symphony at the capital: our

personal music imagined at the oddest points of distance,
at first receding bawdily and returning,
then finally emptying itself at the chamber’s back
and we receive that transmission of fine fiction
like the morse of rain — there is always message.
Very the one left here on a machine:

it’s in your shoe, and I thought the excitement
of a spy’s trade tools take in my heel, no doubt
not what you meant but of course not a daily
saying. We need to bookkeep our finance:
what we can gain by accident, what we lose.

Vowels

Olivia, in this city the angels
are all black, she writes to me, Olivia,
here teeth all rubbed obsidian as the
off-season tourists come rubbing
the stalactites down. Here,
I think of the mausoleums planted
above ground, so floods do not
bloat cadavers like so
many sodden boats, and then
here I think about touches
of children in the busses
running kerosene on the road and innocent
coquettishness of play. Touches here or there.
And seeming lonelinesses
of restored plantation houses, all of old
decadence and metal words
I truly do not understand —
colonnade and balustrade, the expanses of green
and wet’s slow barbarism on iron. Olivia, I
would think of you where all the men
laugh — the word juggler comes to me, I don’t know
why — the cacophony — their eyes
burnished, wet fire, fired. And I remember the way
pottery rosettes dipped in paints with immense
names like lithium or magnesium
transformed from blunt glosses to
dazzle of teak wines, and then I
remember the wines here, milked
from the south vineyards, the first
taste from a glass pushed into my hand
at a wake, laughter spat purple and tears
from an old man. And then I remember
your kisses, everything red to red to the inside and out,
then the word dazzle and harlequin colors
and wavers the British once painted warships
distorting away distance from submarines. I palmed
a crucifix at the parade, Olivia — I can’t believe me. But they
are all angels here, all sweetness and who knows —
wings maybe! And I will think that here, the angels are all black.

Untitled

I would love the last poet who had fallen
in the revolution, search the long rain
the signatures of stars fallen like lucid
angels to water and write
the most beautiful verse is one
that has never been written or forgotten
for I am tired of naming you
without the rain or losing what you were once
called like an actor in invisible theater
forgetting perpetually punchlines
that would slay the fathers, bloody tresses
of fine suitors and provide alibis
for the displaced king. I would make
love, yes, with you nameless one, for you
are here in the letter if you look
in the watermark.

Film

That I can undress without you at my body
slice garlic into teacups of fish broth and peppers
that burn to the tongue and to the eye that I
can bathe without your nails at my scalp’s thin
and alone I can read Shostakovich’s faked
memoirs rinse the scum of my arms’ sallow
feel my sex’s declivity and hate it barely
pull myself into words would you
understand rain are commas would you
fall inside of yourself like reverse film mother
that I could take iodine from your skin forty years
and that pigment I could color nothing
colonial houses yellow with mortar and shavings
of perhaps your father’s propaganda would you
swallow castor oils tell me the daughter dead twenty
years would you give pennies to me if this house
a boulevard you were told you should be a whore would I
soap I cannot bring to your face or to clothe crumpled
stitched feel that someone’s arms are not discarded
shirts left to the water.

Home Letter

You have found your children. This is in the letter
as I read of desire and poplars of this year
the trigger of unknown guns in classified
territories. As if defenestration could mean
anything but itself, windows like carnal
words in the briars and shades of bottle green
popped out of their existence frames,
and I am recalling the word defenestration
catalogued in an invisible library
so that I would pluck it out if I wrote it
and what alters is the season that suitors
full of consumption beg alms at the doors. You
have found your children and they love me,
though my name is a single syllable
and this is the aubade.

Icarus

Everything is the mythic need for loss — Sisyphus beneath the stone,
Phaeton split beneath the wheels, lovers shorn by syllables of grief
and backward glances. The plantation house you told me you
were raped in poured poison down your gullet in is by now
masonry crumpled like paper or torn bread. And what we leave
like invisible trade in its absence is nothing less
than metaphor, always retold: grief that could be placed
on barren stumps and bartered for glinting spinels,
rainclouds screwed up in mason jars, daguerreotypes
of daughters following the family tradition,
except too successful in it: you alone believed
you escaped perdition and unslaked thirsts. Singularities:
do not believe that. This vacuum is always
of our own tales as well: of best friends who one night
become almost paramours at a dinner party
held against the wall as the chicken florentine
crisps on the stove, all furtive kisses and dismissals,
or friends who will forever be lovers
but only through currents of the body; eddies
and undertows that reach like electric arcs
and bruised meridians into the skin, these faint
moments catch their solar apogees, then falter,
become pantheons coursing through washed-out roads,
bits of feather and wax men perpetually wash
from their eyes, or crones cackling at fathers’ artifice,
or the promise our tales will continue.

War Museum

The dressing gown hanging like ghosts, glass eyes
preserved in denture water, maps of the peninsula
blackened out like innumerable skewers in Spanish bulls,
shores of the detonated atoll beached with glass,
the toreador song, photographs of liberation, yellow
dog-eared leaflets of Nazi propaganda
and commas of rain and long sentences yes
if hills can be words. And this the library
the guide chops here with her young
hand Zyclon B was once manufactured
for dispersal in black vans breaking down
once too often to the country. Cups
with monograms of unrecorded lovers.
The nostalgia for our youth

Microrrelatos [cuentos]

por Alberto Sánchez Argüello

Migrantes

Los fantasmas de los migrantes muertos en el desierto logran entrar a los Estados Unidos. Recorren el país en libertad, pero nunca dejan de tener sed.

Empeñados

Terminada la jornada el migrante se acuesta, sus párpados caen y mira oscuridad toda la noche: los sueños quedaron empeñados en la frontera.

Solución económica

La república del sur finalmente encontró la solución para su crisis económica: llamó turismo laboral a la migración y lo convirtió en su principal rubro de exportación. Abrió las fronteras y ofreció vuelos charter para los pudientes y catapultas y globos para las clases populares. Creó una empresa de remesas e introdujo el inglés y el chino en las escuelas. Al final en el país sólo quedaron viejitos, perros y economistas, y viven de lo mejor.

Sin forma

A donde quiera que fuese ojos me seguían: amigos, padres, abuelos, primos, todos daban forma a mi cuerpo y cuando menos lo pensaba ya estaba caminando como ellos, hablando como ellos, comiendo como ellos, cogiendo como ellos. Así que me largué. Caminé debajo de la tierra hasta llegar a este desierto. Aquí sólo me miran las lagartijas y los escorpiones, pero no me pueden dar forma; ahora soy agua que no tiene nombre ni nación.

Viaje

Agatha está haciendo el amor. Está quieta en su cama, boca arriba, mientras Felipe jadea con voz muy masculina sobre ella, perlando su piel de gotas de sudor. Pero ella en realidad no está ahí; se desplaza a kilómetros de distancia. Hace años encontró que esta era su manera de meditar y busca hombres que se sientan cómodos con un cuerpo que no responde, que simplemente permanece ahí, húmedo, cálido, pero distante, como una muñeca que se mueve al vaivén de la acometida sexual. Felipe, ajeno a estos fenómenos existenciales, se convence de que ella ha alcanzado el éxtasis más profundo y prosigue su movimiento con renovado vigor de macho ensalzado. Agatha ha viajado así muchas veces: estuvo en el país de las orquídeas que recitan a Poe mientras un estudiante de ingeniería civil pretendía ahogarse entre sus piernas; recorrió las cuevas de los murciélagos que han visto todas las edades de la tierra mientras un banquero trataba de demostrarle que su pene pequeño era capaz de causarle tres orgasmos. Ahora viaja en el cuerpo de un colibrí, su corazón late rápido junto con él y el cielo se abre sin límites. Esta vez no volverá.

Casas

La primera casa en moverse fue la de los García. Una mañana se despertaron y ya no estaban en el barrio; la casa se había desplazado durante la noche hasta la séptima avenida y los carros hacían lo que podían por evitar chocar con la vivienda. Mientras los geólogos de la universidad local buscaban explicaciones al fenómeno, fueron testigos del movimiento imposible: una especie de oscilación lenta y arrastre pesado, que sin embargo hacía menos ruido que el roce de arena con los zapatos. La policía trató de parar la casa pero no hizo caso y se fue por las calles hasta detenerse cerca de una gasolinera. No faltó mucho para que las otras hicieran lo mismo. A partir de entonces familias enteras por toda la ciudad dormían en un sitio para despertar en otro y recibían llamadas durante el día, avisándoles cuál era su nueva dirección. Los filósofos explicaron el fenómeno como resultado de la apatía social que había llevado a los hogares a manifestarse con una voluntad que sus dueños habían perdido. Lo cierto es que ahora la ciudad cambia todos los días y la gente se ha acostumbrado a no pertenecer a ningún lugar.

Alberto Sánchez Arguello

Alberto Sánchez Arguello (1976, Managua, Nicaragua), sicólogo. Ha ganado varios concursos nacionales de cuentos. Sus cuentos han sido publicados en la revista literaria del Centro Nicaragüense de escritores Hilo Azul Nº 5 y en la antología Flores de la trinchera del fondo editorial Soma.

Mistura: Encuentro de dos mundos, dos tiempos

Con Barcelona de escenario, la compañía de danza ofrece una interpretación contemporánea de canciones tradicionales del folclor latinoamericano.

[alert type=»yellow»]Mistura web: http://misturadanza.wordpress.com/2011/12/23/mistura/[/alert]

 

Mistura, una compañía de danza etno-contemporánea, es el resultado de la confluencia de cuatro bailarinas latinoamericanas en Barcelona. A través de la mezcla de expresiones folclóricas con técnicas de danza contemporánea, Mistura explora e investiga las nociones de raíces, etnia e historia sirviéndose de esta metrópolis española como escenario. Mistura utiliza los sonidos de tambores, semillas, calabazas y cantos ancestrales para interpretar ritmos afrocolombianos (como la cumbia, el currulao, el son de negro, el mapalé y la tambora), ritmos afrodominicanos (como el palo y el merengue) y ritmos modernos (como el swing, el burlesque, el flamenco y la salsa). La compañía está compuesta por: Alejandra Pabón y Nayan Jaimes de Colombia, Vianna Asencio de República Dominicana y Coti Corbo de Uruguay.

Hablar del Chocó

Marcela Escovar comparte sus reflexiones acerca de las nociones de pobreza y abundancia en una región colombiana marcada históricamente por las grandes dificultades de la vida.

Por Marcela Escovar

Estoy en Quibdó, Colombia, tras una larga noche de lluvia en la selva, de un calor abrasador casi insoportable y de historias soñadas bajo el arrullo del incesante repiqueteo de una gotera. Esta mañana el sol brilla, la humedad está más fuerte que nunca y el calor se pega a la ropa, al pelo, a los ojos. La vida continúa después de la tormenta y las personas vuelven a sus rutinas diarias: abrir almacenes, salir de pesca, bañarse en el río del que también toman agua. El paisaje es hermoso y exuberante y veo a Quibdó como un lugar de abundancia y riqueza.

Se habla de Quibdó y del Chocó como otro país dentro de Colombia. Se habla de su pobreza y de su corrupción, pero también de lo rico que es en flora y en fauna, en agua, en recursos mineros, en la fertilidad de su suelo. La tierra aquí es tan extraordinaria y fértil que las semillas de cualquier fruta, cuando tocan el suelo, tienen un 99% de posibilidades de germinar. Estando aquí, ahora, después de varios días de vivir esta ciudad, hablando en el calor sobre literatura infantil y los beneficios de la lectura en la primera infancia, creo que es posible hablar de diversidad y de unidad en el Chocó. De diversidad en la manera de hablar, de caminar, de establecer relaciones con las demás personas. De unidad a través de un lenguaje común que los caracteriza: la sonrisa que siempre aparece antes de hablar, sus contagiosas carcajadas y su forma de vivir en el tiempo a otro ritmo.

“Que son pobres”, dicen, “¿pobres por qué?” me pregunto yo. Los chocoanos tienen una tranquilidad envidiable que puede estar asociada al ritmo propio que llevan en la sangre, y sobre todo a unas pulsiones de antaño frente a la música y al baile. Los niños, lectores en potencia, quieren bailar, son niños a los que quizás no les leyeron desde el vientre materno, pero a los que seguramente estimularon, sin saberlo, con música que los hace vibrar y que los hace libres. Las relaciones que se establecen entre las familias, entre abuelas, madres e hijos, están enmarcadas en un contexto social en donde las condiciones en las que crecen son precarias: falta de agua potable, pocos lugares adecuados para el desarrollo integral de la primera infancia y ausencia de una oferta cultural para la comunidad, entre muchos otros. Sin embargo, los vínculos son fuertes y estrechos, y en esta cultura, sin duda, la música ha sido su mayor herencia y fuente de riqueza.

Me pregunto si la pobreza de la que hablamos la consideramos solamente desde nuestros beneficios y comodidades. Pienso que hay que tener presente desde dónde nos situamos para mirar al otro. Por ejemplo, aquí es imposible pensar en algo tan simple como darse el gusto de un baño con agua caliente. Pero la falta de comodidades también da un sentido diferente de libertad. Son libres los que no temen perder lo que tienen, o más bien, los que no tienen nada que perder. Aquí el afán de progreso está suspendido, y el desorden y el caos están por todas partes, pero quiero pensar que aquí no hay pobreza. Hay riqueza y abundancia en Chocó: hay tierra fértil llena de árboles y de agua, hay tiempo para compartir, hay sonrisas y ritmos tradicionales. Hay un gran asombro frente a lo desconocido y una capacidad innata para bailar.

Excesos

Al fondo, a la derecha,
Un cultivo de lechugas
A la izquierda fríjoles
Al oriente maíz
Al occidente cebolla larga
Y el hambre camina
Pegada a tus pies descalzos

Marcela Escovar Aparicio

Estudió literatura en la Universidad de Los Andes y le encanta leer y escribir. En la actualidad trabaja con la Biblioteca Nacional de Colombia, en un proyecto de formación de bibliotecarios en temas de lectura. Gracias a su trabajo ha tenido la oportunidad de viajar por Colombia y conocer diferentes lugares y culturas que conviven en un mismo país.

Visado a la libre imaginación

La migración del periodismo a la literatura es un viaje sin riesgos hacia la libertad creativa.

por Jairo Giraldo

La bendita manía de informar. La urgencia impostergable de comunicarse, un cruce de caminos casi invisible por donde fluyen, como torrente bravío, lo estrictamente noticioso y lo expresamente informativo. Y así de un solo paso, una escala de acceso hacia la transgresión de códigos del periodismo de otro tiempo, mientras buscamos respuestas en el entresijo de la sociedad más mediatizada de la historia, que sobrevive a la dictadura de los medios, y que respira y se expresa, ya no se sabe, si gracias a ellos o a pesar de ellos.

El periodista es un coleccionista día a día de pequeñas victorias, con metas visibles, como un corredor de 100 metros; el escritor es un labrador de grandes triunfos en largas jornadas y se asemeja, en su esfuerzo y obstinación, a un maratonista. La eterna manía de contar las noticias y luego las historias.

El ducto irrompible entre el lenguaje exacto y estricto, taxativo y rotundo, propio del periodismo y la puerta de entrada hacia la libertad creativa. Acaso las dos riberas de un mismo río. Compañeras inseparables en su largo curso, pero inevitablemente distintas. Espacios posibles para la ortodoxia del texto de manual, propio del periodismo, y para el vuelo “rompecódigos” de la inventiva literaria.

Hay periodistas que llegan a ser escritores, una migración ya centenaria que desde siempre trae implícito un viejo debate en torno a la existencia del periodismo literario y su validez como género, frente a la existencia, esa sí innegable, de la literatura periodística.

Ha sido el noble oficio de redactar noticias, con cuidado y con esmero casi religioso, a través de la historia y a partir de pautas de conducta y de rectitud moral, el que ha aguantado, inmutable, el paso de los años. Sin embargo, la evolución inercial de la sociedad propició cambios en los hábitos individuales y en la realidad cultural de los nuevos tiempos, de una significación tan profunda, que desbordó sus cauces.

No se llegará a saber quién permitió a los periodistas adjetivar sus notas y por esa vía, con el pretexto —inevitable pretexto, arma invencible— de la nota de tercer día, llegar a ser cronistas, o pensar más la nota fundamental y, de la mano de la alta especialización, llegar a ser ensayistas.

La noticia se hizo crónica en el marco de un catálogo de libertades vigiladas, en uso de un manual de garantías hostiles, con límites, evidentemente, pero con el tránsito libre de libertades y garantías.

A través de un lenguaje aventurero y buscador de mundos, la crónica desembocó en la tentación primaria de la imaginación creadora, le dio vuelo a la creación de universos y aquellas historias, ya sin carga noticiosa, pero sí con peso y vigencia informativas, que preñan las ediciones de semanarios, llegaron a ser literatura.

Gabriel García Márquez, uno de los más exitosos reporteros devenido en escritor, dejó constancia en su ya mítico «Relato de un náufrago», que no fue otra cosa que la narración día a día, para un diario, de una historia real, enmarcada en el contexto del lenguaje literario. Hoy, 50 años después, es vista como una obra referente de la literatura latinoamericana y pocos recuerdan que son los textos de un periodista.

Truman Capote llegó a ser una celebridad y convirtió en un suceso editorial su legendaria «In Cold Blood», que fue el seguimiento periodístico, con investigación y detalles, de un cuádruple asesinato en Kansas a donde él llegó, desde New York, en cumplimiento de tareas como reportero.

A Capote y a otros de los cultores del New Journalism estadounidense surgido en los años 50 y desarrollado en los 60, como Norman Mailer («The Armies of the Night»), Gay Talese («Thy Neighbor’s Wife») y Tom Wolfe («The Bonfire of the Vanities»), se les debe gran parte de la transición de aquellos que dejaron de jugar a la mentirilla piadosa del periodismo literario y se fueron directamente a escribir libros sobre universos fácticos.

Es la novela realista. “Non-fiction novel”, en palabras de Capote. Un género que explica por sí solo y justifica, con múltiples razones, el ejercicio literario del periodista. Es asomarse y escudriñar en los rincones de la cotidianidad para escribir historias de la realidad, aunque no necesariamente de la vida real. Hombres de carne y hueso de aquellos que viven, sufren, aman y batallan, en la vida que un autor decide que le ha tocado vivir.

A Camilo José Cela le atribuyen una reflexión gráfica y colorida, como muchas otras de él.

“A mí la palabra ficción me hace pensar en Superman… Esos héroes invencibles de las historietas”, decía. “Mis héroes son de carne y hueso y si es que alguno se lanza desde un segundo piso, se rompe directamente el culo”.

Evidentemente y no sólo para Cela, la inventiva fantasiosa tiene sus propios límites, que son los mismos bordes de teorías establecidas más por el uso social que por la razón fundamental.

Aferradas al realismo, las historias literarias que publican los periodistas suelen ser clasificadas como periodismo literario. Para otros es literatura periodística e incluso algunos más creen que son dos ámbitos distintos de la narrativa, pero en todo caso es el arte de relatar la realidad con herramientas de la ficción.

El viejo debate sigue tan campante como hace 100 años, cuando Joseph Pulitzer publicaba en su New York World, en los villorrios semi-rurales del New York de entonces, unas largas historias en separatas especiales, que fueron los precursores de lo que llegarían a ser los suplementos literarios que luego circularon en todos los diarios importantes del mundo.

En el rigor extremo de los académicos, sin embargo no es concebible de manera general el periodismo literario, en cuanto que el ejercicio del periodismo puro supone registros específicos de veracidad y objetividad, pero sí es posible una literatura periodística a partir de una existente, persistente y consecuente, narrativa periodística.

Y entonces, ¿»Noticia de un secuestro» (García Márquez), «Temporada de Zopilotes» (Paco Ignacio Taibo II), «La fiesta del Chivo» (Mario Vargas Llosa), «La reina del sur» (Arturo Pérez Reverte) en qué clasificación cabrían?

Los cuatro autores, disímiles y distantes, construyeron su obra sobre un desfile de hechos de trascendencia histórica, que marcan o que marcaron la sociedad de su tiempo, pero a ninguno, por más que su labor implique investigación exhaustiva y acatamiento estricto de la verdad, les cabría el rótulo de periodismo literario. Son literatura periodística.

De manera puntual «Temporada de Zopilotes» y «La fiesta del Chivo» se alistan perfectamente dentro de la novela histórica.

Luego, y si el joven reportero de ayer que cubría casos de baranda judicial en el diario decide extender sus notas de crónica roja, con más  investigación y detalles para fortalecer fondo y forma, podemos estar ante un futuro y muy aplaudido escritor de novela negra. Literatura, no periodismo.

Hace cerca de 10 años, mientras Talese firmaba uno de sus libros en Paramus, New Jersey, le pregunté en qué momento un periodista como él decidía dar el salto para dejar el periodismo y dedicarse a la literatura.

“Cuando las historias de 400 palabras se te vuelven un problema de 400 páginas, supongo”, me respondió.

Piensa así un hombre que se hizo célebre con una nota llamada “Frank Sinatra has a cold”, en la que contaba en lenguaje de crónica las desventuras de un famoso cantante con resfriado, y quien todavía sostiene que si tiene que cambiar un nombre real por uno ficticio en una de sus historias, mejor no la escribe.

Sí, literatura periodística. Ese texto largo y vivificante, comprometido sin reservas con la verdad, pero escrito en el lenguaje generoso de la literatura, que apenas deja un resquicio para asomarse al periodismo.

Es una cuestión de tiempo y espacio.

El periodista es un ser agobiado por la presión del tiempo. Debe estar en la redacción a cierta hora y muy probablemente su nota llegue a ser la historia principal en la portada del diario.

“A las seis me entrega la nota de portada”, truena desde el fondo una voz gutural en forma de advertencia.

Y el reportero que se parte la espalda, sigue clavado sobre su laptop y mientras agota una taza de café y constata dos fuentes para darle fuerza a su nota, se percata que las 800 palabras que le pidieron (como máximo) ya van en mil.

Al problema de tiempo ya le agrega un problema de espacio. Es la presión de una sociedad multimediática que reclama y devora la información más diversa de una manera alucinante.

Ese problema de tiempo y espacio no lo tiene el autor que cruza de manera temeraria desde su ribera hasta la otra orilla del río. El periodista que da el paso hacia la literatura, de pronto se encuentra, insólitamente, con que tiene un margen de maniobra muy grande. Y también un compromiso consigo mismo que amenaza superarlo. Encuentra, lo primero, que nada lo obliga al rigor de informar a tiempo y con veracidad incuestionable. Luego llega a entender el cambio de su rol y redescubre que al placer de escribir, y de vivir de lo que más le gusta, puede agregar el desafío de escribir para que les guste a otros. Sin la presión de tiempo y espacio encuentra que puede experimentar libremente con el lenguaje, en otras palabras, puede privilegiar la forma sobre la función.

Algo habrá de culpa y de sentencia en el viaje sin riesgos hacia el resbaloso territorio de la inventiva.

Los argumentos para establecer distancias y proximidades entre periodismo y literatura son muchos. Es un alegato que se sostiene por su propia esencia, pero que llega a ser innecesario a partir del momento en que la función propiamente dicha se impone. Los periodistas son escritores potenciados para el periodismo, pero que pueden dar el grito de libertad creativa a partir del momento en que le den vuelo a su imaginación.

Jairo Giraldo

Jairo Giraldo es un periodista y economista colombiano que reside en Estados Unidos desde 1993. Entre sus principales trabajos publicados destacan: «Pablo Escobar, cuenta de no retorno»; «Instrumentos de Control monetario y medios de pago»; «La complicidad, nuevo deporte nacional»; «Café: sin luz al final del túnel»; «Enfoque: Guadalupe años sin cuenta»; «Don Manuel, un ‘pistolazo’ a la paz»; «En la guerra la paz no es optativa». En el marco del periodismo deportivo ha combinado sus aportes en radio y televisión con la prensa escrita. Ha investigado y publicado sobre béisbol, fútbol, boxeo y olimpismo. Sus textos se publican en Los Ángeles, New York, Chicago, San Francisco y Houston. Giraldo trabaja en el diario La Opinión de Los Ángeles.

Aria Nepalia Trekia

[Americans overheard on a trek in Nepal]

by Daniel Weinshenker

– Oh my feet!
– That’s what Buddhism is, really.
– How do you say “blister” in Nepali?
– I love my Charmin (pronounced, by a Bostoner as “Shamen”)
– What?
– My Shamen, I brought 10 rolls – can’t live without it.

– Look! Look at the view!
– Yeah, Buddhism is all about minimalism, all about peace.
– Right!
– Be here now.
– Absolutely!
– Which one’s Everest?

– Have you met Krakauer?
– Isn’t he a Brit? Ask Lauren, she’s a Brit.
– I don’t know, really.
– It’s all about not suffering.
– I need moleskin; my feet are killing me.
– Can you believe the porters? In sandals even!
– Yeah, and the belly; it comes from the belly.
– And lotus flowers. Don’t forget that.
– Lotus flowers mean peace…or something like that. So do olive branches and doves.
– Yeah, be here now.
– Where’s Everest? Can we see it yet?
– Have you met that famous guy, Hillary?
– He’s dead.
– No, you mean Mallory.
– What’s the difference?

– It’s all about minimalism, you know, only have what you need.
– I just can’t live without my Shamen. And my dreamcatcher. Very key.
– I know what you mean. I have a mini dreamcatcher earrings and also a special one for airplane flights.
– What about Karma? That’s very essential.
– That’s Hindu, not Buddhist.
– Oh.
– Still…
– Yeah, still, Karma is up there. Very important.
– See, what you do is put a ring of moleskin and then two triangles – foot heaven!
– Absolutely no suffering.
– Yeah, and be here now.
– Yes!!
– It doesn’t mean you can’t have goals, though.
– Of course.
– Wait…is that Everest?
– Do Nepalese believe in moustaches?
– Um…so…sometimes.
– And Americans?
– Everest is wherever you want it to be.
– That’s very Buddhist!
– No, that’s Zen.
– Could someone pass the Shamen? I gotta go.

– I heard about this one monk who supposedly had been enlightened and always smiled.
– See, that’s all good energy coming from the belly.
– Yeah, well…turns out he had a brain tumor the size of a grapefruit.
– Oh.
– Jesus.

– Does anyone have any Pepto? I think it’s the altitude.
– Now that’s all coming from the belly!
– I feel so bad for the Sherpas.
– Do Sherpas believe in pain?
– Don’t feel bad for them, they’re Buddhist
– Yeah, they’re Buddhist, remember – no suffering.

Daniel Weinshenker

Daniel Weinshenker is the grandson of a man who ate his bacon in the basement – so that God couldn’t see him. He lived in Andalucia for a couple of years, which left him with an accent that made the Mexicans he worked at a restaurant with laugh. They also called him «piernas de gallina.» He actually gets paid to help people find their stories at the Center for Digital Storytelling (www.storycenter.org) – a total coup.